LA CASA que fuera de mis abuelos en el valle del Valcarce se venía abajo por el peso de los años. Yo no tenía para pagar a los retejadores ni la contribución. La invención de las Autonomías y toda esa historia me trajo propuestas tentadoras. Si yo consentía en abrir la casa a turistas, tendría exenciones e incluso subvenciones. Baños nuevos, instalación eléctrica para que los plomos no saltasen a cada paso y calefacción, ¡calefacción en toda la casa! Rellené papeles y firmé y puse mi DNI. A la casa familiar en Mazos del Valcarce la pusieron en las guías de alojamientos rurales. A mí me quedaba un área suficiente para uso personal, y la esperanza de que con las malas comunicaciones apenas si funcionaría la hipoteca de recibir huéspedes. Una esperanza fundada, como se vio muy pronto, y más al acabarse aquel verano, que era el primero de mi compromiso.
Un anochecer de diciembre, cuando era impensable que se presentase nadie, aquel viajero apareció como un fantasma. No se había oído ningún coche, el viajero no venía a caballo ni en bicicleta ni en moto, y era raro que caminara a pie con aquella maleta que parecía pesada, como sólo puede serlo una maleta de libros. Y con la carretera y el pueblo y la casa metidos en un pozo de niebla. Sobre todo la niebla. Se quitó la capa, una prenda cortesana como de Amigos de la Capa, y echó una mirada alrededor como quien toma tierra y necesita orientarse. Luego palpó nervioso los bolsillos de su ropa, el ademán de quien comprueba: cartera, papeles, quizá las pastillas que casi todos llevamos.
Se acercó al fuego de troncos de roble que ardía en la chimenea. Donde yo esté, ni yo ni mis prójimos pasaremos frío. Avivé la lumbre con el atizador, antes de poner en marcha la caldera central. En cuanto a cargar con la maleta hasta la habitación, confieso que me hice el desentendido. Podría haberme excusado con que «la casa tiene poco personal». Pepa de Cantos, y gracias, que me cocinaba y hacía una limpieza poco fanática.
-Hay pote de berzas y costillas de cerdo adobadas —rezongó la mujer cuando vino para dejar preparada la cena.
—¿Y escabeche? —se me ocurrió.
-Truchas. —Pepa de Cantos era lacónica cuando algo le parecía un disparate.
Mandé añadir unas truchas en escabeche, de estar metido en este negocio me gustaba quedar como un caballero, y así me lucía el pelo a la hora de hacer balance. Con naturalidad nos sentamos juntos a la mesa el hostelero y el huésped inesperado.
Pero nos tratábamos con ceremonia:
-Sírvase usted, señor.
Y él a mí:
-Es usted muy amable, este caldo resucita a un muerto.
El huésped era frugal. Repitió del caldo, alabó el pan, mitad trigo mitad centeno, pero las costillas las rehusó sin apelación. Tampoco iba a entrarles a las truchas, pero de pronto se animó a probarlas. Fue cuando le dije que eran pescadas (capturadas) con ingenio por los monjes de Orivia y comercializadas en Sarria, quizá con participación del convento.
–Ora et labora —sentenció sin la falsa unción de los clérigos, y poco después me dio las buenas noches en latín, bromeando y con la facilidad de quien lo tuviera de lengua materna y de diario.
Yo llevaba tiempo sin relacionarme con gente que pudiera decirse afín. Me quedé a solas junto al fuego que a esas horas presidía la vida menguante de la casa, pensativo, bebiendo. Bebiendo más que en otras épocas del año, ahora por culpa de la meteorología. Y sólo estábamos en el tercer día, se dice «las nieblas de la Purísima » porque ocurren invariablemente alrededor del 8 de diciembre, justo un novenario de nieblas bajas algodonando de un gris opresor el curso del río y sus alrededores. Es un tiempo de trabajo para los loqueros de Ponferrada y las ambulancias todo terreno, mejor prevenirse uno mismo con un vino decente. Otra medicina: escribir eso que llaman creación, cuentos o poemas, mejor poemas. Pero lo escrito en vigilias así podían ser arrebatos que no decían nada en la tardía mañana siguiente, como si la luz que se colaba por las ventanas, mínima incluso a la hora del mediodía, bastara para borrar el texto nacido en el desorden.
El cuarto día. El quinto día. El sexto día de la novena.
-Me alegro de que se encuentre bien en la casa, puede quedarse el tiempo que quiera.
Debería haberle propuesto que nos tuteásemos.
-Si por mí fuera me quedaría para siempre —aseguró él con mucha firmeza—. Pero no miremos el calendario.
Vivíamos todo el día como si fuera noche cerrada, encendidas las luces eléctricas.
-Incluso con este tiempo le envidio a usted su forma de vida —dijo—. Y no diré que cambiaría la mía por la suya, porque usted saldría perdiendo y sería engañarle.
Yo le había contado ya mí aventura. En Madrid vívía en un piso de Malasaña, encima de un pub con música horrible y macarras, y veía crecer el ejemplo de gente de pluma que se aisla en una aldea o en un caserío, con el recurso del ordenador y el fax para comunicar con su editor o su agente literario. En mi caso sería con el periódico, unas colaboraciones medio fijas con las que salía adelante. Me instalé en Los Mazos con voluntad de permanencia y dejé una invitación a contados amigos íntimos: que podían venir a verme y quedarse algún tiempo. Sólo me vino uno y para un trasnoche, aunque en las tertulias madrileñas hacían ellos mucho menosprecio de corte y alabanza de
aldea.
-Tampoco era sincero el fraile Guevara —dijo el huésped—, que más anduvo por Toledo o Granada o Valencia que por los curatos de las diócesis en que fuera obispo. —Su voz se hizo más grave al entrar en la reflexión propia—: La vida serena, la del hombre que ama de veras la intimidad consigo mismo, eso, amigo mío, es un carisma y no a todos se les concede.
El madrugaba y salía de la casa, ahora con una zamarra tosca de punto de lana, y daba paseos largos por la ribera, aunque la niebla no le dejaría ver más allá de unos metros. Otras horas del día las pasaba en su cuarto sin dar más señales de vida que periódicos y breves pasos que la tarima recién restaurada dejaba oír, probables treguas en la lectura, quizás en la escritura de qué sé yo qué. Mi condición de hostelero era postiza, pero supuse la regla sagrada de que en su cuarto tiene el huésped un recinto inviolable. Yo andaba a lo mío, no podía decirse que vivir en Los Mazos de Valcarce fuera estar en el ombligo del mundo, pero me bastaba ver y escuchar los noticiarios del día para despachar mis artículos de opinión. Una noche oí que en una tertulia de la radio me aludían: «ese periodista que escribe pegado al terreno», y todavía me dura la risa. El almuerzo lo hacía cada cual a su aire, lacón frío o empanada que Pepa de Cantos nos dejaba a mano. La cena, en cambio, nos reunía a los dos hombres de la casa.
En la hora de mi buen apetito, un poco me fastidiaba la frugalidad del otro, casi ostentosa. Después del caldo, pan y queso de cabra bastaban para contentarlo. De acuerdo, pan y queso de cabra no es una mala coyunda. ¡Pero regados con vino! El hombre que tenía enfrente, ni olerlo. Hablábamos o callábamos, lo que significa sentirse a gusto, cada cual con su independencia. Sin mujeres, sin las presiones de una familia. Que a los dos nos sobraran las mujeres no nos lo llegamos a decir claramente, pero sí recuerdo rasgos que fuimos confesándonos y que en algunas cosas hacían que nos pareciésemos. Su padre era apasionado y brusco; mi padre tenía momentos de cólera irreverente, atenuada por eufemismos («¡Cristo negro! —juraba mi padre —, y como Cristo había sido blanco…). El huésped, de niño, admiraba los trenes. En mí fueron afición que todavía revivo. Y su fantasía infantil de la Virgen que se te aparece, ¡como la mía!
Pero más que nada, la misma desazón por haber dedicado nuestra vida, o una parte importante de nuestra vida, a quehaceres que no se correspondían con nuestras ilusiones. De
mi caso no quiero hablar. El huésped no aclaró en qué se ocupaba realmente, deduje que en algo liberal y rentable, pero más se veía en él al intelectual puro, al historiador fiel o al poeta inventor de sueños.
El día octavo de la novena, como aquí se sabe de generación en generación, las nieblas pesan físicamente como una losa y pueden machacar los nervios más templados. Pero también ocurre que en la primera hora de la tarde están en el nivel más bajo, y un alpinismo no muy arduo basta para liberarse de la humedad ominosa.
-¿Le importa que el paseo de hoy lo hagamos juntos y cuesta arriba? Hay algo que me gustaría enseñarle.
Accedió al momento, le presté un bastón fino e historiado que trajo de Cuba un militar de nuestra familia y para mí eché mano de una cachaba ordinaria comprada en San Miguel de Cacabelos. El huésped tendría como sesenta años y trepaba con una facilidad envidiable.
Por estos caminos anduvieron hace siglos los eremitas —dijo. Y unos versos romanceados y de sabor lejano—: Por la cuesta de Pradela/ va San Valerio/ con un cayado en la mano/ y un libro por compañero…
Era una voz abadenga que sonaba con autoridad entre las peñas apenas visibles, como si el que venía por la trocha detrás de mí fuera el mitrado de Carracedo, y la espesura se hizo aún mayor cuando recitó en latín; entre las nieblas sonaba y resonaba el testimonio de nuestra Etheria o Egéria, una viuda de pelo en pecho que en tiempos remotos se largó de turista hasta Jerusalén y Constantinopla, Itaque ergo duxit me primum ad palatium Aggari regís...
Pero ya alcanzábamos lo alto, el mundo se aclaraba poco a poco, luego fue una explosión del sol que sólo para nosotros los del valle había dejado de existir durante días y ahora nos decía: aquí he estado siempre, y nos cegaba. La luz. El calor. Incluso el olor del sol. Todo por debajo de nosotros era un mar, pero mirado desde aquí era un mar muy limpio, y en el horizonte más alejado lo surcaban barcos fantásticos, por si no fuera bastante la belleza intocada de las nubes. Los mástiles que allá sobresalían eran torres, yo sabía qué torres principales y las desgranaba: la torre de la colegiata de Villafranca con campanas que voltearon por el Virrey de Nápoles, la torre de San Nicolás el Real, los torreones del castillo de Peña Ramiro…
Por suerte, al bolsillo del pantalón me había echado la petaca del coñac. A hurtadillas le pegué un tiento, se me serenó el discurso, no me gusta ponerme retórico. Nos sentamos en unas piedras altas, puestos a mirar, también a que el sol nos mirase a nosotros. Un perrillo sin raza —un perrillo mil leches— vino de no se sabe dónde y se nos acercó con jugueteos tímidos.
Vi que mi acompañante se enternecía con el chucho.
-¿Usted cree en la resurrección de los perros?
No recuerdo mi respuesta. Ni siquiera si hubo respuesta. Le gustaba proponer enigmas que quedaban bailando en el aire, como las partículas de polvo en una rendija de luz.
En cierto momento el perro caneiro ladró hacia el cielo y esto no lo había visto yo nunca: ladrarle a un coche, a una bicicleta, a una moto, sí. Pero a un avión. El aparato dejaba atrás una estela blanca de geometría perfecta y de vez en cuando el fuselaje brillaba fugazmente como si nos hiciese un guiño. Miré el reloj:
-Es el vuelo Madrid-Santiago.
El avión iría cargado de pasajeros que ignoraban nuestra pequeñez en la montaña encendida.
– Y cartas— dijo mi compañero de escalada—, seguro que también lleva correo. Las cartas, los viajes. Tengo cartas del capellán de un penal paraguayo, ese sí que es un lugar solitario, acaso el paraje más solitario del planeta. De Mandela, escritas en su reclusión, que tampoco era un sitio muy acompañado. O del benedictino más viejo de toda la orden, 106 años y su caligrafía un primor.
Yo pensaba en los ámbitos que hasta hace poco tiempo fueron mi vida, en el periodismo de primera línea, entonces sí, metido en la acción. Las palabras del huésped me estaban< trayendo nostalgia del mundo.
Y en seguida, nostalgia de Madrid. Tal como suena, de Madrid, cuando le escuché el recordatorio de sus taras urbanas:
-¡Allí no se puede vivir!
Se ha dicho mil veces y se seguirá diciendo. Pero él lo remachaba:
-¡Usted ha sabido liberarse a tiempo!
Madrid es horrible, una ciudad donde todos desayunamos en las cafeterías pisando papeles sin barrer y hablando muy alto, pero el relator que tenía a mi lado en la soledad agreste seguía el tío en ese Madrid, moviéndose en el Madrid de todo el año por el Círculo y el Gijón donde a mí me habrían olvidado los camareros, y asistía a no sé qué comidas de los< marcianos en la Quinta del Sordo, había viernes en que se sentaba a la larga mesa amical de una tertulia que llaman Contra Aquello y Esto, y la Peña Chicote, y los Amigos de Julio Camba, todo en la capital más ensordecedora y desordenada de Europa, en la más animada y conviviente y difícil de olvidar…
El sol empezaba a ponerse y emprendimos el descenso perezoso. Marchábamos uno detrás del otro, cada cual con sus pensamientos callados. La entrada en el pozo fue de repente y sentimos como un golpe en el pecho. Era la misma niebla que habíamos dejado poco antes, pero nosotros volvíamos distintos. No me pregunten por qué estoy hablando en plural de nuestros sentimientos. En la cena mi compañero se levantó a llamar por teléfono. La mañana siguiente desperté más tarde que nunca (aquella noche había bebido más que nunca), y Pepa de Cantos me avisó que el cliente se nos había largado. En la habitación número 4 encontré una Vida de Prisciliano que me dedicaba el autor y un manojo de separatas también dedicadas. Del importe del hospedaje, ni acordarse, y no me chocó para nada.
– Se fue en un coche que conducía una señora rubia —puntualizó Pepa de Cantos—, en el coche iba también un perro de casa rica y llevaban las luces amarillas abriendo la niebla.
Empezaba mi cuenta atrás.