Las fundaciones culturales han desempeñado un papel fundamental en la España del último tercio del siglo XX, acompañándonos en la transición hacia la democracia y en la inmersión en la posmodernidad. Las exposiciones de la Fundación Juan March forman parte del paisaje de nuestra educación sentimental en los años ochenta del pasado siglo; las actuaciones de conservación-restauración de la Fundación Caja Madrid nos han dado la bienvenida en tantas visitas a catedrales españolas; las fundaciones del Gran Teatre del Liceu o la Isaac Albéniz nos han brindado, en Barcelona o en Santander, momentos irrepetibles de encuentro con la música clásica; la Fundació la Caixa nos inició a muchos en el arte de la fotografía o en la más rabiosa contemporaneidad; las fundaciones del Santander y del BBVA han presentando obras maestras de la pintura española en América Latina; la Fundación Amigos del Museo del Prado ha acercado las colecciones reales a diversos rincones de España; la Fundación Cultural Mapfre ha profundizado en la creación de finales del XIX… y tantas otras fundaciones que en el ámbito local, autonómico, nacional o internacional han conservado y difundido lo mejor de la cultura abriendo su conocimiento y disfrute a amplias capas sociales.
Según el Directorio de Fundaciones Españolas publicado por la Asociación (AEF) en 2007, durante los últimos treinta años el número de fundaciones constituidas anualmente en España ha crecido de forma sostenida. Este crecimiento se ha intensificado sensiblemente durante los últimos quince años, hasta alcanzar un promedio de 454 nuevas fundaciones por año para el periodo 2000-2006, resultando un total de fundaciones en España de en torno a 8.600 al término del mismo. Si focalizamos nuestra atención sobre las fundaciones creadas ex novo entre 1996 y 2006, nos encontramos con que las áreas de adscripción más frecuente han sido la investigación y la cultura (con 334 y 327 fundaciones, respectivamente), seguidas de la cooperación al desarrollo (244), la salud (239), el desarrollo local y regional (199), la tecnología (184) y el medio ambiente (172 fundaciones).
Las fundaciones culturales han desempeñado un papel fundamental en la España del último tercio del siglo XX, conservando y difundiendo lo mejor de la cultura y abriendo su conocimiento y disfrute a amplias capas sociales.
Este empuje de lo cultural hizo que en 2006 las fundaciones activas en el ámbito de la cultura (1.329) le pisasen los talones a las fundaciones activas en el ámbito educativo (1.559) y hubiesen desplazado a un tercer y cuarto puestos a las dedicadas a asistencia social (1.141) y a la investigación (1.081). Si sumamos aquellas que se declaran activas en los campos del patrimonio histórico-artístico (582) y del arte (536), concluiremos que el ámbito cultural en sentido amplio es el más cultivado por las 3.061 entidades que respondieron al cuestionario de la AEF, y muy probablemente por el conjunto general de las fundaciones españolas.
En ese aparente crecimiento de lo cultural dentro del sector fundacional español han tenido especial protagonismo las fundaciones que gestionan fondos de obra social de las cajas de ahorros -ellas mismas fundaciones de carácter privado-, hasta eclipsar a fundaciones patrimoniales que eran tradicional referente en ese ámbito y en abierta competencia con las fundaciones corporativas de grandes bancos. Ahora bien, si atendemos a los datos que proporcionan las Memorias de Responsabilidad Social Corporativa de las Cajas de Ahorros editadas por CECA, esa proliferación de fundaciones activas en lo cultural no obsta para que el peso relativo de los recursos aplicados a este ámbito por las cajas de ahorros haya descendido durante los últimos años. Si atendemos al reparto de los 1.824,29 millones de euros invertidos por las 45 cajas de ahorros españolas en obra social (OBS) en 2007, observaremos que por primera vez desde 1984 el área de asistencia social y sanitaria se sitúa por delante del área de cultura y tiempo libre, al absorber el 37,3% y el 36,8% del total, respectivamente. El peso específico del área de cultura y tiempo libre, tras alcanzar su cuota máxima sobre el total de OBS en 2001 con un 47,61%, lleva en sostenido descenso desde entonces, en un contexto de crecimiento ininterrumpido de los recursos destinados a OBS. Es decir, que tanto los recursos totales como la partida asignada a cultura han crecido en términos absolutos, pero el ritmo de crecimiento de la porción cultural de la tarta ha sido inferior al ritmo de crecimiento de la tarta en su totalidad, y ha estado muy por debajo de la velocidad de aumento de la porción socioasistencial.
Si profundizamos un poco más, veremos que en 2007 la asistencia social absorbió el 34,7% de los recursos de obra social, seguida de la cultura (30,7%), la educación (11,1%), el tiempo libre (6%), el medio ambiente natural (5,5%), la investigación y el desarrollo (5,1%), el patrimonio histórico artístico (4,1%) y la sanidad (2,6%). El patrimonio histórico artístico, área afín que llegó a consumir en 2002 el 10% del total de fondos OBS, ha experimentado pues en términos relativos una evolución similar a la de la cultura. Si analizamos el número de beneficiarios y actividades culturales, ha crecido en 2007 respecto al ejercicio anterior a un ritmo superior al experimentado por los recursos; no así el número de centros, que ha disminuido en un 2,3%, sugiriendo mejoras de eficiencia.
En un mundo ideal donde las fundaciones sean capaces de anticipar cambios en las demandas sociales, un escenario de relativa caída de recursos y centros como el que acabamos de sugerir pudiera responder, al margen de a eventuales mejoras de eficiencia, a cambios en la demanda de productos culturales. Si la cultura fue en la Edad Moderna un producto reservado a las élites (patricios, reyes, papas o nobles que, por otro lado, ejercían un mecenazgo encomiable), la Ilustración inaugura un modelo paternalista o salvífico donde las nuevas élites, ampliadas a la alta burguesía, se ocupan de dar acceso a la cultura a otras capas sociales a través de la creación de museos, academias, etc. La segunda mitad del siglo XX es testigo de la integración de los productos culturales en la lógica del consumo de masas, la aparición de las industrias culturales y la emergencia de lo audiovisual. El incremento de la actividad cultural de origen fundacional ha sido en este contexto incuestionablemente positivo, pues ha permitido no sólo aumentar sino sobre todo diversificar desde el sector privado la oferta de un bien que tradicionalmente se consideraba público y por tanto susceptible de ser provisto en exclusiva por el Estado.
El incremento de la actividad cultural de origen fundacional ha permitido no sólo aumentar sino sobre todo diversificar desde el sector privado la oferta de un bien que tradicionalmente se consideraba público y por tanto susceptible de ser provisto en exclusiva por el Estado.
La destacada actuación de las fundaciones culturales en la España contemporánea ha tenido lugar en un contexto de crecimiento sostenido de todos los indicadores de actividad y consumo cultural que aparentemente no ha decaído en la última década. Según el Anuario de Estadísticas Culturales publicado por el Ministerio de Cultura en 2008, prácticamente todos los indicadores relativos a empleo, gasto y número de usuarios se han incrementado entre 2000 y 2007. Así, han crecido notablemente el número de ocupados en el empleo cultural, el total de empresas con actividad económica principal cultural y su volumen de negocio, el gasto liquidado en cultura por las administraciones general del Estado, autonómicas y locales, el gasto de consumo cultural de los hogares, la recaudación de derechos de propiedad intelectual por entidades de gestión, el turismo cultural de extranjeros, los visitantes a museos y monumentos, los asistentes a espectáculos de danza y a conciertos de música actual, el número de libros inscritos en ISBN, las obras musicales editadas, los largometrajes producidos y las películas estrenadas.
Si ponderamos los grandes apartados -empleo cultural, empresas culturales o gasto público en cultura- en relación al empleo total, al total de empresas o al PIB, resultan en cambio crecimientos suaves o situaciones de estabilidad, con la excepción del gasto de las administraciones locales sobre el total del PIB, que crece de forma muy apreciable. Entre los pocos apartados que caen en términos absolutos cabría destacar la asistencia a bibliotecas, archivos, teatros, ópera y zarzuela. En cuanto a la evolución del número de infraestructuras o centros, es desigual: crece el número de museos y colecciones museográficas, espacios escénicos estables teatrales y salas de concierto, y decrece el número de bibliotecas y cines.
Estos datos son ilustrativos pero distan de ser concluyentes. Habría que conocer, entre otros factores, qué porcentaje de recursos se ha destinado a gasto corriente directo y cuál a inversión en infraestructuras culturales, o a su mantenimiento; cómo han evolucionado en el mismo periodo las miles de fundaciones culturales no vinculadas a cajas de ahorros; o cómo ha impactado el arranque de la crisis en el año 2008. Ahora bien, invitan a especular con las razones que llevaron, primero, a un acelerado incremento de la actividad fundacional cultural y, durante los últimos años, a una lenta pero sostenida disminución de su peso relativo en las OBS de la scajas de ahorros y, dado el papel preponderante de éstas, también en el conjunto del sector fundacional.
El primer motivo del crecimiento de lo cultural fundacional sería, en mi opinión, el efecto arrastre del sector público. La cultura ha sido objetivo privilegiado de las políticas públicas en España, particularmente autonómicas y locales, acorde con el modelo mediterráneo y en las antípodas del modelo anglosajón, donde la responsabilidad sobre la provisión de servicios culturales pivota casi exclusivamente sobre las entidades privadas no lucrativas.
Centros públicos de referencia como el MNCARS o el Museo del Prado han tenido un efecto de arrastre muy positivo sobre el mecenazgo y las programaciones propias de los agentes fundacionales.
El segundo motor de esta espiral de crecimiento ha sido muy probablemente, sobre todo en el caso de fundaciones corporativas de misión generalista, la emulación entre los patronos y directivos de las fundaciones. La trasposición al sector de prácticas empresariales como el benchmarking o comparación con los competidores y la obsesión por el tamaño se ha traducido en una dinámica imitativa no exenta de riesgos. Uno de ellos que la fragmentación de mercados propia del Estado de las autonomías haya derivado en que muchas entidades compitiesen no tanto con los mejores como con los cercanos. Otro riesgo, el derivado del culto a indicadores tan fáciles de entender como de manipular, i.e. el número de visitantes. Si la decisión de asignación de recursos que originó la espiral de emulación estuvo simplemente basada en las preferencias personales de los patronos o directivos, podríamos traer a colación las reticencias de Milton Friedman respecto a la responsabilidad social corporativa y sospechar que, en último término, no ha sido la mano invisible del mercado la que ha aplicado más recursos al ámbito cultural al hacer los demandantes explícitas sus preferencias, sino las preferencias de los administradores de las entidades. Administradores que, en el caso de una fundación, no debemos olvidar que nunca serán propietarios.
Los empresarios y directivos de empresa en los patronatos de las fundaciones han aplicado al gasto cultural la misma estrategia que aplicaron antes a su actividad maximizadora de beneficios.
El tercer motivo estaría relacionado con el riesgo de papanatismo de los indicadores obvios y con los incentivos de los gestores de las fundaciones. En un sector como el fundacional, donde a pesar de las expectativas de muchos patronos la medición y evaluación son todavía prácticas de gestión incipientes al amparo del argumento de que su actividad es difícilmente mensurable, la cultura ha sido una excepción. Los indicadores de eficiencia son evidentes: número de usuarios por actividad o centro, coste porusuario, valoración del impacto en medios, coste por impacto en medios, taquillaje, costes de producción, etc. La cultura, a pesar de su naturaleza de servicio y por tanto de intangible, resulta en una serie de outputs o productos plenamente tangibles. Su materialización en eventos públicos -rituales colectivos como la contemplación de la obra de arte o la escucha de la música culta, transmisores de estatus social-, dossieres de prensa, merchandising o lujosas publicaciones, facilita sin duda alguna la percepción de su valor a los ojos de los no expertos. Quizá se haya producido una cierta confusión entre los medios y los fines de la acción cultural, entre sus outputs y los outcomes o beneficios sociales perseguidos, al ser estos últimos no sólo más difíciles de medir sino también largoplacistas por naturaleza.
Otro motivo ha sido sin duda el carácter mediático de la cultura, que habría hecho que muchas fundaciones, sobre todo corporativas, hayan entrado en este nicho con una expectativa de retorno de imagen en ese ámbito. Un proyecto cultural bien cuajado y mejor comunicado será siempre más goloso para los medios -aunque también aquí la saturación de oferta de los últimos años ha moderado el atractivo mediático-, máxime en comparación con las actividades investigadoras, educativas o sociales.
Querría aventurar ahora las razones de la relativa caída de la inversión cultural fundacional durante la última década. La primera está relacionada con el marketing y su lógica. Los empresarios y directivos de empresa que normalmente tienen la última palabra acerca de la asignación de recursos en los patronatos de las fundaciones han aplicado al gasto cultural la misma estrategia que aplicaron antes a su actividad maximizadora de beneficios: la de generar ventaja competitiva gracias a un posicionamiento diferencial basado en el branding o desarrollo de marca y a la elección de un nicho de mercado en el que adquirir posición dominante y crear barreras a la entrada de otros competidores. Quizás estas estrategias hayan producido, a nivel agregado, un cierto exceso de productos culturales efímeros, reiterativos o paradójicamente indiferenciados, una sobreoferta de equipamientos culturales y de marcas no siempre dotadas de reputación, y un déficit de iniciativas en colaboración y de apuesta por el largo plazo. Me atrevo a sugerir que la saturación producida en este ámbito ha hecho que la cultura, de ser hace un par de décadas un factor de posicionamiento diferencial para los mecenas españoles, haya adquirido rasgos propios de un commodity, y por tanto a los ojos del cliente sea cada vez más irrelevante quién la produce.
La segunda razón tiene que ver con la impaciencia. Es probable que el crecimiento de la oferta no haya ido acompañado de un crecimiento acompasado de la demanda y que las expectativas de cifras de visitantes se hayan visto progresivamente defraudadas, sobre todo en relación a las inversiones realizadas en equipamientos que, con actividad o sin ella, requieren de un mantenimiento constante y costoso y se arriesgan a ser percibidos como elefantiásicos por los ciudadanos. Se han subestimado los tiempos: aunque el pipeline de ciertos proyectos culturales es más fácil de acortar que el de los proyectos sociales, educativos, investigadores o medioambientales, la mayoría precisan de perseverancia y paciencia para llegar a buen puerto, además de una planificación que los evalúe y redimensione.
Sería una pena que en el ámbito del gasto fundacional en cultura actuase una vez más el efecto pendular, reduciéndose su aportación drásticamente sin la reflexión estratégica debida. Las capacidades de gestión, no sólo en términos de eficiencia sino también de eficacia, serán claves. Sabemos que gastarán menos; nos gustaría que gastasen mejor.
La última razón que sugeriría entronca con una puesta en práctica reduccionista de lo cultural, plasmada en el abuso de un formato, el de la exposición temporal, decimonónico en origen pero magistralmente aggiornado por Philippe de Montebello, en su larga etapa como director del Metropolitan de Nueva York. Esa idea de reunir temporalmente en un único lugar objetos valorados por el público en torno a una temática, autor, tesis o argumento, convirtiéndolos en un nuevo producto dotado del atributo de la exclusividad, ha sido utilizada hasta la saciedad. En ocasiones vehículo divulgador de hallazgos o reinterpretaciones científicas, la exposición temporal se ha convertido en otras en un espectáculo con vida propia y, en no pocos momentos, en un objeto banal cercano al mundo del merchandising, difícilmente justificable desde el punto de vista de los costes de transportes especializados, embalajes, montajes o seguros requeridos para su mise-en-scène.
La actividad fundacional en el ámbito cultural se enfrenta, pues, a importantes retos agudizados por la situación de crisis económica en que nos encontramos. La restricción de los recursos disponibles para fines de interés general se acentúa y el coste de oportunidad de los recursos dedicados a cultura en detrimento de otros fines quizá no más importantes pero sí más urgentes -como la asistencia social- aumenta. Sin caer en demagogias fáciles del tipo «con el coste promedio de una exposición temporal podríamos…», es evidente que la decisión de asignar gasto a cultura en el caso de fundaciones generalistas es decir, de fundaciones que estatutariamente pueden elegir gastar entre fines de interés general alternativos, requiere hoy de más reflexión previa que nunca.
Una vez tomada la decisión de gastar en cultura, las capacidades de gestión, no sólo en términos de eficiencia sino también de eficacia, serán claves. Lo cierto es que cuando contamos con 300 euros para adquirir una cámara de fotos digital disponemos de mejor información para tomar esa decisión de compra de la que tendríamos si tuviésemos que invertir de forma acertada 200.000 euros de presupuesto fundacional en el ámbito cultural. La confusión entre conocimiento experto y capacidad de gestión que se ha producido en algún momento -pongamos la dirección de un museo en manos de un conservador, o asesorémonos con un pintor para formar una colección de arte- tiene cada vez menos probabilidades de repetirse.
Las transformaciones sociales en curso arrumbarán el concepto de usuario o consumidor que recibe pasivamente el producto cultural, obligando a los agentes a interpretar la cultura como un espacio más de participación ciudadana, abandonando posiciones institucionalistas y acercándose a su dimensión comunitaria o de fermento de la sociedad civil. La progresiva entrada de ordenadores personales y acceso a Internet en los hogares ha completado un entorno de demanda donde las barreras de acceso a los contenidos culturales se minimizan, pero en el cual es probable que se produzca también una migración del tiempo dedicado a esos contenidos desde lo presencial hacia lo virtual. A esta tendencia se suma la transferencia de consumos culturales, propia de la crisis, de espacios públicos al ámbito doméstico.
Si bien el acercamiento a la cultura a edades tempranas se ha potenciado como nunca gracias a las programaciones didácticas de los agentes culturales, el binomio educación-cultura está lejos de haber alcanzado su potencial en España. Adolecemos de la falta de una visión integral de la cultura, que incluya todas sus dimensiones -simbólica, creativa, económica y comunitaria- y que entienda que las fundaciones son probablemente los únicos agentes culturales que pueden permitirse orientar programaciones de largo plazo no determinadas por el partidismo, la rentabilidad o a lo políticamente correcto. En este contexto, las fundaciones enfrentan el desafío de llegar a los más jóvenes, a riesgo de que se conviertan en «no públicos» de su oferta cultural. Al margen de la dificultad evidente de que la generación LOGSE que puebla nuestras universidades disfrute de la cultura a falta de los conceptos y las capacidades lingüísticas necesarias, la Web 2.0 y sus redes sociales abren posibilidades insospechadas a la difusión -casi diríamos contagio- de contenidos culturales.
Sería, en definitiva, una pena que en el ámbito del gasto fundacional en cultura actuase una vez más el efecto pendular, reduciéndose su aportación drásticamente sin la reflexión estratégica debida. Si los gestores, desde Karl Popper, debieran dedicarse no tanto a acertar como a equivocarse lo menos posible, las fundaciones debieran, en este entorno de crisis, focalizar sus esfuerzos en no perder los avances conseguidos en tantos campos, entre ellos y de manera destacada el cultural, durante las últimas décadas. Sabemos que gastarán menos; nos gustaría que gastasen mejor. Urge recuperar el sentido de propósito y centrarse en objetivos de transformación social a medio y largo plazo. Para conseguirlos habrá que aceptar el carácter esencialmente cultural de la realidad que nos rodea y buscar complicidades institucionales, aun a costa de rebajar los respectivos egos, que permitan acometer proyectos importantes para la sociedad civil.