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“Joaquín: tú no te pareces a nadie” le comentó por escrito en una ocasión Paul Morand. Joaquín Romero Murube nace en una familia bien posicionada en Los Palacios y Villafranca, un municipio situado en la provincia de Sevilla. Descendiente de inmigrantes vascos, nació un 18 de julio de 1904, en un ambiente rural y agrario, a imagen y semejanza de otros tantos pueblos de España. Estas estampas del pueblo y del campo, historias de la vida cotidiana de sus paisanos, las recoge y retrata, desde una perspectiva de idealización y en prosa poética, en una de sus últimas obras Pueblo Lejano (Madrid, Ínsula, 1954).

Romero Murube, en 1912, se traslada a Sevilla para ingresar como bachiller en el colegio de los jesuitas. Frecuentó, terminado el bachiller, las tertulias universitarias de la época, estudiantes con inquietudes humanistas, jóvenes que apuntaban maneras y prometían en el panorama literario. En la capital, en Sevilla, se reunían con un poeta laureado y reconocido, un hombre por todos leído: Pedro Salinas. En la reunión estaba Higinio Capote, González Requena, Miguel Romero Martínez… De este grupo surge la revista Mediodía cuyas páginas acogieron los nombres de numerosos escritores de la denominada, unos años más tarde, generación del 27. La revista Mediodía fue, junto con la revista Grecia –publicaron aquí por vez primera a Borges un poema titulado “Himno al mar”- un referente cultural de los años 20’. Llegó Romero Murube a ostentar el puesto de redactor-jefe de la revista y en esta década publica sus primeras obras: La tristeza del conde Laurel, Prosarios y Sombra Apasionada. En estos años, de igual forma, consecuencia de sus actividades literarias y de su contacto permanente con intelectuales coetáneos trató a Jorge Guillén, a Dámaso Alonso, a Gerardo Diego, a Rafael Alberti… Aunque con quien guardó una “amistad llena de complicidad y camaradería”, según las palabras de su biógrafo Juan Lamillar, fue con Federico García Lorca. Por último, el joven escritor de los Palacios y Villafranca, a pesar de su ocupación académica como estudiante de Derecho, colabora con asiduidad en la prensa de la capital, en cabeceras como El Correo de Andalucía, El Liberal, El Noticiero Sevilla, ABC…

Con todo, con sus colaboraciones en periódicos y su incesante actividad en el mundo literario, se ganó la vida como funcionario. Ocupó cargos de responsabilidad en el Ayuntamiento hasta que, en los albores de la Segunda República, lo nombran por orden del alcalde de la ciudad de Sevilla Conservador del Alcázar, uno de los principales monumentos de la ciudad. Este puesto le ocasionó innumerables anécdotas y el trato con personalidades de índole muy diversa: Eva Perón, el doctor Fleming, Jacqueline Kennedy, el Sha de Persia o Jean Cocteau, entre otros. Con respecto a las anécdotas podríamos contar aquella que narra la huida de Miguel Hernández, refugiado en los jardines del Alcázar por motivos de sobra conocidos, recién terminada la guerra, protegido por Romero Murube mientras despachaba al ya caudillo Francisco Franco, que vino a Sevilla a celebrar el desfile de la victoria. Un hombre, como Romero Murube, en apariencia cercano a las filas falangistas-franquistas del régimen debido a su posición de alto funcionario, protegiendo al fugitivo Miguel Hernández cuyas pretensiones eran escapar de España por la frontera de Portugal lo antes posible. La historia de la literatura nos reserva episodios emocionantes.

Como Conservador del Alcázar escribió sus obras más recordadas, con un denominador común: su interés por su ciudad, por Sevilla. En 1938 se publica Sevilla en los labios, en 1943 Discurso de la Mentira, en 1951 Memoriales y Divagaciones y Los cielos que perdimos. Obras que combinan su faceta de escritor, en la recreación de los paisajes de la ciudad idealizada –similar a los textos de Chaves Nogales en La Ciudad, de Juan Ramón Jiménez en Platero y yo, de Luis Cernuda en Ocnos-, y su faceta de periodista crítico con el poder, en la denuncia de la destrucción del patrimonio, que en la década de los 60’ fue tan pronunciada en aras del desarrollismo franquista. Estas denuncias le supusieron más de un trago amargo, como la sonada censura de ABC, motivada por el apoyo de este medio al derribo de un palacete en cuyo solar se construirán unos grandes almacenes. El escritor se marchó a El Correo de Andalucía bajo las siglas XYZ, siglas contrapuestas en el orden alfabético a las que dan nombre al citado medio monárquico fundado por Torcuato Luca de Tena. “Estamos destrozando Sevilla: unos por ambición, otros por torpeza y otros por incultura” escribe en sus artículos.

Romero Murube vestía un uniforme falangista por los jardines de su cuidado monumento –más por una circunstancia inesperada que por convencimiento de la causa falangista, eso sí-, aunque como él indicaba su verdadero traje era el de poeta. No le tembló el pulso si tuvo que enfrentarse a las autoridades, a la oligarquía política de su tiempo. Fue un hombre culto, humanista. Simpatizaba con los parroquianos de su Virgen de la Soledad y con Camilo José Cela, con las vanguardias de las revistas ultraístas de su juventud y con el universo provinciano de Sevilla. Lo dejó escrito Paul Morand, “Joaquín: tú no te pareces a nadie”.

Una obra poco atendida

Andrés Trapiello, en relación con los autores de la posguerra vinculados al régimen franquista, siempre comenta que estos ganaron la guerra pero perdieron los manuales de literatura. Con Romero Murube, esta máxima no fue una excepción. Su inclinación ideológica con las filas de la Falange le ha salido cara, muy cara; su mal interpretado provincianismo, también. La crítica no ha valorado su obra y en las antologías su nombre es un interrogante.

En el género poético, su estilo se mueve entre los principales movimientos de la vanguardias y el neopopularismo tan característico de su generación, influenciado por su amigo García Lorca –al que le dedica su libro Siete romances (Sevilla, 1937)-, como ejemplo, su poema kasida de repique:

Veinticuatro campanas

Repican altas.

Veinticuatro campanas

dentro del alma.

¡Ay quién lograra

ser de plata y de música

en la Giralda!

De su obra Sombra Apasionada destacamos estas greguerías: “El espejo es una de las pocas cosas que da todo lo que se le pide”, “Los trenes arrastran por todos los campos el cadáver del romanticismo”. En 1941 publica Canción del amante andaluz, traemos este poema Armonía, quizá inspirado en sus constantes paseos por el Alcázar:

ARMONÍA

Está la roda y el ciprés y el agua

en el filo celeste de lo bello:

mínimas brisas ponen en sus hojas

un latir de llamadas y destellos.

La luz y el aire miden su contacto

de pétalo y cristal sobre los bordes

del jardín exaltado de belleza

de la más rica ordenación de flores.

Y en el equilibrio de los cielos altos

mantiene en la mudanza de sus luces.

En prosa, sus tempranas novelas: La tristeza del Conde Laurel (1923), Hermanita amapola (1925), Ya es tarde (1948) y Pueblo Lejano (Madrid, 1954). En el género del ensayo, sus obras principales ya mencionadas; copiamos un párrafo de Memoriales y divagaciones, en donde describe su particular visión del paisano:

El sevillano “tipo” es muy difícil de definir. Es lo más alejado, generalmente, de la representación teatral y literaria acostumbrada. Lo más lejos también del consabido flamenquito de barrio, dicharachero, gracioso, bravuconcillo y presumido –ya Cervantes nos habló de este mocería jaranero-. Lo más lejos también del mediquito, del abogadito, del aristócrata o desocupado fanfarronete, héroe de la ocurrencia graciosa porque sí, vocero inapelable en tertulias de casino, corrillos de las aceras o trastiendas de establecimientos. Todo es plebe. No ciudad.

En Los cielos que perdimos, obra a priori *provinciana* en el sentido despectivo del término, si la entendemos como un ensayo sobre la destrucción del patrimonio de la ciudad de Sevilla en los años 60’, encontramos estas líneas que bien podemos interpretar como una crítica universal a los valores de la época posmoderna y capitalista:

Cuando somos jóvenes, creemos que el mundo comienza en nuestras obras. Error lamentabilísimo. Llegarán los años con desengaños y experiencias. Por otra parte, hay prisa. La prisa del dinero. He aquí un tema peliagudo en el que confluyen los nervios matrices de nuestra época: el valor del dinero encajado en el célere tiempo en que vivimos. Lo que se hace en un mes es mucho más valioso –más barato, desde otro punto de vista- que lo que se hace en un año.

El exilio interior

Quien probablemente mejor supo captar el carácter de Romero Murube fue Miguel de Unamuno en esa sentencia sobre los sevillanos como hombres finos y fríos. Joaquín fue un hombre fino y frío, distante de esa gracia sin gracia que atribuyen sin piedad a los andaluces en el tópico manido e irreal, refugiado en sus jardines y sus quehaceres como Conservador del Alcázar de Sevilla. En su condición de funcionario y falangista de carrera, en su faceta de escritor y poeta de vocación y oficio, Joaquín miraba los muros de la patria nuestra con los ojos de Quevedo y evocaba la tradición barroca de las ruinas de Itálica, al modo de su también paisano Rodrigo Caro, tras las piedras del edificio amurallado burocráticamente en su custodia.

No padeció el exilio ni la muerte en un tiempo de guerras y fusiles, cartillas de racionamiento y progresos a marchas forzadas con la pesada carga de un régimen autoritario, pero sí sufrió el descrédito de unos y el desprecio de otros. Vivió el exilio interior, quizá el más duro. El exilio del poeta disfrazado con el uniforme militar de la Falange, “la poesía es sinceridad, hondura y misterio”, decía. El exilio del periodista crítico sin etiqueta ni prejuicio, censurado por los suyos, tomado por loco en sus denuncias a favor de la conservación del patrimonio. Con algo de sorna, de burla e hipócrita compasión lo trataban como a un niño ingenuo e impertunente, “las cosas de Joaquín…”, por lo bajini cuchicheaba la sociedad sevillana de entonces. Benditas sean esas cosas, tan locas y tan cuerdas, de Joaquín.