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En 1986, John Slatin llegó a escribir: «La crítica se ha pasado 60 años aprendiendo a leer a Eliot y Pound, 30 años leyendo a Williams, 20 años leyendo a Stevens. Ahora le toca el turno a Moore» (Slatin, J.M. The Savage’s Romance: The Poetry of M. Moore, University Parle, Pennsylvania S. U. Park, 1986). Diez años hemos tenido que esperar en España para la difusión -aún tímida- de la obra de esta poetisa norteamericana, que ha llegado a través de una traducción de Lidia Taillefer, y de una tesis doctoral. El fenómeno no solo se refiere a la poesía modernista norteamericana, pues también vio la luz en 1996 una ambiciosa traducción de otro gran olvidado de la crítica de este país: E. E. Cummings (me refiero a la antología poética E. E. Cummings. Búfalo Bill ha muerto, José Casas (trad.), M. A. Sanjuán y A. Figueras (eds.), Hiperión, Madrid, 1996. Es cierto que ya contábamos con la clásica traducción de Alfonso Canales en Visor y otra al catalán, menos conocida, de Isabel Robles y Jaume Pérez. Sin embargo, éstas sabían siempre a poco: no por la poca calidad de los trabajos, sino por su escasa extensión).

Leyendo a Moore, uno experimenta algo que no proporciona gran parte de la poesía actual: el placer de estar ante un nuevo lenguaje, ante una poesía que ha conquistado un espacio propio. Cuando una obra de arte logra esto, poco importa lo que nos diga o lo que nos presente: ya sean reiterados violines o botellas —recuérdese a Picasso— o, como en la poesía de Moore, un nuevo bestiario. Con ellos, uno intuye por sí mismo -sin la ayuda de críticos y estetas— el gran legado del arte moderno a la posteridad: el desvelo de lo simple y cotidiano, el goce de la anécdota, del objeto, de lo vulgar, de la reiteración temática, traducidos todos ellos a esquemas de formalización novedosa.

Pero, ¿cómo explicar la poesía de Moore? Difícil tarea. Para ello, permítame el lector echar mano de una metáfora culinaria. Coja el objetivismo -bien frío- de Louis Zukofsky y William Carlos Williams; aderécelo con una porción de imaginación exótica. A esta mezcla, añádale una pizca de moralismo presbiteriano y ¡voilá!: el extraño plato de estos versos. Empero, aunque mi receta-fórmula sitúe a grandes rasgos la poética de Moore, no logra explicar -como es de esperar- lo exótico de su gusto, el secreto de su gracia.

La característica más acusada de la poesía de Marianne Moore —tal y como señalaron algunos poetas de su generación— es la precisión. El suyo es un arte verbal sujeto siempre a las riendas de una descripción minuciosa de influencias pictóricas o plásticas. De este modo, sus poemas surgen en numerosas ocasiones de la impresión visual dejada por algún objeto, postal o imagen en la mente de la poetisa que, tras el impacto, inicia un proceso poético de evidentes motivaciones gnoseológicas. Se trata, pues, de encontrar un sentido y un orden al caos sensual recibido. Conviene recordar en este punto la pasión que Moore sentía por los zoológicos y museos, pues ayuda a explicar el hecho de que su poesía rezume un afán taxonomista por ir clasificando y describiendo animales y objetos. Moore, sin embargo, no trata de crear un esquema para luego aplicarlo por presión al mundo; más bien permite que los objetos y seres revelen su condición más esencial en una dignidad recobrada.

En cualquier caso, Moore no fue una «objetivista». Para comprobarlo, basta cotejar algunos de los poemas que en esta ocasión presentamos con el archiconocido poemilla de Williams «The Red Wheelbarrow» (traducción de Octavio Paz):

cuánto
depende
de una carretilla
roja
reluciente de
agua de lluvia
junto a blancas
gallinas

En ambos poetas es evidente el gusto por una descripción ajustada. No obstante, en el poema de Williams percibo una satisfacción en presentar la realidad tal cual es, en este caso, la realidad tal y como se nos ofrece a nuestros sentidos. La maravilla reside en lo tangible, en lo que está ahí y en cómo nos interpela, calladamente. De ahí, quizá, la afloración emocional «so much depends» delprincipio, traductora de un impulso vital y gozoso frente a un mundo visto y sentido novedosamente. Según Tony Tanner, esta visión fresca e inocente de la realidad cotidiana es una de las características más notorias de la literatura de los Estados Unidos (The Reign ofWonder, C.U.P., 1965).

Sin perder de vista este poema, me gustaría ahora remitir al lector al poema «To a Jellyfish». Nuestra primera impresión es que las estéticas de ambos poemas -el de Moore y el de Williams— son muy similares, por no decir idénticas. No es del todo así. Si bien la medusa se nos presenta de forma realista —yo diría que casi con frialdad científica— ésta parece contener un misterio final que la autora se resiste a revelarnos. El sentido del poema se nos escapa cuando ya casi creíamos tenerlo atrapado, pues como el propio animal resulta «fluctuante». Lo extraño en esta poesía —y de ahí su valía y originalidad— resulta de recubrir el ámbito visionario -«el poder de lo visible es lo invisible», decía Moore- con una envoltura objetivista. Con ello logra la poetisa que los animales imaginarios y exóticos -aquéllos que harían las delicias de Jorge Luis Borges: el dragón, el unicornio o el basilisco —adquieran consistencia biológica y nos resulten más cercanos y familiares, y que los animales más comunes se contagien de un halo fantástico e inusual. En realidad, todo ello es el fruto, en última instancia, de la extraña confluencia de los dos grandes movimientos estéticos del modernismo poético norteamericano: aquél que resulta del desarrollo del romanticismo, y que tiene en Stevens su máximo baluarte, y aquél otro de naturaleza vanguardista y experimental, cuyos representantes más sonoros son Pound y Williams. El omnipresente Harold Bloom gusta del primero; Hugh Kenner, del segundo.

Pero aún hay más. A esta confluencia viene a añadirse -como ya apunté antes- un fondo moralista de naturaleza presbiteriana con evidentes influencias literarias (recordemos, por ejemplo, que Marianne Moore tradujo las fábulas de La Fontaine). Estos animales poseen belleza, sentido de la disciplina, instinto y capacidad de autoprotección. Frente a ellos se sitúa el hombre, que aparece como un ser incompleto, inconsistente y débil. El concepto presbiteriano de la «caída» y de la imperfección humana impregna estos versos y nos hace ver nuestra incapacidad para conocer la verdad de la naturaleza. Ahora bien, este componente moral queda mitigado por una poética ecléctica que favorece la dispersión y plantea problemas que no llegan a resolverse. Moore construye edificios consistentes de fachadas diáfanas. Apropiándonos de una frase de Marx, podríamos decir que en su poesía «todo lo sólido se diluye».

Marianne Moore nació el 15 de noviembre de 1887 en St Louis (Missouri) y murió en Nueva York el 5 de febrero de 1972. No conoció a su padre. Eso se tradujo en una relación más estrecha con su madre, a la que le solía enseñar sus poemas antes de publicarlos. Su vida se caracterizó por una lucha permanente por hacerse un hueco dentro del modernismo anglosajón masculino de primera línea, el de Ezra Pound, T. S. Eliot o Williams. La poetisa no fracasó y se ganó el respeto de sus escritores coetáneos. Llegó a ser la editora de una de las revistas literarias más influyentes de los Estados Unidos: The Dial Esta publicación fue decisiva en la configuración del modernismo norteamericano y se caracterizó por una clara vocación internacional y vanguardista. Esta inclinación se refleja en la nómina de sus colaboradores, entre los que se encuentran, por ejemplo, nuestros compatriotas Pablo Picasso y Ortega y Gasset.

A continuación, cedo la palabra a Marianne Moore. Hemos escogido cuatro poemas no traducidos por Lidia Taillefer, que ofrecen una buena muestra de su bestiario. Repare el lector en la disposición tipográfica de los versos y en su función icónica: la altura de la jirafa, la curvatura del camaleón o el movimiento fluctuante de la medusa. A esa disposición hemos querido ser fieles.

(Traducción: Nines Gámiz y Antonio Ruiz Sánchez)
(Ilustraciones: Raphaél de Villers)

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Licenciado en Filología