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Para George Steiner el signo más revelador de la crisis de la alta cultura son las nuevas ediciones de los clásicos: cada vez más abarrotadas de notas y de explicaciones para facilitar la lectura. Pero ni Steiner, ni Bloom, como tampoco ahora Roger Scruton, que se ha sumado por derecho propio a la nómina de pensadores que fustigan sin piedad nuestra mediocridad intelectual, pasan por alto en sus respectivos De profundis por la cultura humanística que la búsqueda de la sabiduría siempre ha estado vedada, de una u otra manera, a la amalgama pasional e intensa a la que se refería Ortega con el término «masa».

Pero ¿está realmente la cultura a punto de sucumbir? ¿Son quienes se comprometen con la elegancia y la distinción, es decir, los que siguen escuchando a Mozart o gustando de Milton una especie en peligro de extinción? Y, si así es, ¿existe alguna forma de contrarrestar la agresividad de la mediocridad intelectual y la violencia de sus formas ideológicas, como el relativismo y el nihilismo, o están amenazados y condenados a desaparecer los últimos remansos de erudición y excelencia que sobreviven?

Cuando Scruton habla en este ensayo de «cultura» se refiere a algo concreto, el conjunto de nuestros saberes humanísticos, pero también a una cualidad que es propia de los hombres. Y esto último no es casual, pues las consignas positivistas han irrumpido hoy mutando sus formas: sí, se mantiene que la ciencia es la única forma de conocimiento, y al tiempo se arrumban las humanidades a la sentina de las creencias subjetivas, pero lo que despacha hoy el naturalismo es la diferencia de especie entre el ser humano y el animal. Somos animales, más evolucionados tal vez, pero incapaces de superar nuestras contingencias salvajes, se afirma. Como resultado, se interpreta la cultura simplemente como una superestructura de nuestra dotación genética; se la concibe como un espejismo atávico que ha alimentado durante siglos y siglos nuestros prejuicios especistas. Scruton ha combatido en otros textos esta interpretación, señalando que el hombre es un ser biológico, pero también cultural y simbólico. Por este motivo la defensa de la cultura equivale a una defensa de la superioridad del hombre, pues a diferencia del saber científico y técnico, la cultura fomenta nuestra autocomprensión.

En cualquier caso, Culture Counts no es una elegía: el pensador británico percibe fortines de esperanza y núcleos de resistencia en los que se sigue cultivando la sabiduría que nos hace humanos, cada vez más humanos. Termina su reflexión sobre la cultura atisbando en los confines de la literatura, el arte, la música y la arquitectura los espíritus revulsivos en los que MacIntyre cifraba la salvación del legado occidental. Se trata siempre de hombres libres, que han sabido imaginar espacios de compromiso con la excelencia y aprovechar los intersticios de libertad dejados por la anquilosada burocracia académica, indiferentes a las premuras del consumo y a las trampas mediáticas, y consagrados con entusiasmo a lustrar su taller interior y a venerar las liturgias de la cultura.

LA CULTURA SIEMPRE HA ESTADO EN CRISIS

No sucumbamos a la desesperanza ni idealicemos el pasado: la cultura siempre ha estado en crisis y ha sido asunto de minorías. Sócrates fue condenado a beber la cicuta. Y la censura y las amenazas atraviesan los meandros de nuestra historia cultural. Las crisis son indisociables de las humanidades y la tensión se halla en la misma génesis de la cultura occidental: sus sombras se ciernen amenazando su desarrollo, pero lo hacen a modo de acicate, de estímulo. El ensayo de Scruton no tiene pretensiones académicas, sino que en su cuidado estilo pretende sugerir las causas de nuestro cada vez más desértico panorama cultural y ahondar con perspicacia filosófica en nuestra enfermedad. El síntoma, la superficie, es la crisis de la cultura, pero su sustrato es el que discute la pretensión objetiva de ese legado de saberes —artísticos, científicos y simbólicos— y el depósito de valores que ha definido nuestra propia civilización.

¿CULTURA O CULTURAS?

Es como si el brillo de la cultura occidental se hubiera ido apagando; como si la miscelánea posmoderna hubiera extenuado o desnortado la sensibilidad estética que Occidente consiguió fundar gracias a su peculiar configuración: como punto de intersección entre norte y sur, entre este y oeste, entre las bestias y los ángeles. Curiosamente la vocación universalista de nuestra cultura, que tanto los partidarios del multiculturalismo como los defensores del particularismo cultural denuncian, no constituye el saldo de nuestro impulso colonizador, ni el remanente de nuestro autoritarismo, sino la confirmación de que la excepcionabilidad de la cultura occidental nace de su capacidad por asimilar herencias que no le son propias; por su prolífico talento para la importación. Es esto lo que la convierte en única y la dota de su característica universalidad.

«Se puede interpretar este texto como una defensa de los valores humanos escrita para paliar las consecuencias del igualitarismo cultural»

En términos antropológicos, Occidente no ha perfilado «un hombre occidental» ni establecido sus rasgos; si se ha dedicado a algo ha sido a escudriñar al hombre en cuanto hombre. De ese modo, se puede interpretar este texto como una apología de nuestra naturaleza y como una defensa de los valores humanos escrita para paliar las consecuencias del igualitarismo cultural. El relativismo es una enfermedad tremendamente contagiosa y nociva en el campo de la estética cultural. E inocula diversas enfermedades: complejo de inferioridad, sentimiento de culpa, vergüenza por la tradición. Porque si bien es verdad que, como afirma el pensador británico, los juicios culturales son de alguna forma subjetivos, ya que dependen de experiencias acumuladas, de impresiones vividas y de la formación recibida, también implican cierta adecuación y poseen sentido normativo. Gracias a ello podemos afirmar sin complejos que hay cuadros buenos y malos, mejores y peores canciones, libros más conseguidos en términos artísticos que otros. Son juicios que aspiran a cierta objetividad; ser culto no es realizar afirmaciones arbitrarias, sino tener intuiciones autorizadas sobre lo correcto. De ahí la importancia de la crítica, que revela el valor intrínseco de los fenómenos culturales. Y si hay algo que tienen en común el joven Scruton —el estudioso de la estética— y el de hoy —el empeñado en despolitizar la cultura— es que ambos reivindican la objetividad, la razonabilidad, de la cultura y del gusto artístico frente a quienes se empeñan por demoler lo que Scruton denomina «juicio estético».

La cultura no es ni un depósito de información ni una técnica; no es un producto, sino una esfera de valor intrínseco, de raíces religiosas —el ingenio etimológico es especialmente fecundo en este punto, pues cultura alude en cierto modo a culto—. Se atisba en ella el eco de lo que estécnica; no es un producto, sino una esfera de valor intrínseco, de raíces religiosas —el ingenio etimológico es especialmente fecundo en este punto, pues cultura alude en cierto modo a culto—. Se atisba en ella el eco de lo que es importante para la vida humana, individual o colectivamente. Apoyándose en la distinción aristotélica entre medios y fines, explica Scruton que la esfera cultural es aquella en la que la realización de la actividad no puede desligarse de su sentido, pues posee valor en sí. Ni el arte ni la literatura, ni la filosofía ni la religión tienen, por tanto, un para qué; son valiosas por sí mismas. Lo que ha sido más devastador para la cultura es la mentalidad técnica, esa mirada codiciosa que busca en cada una de las actividades humanas réditos extrínsecos, el tamiz calculador que escruta todo lo que nos rodea en función de una racionalidad instrumental, acechando lo valioso con la amenaza del precio. Pero la cultura es justamente lo opuesto al trabajo y a la necesidad, aunque nos ayude a comprender ambos extremos: el recinto del ocio y del disfrute, pues como intuíamos al comienzo, solo superando el marco estrecho al que nos confina nuestra naturaleza biológica puede despertar el hombre como sujeto y portador de cultura.

Frente a la visión científico-técnica, que exige un criterio espurio para determinar el valor de lo cultural, lo somete a precio y lo incardina en el mercado, Scruton defiende que la cultura, el complejo caudal de símbolos, imágenes y experiencias que nos humaniza, está vinculado con el significado del hombre y del mundo. Y posee naturaleza acumulativa en la medida en que las preguntas que ansía responder son inagotables. Como animales simbólicos, anhelamos sentido, pero este únicamente se nos revela de un modo frágil, provisional, tentativo y poliédrico en las creaciones culturales que nos ha donado el pasado. Y es precisamente ese criterio, escurridizo pero ecuánime y guiado por la prudencia, el que nos permite discriminar la cultura, de las culturas, el arte, del mercado, el espíritu, en fin, de sus falsificaciones frívolas.

CANON Y EDUCACIÓN

Para Scruton la idea de cultura es inseparable de tres nociones: expertos, canon y tradición. Lo que convierte a una creación humana en un clásico es, de un lado, la crítica, que destila lo sublime de acuerdo a criterios intrínsecos al propio arte y que exige en sus cultivadores rigurosidad. El crítico es quien explica por qué una obra en concreto es digna de valor y de conservarse en nuestra memoria colectiva. De otro lado, a lo largo del tiempo, se conforma un depósito inagotable y elitista, es decir, como un poso en el que se sedimentan las revelaciones más excelsas de la existencia humana y que conforma un «canon». Este actúa a la manera de mapa y guía por los meandros de nuestra excelencia. Por último, en tercer lugar, aparece la idea de «tradición», tanto en el sentido que denota la simiente del pasado como en el de «entrega», pues somos lo que recibimos.

Tal vez uno de los apartados más importantes de este breve ensayo sea el que se refiere a la educación. Educar es como lubricar los engranajes que aseguran la continuidad de la cultura y la rememoración de la grandeza creativa del hombre. Nuestras aulas se han transformado en páramos culturales por el embate de dos fuerzas igualmente nocivas para la formación cultural: el cientificismo pedagógico y la ideologización de la educación. A juicio de Scruton la enseñanza está hoy centrada en el alumno —la adquisición de competencias instrumentales, el desarrollo de sus capacidades—, pero este enfoque merma el valor de la cultura y dificulta al mismo tiempo que el alumno se prepare adecuadamente para el descubrimiento de la riqueza estética. En lugar de formar su criterio, el estudiante recibe un batiburrillo de información sin sentido que calibra de acuerdo a su propia expresividad. Pero el objetivo de la educación es «cultivar», formar tan-to estética como moralmente y preservar la comunidad de conocimiento. El maestro no debe rebajar los contenidos, sino vivificar el talento en sus discípulos e instilar en ellos el gusto por la cultura.

Scruton recurre a ejemplos muy ilustrativos. Consciente de la importancia que tiene la transmisión de la cultura, sabe que la persistencia de los valores occidentales depende de la capacidad de los planes de estudios y currículos académicos por alumbrar el espíritu de los jóvenes de hoy, asfixiado por la economía de la distracción y el estruendo de las imposturas. ¿Enseñar no es avivar la llama de la cultura? ¿No es fomentar la aspiración hacia lo más alto?

Hay un punto en el que este filósofo británico se muestra tajante: no, lo importante no es leer ni escuchar música; es imprescindible que se lean buenos libros y se escuche buena música. Hay que formar a los alumnos en la sensibilidad estética y esta solo se desarrolla mediante el contacto frecuente con los gigantes de la cultura. Si se hurta al joven la familiaridad con los genios que nos han precedido, se le está vulnerando su derecho a comprenderse a sí mismo y a verse como un eslabón de nuestra rica y larga tradición humanística. Lo más trágico, sin embargo, no es que estamos robando solo a quienes acuden con pereza a nuestras aulas, sino interrumpiendo el encadenamiento de generaciones que posibilitan tanto la continuidad de la cultura como la propia identidad de los hombres y mujeres del futuro.

«Ni el arte ni la literatura, ni la filosofía ni la religión tienen un para qué; son valiosas por sí mismas»

Frente a quienes ofrecen en sus clases grageas de cultura y una formación hábil para superar test y pruebas que miden la información, Scruton propone la vuelta a la memorización y exige la difusión y la lectura en las aulas de los clásicos: difíciles, arduos y tal vez excesivamente complejos, ciertamente, pero también fuentes inagotables de sentido y gozo. Y frente a quienes sostienen la importancia de la creatividad humana, recuerda que no hay innovación sin recepción. «Ora, lege, lege, lege, relege, labora et invenies», recomendaban los sabios a quien deseaba introducirse en los secretos de la alquimia.

Scruton no diseña un plan de estudios concreto, pero está claro que su aspiración es introducir en la esclerotizada vida académica las artes liberales. En resumidas cuentas se puede decir que insta a recuperar el sentido moral de la educación. Cuando T. S. Eliot, otro de los grandes intelectuales comprometidos con la preservación de la alta cultura, aludía a la diferencia entre información y sabiduría, enseñaba que ser culto no es tener un registro indiscriminado de datos. La cultura se halla vinculada con la capacidad de discriminación y el descubrimiento de la verdad es indisociable de nuestra aptitud para saber contemplar la belleza y practicar el bien. Gran parte de nuestra actual cultura de consumo es narcisista: en lugar de conducir al encuentro con los otros y revelar la riqueza inconmensurable de lo real, apunta al solipsismo; en lugar de habituar nuestra sensibilidad al esplendor de la belleza y de la virtud, o es indiferente en términos morales o nos conmina a someternos a la fuerza del instinto. Explota nuestra tendencia dionisíaca. Y si cuando uno frecuenta los clásicos se vuelve más hombre, cada vez más humano, cuando nos familiarizamos con lo burdo se debilita precisamente nuestra propia humanidad.

LA GUERRA CULTURAL

Admitamos que la cultura siempre ha estado en crisis; admitamos, también, que siempre ha sido un asunto de élites y que ha mostrado cierta indefensión ante las huestes que la asedian. Pero ha sobrevivido al ataque de sofistas, del poder político, de las modas, del fanatismo. ¿Cuál es hoy, según Scruton, la amenaza que se cierne sobre ella? A su juicio es más grave que otras, poderosamente letal. El peligro es que la posmodernidad y el lastre de la sospecha ha convertido la esfera desinteresada de la cultura en un campo de batalla ideológica: los efluvios psicoanalíticos, la maquinaria frankfurtiana, la retícula gubernativa de Foucault, junto con la culpabilidad inyectada por Said, el ironismo rortyano y la deconstrucción han arrollado la objetividad de lo cultural. Lo que Scruton llama «cultura del repudio» pone a trabajar su lente de aumento para desenmascarar la ideología burguesa y el anhelo del dominio capitalista en la música clásica, el arte barroco o la literatura romántica.

Es este, sin lugar a dudas, nuestro drama cultural y lo que nos incapacita como sociedad para darnos cuenta de que el hombre no es solo una alimaña consumista ni un lobo hobbesiano, sino también un ser llamado a la gratuidad. Mientras no seamos capaces de alzar nuestros ojos del egoísmo y de los dobles sentidos, no podremos descubrir el desinterés que nutre la sabiduría humana y la libertad que reporta su ejercicio. Aún más: es nuestra formación cultural la que espolea la capacidad crítica del hombre. Puede que la cultura occidental sea culpable de los males de los que sus desagradecidos hijos la culpan, pero su superioridad se manifiesta en su singularísima capacidad por promover su propio cuestionamiento, su propia autocrítica.

Han sido las últimas acusaciones posmodernas las que han contribuido a la crisis de la cultura occidental. Nadie está a salvo de la sospecha de autoritarismo; se censura a quien defiende los valores del clasicismo; se destierra a quienes afirman que no todas las culturas son iguales o que hay buena y mala música, literatura popular y erudita, objetos de consumo y obras de arte. Y los que levantan su voz para criticar el sesgo ideológico son víctimas de expatriación. Lo paradójico es que quienes, alineándose con el posmodernismo, se han propuesto liberar al hombre de la autoridad y emanciparle de una tradición que conciben como opresora, han terminado imponiendo sus dogmas y lanzando nuevos anatemas. Lo políticamente correcto es el tóxico que emponzoña el debate cultural e intelectual de nuestro tiempo y lo que expulsa de la esfera pública a quienes se han comprometido con la alta cultura y con difundir los valores humanísticos clásicos. Se ha institucionalizado un nuevo absolutismo, el absolutismo relativista.

Pero, como indicábamos al comienzo, hay motivos para la esperanza. Pese al descrédito político, sigue existiendo una élite comprometida con la tarea de conservar y transmitir nuestros símbolos culturales y de cultivar el anhelo humano por la sabiduría. En el cine, en la literatura, en el arte, en la música y en la arquitectura, Scruton ausculta latidos de recuperación y ensayos de rebeldía. Son minorías, pero actúan como antídotos frente al nihilismo. Darles voz es urgente: nos recuerdan el sentido de la tradición cultural y la importancia que tiene conservarla para que nuestro futuro siga siendo humano, cada vez más humano.

Profesor de Filosofía del Derecho (Universidad Complutense de Madrid).