Estamos ante los umbrales de una nueva encrucijada histórica que algunos han definido como la nueva sociedad del conocimiento. A comienzos del siglo XIX tuvo lugar la primera revolución industrial, que se caracterizó, sobre todo, por la máquina de vapor, capaz de suministrar una energía hasta entonces desconocida. A finales del siglo XIX y en los primeros años de este siglo, se desencadenó la segunda revolución industrial, presidida por los grandes inventos de la época: la electricidad, la primera oleada de sistemas de telecomunicación, el automóvil, los carburantes líquidos (petróleo y sus derivados), el cine, la radio y la televisión. En los últimos años de este siglo, está teniendo lugar la nueva y gran revolución tecnológica, que alumbra el nacimiento de una nueva economía y una nueva sociedad. Es la revolución de la microelectrónica, las telecomunicaciones de banda ancha en una red mundial, el diseño de nuevos materiales y la biotecnología, que están transformando todas las facetas de nuestra vida.
No es fácil, ciertamente, acertar con el camino. Los individuos, las empresas y las naciones andan a tientas en este nuevo modo de producir, de vender, de transportar o de vivir. Por primera vez en la historia, el mundo es verdaderamente un mercado global, no teórico, sino real y posible. Las empresas pueden comprar en cualquier lugar del planeta, buscar sus recursos financieros en cualquier mercado y ofrecer sus productos y servicios en cualquier parte del globo. Asistimos a un proceso imparable y creciente de alianzas, fusiones y adquisiciones como jamás se había visto hasta ahora, y los gobiernos se sienten desconcertados y, a veces, incapaces de controlar el sistema económico.
Todo esto, ¿es bueno o es malo? ¿Cuál es el papel del Estado ante estas nuevas realidades que desbordan los patrones y conceptos con los que estábamos acostumbrados a convivir? No es fácil hacer predicciones, ni mucho menos pretender encorsetar bajo normas prohibitivas o permisivas lo que es fruto de la creatividad y la libertad en la que se mueven hoy, afortunadamente, las sociedades. Lo que está claro es que las posibilidades de desarrollo personal, profesional y cultural que hoy se ofrecen a las jóvenes generaciones en los países libres no han existido jamás. Estamos ante un nuevo mundo en el que la información y el conocimiento están al alcance de quienes los buscan; un mundo en el que la nueva base de la riqueza ya no son los recursos naturales o los activos físicos de que un país disponga, sino su capacidad de generar, desarrollar y aplicar el conocimiento que posean sus ciudadanos. La educación y la innovación —no sólo tecnológica, sino también social y organizativa— se han convertido de nuevo en la clave del éxito personal, empresarial o nacional. Y lo que debe hacer el Estado es diseñar las reglas del juego, ofrecer infraestructuras, promover la competencia entre los servicios, incentivar la investigación y abrir las puertas de la educación a todos los ciudadanos en todos los niveles.
Venimos de un mundo en el que estábamos acostumbrados a descansar en brazos del Estado, sin correr grandes riesgos ni asumir grandes responsabilidades. La enseñanza, la salud, la vivienda, el transporte, la cultura, el ocio y el deporte: todo estaba confiado al Estado, que se hacía cargo de todo —economía incluida— vaciando previamente los bolsillos de los ciudadanos. Estos tenían que acudir una y otra vez a la ventanilla pública para obtener una beca para el chico, un viaje para el abuelo, una plaza en el hospital, un préstamo para la vivienda, una ayuda para un concierto o una bolsa de viaje para acudir a un congreso. Todo pasaba por las manos providentes de los funcionarios. A cambio de servidumbre, se obtenía protección, en un extraño pacto de vasallaje. La socialdemocracia, imperante en toda Europa, era lo contrario a una sociedad libre y creativa: aceptaba el mercado, pero en un mercado controlado; afirmaba la libertad, pero una libertad vigilada, dirigida, pastoreada por la Autoridad ministerial; decía proteger a los ciudadanos mediante la provisión de aquellos servicios que les aseguraban la vida desde la cuna hasta la sepultura, pero todo ello a través de un modelo burocrático, estatalizador y monopólico que les impedía cualquier elección. El resultado de todo ello ha sido un Estado absorbente y una sociedad dependiente, semiparalítica.
Pues bien, todo ello está ahora en revisión. Los nuevos modelos de actuación, que se implantan hoy en el mundo entero, atienden justamente a lo contrario: a devolverle al ciudadano la posibilidad de elegir. Los países más abiertos —es decir, más libres— se han convertido en el motor de la humanidad. Estados Unidos ha desplazado a Japón en el liderazgo de este nuevo mundo en el que estamos entrando, mientras Europa presenta síntomas alarmantes de parálisis. En un libro reciente de Lester Thurow (Creación de riqueza, Harper-Collins, Nueva York, 1999) se hace un diagnóstico certero del momento en que vivimos, duro pero innegable: mientras América se renueva en sus procesos de creación de riqueza, Europa sigue impasible el viejo camino con alguno destellos de adaptación a la nueva economía, pero a gran distancia de los norteamericanos, con un entorno empresarial rígido, sin creatividad, sin capacidad para alumbrar y engrandecer nuevas compañías. En Estados Unidos, ocho de las veinticinco compañías más grandes de 1998 no existían o eran insignificantes en 1960; y en la última década, Norteamérica pasó de tener dos a tener nueve entre las diez compañías más grandes del mundo. En Europa, en cambio, las veinticinco compañías más grandes de 1998 ya lo eran en 1960; ni una nueva. Y entre las diez primeras, tenía una en 1989 y tiene una hoy, siempre la misma: Royal Dutch Shell. Resulta evidente que Europa no es líder en la creación de las nuevas industrias —las industrias del saber— del siglo XXI, y la prueba más clara de ello es que la última fábrica europea de ordenadores, Siemens Nixdorf, tuvo que ser vendida a Acer, una compañía de Taiwan, porque era incapaz de competir en los mercados mundiales. «¿Cómo puede una zona ser líder empresarial en el siglo XXI —se pregunta Thurow— y estar totalmente fuera del negocio de los ordenadores?».
La parálisis empresarial de Europa resulta algo inexplicable. Mirada desde fuera, en teoría, Europa debería ser el gran motor de la economía mundial. Con una población que está entre los 500 y los 800 millones (según se delimite la realidad europea), con un nivel educacional alto y una base tecnológica de larga tradición, con cultura, ahorro e inversión, con amplias clases medias y sistemas políticos estables, Europa debería ser cuna del progreso y la innovación, como lo fue antaño. ¿Por qué, entonces, es hoy un continente rezagado en lo que se refiere a la creación de riqueza? ¿Por qué los empresarios innovadores que deberían existir no existen? Esta es una gran cuestión a la que hay que dar respuesta. En la última Cumbre de Portugal, los Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea quisieron levantar esta bandera de la innovación, pero todo son bellas palabras. La explicación y la respuesta que habría que dar a Thurow es ésta: Europa, sencillamente, no existe. Mientras se mantengan las golden shares, las ayudas encubiertas a través de sistemas de propiedad pública, el cerramiento de fronteras por la inexistencia de redes transfronterizas, un mercado laboral rígido, atado y bien atado, toda una batería de medidas anti-OPA para protección de las empresas, un intervencionismo constante de los Gobiernos en el mundo empresarial (imponiendo condiciones, vetando fusiones y sometiendo a un sinfín de licencias y autorizaciones cualquier actuación); mientras todo esto suceda y cada Estado miembro vaya a lo suyo, intentando conservar sus «campeones nacionales», Europa —y cada una de sus partes— seguirá paralítica, incapaz de abrirse camino en el mundo, frente al gigante norteamericano.
No creo que sea necesario destruir el «Estado del bienestar» (aunque sí revisarlo), pero es claro para mí que los Gobiernos, en Europa, deben ceder el protagonismo económico, invasivo de las empresas, que hoy tienen. Lo mejor que pueden hacer para favorecer la innovación no es pretender liderarla, sino crear un marco legal —y fiscal— que permita a las empresas nacer y crecer sin tantas trabas, generar infraestructuras, físicas y tecnológicas que lo hagan posible, y promover un sistema educativo libre y competitivo, no estatalizado como el actual. Lo demás es propaganda.