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Catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid, Carlos Thiebaut es doctor en Filosofía por la Universidad Complutense y diplomado en Sociología Política por el Instituto de Estudios Políticos de Madrid. También ha sido profesor en las Universidades Complutense y Autónoma de Madrid y miembro del Instituto de Filosofía del C.S.I.C. Formado en la tradición continental y en la teoría crítica, ha plasmado en sus libros y artículos la atención temática centrada en la filosofía moral y política contemporánea. Ejemplo de ellos es la obra que se presenta en este artículo.


AVANCE

La tolerancia nació en el momento en que se puso nombre al daño, a un daño contingente o caprichoso que podría no haber tenido lugar y cuyos efectos afectaban a todos, alteraban la convivencia, cuando no la hacían imposible. Aunque con momentos históricos de prototolerancia, debutó en un momento concreto y con un objetivo igualmente concreto: evitar un conflicto social y religioso que tornaría imposible «el ejercicio de la soberanía y del poder político en la Europa tardorrenacentista tras la Reforma».

El núcleo del libro es la distinción entre tolerancia negativa y positiva de Carlos Thiebaut, un viaje del soportar al interesarse, hasta llegar a comprender, al otro, con sus modos y razones distintas e incluso contrapuestas a las nuestras, a las propias; ese viaje que nunca termina con sus idas, venidas, meandros, barreras de contención y nubes de sospecha en el que se sigue jugando la partida y la ordenación del espacio público.


ARTÍCULO

Carlos Thiebaut: De la tolerancia. Visor
Carlos Thiebaut: De la tolerancia. Visor, La balsa de la medusa. 1999

«Necesitamos el recuerdo de la barbarie para reiterar el motivo de su rechazo». La reflexión de Carlos Thiebaut sobre la tolerancia, en forma de libro publicado por Visor, nace de la contemplación de uno de los Desastres de la guerra que movió a su autor, Goya, a dar fe, como un notario de lo allí acontecido:  Yo lo vi, es su título. Sí, Goya lo vio y lo dibujó como recordatorio para las generaciones y tiempos que habrían de venir. ¿Por qué? Algo, una imagen remueve los ideales o principios morales y moviliza la esperanza: la esperanza del «nunca más». Así comienza una reflexión sobre el daño y el mal, diferentes, entre otras cosas a causa de este sentimiento de compasión e incluso rabia del «nunca más»: «El daño es innecesario frente al mal que acontece por la necesidad natural», escribe Thiebaut. No es la muerte inevitable o un terremoto impredecible, no, se trata de un daño que lo mismo que es podría no ser y podría no ser. Sobre ese hay que hablar. ¿Quién lo hace? La moral que «pone voz a la imagen y la nombra; al hacerlo nos involucra en ese rechazo y nos compromete con un curso alternativo del mundo frente a la barbarie»

Límites borrosos

En su obra, Thiebaut distingue entre valores y normas o principios éticos. Mientras estas últimas tienen la universalidad por característica (se entienden bien al pensar en Kant y sus categóricos imperativos), los valores, aunque en términos abstractos remiten «tanto a experiencias que tenemos, a imágenes que vemos, como a conglomerados de significados». La tolerancia es un valor difuso porque por un lado moviliza «aquella forma de entendimiento práctico que es un comprendernos a nosotros mismos en el seno cultura y de un lenguaje moral», pero, por otro, admite e incluso necesita formulaciones de ambición universal. El autor propone esta: «No pongas como condición de la convivencia pública una creencia que solo tú y los tuyos comparten, por muy verdadera que te parezca, y atiende, en todo caso, a formularla de manera no absoluta y que sea comprensible por quienes no la comparten».

Thiebut se moja con un impérativo categórico para la tolerancia: «No pongas como condición de la convivencia pública una creencia que solo tú y los tuyos comparten […]»

En la Antigüedad, y más concretamente en el pensamiento griego, cuando, siguiendo al autor, no existían en sentido estricto las nociones de valor y de principio, la moral tenía a la virtud como unidad de medida. Es una noción interesante pues comporta dos dimensiones; la racional o cognoscitiva y la de la acción, la más práctica. Le pasa a la tolerancia, también, que comporta dos dimensiones: la idea de aprendizaje, el trabajo del concepto de forma personal y también social. Ambas son indispensables para ir elaborando el mundo moral.

Un debut histórico

La tolerancia es singular porque, a pesar de contar con experiencias o momentos anteriores, debuta en la historia en una época tan bien definida, que el autor aventura incluso un año: «Cabe, incluso, que fechemos su nacimiento (con la arbitrariedad de toda datación): por ejemplo, mencionando el proceso de reflexión filosófica, jurídica y política que conduce al edicto de Nantes de 1598, una de las primeras formulaciones del espacio político de convivencia entre las creencias religiosas y los poderes que se habían enfrentado sangrientamente —ese es, ahí, el daño originario— en Francia durante la Reforma». En su nacimiento, la tolerancia está enraizada con lo concreto y designa, por antonomasia, como señala el autor: «Las razones y las formas de evitar un conflicto social y religioso que hace imposible el ejercicio de la soberanía y del poder político en la Europa tardorrenacentista tras la Reforma». Superadas las coordenadas temporales, quedará como una forma de intervenir y ordenar el espacio público.

Tolerancia negativa y tolerancia positiva

A la manera berliniana, Thiebaut distingue también entre una tolerancia negativa y otra positiva. La primera se acerca al sentido etimológico de la palabra: tollere, soportar, aguantar y, en cierto modo, padecer a aquellos con quienes no se comparte el mundo de creencias. «Cuando decimos que toleramos algo suponemos, de entrada, una desaprobación que está justificada en virtud de algún sistema de normas o de creencias básico». Y más adelante: «Este sistema básico de preferencias creencias o normas nos ayuda, también, a comprender el carácter inicialmente asimétrico y vertical, como le llamamos, de la tolerancia. La relación de tolerancia no es, de entrada, una relación de simetría: alguien desaprueba lo que otro hace y este otro reclamo no ser desaprobado, ser tolerado». En el momento del debut de la tolerancia, como le acabamos de llamar, la asimetría era muy fuerte, igual de fuerte que las razones para revisar esa dirección: «La modernidad naciente reclama la crítica y el libre examen», escribe el autor: «la libertad de conciencia y la libertad de expresión se convierten en cuestiones relevantes».

Poco a poco se van limando los extremos que marcan la distancia de la asimetría y los polos se van acercando. En la escena pública se van abriendo hueco quienes aspiran a ser tolerados en un proceso, un forcejeo en muchas ocasiones, en el que ninguna de las partes sale como entra: «Quien tolera o se ve forzado a tolerar ha de razonarse a sí mismo su propio cambio […]. Quien tolera aprende de quien aspira a ser tolerado; modifica su sistema de creencias, razones y normas haciéndole lugar a las creencias, razones y normas de quien reclama ser tolerado». La otra parte también aprende y se modifica: «Aprende a encontrar su espacio en el reconocimiento de quien le tolera: ha conseguido demostrar la relevancia de su demanda; ha conseguido modificar el sistema de razones que inicialmente le rechazaban, le excluían o le castigaban. Y ha conseguido, así, a colaborar en la elaboración de un nuevo sistema de convivencia».

Quien tolera aprende de quien aspira a ser tolerado y modifica su sistema de creencias. La otra parte también aprende a encontrar su espacio en el reconocimiento de quien le tolera

La tolerancia completa así un viaje largo y accidentado: «La misma tolerancia del soportar nos conduce a reconocer el otro polo, la tolerancia del comprender […]. Así se abre el camino de la tolerancia positiva, al comprender: la tolerancia modifica también las maneras en que entendemos al diferente y, al cabo, las maneras de entendernos a nosotros mismos. Este elemento racional y cognoscitivo que anida en la idea de tolerancia, en la virtud de la tolerancia, es una innovación estructural en la historia de nuestras moralidades».

La racionalidad y la argumentación como árbitros

El proceso de encaje de las nuevas condiciones nunca es fácil, siempre hay obstáculos, barreras, resistencias… En este contexto, ¿qué criterios han de guiar y dirimir los nuevos espacios? La pregunta desemboca de lleno en el controvertido tema de los límites de la tolerancia. Vayamos por partes. Respecto a lo primero: «Lo que empieza a ser tolerado y lo que reclama ser tolerado se mide por el rasero de su racional aceptabilidad en cada momento y cada circunstancia». Aceptabilidad en virtud de una argumentación que funciona como una suerte de criba: se tolerará «solo aquello que podamos concebir razonable y públicamente como aceptable y comprensible».

¿Qué queda fuera? La cuestión remite al mismo origen de la pregunta por la tolerancia: «El rechazo del daño ‒de todo daño y del daño específico de la intolerancia‒ es un límite de la tolerancia más allá del cual no sería tolerancia sino otra cosa, probablemente un disfraz retórico de la injusticia o del cinismo cultural». Que la percepción del daño es modulable, compleja y requiere aprendizaje, sí, pero como escribe Thiebaut: «No es la fuerza de nuestras creencias o nuestros deseos lo que es garantía y motivo suficiente de su aceptación pública; lo que es motivo suficiente es que, supuesta su capacidad de ser presentada en la argumentación pública, sean reconocidas, también públicamente, como demandas válidas».

El relativismo y otras nubes de sospecha sobre la tolerancia

Se anunciaba de alguna manera en el párrafo anterior. La tolerancia no puede ser un paraguas capaz de acoger una justificación del daño. «Quien así hace disfraza sus palabras: convierte la universalidad en disfraz de un relativismo en el que todo puede valer según sean las circunstancias y en el que el daño puede ser un rasgo aceptable según las circunstancias», escribe Thibaut, que pone el ejemplo de la mutilación femenina y recuerda que se pueden incluso comprender las formas y motivos de ese daño, pero, comprender no es justificar: «Lo que le sucede al relativista es que no se compromete con un curso alternativo del mundo» y la moral, como también se dijo anteriormente, no solo es una charla en tercera persona sino que es un verbo, acción, y, llegado el caso, se declina en primera persona.

Otra nube de sospecha es la del pasotismo, la del vacío y la falta de criterio que la convertiría así en nido «de nuestras impotencias», dice el autor: «lo que debiera ser activa fortaleza queda trastocado en culposa pasividad o en una desidia que abdica».

La tolerancia no puede ser un paraguas capaz de acoger una justificación del daño ni confundirse con la falta de criterio

Una sospecha subsiguiente sería si, tal y como sostenía Marcuse, esa tolerancia inactiva, pasiva se habría convertido en una forma de dominación ideológica en la que todo se toleraba. Marcuse reclamaba, y lo recuerda Thiebaut, «una noción fuerte y sólida de verdad, algo que nosotros hemos cuestionado con el movimiento de la tolerancia» y aprovecha para recordar que las formas de socialidad siempre son imperfectas; las de racionalidad, falibles, porque «no hay razones absolutas, sino solo el firme e insustituible ejercicio de la racionalidad humana».

La tolerancia, la justicia… y John Rawls

En la última parte del libro Carlos Thiebaut analiza las relaciones de la tolerancia y la justicia, de la mano, en parte del capítulo, del en este punto inesquivable John Rawls. Con él, Thibaut recuerda la necesidad de que «cada uno pueda presentar en el debate público sus argumentos de forma que no requieran, para ser comprendidos y ponderados, acudir a las creencias comprensivas o filosóficas que quien los presenta pudiera sostener». Inspirada por esta noción, Thiebaut ofrece una versión de su particular imperativo categórico: «Concibe el espacio público de la convivencia de tal forma de tal forma que no contenga como condición previa la verdad de ninguna creencia no pública y entiéndelo como el resultado del acuerdo de todos y de cada uno respecto a aquello que lo constituye, precisamente, como público».

Volviendo a las relaciones entre tolerancia y justicia, el autor habla de virtudes hermanadas: no solo se entienden en términos individuales sino que son relacionales, se entienden en compañía de los demás y no solo se dan entre personas sino que necesitan la comparecencia de las instituciones. Todo esto no hace sino añadir mayor complejidad (y riqueza) a ambas. En los lugares donde confluyen, Thibaut localiza un nuevo límite o condición para la tolerancia: cuando esta aboca en injusticia. Si eso pasa, la tolerancia o es mala o no es tolerancia: «Si la tolerancia es virtud fuerte será, precisamente, porque su carácter dinámico conduce a la fortaleza de la justicia, no a la abdicación de la injusticia».

Justamente ese valor dinámico, cambiante, supone un riesgo no menor al que se enfrenta el largo aprendizaje moral que dio pie a las modernas formas de tolerancia. ¿Cómo estar seguros de que no habrá vuelta atrás? Eso por lo que respecta al pasado, pero de cara al futuro, «¿Cómo confiar en que podremos ir percibiendo la barbarie y podremos ir formulando su rechazo?». Para lo primero, los Derechos Humanos constituyen un acuerdo, un «marco de referencia normativo en el que se acumula el frágil aprendizaje del rechazo del daño». Para lo segundo, se insta a no «abdicar de nuestra condición reflexiva porque la lucidez que nunca será absoluta dependerá de acendrar y de incrementar esa misma condición».