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Rob Henderson. Doctorando en la Universidad de Cambridge. Graduado en Psicología por la Universidad de Yale y veterano de las Fuerzas Aéreas estadounidenses.


Avance

La actual clase acomodada ha convertido la ideología en su seña de identidad de estatus social. Ahora los productos de lujo están al alcance de casi todos y los adinerados necesitan singularizarse del resto de la escala social; además no son los oprimidos los más interesados en obtener posición y riqueza, sino las élites, como explicaba Durkheim: «cuanto más tienes, más quieres». Esta clase de la ideología de lujo es el último eslabón evolutivo de aquella otra que el sociólogo Thorstein Veblen analizó a finales del siglo XIX en La teoría de la clase ociosa. Se pone de manifiesto en casos como el de los alumnos de Yale y Harvard al gastarse 900 dólares en chaquetones de marca. Esa actitud termina filtrándose por todas las capas sociales, ya que la gente corriente trata de emular a las clases altas; lo cual genera, en ocasiones, problemas sociales. Por ejemplo, los adinerados parten con ventaja al abanderar el poliamor, como expresión de libertad sexual, ya que si esa relación no funciona pueden recuperarse gracias a su capacidad financiera, a diferencia de los menos afortunados que tienen que sufrir por haber adoptado las ideologías de las clases altas. Y una vez que una moda de vestir, de ocio o moral se vuelve demodé, las clases altas renuevan su fondo de armario ético. De forma que Veblen sigue más vigente que nunca.


Artículo

Hace cuatro años me quedé perplejo cuando, en el transcurso de mis estudios en Yale, descubrí la existencia de una nueva clase social: la clase de la ideología de lujo. Mi confusión no resulta en absoluto sorprendente si se tienen en cuenta mis peculiares antecedentes. Cuando yo tenía dos años, mi padre nos abandonó a mi madre drogadicta y a mí. Crecí entre numerosas casas de acogida, después pasé por una sucesión de hogares rotos, y luego, por varias tragedias familiares. Más tarde, tras algunos años en el ejército, las ayudas gubernamentales para soldados veteranos me permitieron ir a Yale. Fue al llegar al campus cuando observé que las ideologías de lujo se habían convertido en un símbolo de estatus social, en un complemento de moda. Son ideas y opiniones que ofrecen a los más privilegiados la forma de mejorar su estatus social sin tener que invertir un gran coste personal, ya que serán las clases bajas las que terminen pagando la cuenta.

En el pasado, para hacer gala de la pertenencia a un elevado estrato social, lo normal era exhibir determinados bienes de consumo. Sin embargo, en el mundo actual, los productos de lujo están al alcance de casi todos, y es mucho menos probable que se valore a alguien por los accesorios de los que presume. Esto supone un problema para los más acomodados, que no han renunciado a dejar bien clara su elevada posición social, por lo que han terminado dando con una solución. Han roto la vinculación entre el estatus social y las posesiones y lo han ligado a las ideologías.

Los seres humanos tendemos a preocuparnos más por nuestra posición social una vez hemos logrado satisfacer todas nuestras necesidades físicas. De hecho, los estudios revelan que el estatus sociométrico (el respeto y admiración de los iguales) tiene más importancia entre las personas acomodadas que el estatus socioeconómico en sí. Es más, las investigaciones han demostrado que las personas a las que se percibe de manera negativa en el ámbito social sufren picos de cortisol (la hormona asociada al estrés) tres veces superiores a los que se producen en situaciones estresantes no sociales. Se nos presiona para crear y mantener un cierto estatus social, y perderlo nos aterra.

No hay nadie que deseé más ser de clase alta que la propia clase alta

Parece, por tanto, razonable pensar que los oprimidos deberían ser los más interesados en obtener posición y riqueza. Sin embargo, no es el caso. Los más interesados en obtener prestigio y dinero son precisamente aquellos que abarrotan las instituciones de élite. Para muchos, fue precisamente ese impulso lo que les llevó a lo más alto. Además, quienes les rodean son gente exactamente igual que ellos, sus compañeros y competidores, tan inteligentes y ansiosos de prestigio como ellos mismos, lo que fomenta aún más ese interés. Se empeñan sin descanso en encontrar nuevas formas de ascender y de evitar decaer. El sociólogo francés Émile Durkheim comprendía esto muy bien cuando escribió: «Cuanto más tienes, más quieres, puesto que las satisfacciones recibidas únicamente sirven de estímulo, no alivian las necesidades». De hecho, una reciente investigación apoya esta afirmación: en realidad son las clases altas las que más se preocupan por conseguir riqueza y estatus. En su estudio, los investigadores concluían que «en comparación con las clases inferiores, los individuos de clase alta tienen un mayor deseo de riqueza y estatus […]. Son aquellos que tienen más desde un principio (esto es, los individuos de clase alta) quienes también se esfuerzan más por adquirir más riqueza y un mejor estatus social». Es decir, que no hay nadie que deseé más ser de clase alta que la propia clase alta.

Otro estudio ha concluido también que los ingresos absolutos no influyen demasiado en la percepción de la satisfacción general con la propia vida. Un incremento en los ingresos relativos, por otra parte, sí tiene un efecto positivo. Dicho de otra manera, ganar más dinero no es lo importante, lo importante es ganar más dinero que los demás. Tal y como lo explican los investigadores:

Thorstein Veblen. © Wikimedia Commons

«Si un individuo aumenta sus ingresos, esto le aportará mayor utilidad solo en el caso de que también aumente su posición, lo que necesariamente reducirá la utilidad de los demás, que perderán posición, […] [lo que] podría explicar por qué un incremento general de los salarios no tiene por qué suponer un aumento de la felicidad para todo el mundo, a pesar de que la riqueza y la felicidad se correlacionan dentro de la sociedad en un determinado momento.»

Mini millonarios

A lo mejor eres de los que creen que los niños ricos de las universidades de élite viven felices y contentos sabiendo que sus padres forman parte del uno por ciento de personas con los ingresos más elevados del mundo. O porque ellos mismos no tardarán mucho en entrar a formar parte de tan selecto porcentaje. Sin embargo, no nos olvidemos de que están rodeados de otros miembros del club del uno por ciento. Su círculo social, su número de Dunbar particular, consiste en 150 minimillonarios. Jordan Peterson ya ha analizado este fenómeno. Basándose en cifras recopiladas durante su experiencia como docente en Harvard en los años 1990, Peterson señala que una importante proporción de los graduados en las prestigiosas universidades de la Ivy League llegan a crear una red de contactos valorada en millones de dólares antes de cumplir los 40. Y con todo y con eso, según pudo observar, no les basta. Los universitarios de alta gama no quieren ser meros aprendices de millonario, también quieren encarnar la imagen de la corrección moral. Peterson destaca que las élites estudiantiles no solo quieren alcanzar el más elevado estatus financiero, también el ético. Para estos acaudalados caza-estatus, las ideologías de lujo suponen una nueva forma de ascender socialmente.

La célebre «clase ociosa» de la que hablaba Thorstein Veblen ha evolucionado para convertirse en una «clase de la ideología de lujo». Veblen, economista y sociólogo, formuló sus observaciones en torno a las clases sociales a finales del siglo XIX, y las compiló en su clásico, la Teoría de la clase ociosa. La idea fundamental es que, dado que nunca se puede estar seguro de la situación financiera de los demás, una buena forma de calcular los medios de los que dispone es observar si se puede permitir malgastar dinero en bienes y en ocio. Esto explicaría por qué los símbolos de estatus suelen ser tan difíciles de lograr y tan caros de adquirir. Entre estos se incluyen bienes de consumo, como por ejemplo, prendas de ropa tan delicadas y restrictivas como los fracs o los vestidos de noche, o aficiones que demandan una fuerte inversión de tiempo y dinero, como el golf o la caza con perros de raza beagles. Solo aquellos que no se ganan la vida con trabajos manuales y pueden permitirse perder el tiempo en aprender algo sin ninguna utilidad práctica comprarían o disfrutarían de semejantes bienes y actividades de ocio. Veblen llega incluso a decir que «la principal función de los sirvientes es poner de manifiesto que su señor tiene la capacidad de pagarles el sueldo». Para Veblen, incluso los mayordomos son un símbolo de estatus.

Sobre estas mismas observaciones sociológicas, el biólogo Amotz Zahavi propuso que determinados animales evolucionaban hasta ser capaces de exhibir ciertos rasgos precisamente por lo que estos tienen de excesivos. El mejor ejemplo serían las plumas del pavo real. Tan solo un ave en perfectas condiciones físicas sería capaz de desarrollar semejante plumaje sin dejar de seguir escapando de sus depredadores. Esta idea es extensible a los seres humanos. El antropólogo e historiador Jared Diamond sugirió más recientemente que uno de los motivos por los cuales los seres humanos realizamos alardes tales como beber, fumar, drogarnos, y otras conductas tan poco sanas es precisamente para demostrar que gozamos de excelente forma física. El mensaje es: «Estoy tan sano que puedo permitirme envenenarme a mí mismo y seguir funcionando». Píllate una cogorza mientras juegas al golf con tu mayordomo, y no habrá nadie que te haga sombra.

Convicciones vistosas

Veblen propuso que los adinerados hacen alarde de estos símbolos no porque sean útiles, sino porque suponen tal inversión o derroche que solo los más ricos se los pueden permitir, lo cual justifica que se les considere indicadores de estatus social. Esta idea mantiene su validez hoy en día. Hace un par de inviernos era común ver a los alumnos de Yale y Harvard con chaquetas de Canada Goose. ¿De verdad hace falta gastarse 900 dólares para protegerse del frío de Nueva Inglaterra? No. El dinero de papá no sirve solo para mantenerse calentito. Si pagan el equivalente a lo que un trabajador estadounidense medio gana en una semana (865 dólares), es por un logo. Por la misma regla de tres, los 250.000 dólares que se dejan en estudiar en universidades prestigiosas, ¿es solo para garantizarse un nivel educativo? Podría ser. Pero también lo hacen por el logo.

Con esto no quiero decir que las universidades de élite no proporcionen una esmerada educación a sus alumnos, o que las chaquetas de Canada Goose no protejan del frío a quienes las llevan. Sin embargo, los centros educativos más exclusivos ejercen como esenciales ritos de iniciación para la clase de la ideología de lujo. Pongamos, por ejemplo, el vocabulario. El estadounidense típico de clase media no sabría decirte qué significan heteronormativo, ni cisgénero. Sin embargo, si pasas por Harvard, te encontrarás con un montón de ricachones de 19 años deseosos de explicarte en qué consisten. Cuando alguien utiliza una expresión como «apropiación cultural», lo que en realidad está diciendo es «he estudiado en una universidad de élite». Recordemos lo que decía Veblen: «Los gustos refinados, los modales, los buenos hábitos, son todos útiles indicadores de refinamiento, dado que la buena educación exige tiempo, esfuerzo y coste, y por tanto no queda al alcance de aquellos cuyo tiempo y energía están consagrados únicamente al trabajo». Solo los más acomodados pueden permitirse aprender vocabulario estrafalario porque la gente corriente tiene problemas de verdad de los que preocuparse.

El principal propósito de las ideologías de lujo es poner de manifiesto la clase social y la educación de quienes las profesan. Tan solo miembros del entorno académico educados en instituciones de lujo podrían pergeñar un argumento coherente y razonable que explique que no habría que permitir a los padres educar a sus propios hijos, ya que los bebés deberían asignarse por sorteo. Cuando una persona acomodada defiende la legalización de las drogas, las políticas antivacunas, la apertura de fronteras, la relajación de las normas sexuales o el uso del término «privilegio blanco», lo que hace es poner de manifiesto su estatus social. Lo que están intentando decirte es: «mírame, pertenezco a una clase superior».

Las personas acomodadas defienden la apertura de las fronteras y la descriminalización de las drogas porque les permite mejorar su posición social, pero también porque son conscientes de que la adopción de dichas políticas les supondrá a ellos muchos menos problemas que a los demás. Es una lógica similar a la del consumo vistoso: si tú eres un estudiante a los que sus padres se lo pagan todo, y yo no; si puedes permitirte gastar 900 dólares, y yo no, entonces llevar una chaqueta Canada Goose es una buena forma de promocionar tu mayor estatus y riqueza. Proponer políticas que, a ti, un miembro de las clases altas, le van a suponer un coste mucho menor que a mí ejerce la misma función. Defender la apertura de fronteras y la experimentación con drogas son buenas formas de promocionar tu pertenencia a la élite porque, gracias a tu riqueza y tus contactos, te costará menos a ti que a mí.

Thorstein Veblen. Teoría de la clase ociosa. Alianza

Por desgracia, las ideologías de lujo de las clases altas suelen acabar filtrándose hasta los eslabones inferiores de la cadena alimentaria, donde se las adopta, lo que termina generando problemas sociales posteriores. Tomemos, por ejemplo, el poliamor. Hace poco tuve una conversación de lo más reveladora con uno de estos estudiantes de élite. Me dijo que, cuando marca un radio de búsqueda de menos de 10 kilómetros en Tinder, más o menos la mitad de las mujeres, en su mayoría también estudiantes, afirman ser poliamorosas en sus perfiles. Sin embargo, si extiende el radio hasta los 25 kilómetros, lo que abarca el resto de la ciudad y las afueras, la mitad de las mujeres son madres solteras. Los costes que las ideologías de lujo de los primeros generan, los pagan los segundos. El poliamor es la nueva expresión de libertad sexual que los adinerados han decidido abanderar, pero parten con ventaja a la hora de lidiar con las complicaciones que esta novedosa forma de entender las relaciones puede conllevar. Y si además la relación no funciona, pueden recuperarse gracias a su capacidad financiera y a su capital social. Los menos afortunados tienen que sufrir por haber adoptado las ideologías de las clases altas.

Algo que ejemplifica bien esta idea es el descubrimiento de que, en la década de 1960, el porcentaje de niños estadounidenses que residía con ambos padres biológicos era el mismo tanto en el caso de las familias acomodadas como en las de clase obrera: el 95%. Para el año 2005, el 85% de las familias acomodadas seguían intactas, mientras que en el caso de las familias de clase obrera el porcentaje se había desplomado hasta el 30%.

El politólogo de Harvard Robert Putnam afirmó, durante una comparecencia ante el Senado, que «los niños ricos y los pobres crecen ahora en Américas separadas […]. Contar con los dos progenitores es ahora algo inusual entre la clase trabajadora, mientras que las familias biparentales son normales y cada vez más comunes entre la clase media-alta». Las clases altas, sobre todo en la década de 1960, fueron abanderadas de la libertad sexual. La relajación de las normas sociales se extendió por el resto de la sociedad. Las clases altas, sin embargo, mantuvieron intactas a sus familias. Pasaron por una fase de experimentación en la universidad, pero más tarde sentaron la cabeza. Las familias de las clases bajas, por el contrario, se vinieron abajo. A día de hoy, es más frecuente que quienes hagan alarde de la ideología de lujo de que la libertad sexual es algo estupendo sean los adinerados, si bien estos mismos tienen más probabilidades de llegar a casarse y menos de divorciarse.

La plebe y los ricos

Este aspecto de las ideologías de lujo resulta preocupante. Como ya señalé en mi primer artículo sobre el tema, los bienes materiales se han vuelto más asequibles y, por tanto, resultan menos fiables como indicadores de la clase social. El estatus se encarna ahora en las creencias que expresamos. Y las creencias resultan menos caras que los bienes, porque cualquiera puede adoptarlos. No suponen un gasto financiero. Según Veblen, y en la línea de lo propuesto por observadores sociales como Paul Fussell, la gente corriente intenta emular a las clases altas. Las élites intentan diferenciarse de la plebe exhibiendo los distintivos visibles del lujo. Sin embargo, las clases medias intentarán emularlas inmediatamente después, tras lo cual vendrán las clases inferiores, hasta que ese estilo termine por filtrarse hasta empapar a toda la sociedad. Dado que las ideologías de lujo no conllevan ningún coste financiero, la adopción de la creencia de moda se acelera todavía más.

Con el tiempo, las ideologías de lujo terminan adoptadas en todos los niveles de la escalera social, momento en el cual las clases superiores abandonan dichas creencias para abrazar otras nuevas. Esto explica por qué las creencias de las clases altas están en un constante estado de cambio. No hay más que echar un vistazo a la moda actual para entender cómo funciona este proceso. El autor Quentin Bell escribió en su obra On Human Finery: «Intenta adoptar el aspecto de aquellos que están por encima de ti; y si estás en la cima, intenta adoptar un aspecto diferente a los que están por debajo». La vistosa exhibición de ideologías de lujo por parte de la élite sigue este mismo patrón. Los demás imitan sus creencias, lo que les empuja a buscar creencias nuevas. Al fin y al cabo, los adinerados no pueden permitir que se les confunda con las masas.

Tomemos también el arte como ejemplo. El psicólogo Steven Pinker escribió en su libro Cómo funciona la mente que «en una época en la que cualquier fulano puede comprar CDs, cuadros y novelas, los artistas tienen que labrarse una carrera a base de encontrar formas de evitar lo trillado, de poner en jaque los gustos desfasados, de diferenciar a los conocedores de los diletantes». Los artistas tienen que diferenciarse de lo que se ha hecho hasta ahora, así como de lo que los demás están haciendo en ese momento. Los adinerados hacen lo mismo. Las modas morales van cambiando con el tiempo por el mismo motivo, y pueden llegar a caer en picado conforme más miembros de las clases hedonistas las van adoptando. Una vez un determinado punto de vista se vuelve demodé, las clases altas, siempre en su afán por diferenciarse de los demás, optan por renovar su fondo de armario ético. Veblen sigue más vigente que nunca, solo que de una forma diferente.

Tal y como él mismo lo explica, «Lo común entra dentro del alcance (pecuniario) de la mayoría […]. De ahí que el consumo, o incluso la sola visión de tales bienes, sea inseparable de la odiosa sugerencia de los niveles inferiores de la vida humana». Los acaudalados no quieren ser vistos con bienes «comunes». Les parecen de mal gusto. En la actualidad, no son solamente los productos de consumo los que se perciben como de mal gusto, también las creencias. Los adinerados, en su temor porque se les cuelgue esa «odiosa» etiqueta, se resisten a demostrar unos ideales comunes y corrientes. Esos son solo para la gente ordinaria. No, en lugar de eso, las clases altas quieren que se las vea haciendo alarde de sus ideologías de lujo.

¿Qué habría opinado Veblen de las redes sociales?

La neurociencia moderna no existía en el siglo XIX. Sin embargo, Veblen se habría divertido mucho de haber descubierto que las mismas regiones del cerebro que generan sensación de recompensa, por ejemplo, al comer chocolate o ganar dinero, también se activan cuando se reciben cumplidos de desconocidos o cuando se descubre que personas a las que nunca llegaremos a conocer nos encuentran atractivas. Según escribió Veblen, «constituyen pruebas inmateriales de un ocio pasado los logros cuasi académicos o cuasi artísticos, y el conocimiento de procedimientos e incidentes que no conducen directamente al avance de la vida humana». En la actualidad, la clase ociosa dedica una gran cantidad de tiempo a acumular conocimientos inútiles y a tomar parte en actividades que, aunque adoptan una apariencia artística o intelectual, en realidad no tienen ninguna funcionalidad práctica. Estas actividades no ayudan a nadie, pero hacen quedar bien a sus entusiastas. ¿Qué habría opinado Veblen de Twitter,  [denominada ahora X] a tenor de sus afirmaciones?

El estatus en caída libre

El economista y sociólogo Thomas Sowell dijo en una ocasión que el activismo es «una forma de hacer que los inútiles se sientan importantes, incluso si las consecuencias de su activismo resultan contraproducentes para aquellos a los que afirman estar ayudando, y dañinas para el conjunto del tejido social». Lo mismo podría decirse de las ideologías de lujo. Se asemejan a los bienes de lujo, pero plantean problemas nuevos. Relacionar un cierto estatus social con los bienes de lujo o el estado financiero implicaba que existía un límite en cuanto al daño que la clase ociosa podía llegar a hacer con sus vistosas exhibiciones. Por ejemplo, la moda se ve restringida por la velocidad a la cual la gente es capaz de adoptar un nuevo look. Sin embargo, en el campo de las creencias, el ciclo se acelera. Una persona rica se vanagloria de su nueva ideología. Se pone de moda entre sus iguales, así que la abandona. Pasa entonces a adoptar una nueva creencia, pero la anterior seguirá filtrándose hasta las capas inferiores de la jerarquía social, provocando el caos a su paso.


Este artículo se publicó en la revista digital Quillette y se reproduce aquí con autorización de la misma. Traducción del inglés de Paloma Losa Pedrero.

Imagen: Campus de Branford College, Universidad de Yale. © Wikimedia Commons

Doctorando en la Universidad de Cambridge. Graduado en Psicología por la Universidad de Yale y veterano de las Fuerzas Aéreas estadounidenses.