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Al otorgar al escritor antillano Derek Walcott (1930-) el Premio Nobel de Literatura en 1992, la Academia Sueca reconocía el fecundo trabajo de un poeta hondamente entrañado en la tierra caribeña. Walcott había publicado en 1964 su primer poemario, Selected Poems, al que siguieron The Gulf (1970), Another Life (1973), The Star-Apple Kingdom (1979), The Fortunate Traveller (1981), Midsummer (1984), The Arkansas Testament (1987) y Omeros (1990). En 1993, la editorial neoyorkina Farrar, Straus & Giroux publicó otro libro de poemas, Odyssey: A Stage Version, junto con su discurso de recepción del Premio Nobel («The Antilles: Fragments of Epic Memory»). Omeros fue vertido al castellano por José Luis Rivas y editado, junto con el texto original, por el Círculo de Lectores en 1995. Un año antes, Visor Libros incorporó a su prestigiosa colección de poesía El Testamento de Arkansas, en versión castellana a cargo de Antonio Resines y Herminia Bevia. En la actualidad, se ultima la traducción completa del último poemario de Walcott, aparecido en Nueva York en 1998, The Bounty. La edición en castellano de La sobreabundancia aparecerá con el sello de Visor Libros después del verano. Álvaro Pombo ha seleccionado y traducido unos poemas de la primera parte de ese libro para Nueva Revista, anticipando de ese modo lo que será un gran acontecimiento editorial el otoño próximo.


Observaciones de un traductor no caribeño
de Derek Walcott
Por ÁLVARO POMBO


(1)


Es la primera vez que me propongo traducir poética y públicamente a un poeta. A lo largo de todo el proceso de traducción me he sentido como alguien que se interna en un agreste territorio que, a simple vista, parecía liso y llano. Derek Walcott es un poeta antillano, que nació en 1930 en la isla de Santa Lucía. Ganó el Premio Nobel de Literatura en 1992. Este poema, La sobreabundancia, sirve de título a un libro de poemas que evocan la isla natal del poeta. He elegido esta obra porque se trata de una, a mi juicio, admirable elegía a la madre de Walcott: Alix Walcott, de la cual presento aquí cuatro secciones: la 1, 2, 3 y 7. Deseo subrayar, una vez más, los dos sentimientos contrapuestos que han acompañado mi laboreo como traductor: un sentimiento de facilidad o familiaridad, y otro sentimiento, opuesto, de dificultad y extrañeza. En estas condiciones me he visto obligado a leer cada una de las siete partes que componen la elegía a Alix Walcott un buen número de veces, para, por último, hacer una primera traducción salvaje, y terminar con una segunda versión, la que ahora ofrezco a los lectores de Nueva Revista como definitiva. Traducir este poema ha significado para mí dos actividades muy distintas: una práctica, consistente en fijar mediante una decisión final, el texto castellano, y otra, teórica, consistente en preguntarme si mi traducción castellana traduce —con ocasión del texto inglés, que tiene un carácter indiciario — el significado de los diversos versos y fragmentos que Derek Walcott va acumulando como quien ordena los heterogéneos objetos de una mesa de un modo inteligible aunque arbitrario.


( 2 )


Por primera vez en mucho tiempo, la poesía de Derek Walcott ha aguzado mis sentidos poéticos. Leyéndolo, he vuelto a sentir ese característico apetito por las palabras de la tribu, purificadas por el poeta, que llamamos poesía. La expresión poética ha sido para mí un aliento constante: en mis cuatro libros de poemas se contiene todo lo esencial de mi escritura. Tengo, sin embargo, de estos años de prosa narrativa, abarrotada la cabeza, y por las narices y por las orejas se me sale el ritmo de la prosa narrativa, lengüetas descoloridas de la hiedra de la oración subordinada. No he perdido el pulso de la contemplación poética —no he perdido el hábito — pero sí un-poco la manía de la expresión poética, la urgencia de escribir poemas. Esto es lo que me ha hecho recordar Derek Walcott de pronto: el gusto renovado por la expresión poética.


(3)


Y esto tiene cierta gracia: da la casualidad de que no hay dos paisajes basales más opuestos que el de Walcott y el mío: el Caribe y Castilla la Vieja. Lo más marítimo de mi paisaje basal es el puntal, la isla de Mouro, el río Cubas, la bahía de Santander. En esto hay, claro está, gracia poética de sobra, lo mismo que en la meseta castellana. El propio Walcott ha sido capaz de percibir en los poemas de Antonio Machado una gran cantidad de belleza en la austeridad a la que yo hago referencia. Siempre que comparo estos dos mundos infantiles, el caribeño y el castellano, recuerdo una interesante observación de Walcott en La voz del crepúsculo, a propósito de las tardes de calor abrasador en Puerto España, «cuando el resplandor del sol tornaba las calles blancas»: «me cuesta percibir este vacío como desolación, esta paciencia es la anchura de la vida antillana, y el secreto reside en no pedirle lo que no pueda dar, no exigirle una ambición que para nada le interesa. En esto lee el viajero el letargo, el torpor». ¿No es este mismo letargo lo que lee el viajero apresurado al cruzar los campos de Castilla o las páginas de huertas, cerezos, perales, almendros, retamas y cardos borriqueros de mis propios libros de poemas? Es curioso que Walcott vea privación donde otros ven pintoresquismo, y que nos advierta que «el viajero no puede amar porque el amor es éxtasis y el viaje es movimiento». Y así nos dice que «la privación puede encerrar insólitas virtudes, una de las cuales es, sin duda, la de salvarse de la actual oleada de mediocridad, pues hoy día los libros no tanto se crean como se rehacen». De alguna manera, la familiaridad que he sentido leyendo la exuberante poesía de Derek Walcott procede de su insistencia en que el lector abandone su condición de viajero y se instale en la concentración y el éxtasis. Esta concentración, esta admiración extática, esta exaltación poética ante las duras tierras de España, me ha acompañado siempre y me ha hecho implicarme a fondo ahora en la labor de este poeta. Y es que Walcott tiene una idea muy viva de que el esfuerzo del poeta consiste en captar la significación, el sentido del mundo. Porque las cosas del mundo «para ser lo que eran, con el mismo nombre, necesitaban pasar por un proceso de traducción » (tomado del artículo de Walcott «Brodskyysu bendito destierro », ABC 1.11.1996). En este «asombro reverencial por las cosas corrientes» de que habla Walcott, veo yo una repetición creadora de la idea de Rilke acerca de los poetas, que liban en las cosas visibles la miel de lo invisible. De ahí su deseo y la lección que aprendió de su madre, Alix Walcott: «que las hormigas me enseñen de nuevo, con largas hileras de palabras/ mi profesión y mi deber, la lección que tú enseñaste a tus hijos/ escribir acerca de la sobreabundancia de la luz sobre las cosas familiares/ que están a punto de traducirse a sí mismas en nuevas». Esta renovación gigantesca de todo lo familiar, deshace las imágenes tópicas de los turistas, hasta hacernos ver que «el Caribe no es un lugar idílico, no para sus nativos». El Caribe es un lugar real, y ahí es donde la gran poesía, la gran conciencia creadora, se hinca y emerge, en la realidad. Una realidad que es sobreabundancia, y que, por consiguiente, con naturalidad, nos sitúa en una región que me atrevería a llamar religiosa: una zona de la conciencia del mundo, exaltado y expresado con devoción y con asombro, en un eterno ahora, al borde de la trascendencia.


LA SOBREABUNDANCIA
Por DEREK WALCOTT


Para Alix Walcott


I
El desierto donde las exaltaciones de Isaías hacen surgir una rosa de la arena
yace entre la vista de la Oficina de Turismo y el verdadero paraíso. El canto treinta y tres


circunda las nubes del amanecer con un esplendor concéntrico, el fruto del árbol del pan abre sus palmas en elogio de la abundancia bois-pain, árbol de pan, alimento de esclavo, dicha de John Clare, Tom vagabundo, roto, que acaricia el armiño en su provincia
de juncos y grillos de caña, que juega con el aire húmedo,
que se ata las botas con los tallos de las viñas, que inquieta a los glaseados escarabajos


con suaves empujones, caballero del abejorro
envuelto en nieblas de campos cuyas palmeras como agujas de cuernos de caracol
se abren a las charcas en forma de copa


 -el alma de Tom, sin embargo, está más a salvo que la nuestra,
aunque tiras de hierro encadenen sus tobillos.
De pie está Tom, con la escarcha blanqueándole la barba, en el vado de un arroyo,
como el Bautista que levanta sus ramas para bendecir


las catedrales y los caracoles, el nacimiento de este nuevo día,
y las sombras de la carretera de la playa cerca de la cual yace mi madre
acompañada por un tránsito de insectos que van a trabajar en cualquier caso.


El lagarto sobre la pared blanca fijado en el jeroglífico
de su sombra petrificada, la arquería crujiente de las palmeras,
las almas y las velas de las gaviotas giratorias riman con:


ln la sua volonta é riostra pace.
En Su voluntad está nuestra paz. Paz en las blancas bahías,
en marinas de mástiles concordes, en melones crecientes


dejados toda la noche en la nevera, en los trabajos Egipcios
de hormigas que mueven terrones de azúcar, palabras en esta frase,
sombra y luz, que viven en la puerta de al lado como vecinos


y en las sardinas en salsa de pimienta. Mi madre yace
cerca de las piedras blancas de la playa, John Clare yace cerca de los almendros del mar
y sin embargo la abundancia regresa cada amanecer, para sorpresa mía,



para sorpresa mía, sí, y traición, ambas cosas a la vez.
Como tú, también yo, Tom loco, me siento conmovido por una hilera de hormigas;
He aquí que contemplo su laboreo y me parecen gigantes.


II
Ahí, en la playa, en el desierto, yace el pozo oscuro
donde fue sepultada la rosa de mi vida, cerca de las plantas agitadas,
cerca de un estanque de lágrimas frescas, surcado por el redoble de la campana dorada


de la danza Allemanda, espinas de la buganvilia y ¡esa es
su abundancia! Brillan desafiantes entre los hierbajos y las flores,
incluso entre aquellas flores que florecen en otros sitios, guisantes de olor, hiedra, clemátides


sobre las cuales el sol se levanta ahora con todo su poder,
y no en beneficio de la Oficina de Turismo o de Dante Alighieri
sino porque no hay ningún otro camino para su curso


excepto hacer de las roderas del camino de la playa una alegoría
del decurso de este poema, de tu propio decurso, porque ella murió a
beneficio de
una coronadora guirnalda de falso laurel; así que, John Clare, perdóname


por mor de esta mañana, perdóname, café, y excúseme,
leche con dos bolsitas de azúcar artificial,
mientras veo crecer estas líneas y el arte poética me endurece


en un dolor tan comedido como éste, a fin de dibujar la velada figura
de Mamá entrando a formar parte de lo convencionalmente elegíaco.
No. El dolor es verdadero, siempre lo será, pero no debe ser enloquecedor,


como lo fue con Clare, que lloró por la pérdida de un escarabajo, por el peso
del mundo en una gota de rocío sobre la clemátide o el guisante de olor.
Y hay fuego en las líneas de yesca seca de este poema que odio


tanto como la amo a ella, pobre desgraciada, golpeada por la lluvia,
redentora de ratones, fracasada señora de la caballería bajo tu capa.
¡Venga ya, ya es suficiente!


III
¡Sobreabundancia!
En el campaneo de las ranas de árbol con su clamor firme,
en la oscuridad azul-violeta antes del amanecer, el morse debilitado
de las luciérnagas y los grillos, cuando sobreviene la luz sobre el caparazón del escarabajo,


y los retrasados presagios del sapo, y ortigas del remordimiento
que crecerán en su tumba a partir de la congoja de la pala.
Y, sin embargo, no haberla amado lo suficiente, es, si lo confieso,


amarla más aún. Y lo confieso. El goteo de los manantiales bajo tierra,
el murmullo de hinchados barrancos bajo los empapados helechos
que pierden el agarre de sus raíces, hasta que en montones peludos,


como puños que se abren, giran hacia donde quiera que les torne el barranco,
y sus secuelas temblorosas doblan las varas de la caña salvaje.
Sobreabundancia en la furia de las hormigas al despertarse,


en la concha de los caracoles moviéndose lentamente bajo las batatas salvajes,
alabanza en la decadencia y en el proceso, asombro reverencial por las cosas corrientes,
en el viento que lee las líneas de las palmas del árbol del pan,


en el sol contenido en un globo de cristal de escarcha,
sobreabundancia en el continuar de las hormigas una línea de harina cruda,
compasión por la mangosta que pasa corriendo a toda prisa ante de mi puerta,


en el paralelogramo de luz tendido en el suelo de la cocina,
porque Tuyo es el Reino, Tuyo es el Poder y la Gloria,
las campanas de San Clemente en las flores-maravilla sobre el altar,


en las espinas de la bouganvillia, en las lilas imperiales
y en las palmas plumosas que cabecean a la entrada
de Jerusalén, el peso del mundo sobre la espalda


de un burro; desmontando. Al desmontar, El dejó allí Su cruz para la guardia
y el centurión que se mofaba. Entonces yo creía en Su Palabra,
en el marido inmaculado de una viuda, en reclinatorios de madera marrón,


cuando el campano de la capilla congregaba a nuestro rebaño
entre paredes pulimentadas, en cuyos himnos crujientes oí yo
las frescas fuentes Jacobeas, el murmullo de la gracia, que oyó Clare


y que permanece con nosotros, el claro lenguaje que ella nos enseñó
«como el ciervo anhela», al llegar a esto sus atentos oídos se aguzaban
mientras sus tres cervatillos sorbían las aguas que refrescan el alma,


««como el ciervo anhela el agua de la fuente», que pertenecía
al lenguaje en el cual la lloro ahora, o cuando
le mostré mi primera elegía, la elegía de su marido, y ahora la suya.


[…]
VII


En primavera, tras el autoenterramiento del oso, los balbucientes
azafranes se abren y corean. Los glaciales se deslizan y deshielan,
charcos helados se fragmentan en mapas, lanzas verdes surgen


de los campos disueltos, bandadas de grajos se alzan y rasgan
la luz perforada, las lentas avalanchas que se desmoronan
de un cielo intranquilo; el ratón de campo se desenrosca y la nutria


entresaca su elegante cabeza de las ramas del seto;
surcos, desagües y arroyuelos rugen con un agua que entumece el pulso.
Salta el ciervo invisibles barreras y olfatea el vivo aire,


las ardillas se alzan como preguntas, las bayas enrojecen con facilidad,
los arbustos se deleitan en sus propias formas (sea quien sea su conformador).
Pero hay una estación, aquí, en nuestro edén verdeante


que es el edén del jardín primigenio que engendró decadencia,
a partir de la simiente del élitro de un escarabajo o una liebre muerta,
tan blanca y olvidada como el invierno al comenzar ya la primavera.


No hay cambio ahora, ni ciclos de primavera, otoño, invierno,
ni el eterno verano de una isla; mamá se llevó el tiempo consigo,
ni clima hay, ni calendario, a excepción de este día sobreabundante.


Así como el pobre Tom dio su última corteza de pan a los pájaros temblorosos,
así como junto a las cañas y a los fríos estanques bendijo John Clare a estos delgados músicos,
que las hormigas me enseñen de nuevo con largas hileras de palabras,


mi profesión y mi deber, la lección que tú enseñaste a tus hijos:
escribir acerca de la sobreabundancia de la luz sobre las cosas familiares,
que están a punto de traducirse a sí mismas en nuevas:


el cangrejo, el pájaro-fragata que planea sobre sus alas cruciformes
y ese árbol claveteado y coronado de espinas que abre sus reclinatorios
al mirlo que no ha olvidado a mi madre porque canta.