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Diecisiete países europeos, en colaboración con la Biblioteca Nacional, han puesto en marcha el ciclo de conferencias 350 años de la Paz de Westfalia: Desde el Antagonismo hacia la Integración de Europa, con el fin de conmemorar aquel acuerdo histórico. NUEVA REVISTA publica el texto de la conferencia inaugural, pronunciada el pasado 9 de marzo en la sede de la Biblioteca Nacional.


Antiguo, trabajoso y bello oficio es el de historiador. Antiguo, porque desde que el mono se transformó en hombre sintió la necesidad de recordar, es decir, de pintar, las cosas importantes sucedidas y perpetuarlas, transmitiéndolas a quienes vivieran después y así progresar. Trabajoso, porque el historiador viaja a los mundos del pasado y trata de reconstruirlos en todas sus dimensiones económicas, ideológicas, políticas, sociales o culturales y busca a los hombres, y a cada hombre, de ese pretérito y procura situarse en su horizonte vital y entender su conducta. Bello, porque precisamente es oficio, en la investigación y en la enseñanza, de entendimiento, de amor y de verdad, sin cuyos instrumentos no lograría el historiador cumplir su tarea de comprender a quienes vivieron en otras épocas. Y también es oficio no exento de graves responsabilidades y peligros, propicio a la injerencia de aventureros sin escrúpulos o mercenarios a sueldo de los poderes, en cuyo caso el relato histórico se convierte con facilidad en droga o veneno, capaz de fundamentar mitologías absurdas y de suscitar odios y hasta guerras. Ya lo insinuaba Sebastián de Covarrubias en su célebre Tesoro de la lengua castellana: «Basta que el historiador tenga buenos originales y autores fidedignos de aquello que narra y escribe y que de industria no mienta o sea flojo en averiguar la verdad, antes que la asegure como tal». Buscar buenas y bastantes fuentes, no falsear la verdad por interés ni ser perezoso en la andadura de su averiguación, he ahí lo esencial, aunque siempre las sucesivas coordenadas históricas, metodológicas o biográficas condicionen nuestra mirada y nos hagan contemplar la realidad pretérita desde diferentes perspectivas, no engañosas sino complementarias y progresivamente enriquecedoras.


El historiador, pues, selecciona el punto de vista desde el que estudia el objeto histórico que ha escogido y prefiere unos métodos y técnicas de trabajo a otros cuando trata de analizarlo, interpretarlo y darlo a conocer.


También yo, y entro ya en materia, he debido elegir a la hora de desarrollar el tema que se me ha encomendado hoy: «La Monarquía Hispánica y Westfalia». Se me ofrecían múltiples formas de abordarlo: la revisión historiográfica de los varios enfoques nacionales y de escuela; el estudio de las negociaciones westfalianas desde la perspectiva madrileña, empleando, entre otras muchas fuentes, la correspondencia recogida en los tomos 82 al 84 del CODOIN por el marqués de Fuensanta del Valle, J. Sancho Rayón y F. de Zabalduru; el análisis de los 79 artículos del Tratado de Münster, publicados y analizados en 1956 por Jorge Castel; la descripción de los complicados intereses políticos, ideológicos y económicos puestos en juego y su dialéctica westfaliana; el universo cultural de los europeos de Westfalia; España en la Europa de mediados del siglo XVII; la idea de la paz perpetua y su fracaso, etc.


Sin embargo, me he visto obligado a sujetarme a unos límites realistas, más generales y menos profundos o eruditos. En efecto, mi intervención en este ambicioso ciclo internacional sobre la Paz de Westfalia tiene un carácter que difiere respecto al de las otras diecisiete conferencias que lo componen, ya que viene a ser algo intermedio entre una simple introducción al programa y un discurso académico en el pleno sentido del término. Con pocas palabras, algo más que una presentación pero algo menos que una conferencia en duración y densidad.


A fin de acomodarme al tiempo de que dispongo y emplearlo con el máximo contenido y tensión argumental compatibles con la benevolente paciencia de ustedes, he preferido vertebrar mi texto mediante tres preguntas a las que procuraré dar las respuestas, o algunas de las respuestas, a mi juicio más adecuadas. Claro está que una parte importante del trabajo del historiador consiste en formularse continuas preguntas, tratando de contestarlas satisfactoriamente. Mis preguntas son éstas:


—Primera: ¿Por qué aquella guerra espantosa de los Treinta Años, una de las más terribles de la historia del hombre, concluida, no del todo y efímeramente, en Westfalia?
—Segunda: ¿Cuál fue el recorrido de la Monarquía Hispánica, en el camino hacia Westfalia y después de Wesrfalia, cuáles sus razones, sus objetivos, su conducta, sus logros y fracasos?
—Tercera: ¿Por qué la paz que se proponían los europeos, punto final a tanto horror y tales violencias, no pudo ser «definitiva», y las miserias de la guerra se repitieron y todavía hoy seguimos siendo testigos de la bestialidad de nuestros instintos más crueles y destructivos?


¿POR QUÉ LA GUERRA?


En primer lugar, ¿cuáles fueron las causas profundas, no los praetextus belli o motivos aparentes, de la devastadora Guerra de los Treinta Años, que destruyó regiones enteras, arruinó países, derribó poderes, entre ellos el de España, paralizó para muchas décadas y aun siglos procesos en curso y causó millones de muertos militares y civiles en una población europea que, sin Rusia y los Balcanes, no llegaba a los ochenta millones de personas? De una contienda que muy bien puede compararse en lamentables
atrocidades e incidencia con los enfrentamientos europeos de nuestro no menos vergonzoso y sí más culpable siglo XX. Los archiconocidos grabados de Jacques Callot, de 1633, o aquellos versos de Ricarda Huch recogidos por Golo Mann, «Si ya has crecido, escucha el tambor / que redobla de lugar en lugar para enrolarte. / Síguelo, hijo, oye el consejo de tu madre, / si caes en la batalla, no te estrangulará ningún soldado» o la tétrica imagen calderoniana de 1635 en La vida es sueño, «Cada edificio es un sepulcro altivo,
/ cada soldado, un esqueleto vivo», nos aproximan, estremeciéndonos, a la atmósfera desesperanzada e implacable que vivieron dos generaciones de europeos, sobre todo en los territorios germanos, de 1618 a 1648.


Si, con optimismo, quizá ingenuo, y confianza en las bondades de la condición humana, rechazáramos la inquietante hipótesis de que los seres humanos se cansan de la tranquilidad y, olvidados de los daños de la violencia, experimentan periódica, Cíclicamente, el prurito de retornar a ella, desahogando su ingobernable agresividad y que por eso a la generación pacifista que dirigió los destinos de Europa durante los tres primeros lustros del siglo XVII no hubo de sucederle por fuerza otra que cediese a los impulsos belicosos y destructivos latentes en nuestra naturaleza; si rechazáramos tan triste mecanismo alternativo, habríamos de preguntarnos por el caldo de cultivo, por los poderosos motivos de fondo que, en los precisos momentos aurorales de la nueva ciencia, del naciente imperio de la razón -Galileo, Descartes…-, impidieron el ejercicio del diálogo y el triunfo de las negociaciones sobre el lenguaje de las espadas, arcabuces y cañones.


Al final de aquel Otoño de la Edad Media, tan maravillosamente descrito por la pluma del holandés Huizinga, el Renacimiento y las conquistas de Ultramar forjaron altos valores de la cultura y del carácter europeos, acusado sentido estético, curiosidad científica, sentido crítico, poderosa creatividad, abnegación heroica, creciente conciencia de la dignidad individual, espíritu de empresa, económica o del espíritu, aptitud para la organización…, pero también se insinuaron entonces, con o entre esas virtudes, o al margen de ellas, una serie de ingredientes conflictivos y, en potencia, capaces de producir grandes males a la larga, como el excesivo individualismo poco solidario, la desmedida ambición, las oposiciones irreconciliables, el juego del todo a nada. Conforme avanza el siglo XVI y nos acercamos al tiempo del Barroco, se acentúa ese contraste de luces deslumbradoras y sombras abismales. Pero concretemos los factores fundamentales que contribuyeron a enrarecer las relaciones internacionales y a provocar el fenómeno bélico.


Por lo que se refiere a los rasgos negativos del clima histórico reinante, propiciadores de actitudes hostiles, hay que destacar, en medio del esplendor de las Letras y las Artes, la incultura de los más, proclive a comportamientos xenófobos y excesos fanáticos; luego, los nacionalismos emergentes en Francia, Inglaterra, Holanda, Alemania, España, etc., distintos, por supuesto, a los del tiempo de Napoleón o a los virulentos y a veces desaforados hasta el ridículo de nuestro siglo XX en todas sus manifestaciones y magnitudes doctrinales y geográficas, pero nacionalismos, aquéllos, muy reales, vigorosos y susceptibles, con vivos reflejos defensivos y ofensivos. Por último, el desarrollo inicial de los leviatanes estatales, mayores y menores, con sus «razones de Estado» siempre a punto y la mecánica de sus procedimientos de intervención bien adiestrada.


De forma más directa, a modo de estímulos o condicionamientos determinantes, actuaron otras causas. En primer término, las ambiciones personales de los dirigentes, tan ligadas a los sueños renacentistas y a las nociones vigentes de honor, fama o gloria, a menudo con vinculaciones de linaje o dinásticas.


Una segunda espuela de la guerra fue de índole económica. Me refiero a las concepciones mercantilistas imperantes, a tenor de las cuales la ganancia de los unos significaba la pérdida de los otros y viceversa. A partir de los dogmas sobre la balanza comercial favorable y de la concepción global de la economía, se derivaba hacia la apelación a la fuerza como argumento último, concluyente para eliminar los estorbos y obstáculos opuestos a los objetivos deseados. El espíritu dinámico y competitivo, en principio razonable y enriquecedor, propio del capitalismo se transformaba, con desgraciada frecuencia, en comportamientos hostiles, aniquiladores a la larga para todas las partes, a causa no solo de los daños directos, sino también de la inseguridad resultante y de la desviación de recursos humanos y financieros hacia consumos estériles de carácter militar o derivados del factor riesgo.


Y la religión. No deja de resultar paradójico que el tercer jinete o acicate, quizá el mayor, de las guerras en la Alta Edad Moderna se presentara bajo esa fisonomía. Formulaciones en teoría altruistas y espirituales, sobre el papel empeñadas en la defensa de los más nobles valores del ser humano, demostraron en el curso de esa primera modernidad su demoledor potencial destructivo. No solo las religiones ajenas a la «Cruz», el fanatismo expansionista de los musulmanes desde Filipinas al Mediterráneo, desde Viena al índico, también los cristianos, los hombres de la religión del amor, esgrimieron su fe contra ellos mismos, con intransigencia y afán de exterminio.


Lo que acabo de exponer nos ayuda a explicarnos cómo los gobernantes y los pueblos de Europa, creyéndose tantas veces en la disyuntiva trágica de aniquilar para no ser aniquilados, obraron en consecuencia, mediante recíprocas destrucciones y enfrentamientos a muerte durante treinta años. No sorprende que la nación que menos se implicó en las luchas continentales, Inglaterra, empezara a emerger como auténtica gran potencia poco después de Westfalia, camino de su poderío mundial en los siglos XVIII y XIX.


EL CAMINO ESPAÑOL HACIA WESTFALIA Y DESPUÉS DE WESTFALIA


Entre las muchas fábulas y afirmaciones gratuitas o disparatadas que pueblan la historia de España, tales como el hundimiento del poder naval español tras el fracaso de la Armada de Inglaterra de 1588 o el colapso militar de la Monarquía hispana luego de Rocroi, tengo que señalar ahora las dos que se refieren a la ambición hegemónica española como una de las causas principales y protagonista de la guerra europea desencadenada a partir de 1618, por una parte, y, por la otra, la atribución al conde-duque de Olivares de la autoría y responsabilidad de esa supuesta política exterior expansiva e insensata.


Lo cierto es que la caótica situación del Imperio Germánico al finalizar el reinado de Matías, con sus dos mil Estados y estadículos y sus conflictos jurisdiccionales y la guerra religiosa latente en las formaciones de la «Liga» y de la «Unión», implicaba al aliadinástico madrileño, por ser esta rama la «primogénita y mayor» de la Casa de Habsburgo, en el inminente conflicto centroeuropeo casi sin remedio. Y por lo que mira a la Tregua de los Doce Años concertada con los Países Bajos en 1609, los holandeses, tras el triunfo de los gomaristas, no deseaban otra cosa que el rompimiento con España, cuyo poder creían estar en condiciones de destruir en Europa y ambas Indias, y así lo provocaron con multitud de incidentes armados.


En lo que atañe a las responsabilidades belicistas de Olivares, está muy claro que él fue el beneficiario último, hacia 1622, de un lento golpe de Estado que protagonizaron otros, desde, por lo menos, 1617, los «reputacionistas» o partidarios del prestigio, contra los pacifistas, cuya cabeza más visible, Lerma, había preferido desengancharse peligrosamente de los asuntos septentrionales y centroeuropeos para atender, con la retaguardia descuidada, al Mediterráneo cervantino. Los estadistas madrileños no habían preparado la guerra: las fuerzas navales, valga como muestra, se contrajeron a una quinta parte de 1597 a 1616, mientras los holandeses las multiplicaban por dos, triplicando así a las españolas en esos cuatro lustros. La Monarquía Hispánica no se hallaba preparada cuando se vio envuelta en un colosal conflicto por tierra y mar, en el Continente y Ultramar.


Porque, además, esa Monarquía Hispánica o, en una segunda terminología de época, «Unión General de Reinos, Estados y Señoríos» —interesante modelo, por cierto para la Unión Europea que andamos hoy construyendo—, no albergaba, salvo en coyunturas o circunstancias excepcionales, propósitos expansionistas en el Viejo Continente y muy recortadas en Ultramar desde 1580 y tantos, sino la voluntad de defender o, en vocablo más preciso, «conservar» los territorios propios y de legítima posesión. Bien se lo recordaba el conde-duque a Felipe IV: «Para ser el primero, V.M. le sobra mucho, ser solo no es posible» y bien lo decía en su testamento del 14 de septiembre de 1665, tres días antes de morir, el rey: «Después que sucedí en estos reinos, se me han ofrecido grandes y continuas guerras sin culpa mía, porque todas han sido para defensa de mis reinos y dominios, que me pertenecen y heredé… de mis antecesores, de que me han pretendido despojar, imposibilitándome la defensa con la sublevación de algunos de mis reinos y vasallos».


A las razones religiosas, patrimoniales o dinásticas de la política extranjera de nuestros Austrias, a menudo exageradas, hay que añadir motivos muy fundamentados de estricto carácter político, económico y estratégico. Los políticos se referían al concepto de «reputación», o prestigio, y más ya, según acabo de decir, a la idea de «conservación» que a la de «aumento» o «crecimiento» y también al rechazo de las injerencias de los potentados europeos en los asuntos propios. Los motivos económicos se basaban en la preocupación por la autarquía o autosuficiencia económica de Imperio hispano, gravemente amenazada por la ambición e intereses de las burguesías septentrionales, por su dominio de los vitales tráficos mercantiles del Norte y por su actividad contrabandista; en lo que toca, por ejemplo, a las Provincias Unidas, los gobernantes madrileños no podían ignorar los avances holandeses en las Indias Orientales portuguesas, los asaltos a las Filipinas, los proyectos sobre las Indias de Occidente, el bloqueo de los tráficos mercantiles del País Bajo español con el cierre del Escalda, la penetración en el Mediterráneo levantino y los auxilios a la piratería berberisca y el comercio ilegal ruinoso para España organizado en las costas ibéricas. En cuanto a las razones estratégicas, la presencia en el Norte de la Monarquía Hispánica se justificaba por la insuficiencia para la defensa del Imperio ultramarino, como se comprobaría en el siglo XVIII borbónico, de la fortificación de tan dilatados dominios y de la vigilancia armada de las rutas atlánticas; un tercer recurso era indispensable para la mayor eficacia del sistema, a saber, la observación próxima, desde Flandes, y la amenaza cercana de réplica sobre los puntos de partida de las expediciones ultramarinas de los nórdicos.


En último extremo, tampoco pueden olvidarse las obligaciones del monarca común de castellanos, portugueses, aragoneses, italianos, borgoñones o belgas para con los derechos de todos ellos, no solo respecto a algunos de sus diferentes súbditos. Así, se comprende mejor la insistencia de la Corte de Madrid en la libertad de culto exigida para los católicos holandeses, los cuales, por cierto, y si mi estadística de 1996 no me engaña, superan hoy a los protestantes, con casi el 42% de la población frente al 37%. Una actuación, desde luego, opuesta a la de los norteamericanos cuando su precipitada huida de su sucio  protectorado» vietnamita.


La Unión General de Reinos hispana, si no autosuficiente, sí abundantísima en riquezas y poder por sus enormes dimensiones, no fue quien más deseó la guerra, esas guerras de los europeos de las que España resultó víctima, como sucedería también casi dos siglos  después, cuando el enfrentamiento anglo-francés de la época de la Revolución y del Imperio.


Pese a no hallarse adecuadamente preparada para ella y a no desearla ni convenirle, los primeros años de la guerra fueron triunfales para las armas de la Monarquía Hispánica. La ayuda española aseguró el trono imperial de Viena mientras el ejército de Flandes ocupaba el arco renano occidental; los astilleros ibéricos botaban nuevos buques de batalla, que llegaron a cuadruplicar la cifra de los existentes en 1616, se habilitó el puerto de Mardick-Dunquerque, que bajo Felipe IV constituyó la mayor base naval de una de las más temibles escuadras de corso de la historia marítima y se pusieron a punto, con mano de obra y capital liejés, los primeros altos hornos siderúrgicos -el gran secreto militar de los septentrionales— instalados en la Península Ibérica, en Liérganes y La Cavada  Santander). 1625 fue el año cenital de las glorias militares de España, cuyos ejércitos y escuadras batieron a los holandeses en Bahía y Bredá, a los ingleses en Cádiz y a los franceses en Génova, como nos recuerdan los cuadros pintados para el Salón de Reinos del nuevo Palacio del Buen Retiro, las velazqueñas Lanzas entre ellos.


Pero aunque por un instante se acarició la quimera de imponer la pax catholica a los protestantes de Alemania, Inglaterra, Holanda y Dinamarca por medio del eje Madrid-Viena-Varsovia, pronto se abandonó la idea porque las victorias habían resultado en exceso costosas y había de restablecerse el orden financiero, y porque los recelos del poco agradecido aliado germánico respecto al engrandecimiento hispano y la incapacidad de los polacos en el área báltica desvanecieron la viabilidad del proyecto.


No obstante el curso favorable de los acontecimientos y, en contra de las afirmaciones de tantos historiadores, los gobernantes españoles de Madrid y Bruselas comenzaron, desde finales de 1626, a pensar en la posibilidad de alcanzar un acuerdo más o menos transitorio o definitivo con los «rebeldes» de las Provincias Unidas. Por la parte hispana condujo las conversaciones el comisario Keseler en la villa fronteriza de Roosendaal, treinta kilómetros al norte de Amberes, y también intervino, ocasionalmente, el pintor-diplomático Rubens. El 1 de agosto de 1628, el Consejo de Estado madrileño, máximo órgano de la política internacional de la Monarquía, se manifestó en términos bastante flexibles, insistiendo con más particularidad en las clausulas económicas; en esta sesión intervino el condeduque, quien llegó a aceptar, a cambio de la paz, la idea de la «soberanidad» de los Países Bajos.


Los esfuerzos reformistas de Olivares para modernizar el país y dotarle de medios eficaces con los que oponerse a los planes del inmenso poder holandés, encaminados a la ruina de la Monarquía Hispánica y a convertir a su rey «en un buen labrador» de los páramos ibéricos, chocaron con resistencias insuperables en todos los frentes, económicos o regnícolas, aristocráticos u oligárquicos. El fracaso de los banqueros judíos, mal mirados por los cristianos viejos castellanos, en la sustitución o relevo de los hombres de negocios genoveses, produjo un auténtico caos en las finanzas estatales, agravado hasta límites extremos por la pérdida de la flota del almirante Benavides en Matanzas el 8 de septiembre de 1628. Los neerlandeses aprovecharon la coyuntura y tomaron Wesel, Bolduque (Bois-le Duc, Hertogenbosch) y Pernambuco y no quisieron oír hablar más de paces. El rey sueco, que había vencido a Wallenstein en Stralsund, entraba en Alemania. Flandes «se perdía sin remedio» y la Monarquía hispana andaba al garete y alrededor todo eran desmoronamientos hacia 1630.


Olivares organizó un esfuerzo supremo por tierra y mar. En la trascendental batalla de Nõrdlingen, al sur de Alemania, la infantería española -el mejor soldado con que he luchado nunca, comentó el coronel Ostau— contuvo a los suecos y reabrió el camino de Milán a Bruselas por la Valtelina. Flandes, Bélgica, se habían salvado de la desaparición hasta nuestros días y el mapa confesional de Europa también quedaba definido. Pero cinco años después, en septiembre de 1639, las escuadras españolas del Oceano fueron  destruidas por el almirante Van Tromp en las aguas del Canal de la Mancha y tras ello los holandeses dejaron de sentir un excesivo interés en colaborar con el aliado francés, que desde 1635 atacaba por el sur la fortaleza flamenca.


De 1638 a 1640, Felipe IV había perdido un centenar de buques de guerra, una docena de almirantes y veinte mil marinos; en Trafalgar serían diez navíos y mil hombres, quinientos en el 98 de Santiago y Cavite. La quinta década del siglo, al descubierto el flanco lusitano de la Península, fue angustiosa para la Monarquía Hispánica, con alzamientos desintegradores y conspiraciones en todas partes, empezando por los gravísimos de Cataluña y Portugal. En los Países Bajos, los tercios españoles sufrieron algunos reveses, Rocroi, Dunquerque y, ya en el 48, Lens, pero en el decisivo frente interior de Lérida, tras cinco años de lucha, 1642 a 1647, y varios sitios y batallas, el triunfo final correspondió a Felipe IV. En palabras de Cánovas del Castillo, «jamás alarde mayor o más desesperado esfuerzo hizo nación alguna que la española entonces, peleando por todos lados con desiguales medios e imponiendo respeto a sus enemigos por largo espacio
de tiempo todavía».


A partir de las Dietas alemanas de 1639 y 1640 en Nuremberg y Ratisbona, se comenzaron a coordinar las actividades en favor de una gran paz continental. Las ciudades westfalianas de Münster y Osnabrück, a 45 kilómetros una de otra, a jornada de caballo, fueron designadas sedes, después de largas discusiones, en 1641. Las conversaciones, que debían iniciarse en 1642, no lo hicieron oficialmente hasta el 43 y solo muy a finales del 44 empezó a tener consistencia la negociación. En Münster, donde, como es bien sabido, se llevaban a cabo las tareas preliminares de la paz concerniente a la Europa occidental y al Océano, con España, Francia, el Imperio y Holanda como principales actores, estuvo hasta 1645-46, en calidad de plenipotenciario de Felipe IV, junto al arzobispo de Cambrai, al diligente Antonio Brun y a Peñaranda, el gran escritor Saavedra Fajardo, quien nos ha dejado, entre otros textos pertinentes para nuestra historia, su epistolario münsteriano y su sabroso opúsculo postumo Locuras de Europa.


Münster representó para España la paz con Holanda, que ambas potencias, las dos mayores de Europa durante la primera mitad del siglo XVII, deseaban desde bastantes años antes. Los malos oficios del ministro austríaco Trauttmansdorff —Viena continuaba su desleal viraje antiespañol, que la llevaría a la firma de los Tratados de Reparto de la Monarquía Hispánica en el tercio postrero de la centuria— y las intringas incesantes de los embajadores franceses, que trataban de estorbar a toda costa la aproximación  hispanoholandesa, no pudieron impedir que Felipe IV y las Provincias Unidas alcanzasen un acuerdo preliminar, firmado el 8 de enero de 1647, cuyos setenta artículos significaban la victoria a medias de la República holandesa en su guerra de independencia contra España o de los «ochenta años». Y digo a medias porque las provincias del sur quedaron en manos de España y hoy son Bélgica y Luxemburgo (y zonas de Francia y Alemania), aunque los holandeses lograran ¡por fin! el ansiado reconocimiento de su soberanía por parte española (artículo Io), la confirmación de sus conquistas en Europa y ambas Indias (artículos 3o, 5o y 6o), diversas ventajas comerciales y el abusivo mantenimiento del cierre o bloqueo de las bocas del Escalda, gravosísima hipoteca para la prosperidad del País Bajo meridional (artículo décimo tercero, décimo cuarto del Tratado definitivo). Éste se firmó trece meses más tarde, el 30 de enero del 48, ampliado en nueve cláusulas,  intercambiándose las ratificaciones respectivas el 15 de mayo y publicándose al día siguiente, con lectura pública y pomposa ceremonia ante más de veinte mil personas.


España se había librado de su peor enemigo; sin embargo, lo que pronto sería la República inglesa de Cromwell crecía en poder y amenazas y Francia no había querido firmar la paz con España, mientras los movimientos de Sicilia y Nápoles y las secesiones ibéricas de lusos y catalanes minaban las cada vez más extenuadas y sorprendentes energías del antiguo coloso hispánico. No obstante, luego de Münster, las armas de Felipe IV reaccionaron con brío y lograron éxitos brillantes en Nápoles, Dunquerque, el 16 de septiembre del 52, y Barcelona, un mes más tarde. Todavía en 1656 los tercios derrotaban al ejército francés, mandado por el gran Turena, en Valenciennes, pero esto fue demasiado y los británicos unieron sus buques y tropas a las del general de Luis XIV, y el 10 de junio de 1658 aniquilaron en las Dunas de Dunquerque al muy inferior en número ejército de don Juan José de Austria y Condé, que sin artillería y a la desesperada había intentado salvar aquella ciudad del cerco a que estaba sometida. Los últimos soldados de los tercios famosos sucumbieron uno a uno, batidos por los cañones de tierra y mar y hendidos por las sucesivas oleadas de la infantería cromwelliana y por las cargas de la caballería francesa. Diez días después, se rendía la base naval dunquerquesa y con ella se perdía toda esperanza de resurrección bélica por parte española.


Felipe IV hubo de aceptar la Paz de los Pirineos, en la engañada esperanza de que franceses e ingleses le dejasen las manos libres para la recuperación de Portugal. Después de veinte años agotadores, numantinos, en los que Münster significó solo una etapa hacia la paz y un respiro, la Monarquía Hispánica había sido finalmente vencida por Europa. No obstante, como nos recuerda Pierre Vilar, la vieja elegancia de la Corte española en la Isla de los Faisanes puso en evidencia y ridículo el perifolloso mal gusto de los nuevos ricos y flamantes señores del mapa europeo.


Felipe IV murió sin querer reconocer la independencia política, que no económica, precio de la garantía británica, del reino lusitano. En 1668, dos décadas después de Münster, lo hizo el gobierno de la regente, Mariana, y con ello puede decirse que se cerró la larga etapa pacificadora postwestfaliana.


Las guerras volvieron a consumir a los hombres y las tierras de Europa, pero los ejércitos y el poder de España ya nunca volvieron a ser lo que habían sido.


¿POR QUÉ NO ACABARON LAS GUERRAS,
POR QUÉ LA PAZ NO FUE POSIBLE?


Llego, ya con urgencia, a la respuesta de la tercera pregunta que formulaba al principio. ¿Por qué las guerras continuaron ensangrentando los horizontes europeos y del mundo? El nuevo estilo diplomático y negociador desplegado en Westfalia cambió muchas cosas, relegó otras al museo, modernizó de modo sustantivo la estructura de las relaciones internacionales, abriendo una nueva era, dispuso un distinto equilibrio de poderes y potencias. Sin embargo, no pudo resolver el problema fundamental, la abolición del lenguaje de las armas como instrumento de la política exterior de los Estados.


Desde que los ibéricos abrieron el planeta a Europa y conectaron los continentes, ése ha sido el principal desafío para hombres y naciones, el «mensaje» mayor de 1492: descubrir, entrar en contacto, para dialogar, intercambiar y crecer conjuntamente, no para destruir.


Después de Westfalia y también durante Westfalia, permanecieron las causas de la violencia internacional. Cierto que se atenuó la incidencia del factor religioso, no tanto la del ideológico, más amplio. Perduraron el rechazo de lo diferente, la xenofobia, las recetas políticas y económicas exclusivistas, el juego perverso de las ambiciones personales o colectivas más egocéntricas, el desprecio del débil, las rivalidades a la postre ruinosas para todos, las leyendas satanizadoras del adversario… Las ideas de conflicto, lucha y dominio prevalecían sobre las de cooperación.


En la segunda mitad del siglo XVII y comienzos del XVIII, valga de ejemplo, los caprichos de un rey megalómano tuvieron en jaque a media Europa y ocasionaron, por lo menos, centenares de miles de muertos en los campos de batalla e inmensos sufrimientos a las poblaciones.


Durante los siglos XVIII y XIX, se suavizaron los procedimientos bélicos de la civilizada Europa y se procuró reducir en lo posible las destrucciones derivadas de las operaciones militares, mas el progreso era falso y reversible y así lo demostraron las bestialidades de nuestro siglo. ¿Aprenderemos alguna vez la lección?


Amo a este continente europeo, no mayor en su más estricta geografía que la Península Indostánica o que la antigua Nueva España. Amo —y repito palabras pronunciadas en otra ocasión—, amo a esta Europa de espléndidas raíces helénicas y de tan altas realizaciones estéticas y científicas, a esta Europa que, merced a la superioridad de sus velas y cañones, dominó el planeta y lo ha unificado a su semejanza.
Pero Europa, señora de la guerra y complacida en su supremacía, sin rivales exteriores, se embarcó desde el mismo inicio de los siglos modernos en luchas intestinas que la fueron debilitando, sin que apenas se diese cuenta, hasta su suicidio como centro hegemónico del planeta en las batallas de las dos guerras mundiales del siglo XX. La Monarquía Hispánica y España fueron víctimas tempranas, y mucho menos culpables de lo que se cree, del espíritu belicoso de los hijos de la recortada península occidental de Asia.


Concluyo. En la época moderna, antes y después de Westfalia, Sully y Kant, entre otros utopistas profesionales o de ocasión, habían sugerido fórmulas para poner coto a las veleidades guerreras de los estadistas y las naciones y asegurar la paz definitivamente mediante un orden internacional satisfactorio. A finales del siglo XVII, a los setenta años de su edad, un pensador y dramaturgo español, Pedro Calderón de la Barca, preocupado a lo largo de toda su existencia y dilatada producción teatral por el tema de las sinrazones del poder político, propuso un método excelente para la conquista de la justicia y de la paz. En La estatua de Prometeo, una de sus comedias mitológicas, ese género que algunos críticos superficiales califican de meramente escenográfico, el autor de La vida es sueño, convencido de que «más que la fuerza del brazo vale la de la razón», nos dice que, para desterrar el empleo de la violencia bajo la protección de leyes justas, el camino consiste en «el anhelo de saber», el aprendizaje de las ciencias y su enseñanza. Viajes, maestros y lecturas vencen a los prejuicios de que nace el odio, hijo de la ignorancia, y paralizan la tiranía y las agresiones del Poder y de los poderosos.

Doctor en Historia. Miembro de la Real Academia de la Historia