Tiempo de lectura: 12 min.

Kurt Gray. Psicólogo social y profesor. Director del Deepest Beliefs Lab y del Center for the Science of Moral Understanding. Utiliza la ciencia para explorar la moralidad, la política, la religión, la inteligencia artificial y cómo superar las diferencias.

Sam Pratt y Will Blakey trabajan en el Deepest Beliefs Lab de la Universidad North Carolina at Chapel Hill como responsable de laboratorio e investigador asociado, respectivamente.


Avance

¿Qué es la miopía del heroísmo? Ese fenómeno por el cual el empeño por salvar a ciertas víctimas implica no atender a otras e incluso puede llegar a provocar más. En el artículo en Moral Understanting, que aquí reproducimos traducido, lo expresan de forma gráfica: «tenemos que salvar a las víctimas, y al cuerno con las consecuencias». En mayor o menor medida nos pasa a todos porque esa especie de esquema o «plantilla cognitiva» es tan poderosa que reduce las situaciones morales más enrevesadas a una sencilla y directa dualidad villano/víctima. En la política, en el activismo conocen bien su funcionamiento y echan mano del mismo: cuando hay víctimas en juego, la gente siente el impulso de «hacer algo» para ayudar, aunque esto conlleve pagar un precio demasiado alto. Los autores llevan su exposición a casos que han sucedido y están sucediendo como la actual guerra en Gaza. ¿Qué podemos hacer? Quizá la solución esté en la línea de la llamada compasión racional, que se detiene que frena y combina la preocupación por el bienestar de los demás con el análisis racional de qué podemos hacer para ayudarlos.


Artículo

No hay película de superhéroes en la que, según se aproxima el final, no se produzca una escena decisiva, un momento de la verdad en el que el héroe se enfrenta a un villano que retiene a rehenes inocentes. Dado que la pelea suele tener lugar en una gran ciudad, lo habitual es que no solo absorba la atención de los espectadores, sino también la de los ciudadanos ficticios que observan, horrorizados.

El combate termina causando en la localidad los gravísimos daños estructurales que cabría esperar. Edificios y puentes abarrotados de gente y vehículos quedan reducidos a escombros. El final suele ser siempre el mismo, el que marcan las directrices preestablecidas: el héroe vence al villano y salva a las víctimas.

Los ciudadanos siempre colman de elogios al héroe, a pesar de los graves daños colaterales generalizados. Al tomar la decisión de luchar contra el villano, destrozando edificios y derribando puentes en el proceso, es probable que el héroe provoque la muerte de miles de personas. ¿Todas esas bajas para salvar tan solo a un grupito de víctimas vulnerables?

Por extraño que parezca, nunca nos lo planteamos de esa forma. Lo que hacemos, por el contrario, es ver esas películas a través de una especie de visión de túnel moral: tenemos que salvar a las víctimas, y al cuerno con las consecuencias. Es a este planteamiento al que hemos denominado «miopía del heroísmo»: cuando el sufrimiento manifiesto de una víctima monopoliza nuestro campo de visión, se empaña el imperativo moral que nos obliga a preocuparnos por los demás.

El problema no sería tal si la miopía del heroísmo solo nos afectara en un entorno tan seguro y cómodo como el de un cine, pero la cuestión es que también altera nuestra percepción del mundo real. La miopía del heroísmo es el motivo por el cual nos embarcamos en misiones humanitarias que, en ocasiones, hacen más mal que bien, y explica el impulso que sentimos de tratar de hacer todo lo que haga falta con tal de salvar a las víctimas vulnerables de conflictos letales.

En este artículo, vamos a explicar en qué consiste esta miopía, y cómo provocamos sufrimiento ajeno no porque seamos seres desalmados, sino porque centramos nuestra compasión en objetivos muy concretos. Como veremos, esta miopía se asienta en el propio criterio moral, y comprenderlo mejor nos permitirá lidiar de manera más adecuada con conflictos tan complejos como la actual guerra entre Israel y Hamás.

Puede que, en un principio, plantearnos que hay ocasiones en que nuestra preocupación por las víctimas llega a ser «excesiva» resulte extraño. Según la interpretación defendida por muchos intelectuales ante la opinión pública, los problemas del mundo surgen de nuestra incapacidad para empatizar con los demás, pero este argumento es cierto solo a medias. En realidad, de lo que muchas veces somos incapaces es de reconocer el sufrimiento de unos cuantos debido a nuestra genuina preocupación por otros pocos.

El niño que se ahoga

En un célebre experimento intelectual, el filósofo Peter Singer sugiere que te imagines que vas de camino al trabajo y que, de pronto, te topas con un niño que se está ahogando en un estanque. No hay nadie más por allí cerca, y si no te metes y lo rescatas, el niño morirá. Por desgracia, el agua estancada echará a perder tu elegante traje nuevo. La pregunta que Singer plantea es: «¿tú qué harías?».

Pues echas a correr y lo salvas, por supuesto. ¿Qué clase de monstruo inmoral antepondría un traje a un niño? Sin embargo, Singer utiliza ese ejemplo para darle la vuelta al argumento: lo que él sugiere es que, de hecho, la amplia mayoría de nosotros somos monstruos. Cada año, millones de personas mueren a consecuencia de males de fácil prevención, derivados de vivir en situación de pobreza. Sin embargo, nosotros seguimos comprándonos ropa nueva y comiendo en restaurantes, a pesar de que ese dinero podría utilizarse para evitar que otros murieran.

El planteamiento de Singer se utiliza con frecuencia en el entorno intelectual para demostrar la inmoralidad que subyace en nuestra preocupación por las víctimas. No nos decidimos a prestarles ayuda hasta que no las tenemos delante y podemos verles la cara. Sin embargo, esta historia tiene una segunda parte que solemos olvidar: la de las locuras que estamos dispuestos a hacer cuando nos ponen delante una víctima clara.

Vamos a plantearnos un escenario similar, pero con cierto giro dramático. Ya no es un estanque junto a lo que pasamos, sino una presa, y el niño está atrapado por la corriente, que lo arrastra hacia la compuerta de evacuación del agua. No hay nadie más cerca, y la única manera de salvar al pequeño es abriendo la presa, lo que vaciaría el embalse. Aquí viene la trampa: si lo hacemos, inundaremos el pueblo que hay valle abajo, destrozando hogares y provocando que otras personas se ahoguen. ¿Salvarías al niño, incluso si esto implica la posibilidad de matar a muchos más?

A todos nos gusta creer que saldríamos indemnes de este dilema moral, pero lo cierto es que, cuando estamos frente a frente con el sufrimiento manifiesto de una víctima, nos ciega la miopía moral. Ignoramos el dolor potencial de otros inocentes porque el impulso irrefrenable de salvar a la víctima evidente nos obliga a ello. Al igual que en el caso del superhéroe que destruye la ciudad para salvar a los rehenes, las auténticas consecuencias de nuestros actos solo se vuelven nítidas al verlas en retrospectiva.

El lado oscuro de las buenas intenciones

La miopía del heroísmo se nos muestra en todo su esplendor en las intervenciones de política exterior, en las que la lucha bienintencionada contra los villanos suele provocar numerosos daños colaterales. En el caso de Siria en el 2013, el villano era tan conocido como perverso: ISIS. El Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS), el grupo islamista radical más temido, se expandió por los territorios norte y oriental de Siria entre 2013 y 2014, dejando a su paso un reguero de horribles atrocidades. El ISIS masacró minorías étnicas y religiosas, envió hombres-bomba a mercados y espacios públicos y decapitó a miembros de la comunidad ante la más mínima muestra de desobediencia a la Sharía.

Las Naciones Unidas y sus aliados oyeron los gritos de ayuda de las víctimas de ISIS y sintieron que no les quedaba otra opción más que la de intervenir. Lanzaron la operación «Resolución inherente» (Inherent Resolve), una misión de ataque coordinado que logró poner fin al reino de terror al que ISIS tenía sometida a la región, pero acabó dejando tras de sí un país completamente inestable. El gobierno estadounidense impuso duras sanciones económicas que impidieron a ISIS y otros actores malintencionados recibir apoyo internacional, pero también dejaron Siria en la ruina económica y destruyeron la clase media, que suele ejercer como importante fuerza estabilizadora dentro de la agitación política de un país. Por si fuera poco, EE.UU. efectuó decenas de miles de bombardeos sobre Siria, lo que dejó la infraestructura nacional en un estado posapocalíptico. El primer equipo de respuesta que se envió para limpiar los escombros en la ciudad de Raqqa calcula que este bombardeo en particular se saldó con varios miles de muertos, víctimas civiles inocentes. Si bien es imposible conocer qué coste humano habría tenido no intervenir, el número de víctimas civiles suele quedar eclipsado ante las heroicas noticias del éxito de una nueva misión.

La imagen de los escombros le resultará familiar a todo aquel que se mantenga al día respecto a la actual situación en la Franja de Gaza. El 7 de octubre de 2023, el grupo islamista militante Hamás lanzó una serie de ataques coordinados sobre pueblos fronterizos israelíes en los que asesinó a unos 1.300 civiles y tomó al menos 150 rehenes, si bien es posible que esta cifra cambie conforme vayan surgiendo más datos. La Fuerza de Defensa israelí respondió de inmediato con un asedio completo a la Franja de Gaza, a la que privó de comida, combustible y electricidad, además de someter al territorio a incesantes bombardeos.

La mayoría de los países del mundo respondió a los ataques iniciales de Hamás con la rabia y el dolor que todos experimentamos. Si bien no está del todo claro cuál será la siguiente estrategia de Israel en su afán de rescatar a los rehenes, lo que sí sabemos es que, cuando hay víctimas inocentes de por medio, lo más probable es que la miopía del heroísmo influya en nuestros planteamientos. Ante la amenaza de Hamas de retransmitir la brutal ejecución de los rehenes, el portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel, Emmanuel Nahshon, llamó a «la derrota completa e inequívoca del enemigo, cueste lo que cueste». Dado que, en el momento en que se escriben estas líneas, el número de víctimas civiles de los bombardeos israelíes supera los miles, hay muchos que ya se preguntan en qué va a consistir exactamente ese «cueste lo que cueste».

De hecho, algunos expertos en política exterior sugieren que la intención de Hamás podría haber sido incitar a la miopía del heroísmo en la respuesta israelí para usarla en su propio beneficio. Tal y como señala Audrey Cronin en Foreign Affairs, no sería la primera vez que una organización o grupo malintencionado se sirviera de la estrategia de tomar como objetivo víctimas inocentes para provocar al enemigo. Cuando dicho enemigo responde con una fuerza indiscriminada que se lleva por delante vidas civiles, el grupo publicita estas muertes en un intento por socavar la credibilidad moral del enemigo frente a sus propios aliados.

Otros adoptan un enfoque más cínico que defiende que la respuesta israelí no surge tanto de la indignación justificada como del oportunismo, ya que la situación le habría dado la oportunidad de avanzar en una serie de objetivos estratégicos que llevaría persiguiendo décadas: la fracturación, polarización y desmantelamiento del movimiento por la liberación palestina. En este caso, sería Israel la que estaría capitalizando la miopía del heroísmo, al utilizar la condena pública de Hamás (y, por extensión, de los palestinos) como forma de camuflar la consecución de sus objetivos geopolíticos sin que la comunidad internacional se lo impidiera.

En un conflicto de semejante complejidad y peso histórico, no estamos en condiciones de especular sobre cuáles son realmente las estrategias que uno y otro bando están utilizando. Sin embargo, los estudios psicosociales indican que el apoyo público a la respuesta israelí se ha visto reforzada al ponerse de manifiesto el sufrimiento de los rehenes. Dos investigadores de la Universidad de Cornell recopilaron muestras de opinión pública a través de las encuestas que realizaron a ciudadanos estadounidenses, a los que se les preguntó acerca de hipotéticas intervenciones humanitarias de alto riesgo: operaciones militares de las que los expertos advierten que podrían conllevar un elevado número de víctimas civiles o graves consecuencias económicas. Lo que descubrieron fue había en torno a un 30% más de probabilidades de que los estadounidenses apoyaran estas intervenciones de alto riesgo si se las presentaba como misiones de conciencia, destinadas a salvar a civiles inocentes, en lugar de como misiones dirigidas a cumplir con intereses estratégicos de los Estados Unidos. Estas conclusiones demuestran hasta qué punto la miopía del heroísmo es capaz de hacer que las consecuencias negativas se vuelvan irrelevantes a nivel ético. Cuando hay víctimas en juego, la gente siente el impulso de «hacer algo» para ayudar, aunque esto conlleve pagar un precio demasiado alto.

Ilusiones ópticas y morales

Si tanto nos importan las víctimas, ¿cómo es que terminamos haciendo daño a muchas más sin darnos cuenta? La miopía del heroísmo implica que, cuando una víctima evidente capta toda nuestra atención, la imagen de las demás se difumina. Este tipo de atención selectiva es una característica fundamental de nuestro criterio moral, pero también se asienta firmemente en nuestro sistema de percepción.

Existe un vídeo clásico que prácticamente cualquier estudiante de primero de psicología habrá visto: el del experimento del «gorila invisible». En esta demostración del concepto de «ceguera por falta de atención», el observador debe contar el número de veces que una pelota va pasando de uno a otro jugador dentro de un grupo de participantes en movimiento. La tarea resulta tan absorbente que en torno a la mitad de los que la llevan a cabo no son conscientes del momento en que un investigador se pasea de un extremo a otro de la pantalla vestido de gorila.

Igual que se puede monopolizar nuestra atención, también se puede monopolizar nuestra empatía por los demás. Eso fue lo que ocurrió en el caso de «Baby Jessica» McClure. La pequeña, de 18 meses, se encontraba jugando en el patio de la casa de su tía en Midland, Texas, cuando se precipitó por un pozo abandonado y quedó atrapada a más de 6 metros de profundidad. Durante 58 angustiosas horas, la niña permaneció en aquel angosto espacio de 20 cm de diámetro mientras todo el país, sentado frente al televisor, observaba horrorizado los esfuerzos por rescatarla. Baby Jessica y su familia recibieron una marea de solidaridad y apoyo que se encarnó en unos 800.000$ en donaciones, un dinero que se podría haber empleado en aliviar el sufrimiento de cientos de personas.

El hecho de que ver a víctimas evidentes nos toca la fibra sensible es algo de sobra conocido en el mundo del activismo. Las campañas solidarias obtienen apoyo mostrando imágenes de niños que sufren, no estadísticas de víctimas anónimas, y los anuncios en defensa de los animales te obligan a mirar a los lastimeros ojos de un perro maltratado. Aunque el efecto de «víctima identificable» es muy reconocible, lo que se publicita menos es el hecho de que centrarse en las víctimas nos facilita la comprensión de situaciones morales complejas.

Una década de investigación de nuestro laboratorio ha descubierto que todos nuestros juicios de valor giran en torno a un núcleo común: la percepción de una víctima que sufre a manos de un villano. Esta «plantilla cognitiva» es tan poderosa que reduce las situaciones morales más enrevesadas a una sencilla y directa dualidad villano/víctima. Lógicamente suelen surgir discrepancias en torno a qué grupo dentro de un mismo conflicto habría que considerar como el villano y a cuál la víctima, pero para el espectador esos dos roles siguen siendo muy reales.

Nuestra percepción se parece un poco al planteamiento de una película de superhéroes: identificamos un villano y una víctima claros, y después identificamos al héroe que debe intervenir, alguien noble que llegará para derrotar al malhechor y rescatar a los inocentes. Una vez seleccionados esos tres personajes, se convertirán en el motor de la historia, y todos los demás serán meros extras, a pesar de que también puedan salir mal parados. Sentimos el irrefrenable impulso de prestar nuestra heroica ayuda a víctimas señaladas, pero la miopía del heroísmo puede hacer que pasemos por alto el sufrimiento de los demás inocentes.

Cabe señalar que, al indicar la importancia de reconocer la miopía del heroísmo, no se busca culpabilizar a aquellos que pretendan hacer algo bueno. Los soldados que arriesgan sus vidas para salvar a las víctimas en peligro muestran un heroísmo incuestionable, y el deseo de hacer lo que sea necesario con tal de salvar a rehenes inocentes parte de un sentimiento noble. Sin embargo, el carácter visceral de nuestra preocupación por las víctimas implica que tomarnos unos segundos para pensar antes de decidir cómo actuar en conflictos podría ser de gran ayuda, sobre todo cuando se cierne sobre nosotros el riesgo de provocar daños colaterales. Por suerte, existe una herramienta que podemos utilizar para eliminar esa visión de túnel.

Compasión racional

En su libro Contra la empatía, el psicólogo Paul Bloom sostiene que la empatía no es una emoción de la que nos podamos fiar el mundo moderno. Nos arrastra de tal manera a nivel emocional que termina creándonos sesgos y llevándonos a favorecer a los que tenemos más cerca por delante de los que no, y a las soluciones a corto plazo por delante de las de largo plazo. Bloom sugiere que, en lugar de tomar decisiones basándonos en la empatía, recurramos a la compasión racional, que combina la preocupación por el bienestar de los demás con el análisis racional de qué podemos hacer para ayudarlos. La compasión racional nos obliga a ubicar nuestras primeras impresiones viscerales dentro de un contexto, y a razonar las repercusiones de nuestros actos, tanto positivas como negativas, a la hora de decidir a quién ayudamos y cómo lo hacemos.

Un elemento fundamental de la compasión racional es la idea de que ayudar a los demás no tendría por qué hacernos sentir bien. Según el experimento de Singer, deberíamos salvar al niño que se ahoga no porque nuestra reacción emocional nos impulse a hacerlo, sino porque sabemos que es lo que se debe hacer. Asimismo, deberíamos dar nuestro apoyo a causas que nos resultan ajenas a pesar de no experimentar ninguna conexión con ellas, solo porque, en principio, el sufrimiento de todo ser humano tiene el mismo valor.

Al mismo tiempo, aplicar la compasión racional supone que, por mucho que tengamos la sensación de que deberíamos ayudar a la víctima, es aconsejable tomarse al menos un momento para valorar la situación en su conjunto, lo que incluye reconocer al resto de víctimas potenciales. Puede ser que terminemos llegando a la misma conclusión de todas formas, pero lo importante aquí es recordar que, en el fondo, casi cualquier situación moral es siempre más complicada de lo que nos imaginamos en un principio.

Un último comentario sobre la cuestión de Israel y Hamás

Desde nuestra posición como psicosociólogos, no pretendemos afirmar que sabemos cuál es la mejor forma de resolver conflictos sectarios perennes. Aunque estudiamos las bases psicológicas que sustentan los principios morales, no contamos con ningún conocimiento secreto que nos permita discernir cuál sería la respuesta adecuada que un país debería darle al terrorismo. Esperamos que los dirigentes y líderes, personas mucho más formadas y mejor asesoradas que nosotros en ese aspecto, actúen de buena fe e intenten minimizar el número de víctimas civiles. Sin embargo, lo que sí que consideramos importante, como observadores internacionales, es comprender los poderosos procesos que dan forma a nuestros juicios de valor. Con ello, conseguimos una autoconsciencia mucho mayor y una mejor comprensión de los puntos de vista individuales tanto en un bando como en otro. En ese sentido, queremos darles las gracias a nuestros amigos israelíes y palestinos que han revisado los primeros borradores de este artículo: vuestras experiencias personales y la consideración que habéis demostrado a la hora de expresar desacuerdos han ampliado y mejorado nuestra forma de pensar.


Este artículo se publicó originalmente en https://moralunderstanding.substack.com/ y se reproduce aquí con autorización de sus responsables al igual que la foto que lo ilustra. La traducción, a cargo de Patricia Losa Pedrero.

Kurt Gray es psicólogo social y profesor. Director del Deepest Beliefs Lab y del Center for the Science of Moral Understanding. Sam Pratt y Will Blakey trabajan en el Deepest Beliefs Lab como responsable de laboratorio e investigador asociado, respectivamente.