El sujeto y el objeto de este derecho con arreglo al Pacto de las Naciones Unidas de 1966
El titulado Pacto de Derechos Civiles y Políticos aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 16 de diciembre de 1966 (firmado y ratificado por España en 1976 y 1977, respectivamente) comienza su parte dispositiva estipulando lo siguiente (apartado 1 del artículo primero): Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural. En el derecho positivo internacional vigente no hay una cláusula más autorizada que ésta, ni que se invoque con más frecuencia, en apoyo del derecho de libre determinación, o autodeterminación, de los pueblos.
La primera de las dos frases que ese texto comprende se refiere al sujeto del derecho de que se trata, mientras que la segunda de ellas se refiere al objeto o contenido de este derecho.
Por lo que al sujeto respecta, el texto del Pacto no puede ser más claro: «todos los pueblos»; o sea, los pueblos del mundo, sin excepción; sea cual sea su situación en el mapa, su grado de desarrollo económico y cultural, etcétera. Ahora bien: ¿qué ha de entenderse por pueblo? Fijándonos en los principios y las prácticas de los representantes de los Estados, que fueron quienes firmaron y ratificaron el Pacto, así como en los de los expertos juristas que colaboraron en la redacción de este y otros textos fundamentales de las Naciones Unidas, llegamos a la conclusión de que el término pueblos no es utilizado aquí para designar específicamente colectividades humanas de carácter étnico. En efecto: la Carta fundacional de las Naciones Unidas garantiza la integridad territorial de los Estados miembros de la Organización, y sabido es que la mayoría de estos Estados agrupa en el seno de cada uno de ellos y agrupaba ya cuando se redactó la Carta en 1945 varias colectividades étnicas o varios fragmentos de éstas, cuyo derecho de secesión respecto del Estado de que forman parte se halla frecuentemente en contradicción con las normas constitucionales de este último. Es más, tratándose de los pueblos descolonizados, nadie se ha cuidado de que las fronteras de los nuevos Estados independientes coincidan con las de las etnias locales, sino que se ha actuado y deliberadamente de modo que coincidan con las de las administraciones coloniales que los precedieron. A consecuencia de lo cual, dichas fronteras dividen muy a menudo en dos o más trozos el territorio habitado por una misma etnia, o bien agrupan en un mismo Estado varias etnias o varios fragmentos de etnias que, con frecuencia, se hallan mal avenidas entre sí y conviven a disgusto en el seno del Estado así constituido. Prueba de ello, los innumerables choques interétnicos con su cortejo de muertes, migraciones y otros resultados lamentables de la mutua intolerancia y de la opresión.
Con el término «pueblos», el Pacto parece tener sobre todo presentes, y referirse por antonomasia, a las colectividades constituidas por los ciudadanos residentes en el interior de unos límites territorial les fijados por la autoridad soberana de los Estados, únicos sujetos del derecho internacional competentes para trazar fronteras susceptibles de ser reconocidas por las Naciones Unidas. Y es a esos ciudadanos, en cuanto miembros de tales colectividades, a quienes se reconoce el derecho de libre determinación en lo político, en lo económico, en lo social y en lo cultural, sin hallarse sometidos a autoridades no elegidas o no deseadas por ellos. Pues no hay que olvidar que el sujeto de derecho es, por excelencia, el ser humano individual, cuya sociabilidad obedece a su propio bien y al bien de los demás individuos de la sociedad, por lo que los derechos y las libertades que una colectividad puede reivindicar están necesariamente ordenados a la mejor defensa de los derechos y las libertades de los individuos que la componen. Por otra parte, las colectividades constituidas por los ciudadanos de los Estados, o por los ciudadanos de entidades locales legalmente delimitadas, pueden comprender una sola o varias comunidades o fragmentos de comunidades étnicas cuyos rasgos distintivos están determinados por la raza, o por el idioma, o por las formas de vida y de trabajo, o por la religión, o por varios de estos u otros condicionantes a la vez, sin que según se desprende del espíritu que parece haber inspirado a los autores del Pacto el carácter étnicamente homogéneo o heterogéneo de una colectividad sea determinante de su calidad de pueblo titular del derecho de libre determinación.
Trampas de la ambigüedad
Ahora bien: es un hecho que, en el lenguaje corriente, el vocablo pueblo tiene una polivalencia que da lugar a diferentes interpretaciones. Y su maleabilidad es tan grande, que incluso cabe atribuirle, dentro de un mismo texto, varios significados distintos sin incurrir en contradicción ni en paradoja. Por ejemplo, el preámbulo de la vigente Constitución española habla del pueblo español y de pueblos que forman parte integrante de España (es decir, que son fracciones del pueblo español), muy en la línea del artículo 2 de su parte dispositiva, en el cual se habla de la Nación española y de las nacionalidades que (juntamente con las regiones) la componen; pues aun cuando nación y nacionalidad son vocablos distintos, en su acepción que aquí más interesa son sinónimos, y la distinción entre ambos es puramente convencional.
Forzando un tanto la interpretación del texto que estamos analizando, son muchos los que entienden que la palabra pueblos se refiere (exclusivamente o no, según las opiniones; que en esto varían, y a veces desvarían) a las colectividades étnicamente diferenciadas, las cuales son, en consecuencia, sujetos del derecho de libre determinación. Mas no se escapa así a las trampas de la ambigüedad. Por ejemplo, es muy difícil admitir por muchos esfuerzos que algunos hagan para convencernos de ello que Alsacia no es un país germánico; y todavía más difícil es negar que la aplastante mayoría de los alsacianos desee formar parte de la República Francesa. O sea que el pueblo alsaciano en cuanto tal, si se determina libremente acerca de su destino político, sin dejar de ser una etnia germánica, opta por integrarse en el Estado francés. (Dejemos ahora de lado el hecho de que, según la jurisprudencia del Consejo Constitucional, que hoy prevalece en Francia, el pueblo alsaciano carece de posibilidades de ser oficialmente reconocido en cuanto tal, pues dicho órgano, definidor supremo de la constitucionalidad, no ha aceptado la expresión pueblo corso, ni siquiera enriquecida por la precisión parte integrante del pueblo francés: bloque, este último, tan compacto, que sus partes no pueden ni separarse ni distinguirse unas de otras).
Ahora bien: si, aplicando el criterio etnicista, llegamos a fundir el pueblo alsaciano en el conjunto de la nación alemana o pueblo alemán, privándole de la facultad de tener voluntad propia distinta de la voluntad de este conjunto, le denegamos el derecho de optar en forma distinta de la mayoría de los alemanes; y tal es la tesis tradicional del nacionalismo pangermanista. Del mismo modo, entre los nacionalistas irlandeses, los hay que no admiten que el pueblo del Ulster, parte integrante del pueblo irlandés, pueda tener voluntad propia distinta de la de este último, por lo que no reconocen su derecho a vivir, si así lo desea, políticamente separado del resto de Irlanda. Y abordando un caso que se da no ya más cerca de nosotros, sino entre nosotros mismos, tenemos por una parte un sector del nacionalismo español que se opone al secesionismo vasco con el argumento de que los vascos peninsulares, por ser parte integrante del pueblo español (aun cuando muchos de ellos no se crean ni se sientan españoles), no pueden tener voluntad propia, en cuanto pueblo vasco, distinta de la voluntad de la mayoría de los españoles; y por otra parte, un sector del nacionalismo vasco que se opone a que Navarra se halle políticamente escindida de las Vascongadas, con el argumento de que los navarros, por ser parte integrante del pueblo vasco (aun cuando muchos de ellos no se crean ni se sientan vascos), no pueden tener voluntad propia, en cuanto pueblo navarro, distinta de la voluntad de la mayoría de los vascos.
Esta idea del pueblo (o, también, de la nación) como unidad étnica, predefinida con arreglo a criterios independientes de la voluntad de los individuos y los grupos que la componen, y de la voluntad de cuyo conjunto no puede, a priori, diferenciarse autónomamente la voluntad de ninguna de sus partes integrantes, encierra (al menos teóricamente) a cada una de estas partes y a los ciudadanos que las componen, en una predeterminación que es lo contrario de la libre determinación. No hay que confundir con ella los compromisos expresos o tácitos y otros condicionantes que limitan legítimamente el ejercicio del derecho de autodeterminación, el cual (como en seguida veremos) no es absoluto e incondicionado.
Autodeterminación y autogobierno
En cambio, y al menos en principio, es respetuosa con la libertad de individuos y colectividades la idea de pueblo o de nación expresada en la celebérrima definición de esta última, que Renán formuló diciendo que es un plebiscito cotidiano; o sea, el fruto no de factores predefinidos y predeterminantes, independientes de la voluntad de los ciudadanos, sino de esta última voluntad en toda la medida en que, legítimamente, pueda cumplirse.
Si es necesario forzar un tanto la interpretación del tenor del artículo primero del Pacto, para entender que la palabra pueblos se refiere a las colectividades étnicamente diferenciadas, distintas de los Estados, un esfuerzo interpretativo mucho menor es suficiente para entender que se refiere (no exclusivamente) a cualquier colectividad definida por la voluntad, suficientemente probada, de convivencia de los ciudadanos de un territorio claramente delimitado, independientemente de su condición étnica y de cualquier otro factor determinante que no sea su deseo de convivir políticamente unidos. En la medida no hay que cansarse de repetirlo en que este deseo pueda legítimamente cumplirse.
En cuanto al objeto o contenido del derecho de libre determinación, el apartado 1 del artículo primero del Pacto es suficientemente explícito: se trata de la libertad de establecer su propia condición política y de proveer al propio desarrollo económico, social y cultural; en otras palabras: de autogobernarse, en el sentido más amplio de este término. Está, pues, claro que, para los autores del texto, la autodeterminación no se reduce a tomar, en un momento preciso, una decisión sobre si el pueblo sujeto de este derecho va, en lo sucesivo, a ser o no independiente, o a formar o no parte de un Estado, o a unirse o no a otro Estado o a otros Estados para formar un Estado nuevo, sino que llega mucho más allá, comprendiendo también el derecho a decidir en una serie muy amplia de materias que le conciernen, lo cual implica tomar continuamente decisiones muy diversas sin límite de tiempo. Los pueblos libres están autodeterminándose ininterrumpidamente dentro de las limitaciones que ellos mismos han fijado a sus propias competencias y de las que fijan, por encima de ellos, las normas de la convivencia de unos pueblos con otros en paz y libertad. Cabe, pues, decir que, con arreglo al Pacto, autodeterminación equivale a autogobierno.
Sin duda alguna, el hecho de que un pueblo sea o no independiente, o que forme parte del Estado X en vez de formarla del Estado Y o del Estado Z, es de importancia primordial para lo que a su gobierno respecta. Por eso es esta materia una de las capitales, acerca de las cuales tiene derecho a decidir libremente. Sin embargo, la decisión sobre ella no agota, ni mucho menos, su ejercicio del derecho de libre determinación, contra lo que entienden, o parecen entender, los muchos que no hablan de autodeterminación sino cuando un pueblo se pronuncia en lo tocante a ese punto y solamente a él. Con arreglo a la letra y al espíritu del Pacto, semejante reduccionismo es inadmisible.
Como todos los derechos, el de libre determinación no es absoluto. Sus límites dependen de las circunstancias en cuyo marco se trata de ejercitarlo. Según cuáles sean éstas, hay que distinguir entre las limitaciones intrínsecas y las extrínsecas.
Las intrínsecas brotan de la naturaleza misma del derecho de autodeterminación. La limitación intrínseca por antonomasia se da cuando el ejercicio de este derecho contradice el sistema de libertades que el Pacto define y trata de proteger, y del cual el derecho de libre determinación forma parte inseparable: tan inseparable, que si lo sacamos de ese sistema (y más aún, si lo enfrentamos con él) pierde su sentido y su justificación. Así, aunque la inmensa mayoría de los ciudadanos*de un pueblo manifieste libremente su deseo de vivir bajo un régimen político que, sistemáticamente, ignora y viola los derechos cívicos y menosprecia y oprime a las minorías ideológicas, étnicas, religiosas, etcétera, no será lícito cumplir esa voluntad. Pues el derecho de autodeterminación no puede, por su naturaleza misma, ser invocado para justificar el mantenimiento de un sistema político que está en contradicción con el sistema de derechos y libertades, fuera del cual la autodeterminación no puede ser afirmada, ni siquiera concebida, como un derecho. No existe el derecho a destruir el sistema de derechos.
Interpretación abusiva
Cuando, por ejemplo, en 1935 la mayoría aplastante de los ciudadanos del territorio del Sarre decidió la incorporación de éste a la Alemania hitleriana, en lugar de ejercitar el derecho de libre determinación, lo que hizo en realidad fue destruirlo porque se privó a sí misma, y privó a los demás ciudadanos, de la posibilidad de autogobernarse, o sea de autodeterminarse, en lo sucesivo; ya que la totalidad del poder público quedaba supeditada a un sistema esencialmente tiránico (lo que dicho sea de paso no era un secreto para nadie al cabo de dos años de experiencia: Hitler había subido al poder en enero de 1933).
Las limitaciones extrínsecas del derecho a la libre determinación se dan en virtud de las relaciones entre el pueblo que ejerce este derecho y los demás pueblos, respecto de los cuales esas relaciones han generado para aquél una serie de deberes. Deberes que, en unos casos, han sido asumidos libre y voluntariamente, mediante acuerdos explícitos o implícitos; pero que pueden ser también consecuencia de otros hechos. Así, no sin razón (aunque la forma y varias cuestiones de fondo fueran discutibles e, incluso, en ocasiones, abusivas), fueron impuestas al pueblo alemán muy serias y duraderas restricciones en el ejercicio de su derecho de autodeterminación en varias materias importantes, entre ellas, la de proceder a su propia reunificación política, debido a su comportamiento agresivo en el desencadenamiento de la Segunda guerra mundial y, seguidamente, a lo largo de ella. Este comportamiento es todavía demasiado reciente y ha tenido consecuencias excesivamente dolorosas y trascendentales para que ciertos aspectos del ejercicio del derecho de libre determinación por el pueblo alemán y, entre ellos, su reunificación política no estuvieran supeditados al mantenimento del equilibrio interior de Europa frente a la posibilidad del resurgimiento de hegemonías avasalladoras. Lo mismo ha de decirse acerca de la edificación de un nuevo orden europeo después del derrumbamiento de la Unión Soviética, ante la desvertebración progresiva que está padeciendo no sólo el territorio que era de esta última, sino también la Europa oriental y la península de los Balcanes, a consecuencia de la interpretación abusiva y el ejercicio desenfrenado de un pretendido derecho de libre determinación que, en realidad, no merece el nombre de tal porque el derecho de un pueblo se disuelve y se desnaturaliza cuando no está delimitado y circunscrito por las obligaciones nacidas de los derechos de los demás pueblos y por los de la comunidad de pueblos, de que aquél y éstos forman parte.
El pasado -que, retóricamente, se acostumbra llamar «la historia»-impone a su vez limitaciones extrínsecas al derecho de autodeterminación. No hay duda de que una convivencia pacífica de siglos, e incluso no tan larga, avalada por una voluntad popular expresa o tácita, o de la que se han beneficiado ampliamente una o varias de las partes afectadas por la cuestión, es generadora de «intereses creados» y «derechos adquiridos» cuyo número, importancia y peso -económico, político, cultural, moral- varía mucho según los casos, pero en ninguno es justo desdeñar, por lo que su magnitud es susceptible de poner trabas considerables al ejercicio del derecho de libre de determinación por un pueblo que no tiene la facultad de hacer así tabla rasa de sus obligaciones. Aunque también es cierto que, salvo en circunstancias muy excepcionales, si la voluntad claramente expresada y claramente mayoritaria de un pueblo se manifiesta de modo constante y sostenido durante un tiempo razonablemente largo, el pasado no puede proporcionar pretextos que impidan encontrar la solución equitativa necesaria para que ese pueblo se autodetermine en la materia de que se trate.
Como puede verse por lo que antecede, las limitaciones extrínsecas del derecho de libre determinación obedecen al mismo principio en virtud del cual el individuo humano no está facultado, so pretexto de que es libre, para perturbar el orden, romper el equilibrio o poner en peligro la evolución pacífica de la sociedad en que vive. Lo mismo que la libertad del individuo está limitada por normas que amparan la libertad y los intereses legítimos de sus conciudadanos considerados a la vez individualmente y en su conjunto, así también la libertad de un pueblo tiene sus límites en normas que amparan la libertad de los demás pueblos y los intereses legítimos de éstos, individualmente y en su conjunto. Igual que, además de derechos individuales, hay deberes individuales, a falta de los cuales los derechos carecen de razón de ser, además de derechos colectivos hay deberes colectivos de importancia tan vital para los pueblos como la de los deberes individuales para los individuos.