La transición española a la democracia se inició en medio de las repercusiones de la crisis económica que había sacudido al mundo tras la guerra árabe-israelí del último trimestre de 1973. Los países occidentales reaccionaron con rapidez adoptando medidas para hacer frente a la nueva situación, pero aquí se perdió el tiempo entre la inoperancia y desorientación de los últimos Gobiernos franquistas y la explicable prioridad concedida a los asuntos políticos cuando fue posible orientar al país hacia un sistema de libertades.
En 1977, el año más inflacionista de nuestra historia moderna con una tasa superior el 26%, los problemas económicos habían comenzado a hacerse evidentes y la industria era el sector que los padecía con mayor intensidad. La energía, materia prima que había sido la base de su expansión, había visto multiplicarse sus precios y, por otra parte, el afán de cultivar actividades básicas o estratégicas había llevado a las fábricas españolas a producir con altos costes unos artículos cuya demanda estaba cayendo en picado. Ya no iban a hacer falta cuartas siderúrgicas ni quintos astilleros, sino organizar lo que estaba funcionando para que no nos llevara a la mina.
Los Pactos de la Moncloa abrieron un camino que duró tan poco como la presencia en el Gobierno de UCD de su inspirador, Enrique Fuentes Quintana. Al frente de la cartera de Industria se sucedieron ministros como Alberto Oliart, Agustín Rodríguez Sahagún, Carlos Bustelo e Ignacio Bayón, conscientes todos de la necesidad de acometer una profunda reconversión del sector, pero sin tiempo ni medios para iniciarle, rti facilidades de ningún género por parte de la oposición política y de los sindicatos para su ulterior desarrollo.
Hubo de seguirse una política de parches, prestando aquí para poder pagar una nómina y apuntalando allí para que no se perdiera un contrato que iba a sostener el empleo durante un semestre en alguna que otra fábrica. Un ejercicio de simple supervivencia con aciertos aislados, como la legislación de la etapa de Rodríguez Sahagún que permitió consolidar la presencia en España de las multinacionales del automóvil y liberalizar este mercado.
Los sectores de la eterna crisis
Con Ignacio Bayón como ministro fue publicado en junio de 1981 un Decreto-Ley que un año más tarde se transformó en Ley de Reconversión Industrial. Allí se detallaban las medidas financieras, fiscales y laborales que iban a poder establecerse en ayuda de los sectores en crisis, y se hacía una enumeración de éstos que comprendía los once siguientes: – Electrodomésticos línea blanca – Aceros especiales – Siderurgia integral – Textil – Equipo eléctrico para la industria de automoción – Construcción naval
- Semistransformados de cobre
- Componentes electrónicos
- Acero común
- Calzado
Forja pesada
«Nada nuevo bajo el sol» podría decirse al repasar diez años después la lista de sectores con dificultades importantes, sensación que se afianza al saber cuáles son las empresas que aisladamente fueron incluidas también en proceso oficial de reestructuración:
- General Eléctrica Española
- Westinghouse, S.A.
- Asturiana de Zinc, S.A.
- Automóviles Talbot, S.A.
- Standard Eléctrica. S.A.
La lejanía entre las intenciones y los resultados en los procesos de reconversión la ilustra el caso de Asturiana de Zinc. Esta empresa, que era y es una de las más avanzadas de su actividad (vende tecnología en bastantes países industrializados) se pasó el año 1989 ganando mil millones al mes y fue la estrella del ejercicio en Bolsa; sin embargo, tres años después arrastra unas fuertes pérdidas, que acaban de obligarle a ampliar capital para compensarlas. Y la razón no es otra que el nivel internacional de precios del zinc, que en el 89 era muy alto y ahora es muy bajo: el mercado puede más que cualquier programa reestructurador.
El primer Libro Blanco
Fue a un Gobierno de UCD al que correspondió formular legalmente la reconversión, pero tocó al primero de los del PSOE llevarla a la práctica. En mayo de 1983, con introducción a cargo del ministro de Industria Carlos Solchaga, se presentó el llamado «Libro Blanco de la Reindustrialización», que pretendía hacer un diagnóstico de la crisis industrial, generar un proceso de reflexión y debate sobre el tema, y orientar sobre futuras actividades. A pesar del título de la obra, esta última parte era la menos explícita.
La descripción de cómo se encontraban los sectores seleccionados para la reconversión induce también a pensar al cabo de diez años que el tiempo pasa en balde. He aquí algunas de las ideas expresadas por entonces:
- Recuperar la competividad internacional {siderurgia, integral)
- Conseguir un acuerdo global entre empresas sobre los objetivos de producción (acero común)
- Reducir costes y mejorar la calidad de la producción (aceros especiales)
- Sanear, aumentar la dimensión de las empresas y cooperar con firmas internacionales (forja).
- Reducir capacidad y empleo y establecer diferencias entre grandes y pequeños astilleros (construcción naval).
- Agrupar empresas para conseguir una mayor productividad (electrodomésticos)
- Incentivar la moda, el diseño y la investigación (industria textil).
Todo suena a conocido y a reciente, porque a la hora de definir las necesidades actuales de la industria se emplean casi los mismos términos, sin que ello signifique no obstante que desde el comienzo de la reconversión hasta ahora baya mediado un tiempo perdido. La política oficial de reconversión hizo de los sectores y empresas elegidos un proceso cerrado en sí mismo, eludiendo la reasignación de recursos desde los sectores productivos o en declive hacia otros con futuro. Como señala el profesor Álvaro Cuervo, el resultado ha sido el que las empresas en quiebra técnica reciben los recursos de manera prioritaria. Por otra parte, el retraso en el comienzo de las actuaciones, agravado por debates interminables entre Administración, empresas y sindicatos, hizo que muchas veces se llegara tarde a intentar la solución de unos problemas que el paso del tiempo convertía en irresolubles. Las ayudas financieras fueron dispensadas con lentitud y se revelaron insuficientes y las reducciones de plantillas se efectuaron con un altísimo coste, y no quedó dinero para apoyar una política de inversiones para transformar viejos activos industriales en proyectos con futuro.
Años conflictivos
Fue el primer Gobierno del PSOE al que tocó poner en marcha la parte más fuerte de la reconversión, con Carlos Solchaga como ministro de Industria y Miguel Boyer como responsable de la política económica. Más tarde, bajo el mando de Solchaga, tocó a Luis Carlos Croissier, Joan Majó y Claudio Aranzadi continuar el arduo proceso, salpicado de protestas sociales -Sagunto, Asturias y Vizcaya, sobre todo- y en el que no desaparecieron por completo actuaciones propias de un pasado con menor racionalidad económica: la falta de definición sobre Hunosa o la demagogia ejercida con la inviable Presur.
La recuperación económica internacional llegó a España en la segunda mitad de los ochenta y ayudó a que la industria viese aliviadas sus dificultades y el empleo cambiara de signo en sus estadísticas. El período de reconversión se dio así por terminado de manera aparentemente satisfactoria, dejando por el camino más de cien mil empleos y una cantidad de dinero sobre la que no hay evaluaciones fiables ni estimaciones demasiado coincidentes. Cuatro billones de pesetas sumando todos los conceptos es una cantidad que puede estar cerca de la realidad, aunque el Gobierno sólo reconoce algo más de dos billones hasta 1990.
Cuando la fiebre reconversora se encontraba en su apogeo, fueron bastantes los que opinaron que se trataba de un proceso que difícilmente llegaría a tener una conclusión; que se había entrado en la reconversión permanente, o si se quiere decir con mayor propiedad, en el ajuste permanente. Y no sólo porque hay sectores muy vulnerables a las variaciones de coyuntura, sino porque los avances en la tecnología y en los métodos de fabricación obligan a continuas reducciones de puestos de trabajo. Un nuevo modelo de automóvil, por ejemplo, requiere como regla general un 10% menos de personas para producirlo que el modelo sustituido.
El mal arranque de los años noventa ha hecho que nos encontremos en un momento en el que el sector industrial plantea nuevamente problemas de exceso de capacidad instalada, elevados costes de funcionamiento, oferta inadecuada a la demanda y plantillas sobredimensionadas. Parece como si regresáramos a los alrededores del año ochenta, pero las circunstancias no son las mismas.
La incidencia de la CE
En el escenario en que se mueve la industria española ha habido en los últimos años algo más que reconversiones. Tal proceso de incorporación de nuestro país a la Comunidad Europea, iniciado el 1 de enero de 1986, ha supuesto que el sector haya experimentado cambios radicales. El desarme arancelario, la necesidad de adoptar la normativa nacional a la legislación comunitaria y la apertura a una competencia más fuerte en todos los terrenos han sido duras pruebas que no concluirán el próximo 1 de enero con el final del período transitorio España CE. La extensión del tratamiento intercomunitario a otras áreas económicas mundiales y la necesidad de cumplir los objetivos de convergencia señalados en la conferencia de Maastricht auguran la prolongación de los tiempos complicados.
Al sector industrial los primeros años de experiencia comunitaria le han dado bastantes quebraderos de cabeza. La mayoría de sus costes de producción, sean mano de obra, materias primas o servicios, tienen crecimientos de precios cercanos al 10%. pero las empresas industriales no ven crecer el precio de venia de sus productos (en general, sustituibles por fos de importación, más allá del 1%. Un comportamiento benéfico para el país, porque contiene la inflación, pero perverso para la cuenta de resultados de las compañías, no es extraño que bastantes propietarios de éstas hayan optado por retirarse, vendiendo sus acciones en la mayor parte de los casos a sociedades extranjeras.
Los continuos aumentos de costes de producción han llevado a la industria española a una alarmante pérdida de competí ti viciad, especialmente acusada durante los tres últimos años, en los que han sido muchas las multinacionales con fábrica en nuestro país que han visto como éstas pasaban de producir más barato a producir más caro que en otros países europeos.
De cara a aquel «pacto de competitividad» que nunca llegó a firmarse, la organización empresarial del metal enumeraba estos factores como determinantes de una situación de inferioridad de la industria española ante el mercado único:
- Encarecimiento de los costos laborales unitarios
- Carestía e insuficiencia de la financiación a largo plazo – Débil desarrollo de la normalización y certificación – Escasa dimensión empresarial – Reducido volumen de inversiones en investigación y desarrollo – Deficiente formación profesional de la mano de obra – Inadecuada oferta energética – Rigidez del marco legal e institucional.
Escaso peso de la industria
El último ejercicio ha acentuado estos rasgos desfavorables, al regisirar.se un descenso cercano al 1 % en la producción de la industria. Las autoridades de ramo quitan importancia al hecho, alegando que se trata de una crisis coyuntural y que en otros países la situación es peor que la nuestra, pero hay datos que no sostienen esa teoría: la utilización de la capacidad productiva en España es inferior en 4,5 puntos porcentuales a la media de la CE y el porcentaje de la producción industrial sobre el PI.B. se ha mantenido de 1986 a 1990 entre un 44 y un 45% en el conjunto de los países comunitarios, mientras que aquí ha bajado del 29.2% al 25,6% durante ese período en el 91 se ha quedado en sólo el 24,4%.
Un país de la población y extensión de España no puede permitirse tener una industria tan limitada. Se podrán hacer importaciones mientras duren las divisas, pero no se podrá mantener una actividad económica equilibrada, ni un nivel de empleo aceptable, ni una balanza comercial que no tenga, como ahora, el segundo déficit del mundo tras Estados Unidos, ni siquiera ofrecer negocio al sector servicios y conservarlos en buenas condiciones operativas.
Pero si existe acuerdo sobre la necesidad de que España mantenga y acreciente su industria, no lo hay tanto acerca de los métodos para hacerlo. Frente a la postura de los sindicatos, que continúan propugnando el intervencionismo del Estado y el mantenimiento a ultranza de los puestos de trabajo como si continuáramos en plena autarquía, no escasean los partidarios de! lema «la mejor política industrial es la que no existe».
Segundo Libro Blanco
La actitud gubernamental está reflejada fundamentalmente en el documento «situación y Política Industrial», remitido por el Presidente González a los secretarios generales de UGT y Comisiones Obreras tras la entrevista que reunió a los Eres el pasado 4 de marzo. Es un texto aparecido semanas después del envío a las Cortes del proyecto de una nueva Ley de Industria que viene a sustituir a la que estaba vigente desde nada menos que 1939.
El documento es de corte bastante liberal en sus planteamientos. Al mareen del canto hiperbólico a tas realizaciones del decenio del PSOE, señala que el Gobierno no prevé poner en práctica una política industrial sectorial con «definición de objetivos a alcanzar en términos de valor añadido, empleo y actividad exportadora» para los diferentes sectores industriales y una «evaluación de los resultados en esos mismos términos», sino que el núcleo serán cuatro programas de carácter horizontal:
- Plan de Actuación Tecnológica Industrial
- Plan de Internacionalización Empresarial
- Plan Nacional de Calidad Industrial
- Plan de Diseño Industrial
Se pone el acento en actuaciones que sirvan para cualquier tipo de industria, pero no se abandonan del todo las políticas sectoriales. a través del Plan Energético Nacional 1990/2000 o de otras que se consideran de carácter excepcional y transitorio: de ajuste, como en el carbón y en la construcción naval: de promoción de industrias como la medioambiental o de apoyo a la competitividad de actividades como textil, turismo y siderurgia. Parece clara la voluntad de orientar la política industrial por caminos alejados del intervencionismo y las subvenciones, lo cual resulta, por otra parte, obligado si se quieren seguir las directrices comunitarias, que van a aplicarse con mayor severidad en este terreno a partir del comienzo del 1993. Es de esperar que las presiones sindicales, las movilizaciones callejeras y los compromisos electoralistas no tuerzan estas buenas intenciones.
La reconversión/reindustrialización partió hace diez años de un «Libro Blanco» y prueba de que las cosas no han cambiado tanto es que se vuelve a las andadas: en su documento, el presidente del Gobierno anuncia que para diagnosticar la situación industrial y las medidas a adoptar se está preparando para el otoño otro «Libro Blanco». Esperemos que tanto papel en blanco no nos conduzca hacia el desierto industrial.