Desde hace años, la terminología habitualmente utilizada para designar las diferentes clases de teatros que funcionan en Madrid y en toda España se ha hecho tan confusa, que resulta difícil distinguirlos y clasificarlos en razón de algunos de los caracteres que los distinguen. Basta ver una buena cartelera teatral, en los diarios de ordinaria lectura por los buenos aficionados, para encontrar cuando menos los siguientes grupos de teatros: comerciales, nacionales, municipales y de la Comunidad de Madrid. A los que hay que añadir, según los momentos y ocasiones, los numerosos y variopintos Festivales, los espectáculos infantiles, y las Salas alternativas, que acogen al hoy denominado precisamente teatro alternativo o de nuevas tendencias escénicas, que en otros tiempos ha sido conocido como teatro vocacional, libre, experimental, estable, independiente, y otra serie de denominaciones más o menos underground.
Si tan rica variedad de titulaciones respondiese a una paralela riqueza del teatro, bien venida fuera; pero, desgraciadamente, en esta hora del teatro en Madrid y en España, detrás de la abundancia de los calificativos se esconde la pobreza, casi vergonzante, del sustantivo.
En Madrid, en efecto, se han cerrado en pocos años muchos teatros; el público teatral ha descendido a sus hasta ahora menores niveles; el paro entre actrices y actores los está expulsando del quehacer teatral camino del cine, la televisión, los recitales, los anuncios comerciales, el doblaje, o simplemente su casa, desde donde tratan de iniciar otro género de vida al margen por completo de la escena. Y no digamos los autores: algunos de los mejores han dejado de escribir, mientras que los demás, sencillamente, no estrenan.
Todo lo cual puede tener que ver con la competencia de los medios de comunicación que acabamos de citar, pues la oferta ha crecido tanto que el potencial espectador tiene muchas soluciones para sus horas de ocio. Pero también crece el número de espectadores, se mueve mucha más gente, Madrid posee una enorme población flotante que justamente quiere encontrar en la capital aquello de que carece en su lugar de residencia, desde los mejores museos a los mejores teatros. Y, en último término, el teatro como espectáculo posee unos valores propios, que le han mantenido y le deben mantener en un lugar insustituible del panorama cultural universal.
Sólo que, al paso que vamos, la desastrosa gestión oficial del teatro nos ha de conducir a catalogarlo entre los espectáculos de temporada, que se ofrecen en Madrid durante un breve y determinado período del año, tal y como sucede con la ópera. Se puede hacer, pero si se piensa en las ciudades de Europa, capitales de provincia o de Estado, pero en todo caso sedes culturales, que tienen durante todo el año ópera y teatro, y público para ambos, no deberá Madrid atreverse de nuevo a presumir de ser la capital de la cultura, ni de hecho ni de derecho.
Hemos hablado de la desastrosa gestión oficial porque, en efecto, hoy todo el teatro depende de la gestión oficial. Y no por casualidad, sino porque a ello nos ha conducido una política absorbente que parece pretender que no se alce un solo telón que no dependa, de uno u otro modo, del dedo oficial que oprime el botón que lo levanta. De alguna manera, hoy todos los teatros son públicos, es decir, mantenidos con el dinero público. Y son así los medios públicos -y no, paradójicamente, el público- los que deciden qué teatro se hace y qué teatro no se hace. Lo que supone una forma muy clara de control.
El dinero público
El teatro oficial se aloja en Madrid en las sedes de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (Teatro de la Comedia), del Centro Dramático Nacional (Teatro María Guerrero), del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas (Sala Olimpia), de los Teatros del Ayuntamiento (Teatro Español, Centro Cultural de la Villa, Teatro de Madrid -felizmente privatizado- y Sala Galileo, ninguno de los cuáles posee compañía estable o da acogida a un centro con denominación propia), y el Teatro de la Comunidad Autónoma (Teatro Albéniz, que tampoco posee centro o compañía propios). Los restantes teatros son los llamados teatros comerciales y las salas alternativas, que se han multiplicado en los últimos tiempos. Los primeros acogen a las compañías ocasionales -no existen compañías estables ni de repertorio que empresarios de compañía forman para llevar a la escena un texto con el que creen que les ha de ir bien, pretendiendo aguantar cuanto más tiempo les sea posible sin tener que cambiar la obra; las segundas acogen a compañías jóvenes estables, la mayor parte de las cuales viven pocos años, para espectáculos que rara vez se representan durante más de una semana, y que viven de girar en toda España por salas y locales de asociaciones culturales, concejalías de distrito, colegios y similares, además de tomar parte en un número notable de festivales y muestras.
Todos ellos se mantienen gracias al dinero público, unos a través de sus propios presupuestos y otros de subvenciones. ‘Y la variedad es infinita, desde presupuestos derrochadores a ridículos, desde subvenciones millonarias a ayudas de subsistencia. Rara vez una compañía privada salta a la escena con un espectáculo comercial sin ninguna ayuda oficial, a jugarlo todo a la carta del éxito de taquilla. Y los que lo hacen dependen de un hecho tan aleatorio como que el presunto espectador decida un día salir a la calle y comprar una entrada, con la convicción además, que ha calado hondo en la opinión pública, de que el teatro es caro, lo cual solamente es cierto en comparación con el cine, no con ningún otro espectáculo. Por otra parte, los teatros públicos mantienen una programación incoherente, que no se atiene a planificación alguna y que carece de lógica, defecto que afecta ante todo al disparatado Centro Dramático Nacional y al Teatro Albéniz, y del que fundamentalmente se salvan hoy la Compañía Nacional de Teatro Clásico y el Teatro Español.
Mientras que el teatro comercial trata de no arriesgar, montando espectáculos traídos del extranjero, el último éxito de Londres o Broadway -sin los méritos por supuesto de esos montajes que se fotocopian-, los autores españoles no se estrenan, y las salas alternativas ofrecen un teatro que no es alternativa de ningún otro, que nunca consigue salir de su limitado público para atraer la general atención.
Si la enfermedad es tan patente, hay que buscarle remedio. Hay que gestionar de otro modo el teatro. Los teatros públicos no pueden ser el coto particular del teatro que le gusta al Director General de tumo. Ni el lugar para que haga sus propios montajes el afortunado director que de momento goza de las simpatías del medio oficial correspondiente. Al frente de los teatros públicos ha de haber un gestor profesional, un intendente, capaz de programar con el dinero del presupuesto un teatro privado que acude por sus valores, no por sus enchufes, a las salas públicas. La diferencia entre una sala pública y una privada es que ésta ofrece el teatro de consumo que en cada momento más pueda gustar ocasionalmente al público; la sala pública puede arriesgar, con el dinero de todos nosotros, para traer cuanto de mejor calidad se produzca fuera y dentro, aunque goce menos del favor del posible espectador: al espectador hay que educarle y acostumbrarle a lo mejor, mediante una labor cultural orientadora que solamente las salas públicas con presupuesto, no las privadas subvencionadas, pueden acometer. Siendo otra de las funciones de los teatros públicos estrenar a los autores españoles, afrontando el riesgo del fracaso. De ese escaparate saldrán los triunfadores que saltarán a las salas privadas.
Las subvenciones al teatro privado se han de otorgar mediante concursos públicos con bases claras: compañía estable para la temporada, número de obras a ofrecer, número entre ellas de autores españoles, teatro infantil, número de actores a los que se da trabajo, número de plazas a visitar. Así promocionará el dinero público al teatro privado, sin ayudas bajo cuerda y sin controles fuera de los de planificación y resultados.
El teatro nuevo, el vocacional, el experimental, el independiente, es el futuro del teatro. De nada sirve pasear por España a cien grupos de aluvión si no se ayuda luego seriamente a aquéllos que realmente destaquen, al objeto de ir consolidando un teatro de ruptura que innove, cree, aliente y suponga una renovación teatral seria, como la que están significando en España varios grupos de la periferia, catalanes, vascos, valencianos, y ninguno de Madrid.
Para que todo ello tenga vida, no puede quedar a la ocasional iniciativa de cada ciudadano que se acerca un día a la taquilla. Es preciso fomentar el teatro a través de asociaciones de espectadores, con abonos -lo que exige conocer de antemano las fechas exactas de desarrollo de la temporada en cada teatro-, reservas telefónicas o por fax, boletines informativos de amplia distribución, y una educación escolar para el teatro que no consiste en llevar un día al año a los alumnos de los colegios a ver un espectáculo de cuyo sentido, autor, estilo o significado no saben una palabra.