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Uno de los rasgos más claros —y más preocupantes— de la poesía moderna tras lo que se dio en llamar la muerte oficial de Dios, que arrastra consigo la muerte del verbo, ha sido la paulatina pérdida de fe por parte de los poetas en el poder de su palabra. Después de Mallarmé (aunque no sea éste el único antecedente), el universo poético occidental se ha ido poblando de poetas de la impotencia verbal, de poetas de la desconfianza en el verbo que, como mucho, creen en los malabarismos lingüísticos y formales (conscientes o inconscientes), capaces de crear cierta sorpresa de sentido en las palabras. La muerte de la palabra no es sino un signo adyacente de la muerte de la fe en el hombre; de aquí que solo las corrientes de pensamiento y de acción que han mantenido esta fe hayan sido capaces de seguir creyendo en una poesía apta para significar el universo y la historia humana: en una poesía hecha para salvarse de la negación, del fragmento y del esbozo. Pierre Jean Jouve (1887-1965), Patrice de la Tour du Pin (1911-1975), Pierre Emmanuel (1916-1984) y Jean Claude Renard (1922)* pertenecen, entre otros, a esta línea de poetas para los cuales la poesía es en sí misma «una historia sagrada».

I
VIGILIA
Patrice de la Tour du Pin

A quien sondea el cielo del alma, y localiza
astros desconocidos, cuya estela de fuego
emplea a veces años y siglos luz, si llega,
en llegar la noche primordial a sus ojos,
le ocurre que una tarde, cualquier tarde, una estrella
deslumbrante trasmina. ¿Insólito? Un reflejo
sube de su memoria, diciendo, la esperaba,
aunque nada en la carta le señalara un astro;
sólo un signo de espera… Y en él empieza entonces,
a través de desiertos y de circos de ideas,
de ciudades dormidas, la ronda sigilosa.
Pero en algún lugar, el más desheredado
del hombre, en el que nadie pensaría pararse,
digno de acoger vida tan sólo de animales,
El astro baja y brilla…
El reflejo se inclina
para imitarlo, se hunde para no perturbar
la luz que baña en el cielo ese recién nacido,
lo adora…
Y se alza, lleno de alegría divina.
El hombre grita: «Mira la semilla del Día,
la huella en la que se unen lo infinito y lo ínfimo,
el centro en torno al cual rondarán las Potencias,
la Reserva de carne de Dios que engendra amor…»

(de Pequeño teatro crepuscular)

II
FÉNIX (I)
Pierre Jeart Jouve
Como las verdaderas estaciones son lentas y
como las montañas son áridas
Como están presentes los hombres sin sentir el flujo
de su corazón
Como las olas del mar mueren unas en otras
para producir un resplandor en la cresta de las más ávidas
El poeta escucha el Tiempo que inscribe muy cerca de su
corazón los trazos de una pluma de hierro.

No es vuestro huracán, mortales enriquecidos por
motores
Ni vuestra vacía angustia en busca del sol
diferente de otra tierra
Ni vuestros discursos sin verbo ni vuestros agonizantes calores
Lo que siente en el movimiento de las noches que recortan
su vuelo.

Es lo que le lleva vivo a atravesar el último día
un agua calma subterránea
Y lo que hará florecer los árboles y después de su partida
impulsará más locamente el enorme arpa de los vientos
Lo que henchirá de amor el vasto pecho del suelo
cuando la estrella azul de su muerte aparezca sobre el llano
Todo lo que siempre pensará, espejo cóncavo
del firmamento.

(de Melodrama)

III
Fierre Jean jouve

Cumplida está la historia entera de carne humana
Explicado el trabajo de la indigente carne
Y diluido el abismo, horrible hedor,
Del órgano al espíritu, ¡Dios puro!
El cuerpo glorioso conforma el espíritu
Plasma de iluminantes sumisiones
Toda la gloria es para este cuerpo prostituido
Miseria en las avenidas de la vida
Mientras el espíritu moría de amor y de inanición.

(de lúa Virgen de París)

IV
EL POETA EN LOS INFIERNOS (I)
Pierre Emmanuel

Madurado en dios
crispado sobre la terrible aurora
en plomo de espanto y pecado Orfeo desciende
aturdido por el tumultuoso olor del Ojo apacible
hasta el fondo de aquel pozo hirviente como la esperanza
cimentado de amadas carnes: ¡al fin pesa!
Siente invadirle la profundidad confusa
y formarse la oscura lágrima de memoria
su corazón,
y rezumar la antigua piedra de su cuerpo
a lo largo de la resplandeciente caída, oh espada inmensa.

En él una inmovilidad vertiginosa
se dilata
niega los confines de su grito
¡y cae en el espacio que desaparece! sin conocer
los astros calcinados en el éter de su canto
sin abandonar la tierra desnuda, ¡sin soltar
el arpa ardiente! para que ningún grito
de cigarra sea arrebatado al loco verano.

(de Tumba de Orfeo)

V
Pierre Hmmanuel

Sentir sobre sí mismo endurecerse el mundo
O por el contrario amar: no hay hueco posible.
¿Cómo amar? El ignora la respuesta.
Pero tú que dices conocerla por los dos
Muéstrale el espacio que le falta.
El, cuyo gesto es de tanta contención,
Que incluso desnudo no puede estar desnudo.
Tú eres la medida de ese espacio en torno suyo
Como lo eres de aquél más lejano de su espíritu
De tu desnudez recibirá él la suya
Bautismo en las aguas que brotan de tus pliegues
Consentimiento en el cuerpo henchido de su cumplida obra.

(de Una o la muerte, la vida)

VI
EXORCISMO DE LAS PLANTAS
J. C. Renard

El sino de la Tierra ha invadido mi cuerpo
y acarreo mi carne como un árbol quemado
y toda tierra ha muerto en cuya muerte muero
y está triste la tierra por los mal amados
que ignoran la cadencia de las lunas de mar
y mi cuerpo está en tierra y la tierra es mi mal
y siento que ha sorbido los signos de mi carne
y que de mi misterio vegetal y remoto,
un país de resinas bajo tierra se expande
que tapia mi memoria con su olor tenebroso

Mas mi cuerpo en amor de raíces cubierto
ahondando en la tierra se convierte en su historia
y la hechizada tierra se enreda por mis huesos
y mis cabellos ebrios de plantas vigorosas
nutren frescas roquedas pubescencias de pájaros
y la hierba en mi cuerpo vivifica los campos
y mis pies musicales maduran la floresta
y la tierra me habita y hundido en su candor
voy descubriendo niños profundos cual praderas
donde mis manos nuevas derraman su verdor.

(de Metamorfosis del mundo)

VII
TODO HOMBRE ES UNA HISTORIA SAGRADA
Patrice de la Tour du Pin

…Siendo la leyenda de un hombre lo que de él merece ser leído, el poeta busca pacientemente la suya entre palabras y músicas, persiguiendo el canto más indígena e intentando recomponerlo gracias a mil artificios, combinando los procedimientos de la exploración interior y de la perforación en busca del verbo natural con los refinamientos más sutiles de la materia: pues se llega al agua más clara lo mismo cavando siempre más profundo que merced a las complejas máquinas que retienen lo impuro.

¿Pero existe, en verdad, ese verbo natural, propio de cada uno de nosotros? El diccionario del verdadero humanismo, al comparar y clasificar los singulares, ¿no debería acaso poner al lado de cada nombre: un tal emite tal grito -como si fuera una especie de pájaro-? Pues, a través de sus palabras, sus escrituras y sus gestos, se puede captar ese grito, aunque no haya atravesado nunca el aire.

El poeta se entrega a esta caza, y cuanto dice de su arte, de su intención o de sus esfuerzos hacia lo impersonal, no cambia en nada el asunto. Se le podría echar en cara que deje grabada tan larga inscripción sobre sí mismo, en vez de dar testimonio solo de los escasos momentos en los que cree haber rozado
su presa, cuando algunas palabras enjaretadas de una manera peculiar dan la impresión de contener el verbo singular de este limitado creador. Una breve inscripción funeraria sería entonces suficiente en cada tumba, si en ella grabáramos el verdadero grito del hombre: sentencia que sería la llamada de sí mismo a sí mismo, y de sí mismo, en el mundo, a sí mismo, sumido en el fondo de su ser.

Otras relaciones son, sin embargo, esenciales, puesto que el hombre no es un misterio clausurado, al que solo un puente tendido le bastaría para que el ser alcance su sentido: forma parte de un cuerpo más amplio, y sus relaciones con Dios y con cada parcela irrenunciable del mundo le son necesarias para expresar su verbo, su segunda persona. Por esta razón, esos titubeos, esas pruebas en todas direcciones, esas pistas secundarias y esas oleadas separadas de la ola madre, no son solo torpes y superfluas aproximaciones: es preciso que el hombre penetre en todas las relaciones en las que le es imprescindible vivir, y como la mayoría de los rayos que salen de él volverán a él astillados, es preciso que diga también esos obstáculos, esos choques, esos intentos de amor sin creación de amor, y todas estas bodas que fracasan; aún más: si es bastante natural situarse en el centro de nuestra propia visión y de su expresión, y mirarse como un misterio que los demás rodean, atravesado por ellos pero nunca anulado, ¿por qué no ha de buscar un punto en el espacio espiritual en el que la unión de su verbo con el Verbo y de su inteligencia con la verdad pueda darle el sentido de todo ser y de toda cosa?

La palabra es función del sistema espiritual del hombre; no se resume en el grito que lanza hacia el fondo de sí mismo, ni en el grito que desde el fondo de sí mismo parece proyectar a disgusto hacia sus labios; ni siquiera se resume en la fusión de los dos gritos, pues no consiguen responderse, hasta tal punto la criatura se encuentra dislocada; ni siquiera en el reconocimiento del Padre a través de su silencio o del mundo. Pero es preciso que la palabra se instale en cada nudo de la creación. Y su leyenda se convertirá en la historia de todas sus bodas, más o menos buscadas, o debidas al azar; y esta leyenda no puede ser entonces contenida en una breve fórmula esencial: aunque ésta exista –y existe, hecha del lenguaje del amor, y no podemos decirla con los nuestros-.

Muchos poetas sienten la imposible fusión de su leyenda más íntima con la que podríamos llamar la leyenda del Adán actual; el cielo de este último está tan cegado de conceptos, de máquinas y de ideales que han ocupado el sitio de una vida interior compuesta de contactos singulares, que uno tiene la impresión de vivir en un país extrañamente artificial, en un callejón sin salida en el que está prohibida cualquier luz que no sea producto de la industria humana: el tuteo sagrado es inconcebible en esta vida; las relaciones se cifran, el gran orden nupcial entrevisto se ve sometido a las leyes de las combinaciones químicas, las medidas y los materiales tomados en préstamo a las demás ciencias entorpecen la ciencia del espíritu, y los hombres ya no se inclinan hacia sí mismos como hacia un misterio; creían ser pequeños sistemas de amor, pero caen en la cuenta de ser ruedas de una enorme existencia mecánica, sobre la cual pasan y luchan grandes mitos que se tambalean en medio de los últimos trampantojos del universo.

Antes se podía entrar en esas regiones que J. C. Renard llama «perdidas», gracias a ciertos sentidos, pero Adán ya no los posee, ni siquiera en memoria de haber sido niño, adolescente, amante; los substituyen otros cuyo vuelo se enfrenta a una techumbre podrida. ¿Tan vanos eran aquéllos como para vernos obligados a abandonarlos? ¿O es que solo fueron un estado de ilusión superado por el que se nos deja entrever la nada? Pues puede ser preferible mirar de frente un cielo y un fondo de alma vacíos, si realmente lo están, sin tener que poblarlos de exquisitos deseos, aunque falsos, tras tantas mitologías olvidadas.

¡Menudo problema el planteado por las fronteras de lo imaginario! Todas las partidas que el hombre juega en ellas parecen incompletas, pues les faltan peones, el cálculo de pérdidas y ganancias está mal planteado, y a veces valores contrarios se excluyen o la verdadera regla nos es desconocida: el ejercicio de la poesía, cuando busca la leyenda, ¿no nos permitiría acaso avanzar un poco en esta ciencia? o, por el contrario, ¿no será que los poetas se ilusionan demasiado al dar tanta importancia a su palabra, llegando a personificarla, y enviándola por todo el mundo para que cumplan sus nupcias y sus encarnaciones por toda la faz de la tierra? Sin embargo, al pasar por los universos mudos o recluidos dentro de los límites trágicos del Adán de este siglo, a la palabra se la ve acogida por sentidos roñosos, profundamente enterrados, aunque no hayan perdido aún todas sus cualidades; y aunque la inteligencia no pueda celebrar su fiesta en ellos de manera inmediata, se ponen a actuar, modifican la calidad del campo y participan en la vida de la «naturaleza»: lo que renazca de ellos dependerá de cada ser…

¿Quién puede conocer las múltiples operaciones secretas que una palabra lleva en sí? Un soplo de hombre no reanima a los muertos; pero tal vez sea capaz de despertar filiaciones dormidas desde hace siglos que creíamos muertas: gracias a él se operan muchos milagros que ni siquiera podemos sospechar…»

(del Prólogo para Cántico de las regiones perdidas, de J. C. Renard)