La Universidad Internacional de la Rioja (UNIR) tiene previsto organizar un congreso mundial titulado LA BIBLIOTECA DE OCCIDENTE EN CONTEXTO HISPÁNICO, iniciativa que no se puede calificar de original, pero que me parece ser muy oportuna.
Transcurrida ya la primera década del siglo XXI, podemos certificar que dos instancias importantísimas de nuestra cultura tradicional y, en concreto, de la herencia cultural que nos dejan los dos últimos siglos XIX y XX, se ven particularmente asediadas y, según algunos, en trance de desaparecer. Me refiero a la literatura y al libro.
La literatura —lo he dicho ya en múltiples ocasiones— es una noción que está vinculada al asentamiento definitivo de la civilización de la imprenta. El hecho de que el término «literatura» no aparezca, en la acepción en que hoy lo entendemos, hasta la obra de Madame de Stäel sobre la Literatura considerada en relación con las instituciones sociales, de 1800 (en realidad, hay una pequeña edición de 1799, pero todos los especialistas citamos la segunda porque queda más redondo), se debe a que la inercia cultural no vinculaba necesariamente con la escritura el he-cho humano de que haya personas a las que les gusta contar cosas y transmitir sentimientos y que haya otras a las que nos gusta que nos cuenten historias y nos comuniquen sentimientos. Cuando tal función se llega a cumplir de forma abrumadora a través de las litterae (letras, cartas, cosas escritas), «la creación (poesía) hecha con palabras», que decía Aristóteles, se convierte en literatura. Hasta tal punto que, cuando se habla de una ocasión en que el fenómeno no se produce así, empleamos el oxímoron literatura oral. Toda la tradición de la poesía (creación) nos ha llegado a nosotros como literatura.
Así las cosas, la literatura toma algunas de sus características del modo de comunicación de que se sirve. No se trata de un emisor que habla a un receptor acerca de algún referente y que interactúa con su interlocutor en una secuencia sin cierre previsto. Por el contrario, la comunicación literaria cristalizada en un libro no espera contestación, sino acogida. Según decía Blanchot, un libro que no se lee es un libro que no existe. A la primera iniciativa del autor le corresponde la iniciativa diferida del lector. Cuando se produce la comunicación, esta es utópica, ucrónica y descontextualizada, no se ve condicionada por el lugar, ni por el tiempo ni por las circunstancias de su emisión originaria. Como comentaba Fernando Lázaro Carreter en un artículo memorable, la muerte de Ignacio Sánchez Mejías en la plaza de Manzanares (Ciudad Real) cantada en la elegía de Federico García Lorca no tiene nada que ver con la crónica taurina del día, que contaba la desgracia. Queda ahí, como un sentimiento plasmado para ser revivido por no se sabe quién en no se sabe qué lugar ni en qué momento.
La literatura va ligada a la noción de libro o equivalente. El periódico y, menos, la carta no tienen por lo general ese carácter de definitivo que está detrás del fenómeno literario de los siglos XIX y XX y que ahora soporta la competencia de la comunicación cibernética.
La verdad es que la competencia actual a la literatura viene de lejos. A lo largo del siglo XX ha ido creciendo el número de horas que, en vez de a la lectura literaria, se han dedicado a la radio, a la televisión al cine o al vídeo. La necesidad humana que cubren (enriquecimiento humano, distracción) es básicamente la misma, pero el fenómeno es diferente. Y, ahora, con el hipertexto, el recorrido que realizo sobre la pantalla del ordenador, yendo de un icono a otro, propiciando un itinerario u otro según mi propia iniciativa, me sitúa más que nunca ante otra cosa.
He hablado del hipertexto. En rigor, se puede leer una novela en un ordenador en vez de en un libro y, desde luego, se puede llevar en el medio de transporte público un libro electrónico en vez de un volumen de papel. En estos casos, el cambio de soporte no implica un cambio de práctica, que, básicamente, permanece idéntica.
Pero, de ordinario, la lectura en ordenador y la lectura en libro de papel suponen los extremos de un continuum que enlaza la comunicación literaria y la no literaria. En el ordenador, me leo los sonetos de Quevedo para medirlos y calibrar sus recursos estilísticos que explicaré en la clase del día siguiente; en cambio, para escapar a la superficialidad asfixiante de cada día, leo por la noche la edición que tengo en la estantería.
Tengo para mí que la literatura del libro impreso no va a desaparecer. Ni siquiera desapareció el cine de sala cuando se generalizó el vídeo. Mal que bien lo que hizo fue recategorizarse. No es lo mismo un plan de salir a ver una película, normalmente integrado en un proyecto más amplio y comunitario, que poner un vídeo o ver un programa de televisión, al caer la noche, en zapatillas, en una acción que es cualitativamente distinta de la lectura de Quevedo que acabamos de evocar.
El libro no desaparecerá. Más bien se expandirá la industria del libro como objeto suntuario, un libro bien encuadernado, de impresión cuidada y fácil de leer, y papel agradable. Los libros de nuestras bibliotecas privadas serán menos (para leerlos todos por una necesidad, ya los tendremos a mano en Internet) pero estarán más seleccionados y mejor cuidados.
Será menos el tiempo que dedicamos a la lectura literaria en el siglo XXI, pero merecerá la pena conservar y cuidar un patrimonio espiritual de la humanidad que quedará para siempre. Es aquí donde se inscribe la oportunidad del proyecto que seleccione esas obras que van a estar en nuestras estanterías domésticas, que nos deben acompañar en nuestros hogares. Y aquí, un nuevo reto. Tener la posibilidad de acceder a millones de novelas es casi lo mismo que no tener acceso a ninguna. Es preciso discernir en el bosque de una información que nos desborda. Antes, yo daba a mis alumnos una amplísima bibliografía porque conocer los títulos era el principio de poder documentarse adecuadamente; ahora ofrezco tres o cuatro títulos que tengo leídos y que he experimentado que son fundamenta-les. Desde ahí, dándole a la tecla del ordenador, se puede llegar a tantos como se quiera, pero sin la indicación de los primeros, el proceso conduce a la absoluta desorientación.
En cuanto a lo que venimos diciendo, se explica el nuevo interés por el canon literario. ¿Cómo saber qué debo leer en el tiempo de que dispongo para la lectura literaria? ¿Qué libros pertenecen a la clasificación de literatura en sentido estricto de la que nos habla en estas páginas Kurt Spang?
La Biblioteca de Occidente en contexto hispánico acude al encuentro de esa necesidad. Se trata de un esfuerzo de jerarquización que seleccionará doscientas obras (cien literarias y cien no literarias) de la cultura occidental que no pueden faltar en nuestra biblioteca doméstica. Incluso se publicarán (en traducción española las de otras lenguas) reproduciendo, también formalmente, una edición que haya sido destacable. Naturalmente, si es preciso, se actualizará la edición misma y, desde luego, todas llevarán una introducción orientadora que hablará del sentido que cobra el libro a estas alturas del siglo XXI. No serán volúmenes uniformes que cubran unos metros, sino objetos altos y bajos, gruesos y delgados, llamativos o sobrios, como la historia editorial nos los ha ido dejando.
La Biblioteca de Occidente en contexto hispánico no será un canon literario (aunque lo contenga), sino que comprenderá, como digo, además de las obras literarias, otras significativas de nuestra cultura (de las ciencias físicas y naturales, de las ciencias humanas, de las ciencias sociales, de la religión). Pensamos que el honor de esa edición cuidada en nuestra librería deberá alcanzar a todo tipo de libros. Bien mirado, estos libros-joya sirven muy bien casi todos para cubrir el contenido de una lectura «literaria» en sus componentes de docere, delectare y monere, o sea, si son libros bien escritos que son capaces de enriquecernos y deleitarnos cubren un gran segmento en el que se produce intersección con la literatura, aunque, naturalmente, no sean libros de ficción. Y aquí tendría que entrar en la cuestión de la historia y del teatro, aunque por el momento lo deje estar para otra ocasión más oportuna.
No se me ocultan las dificultades que entraña una selección como la que se propone. Desde la de llegar a un acuerdo sobre las líneas que delimitan el concepto de «occidental» hasta los criterios que puedan llevar a proponer cien y solamente cien títulos. Si consultamos la lista de la edición española del Canon Occidental de Harold Bloom, solamente para la literatura, encontramos 674 autores y muchísimas más entradas a consecuencia de las varias obras que se consignan por autor. Mejor que lo que digo, se podría proyectar una colección de cien libros selectos de literatura de viajes o de ciencia-ficción o de tantos otros subgéneros o de libros escritos por mujeres, por ejemplo. Pero, aunque el debate del congreso deberá ser el origen de muchas iniciativas plausibles como esas, el esfuerzo de los «doscientos» es un expediente para obligar a reflexionar y jerarquizar hasta el extremo. Si habláramos de diez mil libros en discusión y una selección de dos mil resultaría seguramente asequible el empeño. Pero no nos vamos a rendir.
Aquí ofrezco hoy mi primera lista de cien obras literarias para la discusión. La he confrontado con la de Mortimer Adler que me ha facilitado mi colega el profesor José Andrés-Gallego. He mirado una infinidad de fuentes más, como, por ejemplo, el magnífico libro La Biblioteca de Dios. Historia de los textos cristianos de Giovanni Maria Vian, que, como otros títulos muy especializados, apenas se verán reflejados aquí. No estoy seguro, con todo, de que, entre las cien obras seleccionadas no sean intercambiables por otras, sino en la Biblia y el Quijote. Me parece que no he de detenerme a explicar por qué escojo la Biblia, cuando no es un libro, sino muchos, no es propiamente occidental, sino del oriente próximo, no es «literatura», aunque contenga los Salmos, etc., etc. Tampoco la candidatura del Quijote requiere mayor comentario, tratándose de una Biblioteca de Occidente en «contexto hispánico».
La elección de los títulos concretos, más aún que la de los autores, puede ser tildada sin duda de arbitraria. El título escogido lo ha sido tal vez porque se trata de un libro breve, que he preferido casi siempre para esta oferta panorámica (la Biblia y el Quijote son contraejemplos extremos) o porque tengo en mente una edición que merece la pena rescatar según los criterios de la selección o porque estoy pensando en una posible y concreta antología. También puede ser que el que suscribe pueda garantizar su calidad y no así la de otra del mismo autor porque no la haya leído nunca (declaro humildemente no haber leído todos y cada uno de los 1.500 títulos de Bloom).
El mismo tenor del elenco dispara una serie de cuestiones que a principio del tercer milenio están de rabiosa actualidad. ¿Cómo no caer en la cuenta de que entre los cien títulos, apenas dos son obras de mujeres? ¿Cómo no preguntarse por la posibilidad de que mi percepción esté absolutamente condicionada por una tradición que selecciona de otra manera que la harían los que pertenecen a un mundo postcolonial?
Hablo de herencia y no de posibilidades de futuro. Y sostengo, como mi vecino Spang, que las expresiones «esto es literatura» y «esto no es literatura» son expresiones con sentido. Si tuviera que invocar nombres de críticos inspiradores, junto al mencionado Bloom, no dudaría en colocar a Steiner y a Fumaroli.
Se trata, pues, de una lista que entrego para la discusión, aunque me parece no ayuna de utilidad. Son (literatura) todos los que están, aunque no estén todos los que son. Si de estos cien libros tiene algunos por leer, puede usted ir empezando por ahí.
¡Ah! Se me olvidaba. La relación termina en 1962. Dejo también por el momento la superproducción del último medio siglo que, como es natural, está en parte por decantar.
BIBLIOTECA DE OCCIDENTE EN UN CONTEXTO HISPÁNICO
1. LITERATURA (PRIMERA PROPUESTA PROVISIONAL)