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[Texto procedente del número impreso de Nueva Revista 181; al final del artículo lo ofrecemos en PDF].


C uando Karl Marx nació en 1818, en la pequeña ciudad renana de Tréveris, la gran sombra de Napoleón se desvanecía lentamente de Europa como el humo rezagado de una batalla. Los reyes, mal repuestos de sus emociones, se aseguraban del final de la pesadilla palpando sus coronas. Aunque el espíritu religioso no había muerto, sí al menos había plegado sus alas. El siglo del vapor iniciaba su marcha hacia el futuro triunfal de la técnica y del progreso. Guiado por la ciencia y sumido en el progreso, el hombre caminaba hacia el descubrimiento de las riquezas de este mundo. Una palabra resume su filosofía de la felicidad en la tierra: el materialismo.

Un día su madre le reprochará como inconveniente esta reflexión irónica: «Hijo mío, en vez de escribir sobre el capital sería mejor que amasaras uno»

Era el mayor de una familia de ocho hijos (cinco chicas y tres chicos) establecidos en una casa burguesa de Tréveris. Su padre, el abogado Heinrich Marx, hijo de un antiguo rabino del pueblo, se había creado una sólida situación en la corte de apelación de la ciudad. Su madre, perteneciente a una antigua familia de rabinos holandeses, pasa por ser, entre los historiadores, un espíritu prosaico, poco dotada para la controversia y pronta para recordar a los oradores de la familia las realidades domésticas. Un día se le reprochará como inconveniente esta reflexión irónica: «Hijo mío, en vez de escribir sobre el capital sería mejor que amasaras uno».

Heinrich Marx era, por el contrario, un espíritu brillante y liberal, apasionado por el juego de las ideas y cuya influencia sobre su hijo fue, ciertamente, muy grande –en cualquier caso, tan grande como lo permitiera el carácter del joven Marx–. Para salvar la situación y el porvenir de sus hijos, amenazados por las medidas antisemitas de la cámara prusiana, que acababa de prohibir a los judíos el acceso a los cargos públicos y a la mayoría de las carreras liberales, se había convertido, junto con los suyos, al protestantismo, y lo hizo con facilidad, puesto que hacía mucho tiempo que estaba apartado de cualquier práctica religiosa. Esta «conversión» no dejaría, evidentemente, ninguna huella en el espíritu del joven Marx, quien durante toda su vida despreciará las creencias y lo sobrenatural hasta el día en que él mismo, sin darse cuenta de ello, funde una religión del ateísmo que superará a la Inquisición en rigor dogmático y que devolverá a los hombres la esperanza en lo inaccesible, más allá de una «sociedad sin clases».

CERVEZA CONTRA FIEBRE SENTIMENTAL

Karl Marx fue un estudiante como todos los demás, incluyendo la habitual tendencia a la versificación romántica, y que pasaba repentinamente de la vigilia estudiosa al alboroto nocturno. Pero este brote de fiebre sentimental, curado con cerveza, desapareció pronto. El joven Marx no tenía vocación lírica. Obtendrá finalmente, en la Universidad de Jena, el diploma de doctor en Filosofía.

Marx ya es entonces lo que será hasta el final: combativo, seguro de su capacidad intelectual de lógico realista proclive a la ironía, animado por la inquebrantable convicción de que su único deber es el de «trabajar por el bien de la humanidad». En una conmovedora carta, su padre le escribe: «Me pregunto si alguna vez serás capaz de disfrutar de una felicidad sencilla, de las alegrías de la familia y si podrás hacer felices a los que te rodean».

Pero el joven Marx está ya fuera del alcance de este tipo de razonamientos. Su espíritu, a la búsqueda del ideal, sufre toda la agitación, toda la turbación de un misionero más seguro de los principios de su misión que del contenido de su doctrina, o de un profeta al que le urge hablar pero que aún no sabe muy bien qué decir. Es un adicto a las ideas que hoy llamaríamos de extrema izquierda, pero que entonces no existían sino en estado gaseoso, pues ningún espíritu las había aún solidificado en un cuerpo de doctrina.

Llega entonces la luz para el joven Marx bajo el glacial aspecto de la filosofía de Georg Wilhelm Friedrich Hegel, maestro de la dialéctica, exseminarista luterano de Tubinga y refinado bruñidor de una doctrina hiperintelectualista, que plantea en su origen el principio mismo de la Idea, cuyo desarrollo, a través de las contradicciones de la historia, constituye la realidad de todas las cosas.

La célebre «dialéctica» de Hegel consiste en conciliar una afirmación y la subsecuente negación en la superior unidad de la síntesis

La célebre «dialéctica» de Hegel consiste en conciliar una afirmación y la subsecuente negación en la superior unidad de la síntesis. Un ejemplo: la idea de «ser» introduce la de «no-ser» o la «nada», y estas dos ideas contradictorias forman juntas la noción de «devenir»: en efecto, las cosas que «llegan a ser» son y no son a la vez, puesto que «cambian» o «se transforman». A su vez, la noción de «devenir» anuncia un grupo de pensamientos contrarios sobre la «vida» y la «muerte», reconciliables, a su vez, en la unidad conceptual de la «evolución», y así sucesivamente; puesta en marcha esta mecánica nada puede ya detener su movimiento en tres tiempos, tesis, antítesis, síntesis, hasta la completa absorción de lo real en la lógica.

Este entretejido hegeliano (una línea del derecho, otra línea del revés), original manera de llevar el espíritu a la identidad mediante la contradicción, proporcionaba a Karl Marx el instrumento definitivo de su pensamiento, el método que necesitaba para explorar la historia de las sociedades humanas, criticar la civilización de su época y formular su propia concepción del mundo, en la cual las oposiciones hegelianas entre el «capitalismo» y el «proletariado» quedarán resueltas en la unidad de la «sociedad sin clases».

JENNY VON WESTPHALEN

Estamos en 1843; Karl Marx tiene veinticinco años y ha resuelto su primera síntesis dialéctica casándose con su antítesis social, Jenny von Westphalen, con la que se traslada a París, morada favorita de los espíritus revolucionarios de Europa.

El filósofo habla con autoridad un lenguaje del que no se entendería nada si no se convirtiera en sencillas fórmulas de acción: explotación del hombre por el hombre, lucha de clases, revolución, liquidación, liberación

Cuando llega a la ciudad del Sena, en total hay en Francia una sola ley social, ¡y qué ley! Fijaba en «los ocho años» la edad de admisión de los niños en las fábricas y reglamentaba en ocho horas la jornada para los trabajadores entre los ocho y los doce años, y en doce horas entre los doce y los dieciséis años. Esta era la ley. No había más.

Ninguno de los grandes hombres de la Revolución había intuido mínimamente los problemas obreros. La condición obrera era, en su conjunto, miserable. Todo un pueblo de desheredados vivía sin alegría, sin esperanza y, a veces, sin pan. El sistema feudal había sido destruido, pero, en el seno del «régimen burgués», una nueva categoría de siervos había sustituido a la antigua. Ya no había campesinos, «siervos de la gleba», en torno a los castillos, pero alrededor de las fábricas, multiplicadas por el genio empresarial que anima la época, las grandes concentraciones obreras forman poco a poco una clase distinta, ignorada por la ley, con una existencia miserablemente considerada y a la que se llamará «proletariado».

El método hegeliano había proporcionado a Karl Marx la herramienta que su pensamiento necesitaba. La crueldad de la «condición proletaria» le indigna, centuplica su voluntad de acción y convierte al joven pensador, apasionado por la especulación filosófica, en el general revolucionario más consecuente y temible de todos los tiempos. El marxismo naciente será una mezcla detonante de lógica y de indignación.

Está listo el armazón de su máquina de guerra contra el mundo de las ganancias. La glotona anarquía de la sociedad de su época le señala su enemigo: el «capitalismo burgués»; sus tropas: el proletariado; el campo de batalla: la mina, la fábrica, el taller, todos los lugares de trabajo o de miseria de la ciudad y de los campos.

EL INESTIMABLE ALIADO: ENGELS

El destino le proporciona un inestimable aliado en la persona del joven Friedrich Engels, nacido en 1820 en una rica familia industrial de Bremen. Se trata de un espíritu agudo, tan hábil para los negocios como ágil en la decisión política. Redactan conjuntamente el famoso Manifiesto del partido comunista, cuya publicación coincide con la revolución de 1848 y que contiene los rasgos principales de la doctrina largo tiempo impuesta, y agravada por el fanatismo, a centenares de millones de seres humanos.

Marx no discute, maneja los argumentos como un bloque, aplasta a quien le contradice y se marcha sacudiendo su melena

Al igual que Engels, Marx es un perfecto ateo y, pese a las ilusiones de cierto número de cristianos contemporáneos, el ateísmo constituye la esencia misma del marxismo. No sirve de nada soñar con un marxismo separado de su irreligión orgánica y que limite su ambición a una reforma de las estructuras de la economía. El ateísmo integral proporciona a «Marx-Engels» la base de su doctrina, ese «materialismo histórico» para el que la sociedad y la moral de los individuos están determinadas por las formas de producción. A partir de esa comprobación se desarrolla el movimiento «dialéctico» del marxismo, que ve en la historia una permanente lucha de clases entre aquellos que poseen, y a los que la defensa de sus intereses «deshumaniza», y aquellos que no poseen, y a los que su condición de dependencia «aliena».

LA PROPIEDAD PRIVADA

Al ser una emanación de las clases poseedoras, todos los gobiernos del mundo no son sino un momento de la dialéctica: también lo es la burguesía, cuyo inevitable conflicto con su antítesis social, el proletariado, trae necesariamente la revolución, en la cual dicha burguesía, reducida por la concentración de riquezas a un número cada vez menor de poseedores, quedará sumergida y liquidada por la masa creciente del proletariado. Una vez victoriosa, la clase obrera abolirá la propiedad privada de los medios de producción y de intercambio, salvando, a la vez, en el paraíso sintético de la sociedad sin clases, a todos los hombres liberados del sistema económico que deshumanizaba a unos y alienaba a otros. Este es el esquema de una doctrina cuya actitud solapadamente religiosa es imposible ignorar. Se trata de un contratipo ateo que pronto se convertirá en una insolente caricatura totalitaria del judeo-cristianismo tradicional.

Durante largos años, de expulsión en expulsión y de hotel en piso amueblado, Marx llevará la vida de un proscrito escaso de recursos. Su itinerario está jalonado de hojas muertas, gacetas sin lectores, libros y panfletos incautados que devoran sus escasos ingresos, la pequeña fortuna de su mujer y el dinero de sus amigos–excepto el del sagaz Engels, quien dirige su barca fraternal como una lancha salvavidas, sin avaricia pero con discernimiento.

Marx experimenta hasta la náusea la deprimente dialéctica de la necesidad y del crédito, hostigado por acreedores a los que no paga, en un perpetuo estado de tensión doctrinal no apto para ningún otro trabajo que no sea el de profeta social. Para él, fuera cual fuese el amor por los suyos, la vida pública tiene absoluta prioridad sobre la vida privada. Su resistencia a la miseria y a la desgracia es, por otra parte, prodigiosa. Abrumado por las lágrimas y las justas recriminaciones de su mujer, fulminado en varias ocasiones por el más terrible golpe que pueda herir a un ser humano, la muerte de un hijo, se mantiene en pie, inamovible y como protegido contra la violencia del destino por la violencia de su propio pensamiento.

La mayoría de los marxistas no conocen «El capital» mejor de lo que los católicos conocen la Suma de Santo Tomás de Aquino

Las únicas noticias que espera y recibe con alegría son las que le traen la confirmación de sus teorías: depresiones, crisis económicas, huelgas, rugidos revolucionarios, asonadas. En los comités extremistas se admira a un filósofo capaz de hablar con semejante autoridad un misterioso lenguaje escolástico, del que no se entendería nada si no se convirtiera tan fácilmente en las más sencillas fórmulas de acción: explotación del hombre por el hombre, lucha de clases, revolución, liquidación, liberación. El respeto da paso a una actitud admirativa, y la veneración al respeto. Es el primer papa del «comunismo» (adoptó una vieja palabra para designar algo nuevo –al contrario que la mayoría de los políticos).

SUFRIMIENTOS

La fama de doctrinario se extiende mucho más allá de los círculos revolucionarios, y sus prestigiosos éxitos no suavizan su carácter ni la dureza de sus réplicas. No discute, maneja los argumentos como un bloque, aplasta a quien le contradice y se marcha sacudiendo su melena.

En Londres, donde pasó la mayor parte de sus treinta últimos años, yendo de un barrio a otro según el estado de sus recursos, la paciencia de los propietarios y las amistosas subvenciones de Engels, escribe su obra más importante, El capital, en frases complejas, enroscadas como muelles y fabricadas sin preocuparse por su conclusión. El punto crucial del planteamiento es la teoría según la cual el trabajo, como cualquier otra mercancía, tiene su valor, determinado por las necesidades del obrero, y su excedente constituye la «plusvalía», cuyo beneficio revierte en el capital.

Marx modifica, abandona, vuelve sin cesar a emprender el gran trabajo de su vida, que quedará inacabado. Desde el día en que el Manifiesto lanzó al mundo su brillante y sombrío «¡Proletarios de todos los países, uníos!», sus teorías solo han recibido un amago de aplicación durante las breves jornadas de la comuna de París. Pero él está seguro, con la seguridad de un creyente, de la victoria final de su doctrina. Una cierta paz desciende sobre los últimos días de su vida, que, sin embargo, se ve atravesada por dos sufrimientos fulgurantes: la muerte de su mujer y la de su hija, Jenny Longuet. Poco después de este último golpe al entrar en su cuarto el día 14 de marzo de 1883, Engels lo encontró tranquilamente dormido para siempre. Su tumba está en Highgate.

Marx quería sinceramente la liberación de la humanidad, y sus seguidores la aprisionaron en un totalitarismo sin precedentes

La mayoría de los marxistas no conocen El capital mejor de lo que los católicos conocen la Suma de Santo Tomás de Aquino. El pensamiento de Marx, que parece también proceder de la industria pesada, ha dejado un método calificado pomposamente de científico y un catecismo revolucionario que ha dado la vuelta al mundo. Pero las teorías filosóficas y económicas sacadas del marxismo han sido por doquier refutadas por los hechos y no han dado buenos resultados en ningún sitio. A pesar de la abolición de la propiedad privada, final simbólico de la «explotación del hombre por el hombre» en los países socialistas, y la liquidación directa o indirecta de millones de seres humanos sacrificados a la ideología, nadie ha vivido, ni siquiera un solo día, el ideal de la sociedad sin clases. Ningún pueblo del mundo ha pasado al comunismo por efecto de la lógica marxista, y todos aquellos que han vivido esta experiencia han sido obligados a hacerlo por la fuerza de las armas al amparo de dos guerras mundiales. Y a la desgracia doctrinal, ha de añadirse el hecho de que, a la vez que obligaba a los gobiernos «burgueses» a concebir, finalmente, una política social con frecuencia eficaz, el marxismo ha contribuido a la consolidación del capitalismo.

Marx quería sinceramente la liberación de la humanidad, y sus seguidores la aprisionaron en un totalitarismo sin precedentes; quería un hombre nuevo, y ese hombre nuevo tenía la cabeza de un comisario político; pensaba que la «dictadura del proletariado» duraría algunas semanas, y se mantuvo durante setenta años. Puede decirse que Marx lo había previsto todo, excepto el marxismo, que, como un sacramento de tinieblas, produjo en todas partes lo contrario de lo que significaba.


(Texto extractado procedente de André Frossard, Los grandes pastores, Rialp, 1993, pp. 125-150. Reproducido con autorización de la editorial Rialp).


Se puede descargar aquí en pdf el texto de André Frossard sobre Karl Marx.

 

Periodista y escritor (1915-1995)