Tiempo de lectura: 11 min.

Es por todos sabido que en la biografía personal de Juan Pablo II, en su ministerio como obispo de Roma, sus viajes apostólicos ocuparán un lugar singular. Ningún Papa, en el pasado, había visitado tantas iglesias particulares a lo largo y a lo ancho de toda la tierra, ni ninguno había prodigado de modo semejante su presencia en todos los continentes del orbe. Ya se nos hace imposible pensar en un Papa no itinerante y se nos antoja que esta forma de servicio petrino nos acerca, apenas sin apreciarlo, a los orígenes apostólicos. El estilo de Pablo se hace cada vez más propio de Pedro. La diáspora más vecina a Jerusalén. Roma menos lejos de Cesárea marítima. Ciertamente, Juan Pablo II, el Papa «venido de lejos», hizo tan «cercana» su imagen a las gentes de la tierra como nadie, en el ayer cristiano, pudo jamás barruntar. La presencia física del peregrino por las geografías del oriente y occidente, acompañada con su palabra, hizo cierta la expresión de la Católica fijada por el obispo de Hipona en pleno fragor donatista: «Ecclesia toto orbe terrarum diffusa».

La reciente peregrinación del Papa a Israel ha atraído, más de lo en un primer momento esperado, a los medios de comunicación. En pocas horas, casi de repente, ocupó las primeras páginas de los más importantes rotativos, y fue objeto de editoriales y tema central para articulistas de muy diferentes ideologías o credos religiosos. Un escritor italiano, atento al acontecimiento, señaló, con acierto, que del interés inicial se pasó a la curiosidad, de ésta a la atención, de la atención al silencio y del silencio a la admiración.

Curiosidad, atención, silencio y admiración son términos que bien podían traducir las distintas actitudes que se apoderaban de los que seguían, con no poca inquietud, el itinerario del que se iba perfilando como un viaje lleno de inesperadas sorpresas. Los sociólogos de la religión, los analistas políticos, el espectador poco avisado no eran capaces de interpretar los hechos desde presupuestos ya ensayados, Juan Pablo II, a una y otra parte del Jordán, obligaba a hacer una lectura nueva de lo que muchos esperaban comprender desde simples categorías social-políticas.

EN EL OCASO DE UN MILENIO

No era la primera vez que Juan Pablo II pisaba los lugares de la vida de Jesús. Pero una cosa es visitar Tierra Santa como arzobispo de Cracovia y otra muy distinta hacerlo como obispo de Roma. La primera visita, en el lejano 1965 —año de la clausura del concilio Vaticano II y un año después del histórico viaje de Pablo VI a los lugares bíblicos— había quedado grabada en la memoria de Karol Wojtyla.

En aquel entonces, el arzobispo de Cracovia recordaría con gozo las palabras dirigidas por el papa Montini a los padres conciliares el cuatro de diciembre de 1963 en la basílica de San Pedro: «Veremos esa tierra bendita, de donde salió Pedro y a donde no ha vuelto ningún sucesor suyo; nos, humilde y brevemente, volveremos en señal de oración, penitencia y renovación».

Aquella experiencia inolvidable de 1965 le hacía escribir a Juan Pablo II, al sucesor de Pablo VI, en 1999: «Aún hoy hojeo de buena gana las emotivas páginas que escribí entonces». Más de una vez, y ya desde el inicio de su servicio como sucesor de Pedro, había manifestado el íntimo deseo de retornar, como su antecesor, a la tierra de Jesús de Nazaret. La providencia ha querido que fuera posible solamente al final del milenio y en plena celebración Jubilar del bimilenario de la Encarnación del Señor.

En uno de sus más personales y hermosos escritos: Carta sobre la peregrinación a los lugares vinculados con la historia de la salvación (29 de junio de 1999), el Papa peregrino anunciaba que, veintiún años después de su Pablo II pisaba los lugares de la vida elección como sucesor de Pedro, en el marco del Gran Jubileo quería vivir «una gran experiencia interior», y añadía que la «dimensión del ‘espacio’ no es menos importante que el tiempo». El espacio era la Tierra Santa, el tiempo el Año Jubilar.

Juan Pablo II, con la inquietud de la peregrina Egeria y la mansedumbre y paz de Francisco de Asís, soñaba, año tras año, con volver a pisar, arrodillarse y orar en Nazaret y en la Tierra denominada Santa por los creyentes hijo del padre Abraham. Como su antecesor, Pablo VI, Juan Pablo II esperaba con ansia llevar a cabo «una visita orante a los lugares santificados por la vida, pasión y resurrección de Jesús».

UN SUEÑO HECHO REALIDAD

En el umbral y en el amanecer del tercer milenio, el sueño se convirtió, parcialmente, en realidad. La esperanza de poder contemplar la tierra de Jesús se vio cumplida como una promesa realizada. No fue posible, en cambio, llegar a Ur de los Caldeos, a la tierra de Abraham, la actual Tal al Muqayyar, en la parte meridional de Irak. El deseo fue truncado por intereses humanos que interpretaron desde una óptica política la peregrinación y no alcanzaron a descubrir la lectura religiosa de la misma. Juan Pablo II tuvo que contentarse con una visita «virtual» en una audiencia, en el aula Pablo VI, días antes de partir desde Roma hasta Egipto y poder subir al monte Oreb (Sinaí) y rememorar la figura de Moisés y la Alianza entre Yahweh y su pueblo. La visita virtual a Ur y a los caminos del Éxodo bíblico, por muy actual que fuese el medio, no atrajo la atención del mundo como había de acontecer con la peregrinación desde el lunes 20 hasta el domingo 26 de marzo del presente año.

Las noticias de agencia miraron con curiosidad e inquietud cómo el obispo de Roma afrontaría los retos que suponía su presencia en Jordania, en Israel y en los territorios de los palestinos. Es sugerente releer los titulares de los más importantes periódicos del mundo. Unos calculaban expectantes si las fuerzas físicas del Papa soportarían el apretado programa de la peregrinación; su preocupación era la deteriorada salud del peregrino. Otros profetizaban que el viaje interesaría a lo más a una parte de los cristianos, pero ninguno acertó a sospechar que el contacto del Papa con católicos, judíos y musulmanes llegase a dejar una estela de aceptación y de obsequioso agradecimiento por parte de todos.

POR CAMINOS DE PENITENCIA, CONVERSIÓN Y PAZ

Antes de rememorar, a grandes rasgos, algunos aspectos de la visita, no podemos olvidar que una semana antes, el 12 de marzo, Juan Pablo II realizaba uno de los gestos más significativos, y probablemente menos comprendidos, como nauta, por utilizar de nuevo una expresión agustiniana, de la Católica: la petición de perdón por los pecados de la Iglesia. Este acto del Papa —profético para algunos— acompañado por una reflexión de la Comisión Teológica Internacional, era un novum en la praxis eclesial y una apasionante cuestión para la teología y la historiografía católicas.

El hecho, vivido el primer domingo de Cuaresma en el marco de una austera celebración litúrgica, guardaba una honda continuidad con la biografía espiritual del papa Wojtyla. Los no lejanos tiempos en los que el entonces cardenal de Cracovia tendía la mano generosa al episcopado alemán en demanda de perdón, los sinsabores por la no comprensión por parte de muchos de su pueblo, la reflexión eclesiológica al filo de la teología, entre otros, de H. U. von Balthasar, su profunda sintonía religiosa con los judíos compatriotas, las huellas de la guerra en su memoria… emergían ahora, después de muchos años, en el espíritu de Juan Pablo II como una experiencia religiosa a la que no era posible poner fronteras. Misión de la teología será acoger esta herencia espiritual e incorporarla al legado eclesial.

El Papa, en este contexto espiritual, al pisar la tierra de la actual Jordania, agradeció la hospitalidad del pueblo jordano e hizo una llamada al diá-logo interreligioso, principalmente entre las tres religiones monoteístas —cristianismo, judaísmo e islamismo— a favor de la paz, el bien y el respeto a la persona humana. En el comienzo de la visita, se perfilaba cuál iba a ser uno de los ejes centrales de la peregrinación: desde la autenticidad es posible el encuentro religioso. Se adelantaba que el diálogo se cimenta más en el sentir común (fronein) que el hablar (lalein). El programa interreligioso se impuso, en gestos y palabras, en el primer día de la visita.

PEREGRINO CONTEMPLATIVO

Juan Pablo II, en la primera jornada, sube al monasterio del monte Nebo, símbolo de la esperanza. Al igual que Moisés oteó la Tierra prometida (cfr. Dt 32,49), Juan Pablo II puso su mirada en el horizonte, apenas pronunció palabra y apuraba su andadura por las tierras de los patriarcas y profetas con actitud contemplativa. Como contemplativo que seguía los caminos de los orantes, ofrecía la posibilidad de un nuevo lenguaje; era el lenguaje del peregrino que quería encontrarse con la frescura de los orígenes de la fe abrahámica y de la reconciliación bíblica. Como Abraham, levantaba su mirada para no detenerse de día ni de noche y preanunciaba que la fuerza de los gestos iba a ser mucho más fuerte que la de las palabras.

De este modo, la visita a Wadi al-Jarrar, en las orillas del Jordán, la alocución esperada, dejó espacio a la oración. El peregrino contemplativo del Nebo se manifestaba como el orante cristiano cuya plegaria recuerda algunas páginas de la antigua Didaché o Doctrina de ios doce apóstoles, cuyo anónimo autor hablaba con idéntica emoción del bautismo del Señor en las aguas del Jordán.

Como humilde y esperanzado peregrino se dirigió, el 21 de marzo, a Tel Aviv, donde proclamó que en su itinerario espiritual llevaba consigo el sentir de las tres religiones hermanas. Si la bienvenida por parte de las autoridades del Estado de Israel dejaba traslucir que los recelos y los muros de las distancias no eran tan altos como parecían y que aquella acogida era compatible con la aceptación de los palestinos manifestada en la visita realizada a Al-Maghtas, cercana a la Jericó Herodiana, ciudad en la que se conservan las huellas de la ciudad más antigua del mundo.

También aquí el Papa se siente un contemplativo que descubre con «los ojos del alma a Jesús que se acerca a las aguas del río Jordán… Veo a Jesús que pasa de camino hacia la ciudad santa…; lo veo abrir los ojos del ciego a su paso». Si Juan Pablo peregrino se dejaba llevar de la emoción por la cercanía divina manifestada en la región más baja de la tierra —en las orillas del Jordán—, el escandaloso acercamiento tuvo su principio en la pequeña ciudad de Belén.

PEREGRINO QUE PIDE POSADA

La sencillez del discurso cerca del estilo del peregrino que se acerca a los lugares santos como pidiendo posada para estar, ver y orar. Cuantos seguían los pasos del Papa iban desvelando un estilo nuevo que facilitaba la apertura de las puertas y, sobre todo la apertura de los corazones. La Tierra visitada se iba convirtiendo en un escenario común, pacificado, pacificador y festivo. En el encuentro con los refugiados palestinos en Dheisheh se tocaba la paz y se creía en la esperanza. Con la misma exquisitez con que guardó silencio ante el imán que convocaba a la oración, el Papa no dudó en decir con voz fuerte «que los pastores de Belén probablemente fueron los antepasados de los refugiados».

En el pabellón de Congresos de Jerusalén, la visio pacis de los Santos Padres, donde se dieron cita los más importantes medios de comunicación de todo el mundo, se vivía un sereno aire de novedad y no se disimulaba, con sorpresa, que la peregrinación del Papa concitaba intereses no esperados. Después de la jornada de Belén todos nos preguntábamos cómo reaccionaria la mayoría; si la honda comprensión de los palestinos no provocaría el rechazo de los judíos.

Pero el tenor de la visita obligaba a propios y a extraños a no ser ajenos a lo que se presentaba como acontecimiento histórico: el obispo de Roma unía, casi inadvertidamente, posiciones que se antojaban irreconciliables. No en vano su misión es el servicio a la unidad. Pesaba más el signo silencioso que la palabra, y ésta, por su concisión, se convertía en sencilla intérprete de los gestos improvisados. Lo que se presentía como problema se desarrollaba sencillamente y con escandalosa normalidad. Más que interesar el comentario sobre la seguridad externa del huésped, ahora la pregunta era sobre cómo iba a proseguir la peregrinación.

Con contenida sorpresa el Papa celebró, el día 23, la eucaristía en el Cenáculo. Fue una significativa excepción. Desde aquí enviará a todos los sacerdotes del mundo su habitual y sentida carta para el Jueves Santo. Las vivencias en el lugar de la intimidad con los suyos pesaban más que las sensacionalistas noticias sobre el posible intercambio del Cenáculo por una sinagoga de Toledo. Se encontró con los rabinos jefes de Israel y con ellos compartió su aprecio por la tradición judía: «Este encuentro tiene un sig-pesebre de Belén dejó entrever el nificado realmente único que… llevará a incrementar los contactos entre cristianos y judíos, encaminados a lograr un entendimiento cada vez más profundo de la relación histórica y teológica entre nuestras respectivas herencias religiosas… Esperamos que el pueblo judío reconozca que la Iglesia condena totalmente el antisemitismo y cualquier forma de racismoDebemos cooperar para construir un futuro en el que ya no haya antijudaísmo entre los cristianos ni sentimientos anticristianos entre los judíos». Lo que durante tanto tiempo fue creciendo en el corazón de Juan Pablo II con relación a los judíos, «hermanos mayores», y que se manifestó claramente en el memorable encuentro con la comunidad judía de Roma, el 13 de abril de 1986, y en el no menos histórico documento sobre la Shoah, ahora propone, con la misma firmeza, que el entendimiento entre judíos y católicos no sólo debe «ser un sueño, sino también una realidad».

Si a alguien le pudiesen sonar a vacías estas palabras disiparía sus dudas después de asistir a la impresionante visita al mausoleo de Yad Vashem de Jerusalén. Sólo en silencio se podía contener la emoción de los encuentros del Papa con antiguos amigos unidos por dolorosos recuerdos. «Silencio para recordar… Silencio porque no hay palabras suficientemente fuertes para deplorar la tragedia de la Shoah… Recuerdo a mis amigos y vecinos judíos, algunos de los cuales murieron, mientras que otros sobrevivieron». Con algunos de los sobrevivientes pudo Juan Pablo II encontrarse, recordar, emocionarse, orar y refugiarse en las palabras del salmista para gritar y encontrar en ellas el sentido de todas las acciones de la historia. La emoción del milagro del encuentro con la joven que el sacerdote Wojtyla había llevado sobre sus hombros, recién salida del campo de concentración no necesitaba explicaciones… Era la imagen de una vida que sólo era legible desde la Providencia, la única que da sentido a la concatenación de hechos en la historia de los humanos y que solamente con el tiempo se pueden descubrir con todo su sentido.

EN EL CORAZÓN DE LOS JUDÍOS

Yad Vashem fue el lugar donde el Papa quiso legar cuanto proclamó pensando en el Holocausto y en sus víctimas: «Construyamos un futuro nuevo en el que no existan sentimientos antijudíos entre los cristianos o sentimientos anticristianos entre los judíos». Yad Vashem encontró un lugar en el corazón del obispo de Roma y al obispo de Roma se le abrieron más los corazones de muchos judíos.

A medida que pasaban los días, las diferencias, sobre todo las religiosas, no impedían en la «ciudad de la paz» el anhelo de la unidad. El encuentro interreligioso en el Pontificio Instituto «Notre Dame» hacía mucho más sencillo el esfuerzo ecuménico cuando se recorre el camino de la «adoración, la alabanza y la acción de gracias». Juan Pablo II lo expresó bellamente: «La sura inicial del Corán lo afirma claramente: ‘Alabad a Dios, el Señor del universo’ (Corán 1,1). En los cantos inspirados de la Biblia escuchamos esta llamada universal: ‘¡Todo ser que alienta alabe al Señor! ¡Aleluya!’ (Sal 150,6). Y en el Evangelio leemos que cuando nació Jesús los ángeles cantaron: ‘Gloria a Dios en las alturas’ (Le 2,14)». Uno recordaba el abrazo de Pablo VI al patriarca Athenagoras I de Constantinopla el 5 de enero de 1964 en la delegación apostólica de Jerusalén. Aquel abrazo se hacía más grande en el encuentro de Juan Pablo II: se quería llegar no sólo a los ortodoxos, sino acogerse al amparo de los creyentes en el Dios uno y único.

JUNTO AL LAGO DE GALILEA

En Galilea se vaticinaba , el 24 Papa dejó Jerusalén para encontrarse con más de cincuenta mil jóvenes de todo el mundo en el monte de las Bienaventuranzas, a orillas del lago de Genesaret. Juan Pablo II, al lado de Tabga y Cafarnaúm, en el mismo lugar en el que Jesús con los suyos proclamó el sermón de la montaña, escuchaba las inalteradas palabras de Jesús ante la presencia de cristianos procedentes de todo el mundo. Jamás en la historia del cristianismo había tenido lugar una escena similar en Galilea. Fue, sin duda, una de la jornadas más marcadamente católica de la peregrinación del Papa. El sucesor de Pedro, cerca de la casa de Cafarnaúm, con los ojos puestos en el lago de las llamadas a los apóstoles, vivía la milagrosa permanencia de la Iglesia según la promesa de Jesús.

Los musulmanes guardaban, con respeto, el viernes; con la proverbial veneración que les caracteriza, los judíos respetaban el sábado y Juan de marzo, un día lluvioso. El Pablo II seguía, admirados unos y otros, su peregrinación a Nazaret, para volver a Jerusalén y culminar su visita en el santo sepulcro y al Calvario, lugar al que quiso retornar, antes de partir para Roma, fuera de todo programa previo. En Nazaret todo habla de la familia humana de Dios, y no menos de las familias de todos los tiempos. También de las de hoy, con sus luces y sombras. Con la misma fuerza con que vibra ante el diálogo interreligioso, Juan Pablo II propone la familia como la realidad fundante de todas las restantes posibilidades humanas. Sin Nazaret no tendría sentido el pasado ni se abrirían perspectivas de futuro.

Quizás el último de sus actos en Tierra Santa caracteriza, mejor que cualquier otro, el sentido más profundo del viaje a Jerusalén: subir despacio al Calvario, escalón tras escalón, permanecer, durante algún tiempo, casi en solitario, en el lugar de la entrega del Maestro y Señor. Con la misma espontaneidad y sencillez con que se acercó al muro de las Lamentaciones y lo bendijo —sin ocultar la Cruz— y dejó allí su petición, quiso culminar su estancia en la Jerusalén terrena postrándose en el monte en el que todo se perdonó en aquel que por todos se entregó. En la figura de Juan Pablo II se unían los dos grandes montes: el Sinaí y el Sión. Viejos anónimos latinos pseudociprianeos los contraponían, en él se armonizaban.

El viaje del Papa era, sin duda, un capítulo nuevo en el libro de la historia de la Iglesia. Estoy seguro de que aún es muy pronto para hacer una lectura completa. Dan Vittorio Segre escribió, a propósito de la visita papal, que «el futuro es incierto, pero el pasado se desmorona». Se puede presumir que Juan Pablo II con sus gestos en la Tierra Santa ha abierto caminos nuevos. Los católicos nos hemos descubierto más católicos, los cristianos más cercanos, los judíos más esperanzados, los musulmanes menos recelosos y todos un poco más gozosos en este Año Jubilar. Juan Pablo II nos ha ofrecido una hermosa lección de auténtico diálogo y comprensión interreligiosa.