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“El cine es hoy, como las cafeterías, o los aparcaderos, una realidad ciudadana de orden primario; una realidad, una necesidad y un narcótico. Sin esos tres ingredientes el ciudadano actual se sentiría, de golpe, perdido, desconcertado”: es precisamente su carácter primario, podría decirse protagonista, con respecto a la realidad ciudadana lo que despierta el interés de Juan Gil-Albert, autor que mantuvo siempre un posicionamiento crítico hacia el cine difícil de definir y de concretar bajo un único concepto. Escéptico en la posible definición del cine como arte e ideológicamente crítico con respecto al carácter alienante y, parafraseando sus propias palabras, narcótico del cine en cuanto industria y en cuanto producto por y para la masa, Juan Gil-Albert mantuvo a lo largo de su extensa prosa literaria-ensayística un heterodoxo posicionamiento entorno a la creación cinematográfica. La heterodoxia de Gil-Albert y de sus textos en torno al séptimo arte reside en la perspectiva múltiple, y no siempre armoniosa, adoptada por el poeta valenciano para proponer un análisis que, desde el formalismo estético hasta un análisis más próximo a la sociología cultural, lleva a Gil-Albert a cuestionar el valor artístico de la expresión cinematográfica así como su función social o su entramado empresarial, cuyo objetivo –siempre, según el poeta- es  la difusión de un producto de consumo y no la producción de una obra artística de carácter imperecedero.

La heterodoxia de Gil-Albert y de sus textos en torno al séptimo arte reside en la perspectiva múltiple

Las palabras con las que iniciamos este artículo pertenecen a El cinematógrafo, un breve apartado de la que seguramente es la prosa más extensa de Juan Gil-Albert y que, bajo el título de Crónica General, juega con los géneros literarios de la autobiografía y del ensayo para proponer un recorrido histórico-temporal a lo largo de la primera mitad del siglo XX, en el cual la cultura, en su más amplia concepción, aparece como expresión e imagen del devenir temporal, como expresión singular y particular del tiempo y de las cambiantes contingencias sociales. Los aspectos biográficos sirven como eje en torno al cual Juan Gil Albert, como señala Francisco Brines, muestra su profundo interés “por el curso histórico en el que alienta, hasta el punto de ser uno de sus testigos más comprometidos”. Definido por Brines como “gozador del momento vivo”, Gil Albert se abandona a la estética de la contemplación pues es precisamente desde la ociosa contemplación que el poeta “nos hace conscientes de la vida” porque, como indica Brines, “la labor del poeta consistirá en fijar esa conciencia por la escritura”. Desde esta posición contemplativa, en El cinematógrafo Gil-Albert se acerca al cine desde los recuerdos de infancia, cuando, en su Alicante natal de la primera década del siglo XX, el cine despertó el entusiasmo del niño y, posteriormente, adolescente Gil-Albert: en los cines “Romea” y “Sorolla”, recuerda el poeta, “pasaron sobre nuestras miradas estáticas las mujeres más elegantes del mundo que eran, en aquel momento, las divas italianas” y en aquellas mismas salas se exhibieron “las películas de series, que”, continua Gil-Albert, “nos traían a todos, grandes y chicos, durante varias semanas, intrigados, y de las que salíamos mientras duraban los episodios, con el alma en un hilo”. Frente a estas palabras, es imposible no preguntarse acerca de los motivos que borraron aquel entusiasmo juvenil de Gil-Albert por el cine, ¿fue la sola maduración artística la que alejó al poeta de la gran pantalla o fue, en cambio, el desarrollo del cine, el paso al sonido, posteriormente al color y, en una última etapa, su consolidación como industria bajo el sello de Hollywood?

“Para nosotros”, se lee en El cinematógrafo, el cine fue “una incitación, una sorpresa, y más que un espectáculo una visión enigmática, ya que nos hacía percibir, unidos, dos contrastes de la vida, el moverse de las cosas y su silencio nativo”; en aquel cine todavía mudo, rememora Gil-Albert, “ese mutismo de las acciones que no se correspondía con la realidad, puesto que en ésta, las acciones suenan y hacen, incluso, ruido, es lo que le confería al cine, su extrañeza y su atractivo singular, librándolo de ser una copia de la vida”. En ese mismo texto de Crónica General, se lee: “Ahora el cine es una industria, como tantas, que da para vivir y, si no enseña a vivir ni a morir, distrae al menos. Instalado ya en nuestra casa, y a nuestro nivel, nos distrae de la vida y de la muerte, que es de lo que se trata. Distraer al hombre. ¿Existe programa de gobierno más eficaz?” En estas palabras se vislumbra algunos de los elementos críticos que Gil-Albert desarrollará y sistematizará en 1955 en un ensayo cuyo título es de por sí una declaración de intenciones: Contra el cine. Si bien no puede afirmarse de forma categórica que  la llegada del sonido al cine sea el elemento principal que provoca el distanciamiento estético de Gil-Albert del cine, sí es cierto que la adquisición de sonido se convierte en un punto de partida para la sistematización de unos de los argumentos centrales de Contra el cine: si el silencio liberaba a la película de convertirse en una copia de la vida, el sonido convierte el cine en un engaño.  En esta transición de creación a copia por parte de las obras cinematográficas, el silencio juega un papel decisivo, como puede comprobarse en las siguientes anotaciones de Gil-Albert en su beligerante ensayo: “lo que me ofrecen allí”, en el cine, “es la vida”, es decir, “la vida diaria, sus calles, sus escaleras, sus tugurios o sus palacios, sus hombres y sus mujeres con su respiración, los poros de su piel, sus besos, y sus golpes, sus heridas, sus intimidades más impúdicas, menos artísticas. En vista de lo cual yo ya no busco distraerme, trato de interesarme en aquello, debido a que nada me interesa tanto como la vida”; sin embargo, concluye de forma perentoria el autor, “cuando los ruidos se inician y la primera voz suena, el encanto se rompe y la trampa oculta de aquel moderno guignol mecánico se pone de manifiesto”.

La adquisición de sonido se convierte en un punto de partida para la sistematización de unos de los argumentos centrales de Contra el cine

La vida se funde con el arte y el arte pierde su singularidad y su autonomía a la vez que la vida se convierte en una falacia, en una mentira: no en vano, Gil-Albert recurre a la comparación de Marx –“la religión es el opio del pueblo”- para definir el cine como un opiáceo dirigido a un amplio espectro de población. Gil-Albert, propone una definición del cine paralela a la definición de Marx de la religión: los dos autores recurren al tópico latino de “panem et circenses”. Asimismo, el poeta suscribe, aunque indirectamente y sin mencionarlo, las tesis en torno al arte de masas y su deshumanización que Ortega y Gasset había planteado en 1925 en su ensayo La deshumanización del arte: “el gran arte”, escribe en 1953 Gil-Albert en Chapliniana, un artículo dedicado al personaje de Charlot, “no llegará nunca a las multitudes; éstas confundirán siempre el gran arte con el arte vulgar si está bien ejecutado”. La afirmación de Gil-Albert no sólo niega al cine, en cuanto producto consumido por las multitudes, el estatuto de arte, sino que identifica el arte con la élite, es decir, con un acto creativo dirigido a un público privilegiado. El arte, sin embargo, no sólo se define, para Gil-Albert, en términos elitistas, sino también como expresión individual que no busca alzarse como sustitutiva de la vida. Al cine, escribe Gil-Albert en su ensayo del 1955, “se va no a acrecentar la vida (…) Sino a deponerla, a salirnos de nosotros mismos pidiéndoles a modo de limosna, a nuestros favoritos de la pantalla, que vivan por nosotros la vida que hubiéramos querido vivir por la simple razón de que son ellos quienes la viven y no nosotros”.

El arte para Gil-Albert es la expresión que sobrevive al transcurso temporal, es la expresión que permanece inmutable; el arte es aquello que no pierde el aura, aquello que mantiene su aurea incluso en la era de la reproductibilidad técnica. A diferencia de Walter Benjamin, Gil-Albert niega al cine el estatus de arte en cuanto niega la posibilidad de que exista arte una vez perdida el aurea; “¿Es el cine un arte verdadero?”, se pregunta, años más tarde, el poeta y ensayista alicantino: el arte es “una extraña y entrañable creación humana cuya característica propia es la inmutabilidad, la posibilidad de mantenerse inmutable, impertérrita, desafiante, al paso del tiempo” y, concluye de forma tajante: “pasan los hombres, pasan sus obras, pasan sus técnicas: el arte queda. Queda sin ser superado, ya que cada momento del arte es insuperable. El arte renace en cada momento, pero no se supera”. En la era de la reproductibilidad, el cine no sólo está sujeto a la continua reproducción, sino que está sujeto a los avances técnicos y, por tanto, siguiendo la lógica de Gil-Albert, podríamos decir que está atrapado en la dialéctica de la superación: del cine mudo al cine sonoro, del cine en blanco y negro al cine en color, por no mencionar los distintos avances técnicos. Sin embargo, ¿son estos avances técnicos signos de superación artística? ¿La llegada del color es verdaderamente una superación y, por tanto, una negación del estatuto de arte para el cine? Sin embargo, aun negándole el estatus de arte, Gil-Albert libera el cine de esta dialéctica, que aparentemente le debiera pertenecer, al asignar un mayor valor al cine mudo con respecto al cine sonoro, obligándonos a proponer un nuevo interrogante: ¿son, entonces, las ansias de superación aquellas que han condenado al cine en cuanto expresión artística?

“El cine es un espectáculo multitudinario, y no tan solo por su afán proselitista, sino porque necesita, además, de dinero”, el cine, siguiendo lo afirmado por Gil-Albert, está atrapado en la industria y, por tanto, en la necesidad de dinero para su producción así como en la necesidad de generar beneficios. Tal y como se puede observar en las páginas de El cinematógrafo, para el ensayista alicantino, el proceso de industrialización no sólo va asociado al avance técnico que supuso la incorporación del sonido, sino también al nacimiento de Hollywood como centro mundial de la industria cinematográfica. “El cine, como última manifestación del arte, y como industria, actividad con la que se declaró, desde el primer momento, inseparable”, escribe Gil-Albert, “se trasladó, de la Gaumont o la Pathé, y la Milano-films, a Estados Unidos, y su Meca fue Hollywood”. El cine mudo de Pathé o de Milano-Films no sólo es, aquí, declarado, aunque indirectamente, como superior al que le siguió, sino que es definido como arte, como “la última manifestación del arte”. “El dólar tuvo función de catalizador de esas dos actividades humanas”, es decir del cine y de la industria, “que, hasta entonces, más bien habían aparecido como contrapuestas y que quedaron convertidas, ante nuestros ojos, en lo que yo me atrevería a llamar escandaloso contubernio”.  El cine como industria es identificado por el ensayista con el cine como copia, como imitación falsaria de la vida; el cine, afirma en Contra el cine, “cojea porque anda sobre dos planos distintos, el arte y la vida” y este cojear se incrementa cuando el cine hollywoodiense, el cine reconvertido en industria, convierte las películas en expresión de fastuosidad, conglomerado no equilibrado de lenguajes que no le son propios: “el cine”, se lee en El cinematógrafo, “ha ido cumpliendo su ciclo y adquiriendo su forma decisiva; poco más de medio siglo ha bastado para que se configurara definitivamente dueño de sus medios de expresión; ninguno originario, todos prestados; el inicial, la imagen, lo tomó de la fotografía; luego vino el sonido y, casi simultáneamente, el coloro”, convirtiéndose en “una pieza fundamental, tal vez la más elocuente, y desde luego la más vistosa, de la sociedad en que vivimos y que, por la proyección diaria de nosotros mismos, con nuestras peripecias, en los millares de pantallas del mundo, instándonos, captándonos, hipnotizándonos, nos configura”.

“El cine es un espectáculo multitudinario, y no tan solo por su afán proselitista, sino porque necesita, además, de dinero”

Si de sus palabras podría deducirse la condena de toda la producción cinematográfica, Gil-Albert hace algunas excepciones que resultan ser particularmente interesantes para entender su planteamiento. Una de las primeras excepciones es el documental: Lejos de funcionar como narcótico, lejos alzarse como un sustituto a la vida, para el poeta, el documental expone e ilustra la realidad con mirada periodística, es decir, sin la voluntad de alterarla o de reconvertirla en arte. Gil-Albert está convencido de que “nunca dejarán ya de proyectarse los documentables, bien en público o bien en privado, porque el hombre sentirá siempre la curiosidad bien comprensible de saber sobre sus antepasados detalles vivos (…) o cualquier otra minucia específica que sólo el grafismo en acción de la cámara nos revela llenando ese abismo entre el pasado y el presente que no puede llegar a satisfacer los más estrictos análisis fisionómicos ni psicológicos del artista más experto”. Excluyendo el documental del pecado de la copia, la cámara en el documental se convierte en un ojo fiel a la realidad, que no es reelaborada, es decir, que no es recreada desde una predisposición artística, sin embargo esta definición del documental por parte de Gil-Albert resulta altamente problemática en lo que se refiere al propio género documental, pues ¿acaso el posicionamiento de la cámara, el enfoque o el montaje no es de por sí un ejercicio de manierismo que indudablemente modifica la realidad expuesta? Desde el momento en que se deja fuera de campo un determinado aspecto de la realidad retratada, ¿no se está interviniendo en la conformación de la realidad y, por tanto, en su reescritura? Resulta curioso que, poco antes de escribir las palabras arriba citadas, Gil-Albert ilustre su argumentación recurriendo a un film como El acorazado Potemkin, que si bien basado en hechos reales se inscribe dentro del género de la ficción. Asimismo, Gil-Albert refuerza su argumentación haciendo también referencia al neorrealismo italiano y en especial a la película de Vittorio de Sica El ladrón de bicicletas: “En nuestros días los italianos han vuelto a la palestra oponiendo a la fastuosidad de los medios americanos una modestia verdaderamente feliz”, afirma el ensayista alicantino, “nada de complejidades que indigestan a la pantalla. ¿No se quiere la vida? Pues vayamos a encontrarla en la calle, como es, desgarrada, sin duda, pero sencilla y hasta un poco simplista”. ¿Es entonces el cine como ficción-copia de la vida lo que condena Gil-Albert o, por lo contrario, simplemente la fastuosidad y el artificio hollywoodiense?

Será en 1966, en su artículo Homenaje a Visconti, cuando Gil-Albert matice y, sobre todo, reconduzca el discurso iniciado en 1955. En su artículo de 1966, el ensayista escribe: “Hace años publique un opúsculo, Contra el cine, en el que me negaba a reconocer en éste un arte, un arte a la altura del Arte; bien leído me di cuenta de que apuntaba en él, a parte del enjuiciamiento del cine en sí mismo, a otros fenómenos sociales, psicológicos y aun económicos, que lleva involucrados y sobre los que sigo, en lo fundamental, opinando lo mismo” y, concluye Gil-Albert: “la opresión que este arte naciente ha ejercido desde el primer momento, dos monstruosas fuerzas actuales, las masas y el dinero; necesidad de atraer a las primeras y de ganar el segundo”. Si bien el ensayista se reafirma en la postura argumentada en su opúsculo de 1955, sus palabras revelan una velada autocrítica respecto a los planteamientos propuestos, no siempre de forma harmónica, para el enjuiciamiento del cine; En Contra el cine,  Gil-Albert traslada su crítica del sistema de producción cinematográfica a un análisis formal de las obras fílmicas, convirtiéndolas en la aparentemente consecuencia lógica del sistema de producción. Esta dialéctica de causa-efecto, entre un factor socio-económico y la producción artística, motiva las contradicciones que se plasman en la argumentación de Gil-Albert vinculada al género documental y al concepto de obra artística y su posible o no estatuto de copia. Volvemos a encontrar el ensayista en abierta contradicción consigo mismo en su ensayo Viscontiniana, donde se refiere entre elogios a la película Muerte en Venecia: “Muerte en Venecia, se convirtió, al contrario de lo que preví, en la película del año: en París, en Londres, en Roma; también en Nueva York; el resto de las ciudades percibieron el eco y fueron ingresando, como clientes, en la extraña magia persuasiva de lo multitudinario”; la película elogiada por Gil-Albert, rodada en 1971 en producción italo-francesa, contradecía tanto los prejuicios del ensayista como los estrictos principios que, aparentemente, la hubieran tenido que condenar: “es atributivo del cine”, afirma Gil-Albert en un intento de justificar sus elogios hacia Visconti y su filmografía, “lograr convertir lo privado en público, lo selecto en mayoritario, lo silencioso en vociferante”. Las palabras de Gil-Albert resultan fuertemente enigmáticas, al contradecir las tesis sostenidas, no sólo en sus ensayos precedentes, sino en el propio Viscontiniana, donde, en páginas sucesivas, explica y justifica su entusiasmo por el director italiano, a pesar de suscribir una vez más su postura expuesta en Contra el cine, con una más que paradójica explicación: “hace pocos días”, escribe en Gil-Albert, “un joven entrometido que me presenta un pliego de preguntas con intención de darlas a la publicidad, me encaja una con cierto tonillo impertinente (…) Si le niega al cine el pan y la sal, ¿cómo se explica su exaltada admiración por Visconti?”; ante la pregunta del joven periodista, el alicantino responde: “Recogí en un santiamén la intención de aquel reto que me dejaba en la picota de una contradicción más justificada, y repliqué en el acto: Visconti no es el cine”.

Consciente él mismo de la contradicción en la que podría caer, Gil-Albert no ignora que su respuesta “suena a esotérica”, pero y a pesar de ello, la mantiene, considerando que sostener que Visconti no es el cine está justificado desde el momento en que el director italiano “ha utilizado el cine pero no encarna lo que el cine ha venido a dar por su propia cuenta, cuando no se apoya en nada ni en nadie exterior, ni en la literatura ni en teatro, ni en música sinfónica, y surge de sí mismo, de un modo autóctono, con el lenguaje expresivo que le corresponde, el cinematógrafo (,,.) Pero también, con su improvisada irrupción emocional”; Visconti, concluye tajante Gil-Albert en Viscontiniana, “es todo él apoteosis” y, añade, “todo el arte de Visconti es la expresión esmeradamente concatenada, de lo magnífico”.

Gil-Albert no ignora que su respuesta “suena a esotérica”, pero y a pesar de ello, la mantiene

Los elogios a Visconti responde a la convicción de Gil-Albert de que al lenguaje cinematográfico “han ido a parar, disconformes, demasiados ingredientes heterogéneos; una pertenencia a la vida, otros al arte, otros, por último, a la obra novelesca o dramática de la que se han extraído, irreverentemente, personajes y situaciones”. Para el poeta, Visconti consigue emanciparse de estos heterogéneos ingredientes proponiendo una voz propia, que se hace todavía más potente en cuanto el director italiano consigue desprenderse de la obra novelesca en la que se basa la película. Refiriéndose tanto a Muerte en Venecia como a Il Gattopardo, Gil-Albert subraya la independencia que consigue el director italiano en el momento de trasladar estas dos grandes obras al cine: Visconti no adapta el lenguaje narrativo a la gran pantalla, lo reescribe, se apropia de los textos de Mann y de Tomasi de Lampedusa para proponer una reinterpretación. “El libro de Lampendusa abarca nuevos estadios, cada vez más mortecinos de la decadente familia Salinas”, ante esto Visconti, “corta por lo santo y circunscribe al baile (…) Toda la melancolía del adiós (…) El denso perfume de la frivolidad encopetada (…) llega a cobrar en aquella escena una (…) angustia del fato”.

A través del análisis realizado en Viscontiniana de Il Gattopardo es posible vislumbrar algunos de los argumentos a los que Juan Gil-Albert alude no sólo para expresar su admiración por Visconti, sino para sostener que el director italiano no “es” o no representa el cine. «Aquí”, afirma refiriéndose a Il Gattopardo, “la obra cinematográfica le ha dado otra dimensión a la obra literaria, la ha, por así decirlo, engrandecido”.

“El cine nació, espontáneamente de la fotografía, cuando ésta se puso a andar, es decir, a moverse, o, seamos más exactos, a registrar el movimiento”, se lee en Viscontiniana, “Ese fue el alborear de una ambición que, en el corto transcurso de medio siglo, se convirtió en totalitaria; el movimiento, el sonido, el color, la tercera dimensión, todo lo fue conquistando, aguerridamente, la cámara, como quien ha descubierto que el mundo es suyo, y que nada puede oponerse al desorbitado afán que siente en sí de dominar el ancho campo del arte, sin las limitaciones que cada una de las llamadas Bellas Artes, se impusieron, para expresarlo, con los medios específicamente idóneos de su pertenencia”. Para Gil-Albert, Visconti, sin embargo, rehúye de este afán, su cine, escapa de esta “servidumbre” causante del fracaso del cine, “de su negatividad”, pero ¿dé que manera escapa de todo aquello? Gil-Albert no contesta a estas cuestiones, en su análisis de la película, dichas afirmaciones acerca de la “servidumbre y de la negatividad” del cine permanecen inconexas, carentes de una ulterior explicación que sin duda requerirían. En Viscontiniana, el elogio de Muerte en Venecia va por otros derroteros: abandona el análisis formal y estilístico, el elogio se centra en el sentido de la obra, en la poética de la decadencia que impregna las secuencias de Visconti y que está presente en la novela de Mann. Podríamos decir que aquello que fascina verdaderamente a Gil-Albert de Muerte en Venecia es el espíritu apolíneo de la decadencia a la vez que el resurgir dionisiaco a través de la remembranza a un tiempo y a un mundo que parecen llegar a su fin.

“El cine nació, espontáneamente de la fotografía, cuando ésta se puso a andar, es decir, a moverse, o, seamos más exactos, a registrar el movimiento”

“Lo que me atrajo de un modo avasallante, en la obra de Visconti”, confiesa Gil-Albert, “fue lo que en ella resplandecía como en parte alguna de obra recreada, la Cultura; el mundo que nos mostraba era el de una sociedad acabada, pero no sólo en el sentido de su acabamiento, de su desmoronamiento interior, sino, también, y con qué viva apreciación de detalles contingentes, de su acabado, de su valor como objeto, de los valores de su plasmación como sociedad, de sus valores culturales”; el ensayista y poeta alicantino, ve en las secuencias viscontianas aquel final, aquel desmoronamiento social y cultural que, de forma menos poética y, sin duda, menos explícita, pronostica él mismo en sus ensayos: “el mundo de Visconti”, señala el ensayista y poeta alicantino, “es el anterior a este desmando crítico, y a-monumental diríamos, el inmediatamente anterior” y, añade posteriormente, se trata de “un mundo en sus postrimerías; patético”. El mundo descrito cinematográficamente por Visconti es el mundo perdido que impregna las páginas de Gil-Albert, unas páginas –en Crónica General resulta particularmente evidente- en las que el cine se convierte en metáfora de esta pérdida, en síntoma del nuevo tiempo y signo de lo perdido.

Sus ensayos acerca de cine están impregnados de melancolía: Gil-Albert mira el cine desde el desengaño y, a la vez, desde la añoranza de aquellos años de infancia en los que descubrió el denominado séptimo arte. El cine es, en cierta medida, para Gil-Albert la representación del desengaño, de la falsedad que se impone una sociedad masificada y narcotizada, embelesada en ficciones que se ofrecen como verdades y como mundos posibles. ¿Es el cine el responsable de ello? Seguramente no, el cine, en todo caso, es un síntoma más de un mundo en el que la individualidad se ha perdido en la homogeneizadora multitud. Como subraya Francisco Brines, Juan Gil-Albert puso en el centro de su poética y de su ensayismo la reivindicación de la individualidad y de la subjetividad, aquella que parece ya no poder encontrar en el presente.

¿Se convierte, por tanto, el cine en víctima innecesaria? Sin duda, pero ¿por qué? Porque el cine representa para Juan Gil-Albert la entrada en la pantalla global, donde la imagen, la ficción, se convierten en falaces substitutos de la vida y maniqueas formas de distracción. “Distraer al hombre. ¿Existe programa de gobierno más eficaz?”, se preguntaba retóricamente el ensayista. Puede que en verdad el cine sea sólo una excusa, el medio para alzar su voz a un sistema que busca distraer al hombre, que busca configurar ficciones a las que las multitudes puedan abandonarse, dando la espalda a una realidad incómoda que algunos prefieren ocultar. Juan Gil-Albert, sin embargo, ajeno al cine, es decir, ajeno al control alienante observa y condena, denuncia aquello que otros callan. Y es que, a fin de cuentas, Juan Gil-Albert es un intelectual y el cine la punta visible de un proyecto que va más allá de la gran pantalla.

Anna Maria Iglesia (1986) es licenciada en filología italiana y en Teoría de la literatura y literatura comparada; Máster en Teoría de la literatura y literatura comparada por la Universidad de Barcelona. Es colaboradora habitual de El Asombrario, El Confidencial, Letras Libres, The Objective, Llanuras o Altair.