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Antonio García-Santesmases es doctor en Filosofía y catedrático de Filosofía Moral y Política en la UNED. Ha sido miembro del Comité Federal del PSOE y diputado al Congreso. Militante socialista desde 1976. Fue uno de los fundadores de Izquierda Socialista, tras la renuncia de Felipe González a la secretaría general del PSOE en el XXVIII Congreso (mayo de 1979).


Avance

Joseph Ratzinger pensaba que a los cristianos les toca ser una minoría en esta sociedad neopagana, señala García-Santesmases. La descripción de la complejidad de la actual sociedad es frecuente en sus escritos; pero, más allá de esa descripción, hay en su obra una propuesta de intervención que intenta mantener una identidad propia en una sociedad donde todo se puede comprar y vender y donde muchos quedan desconcertados y no saben a qué atenerse. No son pocos los que concluyen que es imposible alcanzar la verdad y, por ello, es preferible sobrevivir en un suave escepticismo. Ratzinger no está entre ellos.

Joseph Ratzinger, opina García-Santesmases, no es un neoliberal en el campo económico ni un defensor incondicional del imperio norteamericano; es un neoconservador. Caracteriza al neoconservador como aquel que piensa en los límites del proyecto de la modernidad y en las consecuencias de la posmodernidad. El neoconservador recoge con valentía el reto lanzado por la revolución de 1968. Lo personal efectivamente es político, pero según entendamos lo personal podemos orientar la política de una manera o de otra. Si pensamos en que está en peligro el futuro de la institución familiar, trataremos de articular una estrategia en su defensa.

García-Santesmases afirma que de todas las obras de Ratzinger no sobrevivirán muchos de sus manuales, porque hay teólogos con mayor capacidad. Donde brilla como ningún otro es en su agudeza para diagnosticar las carencias del adversario. Ratzinger apuesta por la razón. El que llegó a ser papa Benedicto XVI ve posible otra forma de religión no basada en la imposición de las creencias, ni ciega ante las limitaciones de la modernidad. Ratzinger es consciente de que a la hora de hacer recuento de los costes provocados por la religión hay que recordar la Inquisición y las guerras de religión, pero al hacer balance de la modernidad hay que constatar el Holocausto y el gulag, subraya García-Santesmases, para quien la humanidad ha vivido y ha sufrido los males de la religión y los males de la política, los males de las doctrinas de salvación y las patologías de la nación o de la raza.

Como hombre agustiniano, Ratzinger considera que es posible no caer en el nihilismo si se mantiene la esperanza y se anima a la conversión. Apuesta por la salvación definitiva, aunque los que crean en ella sean una minoría. En todo su planteamiento subyace el profundo pesimismo del que parte de la realidad del mal, y la profunda esperanza del que piensa que ese mal radical no tendrá la última palabra.

Ratzinger apostaba por la salvación definitiva, aunque los que crean en ella sean muy pocos, aunque sean una minoría, porque siempre pensó que esa minoría cognitiva en una sociedad neopagana es el destino que les está reservado a los que quieran estar en su tiempo y apuesten por esperar más allá de su tiempo. Para ello se necesita ser conscientes de la desconfianza con que el mundo actual mira las promesas religiosas. Esa desconfianza se puede combatir con una gran voluntad que preserva la propia identidad.


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Siempre me he hecho la pregunta de por qué Joseph Ratzinger pensaba que a los cristianos les tocaba ser una minoría en esta sociedad neopagana. No estábamos sólo ante una descripción del clima cultural de la época actual. La descripción de la complejidad de la actual sociedad es frecuente en sus escritos; pero, más allá de esta descripción, pienso que hay en su obra una propuesta de intervención; una propuesta que intenta mantener una identidad propia en una sociedad donde todo se puede comprar y vender y donde muchos quedan desconcertados y no saben a qué atenerse. No son pocos los que concluyen que es imposible alcanzar la verdad y, por ello, es preferible sobrevivir en un suave escepticismo. Ratzinger no está entre ellos. Para entender el sentido de su apuesta es imprescindible repasar su biografía, una biografía que conecta con todo un siglo de la vida europea.

La Alemania de Adenauer

Es frecuente seleccionar un fenómeno como el acontecimiento decisivo que define una época. Desde hace años este lugar lo ocupa la memoria del Holocausto y ello nos hace creer que siempre fue así. Lo cierto es que, tras la derrota del hitlerismo, una gran mayoría de la sociedad alemana consideraba que era esencial centrarse en el crecimiento económico sin realizar un ajuste de cuentas con el pasado. Son sobrecogedores, en este sentido, los testimonios de Karl Jaspers o de Hannah Arendt. No es sólo que no se produjera un arrepentimiento por parte de los que habían colaborado con el régimen nazi; es mucho más grave: para muchos no existía ningún asomo de culpa.

Esta memoria del Holocausto opera también en Ratzinger, opera como un interrogante dramático al preguntarse en público dónde estaba Dios cuando aquel exterminio se estaba produciendo. Una interrogante de tal calibre formulada por un Papa impresionaba, pero eso fue mucho tiempo después. Muchas cosas habían cambiado hasta llegar a ese momento.

Tras la derrota de la Alemania nazi llegaba la hora de recuperar la tradición católica y ahí estaba el joven Raztinger estudiando filosofía y teología con la esperanza de dar un fundamento racional a las convicciones religiosas. Un fundamento en una sociedad en la que la forma de superar la polarización de los años treinta pasa por apaciguar el debate ideológico y buscar grandes consensos; articular partidos que vayan más allá de las definiciones ideológicas estrictas, estén éstas vinculadas a la religión o a la clase social. De ahí la importancia de Konrad Adenauer y del congreso del SPD en Bad Godesberg [en él, el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) cambió su orientación ideológica de partido marxista a formación a favor de la economía social de mercado]. La desideologización va unida a políticas de concertación entre los sindicatos y los empresarios que permitan garantizar el pleno empleo y el acceso a la sociedad de consumo. La idea fundamental es la integración frente a la polarización.

«La privatización de las cuestiones que afectan al sentido último de la existencia es imprescindible para evitar los confesionalismos del pasado, pero no pueden llevar a la irrelevancia»

Esa Alemania de Adenauer convive con la Italia que se ve agitada por el final del pontificado de Pío XII. Así como el soldado que ha vuelto de la guerra se encuentra con una sociedad que no quiere mirar hacia atrás, el teólogo que acude a Roma se encuentra con una institución que necesita mirar al pasado para ver si puede tener futuro; no sólo al pasado reciente sino al conjunto de la historia de la humanidad. Este es el terreno en el que Ratzinger se siente llamado a repensar el mensaje cristiano desde sus raíces y es aquí donde va descubriendo la paradoja que da sentido a su quehacer.

Así como en el origen del cristianismo la sociedad politeísta va dando paso al constantinismo y son los paganos los que van siendo incorporados a la nueva religión oficial del imperio, hoy vivimos una mundo inverso: son muchos los que aún dentro de las filas cristianas son paganos sin saberlo, sin reconocerlo, sin reparar en ello.

La cultura del 68

Esta apreciación del joven Ratzinger se intensifica en una época donde la cultura del 68 pone en cuestión fundamentos del orden socio-moral. Es la época de la antipsiquiatría, de la contracultura, de la desescolarización, de llevar la revolución a la vida cotidiana.

Una época que llega también al mundo religioso y que plantea el problema de si el Concilio Vaticano II ha sido un paso, un primer paso que debe permitir avanzar más resueltamente hacia adelante o si, por el contrario, al ir incorporando tantas y tan diversas demandas la Iglesia corre el peligro de diluir su propia identidad y provocar en sus seguidores una confusión que les impida saber a qué atenerse.

«Lo difícil era anticipar, tras la caída del muro, las dificultades de la modernidad ilustrada para hacerse cargo de los nuevos desafíos»

Al menos dos fenómenos tienen tanta o más relevancia que los cambios en la vida cotidiana. Ha irrumpido una nueva generación que si quiere saber acerca de lo ocurrido en los años treinta y cuarenta, que si quiere conocer el comportamiento de sus mayores en la época del nazismo. A la par aparece una nueva dimensión de la teología política completamente distinta a la que operaba en la obra de Carl Schmitt. No se trata de volver a la dinámica existencial de un choque irreductible entre un nosotros y un ellos, pero tampoco de aceptar que el mensaje religioso, para poder pervivir, no debe traspasar los umbrales de la propia conciencia.

La privatización de las cuestiones que afectan al sentido último de la existencia es imprescindible para evitar los confesionalismos del pasado, pero no pueden llevar a la irrelevancia. Para dar una nueva dimensión a la religión comienza a aparecer un mesianismo de resistencia que mire a los perdedores de la historia, a las víctimas, a los vencidos, a los que sufren hoy las consecuencias de un orden económico que ahonda las diferencias entre el Norte opulento y un Sur condenado a la miseria.

Esta nueva cultura política rompe el consenso de posguerra y plantea problemas que habían sido orillados en la agenda política anterior. Es aquí donde la figura de Ratzinger aparece unida a los que miran con preocupación una evolución que está diluyendo la propia identidad y donde no se respeta suficientemente la tradición, la jerarquía y el depósito de la fe.

Un papa polaco y un cardenal alemán

Ese mundo de crisis post 68, ese mundo en el que también aparecen grupos terroristas en Alemania y en Italia y donde hasta es asesinado un político como Aldo Moro, para desesperación de Pablo VI, es un mundo que cambia radicalmente a partir de finales de los años setenta con la llega al poder de tres figuras que van demoliendo el legado del 68. Margaret Thatcher en Gran Bretaña, Ronald Reagan en Estados Unidos y Karol Wojtyła en el Vaticano van uniendo estrategias para ir provocando una demolición del Estado del bienestar, una segunda guerra fría y un renacer del tradicionalismo católico.

La personalidad de un polaco que ha vivido el catolicismo como un elemento central para mantener la identidad nacional de su país frente al nazismo y al estalinismo, inspira una apuesta por una identidad fuerte que compita con el comunismo soviético y luche por recuperar las raíces cristianas de Europa.

Ratzinger está dentro de ese mundo, pero mira las cosas desde otra perspectiva y de ahí su interés. Pienso que Ratzinger no es un neoliberal en el campo económico ni un defensor incondicional del imperio norteamericano. Sería casi imposible que un admirador de Adenauer fuera neoliberal o mirase acríticamente a la administración norteamericana. A mi juicio Ratzinger es un neoconservador. En muchas ocasiones se confunde al neoliberal con el neoconservador pero responder a culturas políticas diferentes.

El neoliberal como Friedrich Hayek trata de defender la soberanía del mercado y de reivindicar la iniciativa privada y previene en contra de un Estado social que puede llevar, a su juicio, a un camino de servidumbre.

El neoconservador está pensando en los límites del proyecto de la modernidad y en las consecuencias de la posmodernidad. El neoconservador recoge con valentía el reto lanzado por el 68. Lo personal efectivamente es político, pero según entendamos lo personal podemos orientar la política de una manera o de otra. Si pensamos en que está en peligro el futuro de la institución familiar y el papel de las escuelas y de las iglesias, trataremos de articular una estrategia en defensa de estas instituciones desbordadas por una modernidad líquida donde es imposible que nada sea sólido, permanente, eterno.

Este es el terreno donde Ratzinger va a sentirse a gusto y donde va a brillar en los debates ético-políticos. Una brillantez que le va a ser recocida cuando se produzca el fin del siglo veinte; un final que se adelanta a lo ocurrido en los años entre el 89 y el 91. Se ha producido la caída del comunismo, desaparecen los bloques militares, se logra la unidad alemana, y son muchos los que se preguntan: ¿ahora qué?; ¿volverá un socialismo democrático que rompa con el estalinismo?; ¿se recuperarán las raíces cristianas de Europa?

¿Tiene futuro Europa?

Cuando todos son loas a los vencedores, cuando muchos se suben al carro del siglo americano y hablan del fin de la historia porque el triunfo de la democracia liberal capitalista es inapelable, de pronto, el cardenal silencioso, que ha ocupado un plano relevante, pero nunca ha sido protagonista, comienza a debatir con distintos intelectuales laicos como Jürgen Habermas o Paolo Flores d’Arcais, incluso a participar en homenajes a teólogos como Johann Baptist Metz (J. B. Metz) para señalar que desaparecido el comunismo soviético, desaparece no sólo un sistema, sino también una cosmovisión que remitía a un mesianismo alternativo al cristiano.

Desaparecido el enemigo, ¿quién llenará el vacío?; ¿aumentará el resurgir de la religión cristiana o, por el contrario, habrá nuevas fórmulas de nacionalismo exaltado o de religión fundamentalista? Es fácil decir que fue esto lo que ocurrió cuando pensamos en lo que vivimos en los Balcanes o recordamos el 11 de septiembre del 2001. Lo difícil era anticipar, tras la caída del muro, las dificultades de la modernidad ilustrada para hacerse cargo de los nuevos desafíos.

Pienso que de todas las obras de Ratzinger no sobrevivirán muchos de sus manuales. Son varios los teólogos que tienen una capacidad literaria superior. Pero dudo que haya muchos que hayan tenido la capacidad de diagnosticar las carencias del adversario con la lucidez de J. Ratzinger.

Todo ello se ve en sus debates y al dirigirse a públicos universitarios en la Sorbona o en el mundo académico alemán y es aquí donde se va a encontrar con la sorpresa, como le pasa a todo gran líder político, que una cosa es lo que decía el profesor Ratzinger y otra lo que dice Benedicto XVI. Cuando era el profesor el que hablaba podía permitirse unas licencias que le serán coartadas cuando trate de expresar lo que para él es obvio y para otros puede resultar ofensivo.

Para alguien que ha vivido la Alemania de los años treinta ,aunque fuera como niño, la defensa de un Occidente ilustrado y la reivindicación de los valores de la laicidad aparece como algo imprescindible, diríamos que indiscutible. Es a partir de ese supuesto con el que comienza el diálogo. Todos aceptamos en las democracias liberales que es imprescindible la separación entre la Iglesia y el Estado, y la autonomía de la conciencia.

«Es posible otra forma de religión no basada en la imposición de las creencias, ni ciega ante las limitaciones de la modernidad»

El problema se complica cuando nuestro interlocutor no mira a Occidente como patria de la Ilustración y las luces sino que recuerda al Occidente depredador y colonialista; y entonces prevalece el pasado imperial agresivo y violento, se recuerda al Occidente que trató de imponer su modo de vida y esquilmó las riquezas, pretendiendo que ello era bueno para todos y un signo del avance de la civilización.

Algo de esto le ocurrió a Ratzinger al pasar de las doctas discusiones con el profesor Habermas al incendio provocado entre poblaciones musulmanas que se sintieron ofendidas por sus palabras. A partir de entonces ya nada fue lo mismo y fue controlando más las expresiones en público y se fue centrando en editar su obra cristológica que tuvo mucho menos impacto. Las servidumbres del cargo le hicieron tener que refrenar la espontaneidad del analista y el rigor del intelectual.

Por eso son muchos los que, a la hora del adiós, han recordado como elementos decisivos algunos de aquellos debates anteriores al papado. En todos ellos sobresale el designio, la vocación, la voluntad de preservar un legado aunque ello obligue a ser minoría, a marchar contracorriente.

Ratzinger apuesta por la razón. La pregunta es por qué razón. Evidentemente es consciente de que la razón dominante en nuestro mundo es la razón positivista en el campo científico y la utilitarista en el campo moral, una razón para la cual la religión ha quedado atrás, como símbolo de una etapa previa de la humanidad, una etapa felizmente superada. Con su superación se afirma se han superado también los males del dogmatismo, de la intransigencia, de la crueldad, del fanatismo, y de la violencia.

Ratzinger no desconoce que todos estos fenómenos se han dado en la larga y compleja historia de la religión cristiana, pero sostiene que es posible otra forma de religión no basada en la imposición de las creencias, ni ciega ante las limitaciones de la modernidad.

A su juicio, si es imprescindible una superación de las patologías asociadas a la religión, también lo es una constatación de lo ocurrido al producirse el avance de la secularización. Es consciente de que a la hora de hacer recuento de los costes provocados por la religión hay que recordar la inquisición y las guerras de religión, pero al hacer balance de la modernidad hay que recordar el Holocausto y el Gulag. La humanidad ha vivido y ha sufrido los males de la religión y los males de la política, los males de las doctrinas de salvación y las patologías de la nación o de la raza.

¿Debemos caer en el nihilismo y considerar que no es posible evitar el mal? Como hombre agustiniano, Ratzinger considera que es posible no caer en el nihilismo si se mantiene la esperanza y se anima a la conversión. En todo su planteamiento subyace el profundo pesimismo del que parte de la realidad del mal, y la profunda esperanza del que piensa que ese mal radical no tendrá la última palabra. Consciente, eso sí, de que más que del mal radical el hombre contemporáneo habla de males concretos, específicos, que se pueden acotar y es posible superar con reformas precisas y puntuales.

Ratzinger no es contrario a esta política prudencial siempre y cuando no implique reducir el horizonte de expectativas a ese mundo intramundano donde la salvación no está ni se la espera. Sigue pues apostando por esa salvación definitiva, aunque los que crean en ella sean muy pocos, aunque sean una minoría, porque siempre pensó que esa minoría cognitiva en una sociedad neopagana es el destino que les está reservado a los que quieran estar en su tiempo y apuesten por esperar más allá de su tiempo. Para ello se necesita ser conscientes de la desconfianza con las que el mundo actual mira las promesas religiosas; esa desconfianza se puede combatir con una gran voluntad; sólo haciendo hincapié en esa voluntad es posible preservar la propia identidad.

Antonio García-Santesmases es doctor en Filosofía y catedrático de Filosofía Moral y Política en la UNED. Ha sido miembro del Comité Federal del PSOE y diputado al Congreso.