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Joseph Ratzinger: ¿Es el relativismo una condición de la democracia?

Benedicto XVI. Foto: © Shutterstock

Joseph Ratzinger (1927-2022). Fue el 265 pontífice de la  Iglesia católica, con el nombre de Benedicto XVI (2005-2013). Ordenado sacerdote en 1951, destacó como teólogo en las universidades de Bonn, Münster, Tubinga y Ratisbona. Tuvo una destacada participación en el Concilio Vaticano II. Fue arzobispo de Munich. Prefecto de la Doctrina de la Fe (1981-2005) durante el pontificado de Juan Pablo. Considerado como uno de los mayores teólogos del siglo XX y un filósofo muy respetado por pensadores no creyentes. Es autor de numerosas obras entre las que destacan Introducción al cristianismo; Ser cristiano en la era neopagana; Fe, verdad y tolerancia; La sal de la tierra; Jesús de Nazareth.

AVANCE

Ratzinger se pregunta si en la democracia debe existir un núcleo no relativista. La respuesta es sí, ya que todos aceptan que los derechos humanos no están subordinados al imperativo del pluralismo, lo que significa que un fundamento de verdad resulta imprescindible para la supervivencia de la democracia. 

Hay, al respecto, dos posturas contrapuestas -expone Ratzinger-. Por un lado, la radicalmente relativista, que quiere desterrar del ámbito político el concepto de bien, por considerarlo peligroso para la libertad; y que rechaza el «derecho natural». La democracia consiste, en ese caso, esencialmente en los mecanismos de las elecciones. La posición contrapuesta señala que la verdad no es un «producto» de la política, sino que la precede y la ilumina. Para Hans Kelsen la pregunta de Pilato «¿qué es la verdad?» es la expresión del necesario escepticismo del político. La tesis relativista de la democracia tiene defensores que la justifican, como Richard Rorty; en tanto que la tesis metafísica encuentra en Maritain un valedor que, partiendo de Platón, desarrolla una filosofía política basada en la tradición iusnaturalista, y supera la concepción de Rousseau, que contraponía cristianismo y democracia. 

A modo de síntesis, Ratzinger afirma que el Estado no es por sí mismo fuente de verdad y de moral; y que su finalidad no puede consistir en la promoción de una mera libertad, sin conexión con la verdad, si no quiere quedar rebajado, como afirma san Agustín, al nivel de una eficaz banda de ladrones. Y subraya que la Iglesia no debe erigirse en entidad política, si no quiere transformarse en Estado.

ARTÍCULO

[Extractos de Verdad, valores, poder, de Joseph Ratzinger. Rialp, 2017. Capítulo ¿Es el relativismo una condición de la democracia? págs. 61-89. Las negritas son nuestras.]

El concepto moderno de democracia parece estar indisolublemente ligado a la opción relativista; y el relativismo aparece como la auténtica garantía de la libertad (…) Una consideración más atenta nos lleva a preguntarnos si en la democracia no debe existir también un núcleo no relativista. La democracia, en efecto, si no se estructurase, en última instancia, sobre la base de los derechos humanos —hasta el punto de que garantizarlos y salvaguardarlos constituye justamente su más profundo fundamento—, ¿por qué debería parecer algo a lo que no cabe renunciar? Los derechos humanos no están subordinados al imperativo de la tolerancia y del pluralismo, sino que son el contenido de la tolerancia y de la libertad. Privar a los demás de sus derechos nunca puede convertirse en materia legítima de ordenamiento positivo, y menos aún en contenido de la libertad. Esto significa que un fundamento de verdad —de verdad en sentido moral— resulta imprescindible para la supervivencia misma de la democracia.

Un fundamento de verdad resulta imprescindible para la supervivencia misma de la democracia

[Hay] dos orientaciones que se contraponen (…):

Posición relativista: el bien es peligroso para la libertad.

Quiere desterrar del ámbito político el concepto de bien (y con ello, a fortiori, el de verdadero), por considerarlo peligroso para la libertad. A su vez, para sostener coherentemente un perfecto relativismo, rechaza el «derecho natural», por sus sospechosas conexiones con doctrinas metafísicas. Según esta orientación, en la política no existe ningún otro principio más que la decisión de la mayoría, que en la vida estatal ocupa el lugar que en otras épocas correspondía a la verdad. El derecho debería entenderse de manera exclusivamente política; es decir, derecho sería lo establecido como tal por los organismos predeterminados. Consiguientemente, la democracia no se definiría en sentido sustancial, sino puramente formal: como un conjunto de reglas que posibilita la formación de mayorías, la representación de los poderes y la alternancia de los gobiernos. Consistiría esencialmente, pues, en los mecanismos de las elecciones y del voto.

Verdad, valores, poder. Rialp, 2017. 96 págs

Tesis no relativista: la verdad no es producto de la política

A esta concepción se opone diametralmente la otra tesis, según la cual, la verdad no es un «producto» de la política (esto es, de la mayoría), sino que la precede y, por tanto, la ilumina: no es la praxis la que «crea» la verdad, sino  que la verdad es la que posibilita una auténtica praxis. De ahí que la política sea justa y favorezca efectivamente la libertad cuando se pone al servicio de un conjunto de valores y derechos que la razón nos atestigua. Contra el escepticismo explícito de las teorías relativistas y positivistas, encontramos aquí una confianza fundamental en la razón, en su capacidad de captar y mostrar la verdad.

El caso de Pilato

Para Hans Kelsen, jurista de origen austriaco, la pregunta de Pilato «¿Qué es la verdad?» (Jn 18, 38) es la expresión del necesario escepticismo del político. De ahí que la pregunta sea ya en cierto modo también respuesta: la verdad está fuera del alcance humano. Que así lo entiende Pilato se deduce del hecho de que no aguarda a que Jesús le responda, sino que inmediatamente se dirige a la multitud. De este modo, según Kelsen, Pilato sometió al juicio del pueblo la decisión sobre el caso controvertido. En su opinión, Pilato habría actuado aquí como un perfecto demócrata. Puesto que no sabe qué es lo justo, deja que sea la mayoría la que decida al respecto.

Pilato se convierte en una figura emblemática de la democracia relativista y escéptica, que no se funda ni en valores ni en la verdad, sino en procedimientos

(…) Pilato se convierte en una figura emblemática de la democracia relativista y escéptica, que no se funda ni en valores ni en la verdad, sino en procedimientos. Que en el caso de Jesús se condene injustamente a un hombre justo e inocente, a Kelsen no le parece un supuesto que merezca impugnación. No existe ninguna otra verdad más que la de la mayoría. Es absurdo querer pasar por encima de ella. Kelsen llega incluso a afirmar que, en caso de necesidad, habría que imponer a todos esta certeza relativista aun a costa de sangre y lágrimas; y que hay que estar tan seguro de ella como Jesús lo estaba de su verdad.

Totalmente diferente y mucho más convincente —también desde el punto de vista político— es la interpretación (…) de Heinrich Schlier: Pilato falsea su propio poder —y, con ello, el del Estado— en el momento en que deja de percibirlo como administración fiduciaria de un orden de grado superior y dependiente de la verdad, y pasa utilizarlo con miras a su provecho personal. El gobernador romano ya no se pregunta por la verdad, sino que entiende el poder como puro poder. En el mismo momento en que se legitima a sí mismo, Pilato otorga su propio asentimiento al asesinato legal de Jesús.

El papel del Estado no es procurar la felicidad del ciudadano

El cometido del Estado consiste en «permitir y conservar la ordenada convivencia entre los hombres», es decir, en lograr un equilibrio entre la libertad y los bienes, de suerte que cada cual pueda llevar una vida digna del hombre. (…) No es tarea del Estado procurar la felicidad de los hombres, por lo cual tampoco lo es crear «hombres nuevos». Tampoco le corresponde transformar el mundo en un paraíso y ni siquiera puede conseguirlo; sin embargo, cuando lo intenta, acaba por erigirse en  «absoluto» y, por eso, decide arbitrariamente sus límites. Se comporta entonces como si fuera Dios mismo y, por esa razón, se convierte en la «bestia» terrorífica y en el poder del Anticristo, de los que habla el Libro del Apocalipsis (..)

El Estado por sí solo no está en condiciones de dar respuesta  a los problemas fundamentales de la existencia humana

El Estado en cuanto tal instaura un preciso y determinado ordenamiento de la vida en común, pero por sí solo no está en condiciones de dar respuesta  a los problemas fundamentales de la existencia humana. El Estado no solo tiene que dejar abierto un espacio libre para algo distinto de él y quizá de rango superior: sino también recibir y acoger la verdad sobre la ley y el derecho siempre «desde fuera», porque no la posee en sí mismo.

Richard Rorty y la opinión de la mayoría

El filósofo del derecho Richard Rorty es el exponente más conocido de esta visión de democracia. Su concepción del nexo entre democracia y relativismo expresa muy bien la mentalidad estadísticamente más difundida, también entre los cristianos, por lo que merece una especial atención. Para Rorty, el único parámetro en virtud del cual pueden instituirse leyes y derecho es lo que se propaga entre los ciudadanos como opinión de la mayoría: la democracia no dispondría de ninguna otra «filosofía» ni de ninguna otra fuente de derecho más que de esta.

(…) De ninguna manera resulta siempre evidente para la mayoría en qué consisten los derechos del hombre y la dignidad humana. La historia del siglo XX ha demostrado dramáticamente que la mayoría puede ser embaucada y manipulada, y que a la libertad cabe destruirla exactamente en nombre de la misma libertad. (…) En última instancia, aquí se termina cayendo en el cinismo, que tanto en Kelsen como en Rorty puede palparse con la mano: si la mayoría —como en el caso peculiar de Pilato— siempre tiene razón, entonces el derecho puede (y debe) pisotearse sin ningún reparo. De hecho, en el fondo, solo cuenta el poder del más fuerte que sepa granjearse el favor de la mayoría.

La concepción metafísica y cristiana

Se opone frontalmente al relativismo escéptico otra concepción de la política, igualmente radical. Su creador es Platón, que parte de la convicción de que solo puede gobernar bien aquel que conoce y ha  experimentado  el  bien  en  primera  persona.  (…) Partiendo de estas evidencias, Maritain desarrolló una filosofía política que intenta aprovechar, para la teoría de la sociedad y del Estado, las grandes intuiciones que ofrece la Biblia al respecto. Cabe recordar que el concepto de democracia se elaboró en la Edad Moderna conforme a dos directrices y también sobre dos fundamentos distintos. En el ámbito de la cultura anglosajona, «democracia» se pensó al menos en parte y se puso en práctica sobre la base de la tradición iusnaturalista y de una mentalidad común, marcada por el cristianismo, concebido este, a decir verdad, de manera totalmente pragmática. En Rousseau, por el contrario, la democracia se rebela contra la tradición cristiana; a partir de él se inicia una corriente de pensamiento que concibe la democracia en abierta oposición al cristianismo.

Maritain intentó «desenganchar» de nuevo el concepto de democracia del marchamo que le confirió Rousseau. y —como él mismo dice— desligada de las ataduras que la mantienen unida, a los dogmas masónicos del progreso necesario, del optimismo antropológico, de la divinización del individuo y del olvido y censura de la persona. A su parecer, el derecho originario del pueblo al autogobierno nunca puede erigirse en un derecho a decidir todo: «gobierno del pueblo» y «gobierno para el pueblo» son realidades y momentos que no se pueden concebir por separado; así pues, se trata de emparejar y equilibrar la voluntad popular y los objetivos perseguidos por la acción política. Con tal perspectiva, Maritain desarrolló un personalismo tridimensional: ontológico, axiológico y social. Está claro que al cristianismo se le considera aquí la fuente de conocimientos que priman sobre la acción política y la iluminan.

Karl Popper: todo es discutible

En la visión de Popper de la «sociedad abierta», el momento de la libre discusión ocupa un puesto central (…) Los valores  en los que se basa la democracia —como mejor forma de realización de la «sociedad abierta» se cultivan y conocen mediante un asentimiento de fe, en sentido práctico y moral. Tales valores no pueden justificarse racionalmente. De modo semejante a cuanto sobreviene gracias al constante progreso de la ciencia, un proceso de constatación y de discernimiento crítico en el plano moral conduce poco a poco a una aproximación cada vez mayor a la verdad. En consecuencia, los principios de fondo de la sociedad no pueden fundamentarse sino solo discutirse. En última instancia requieren, por parte de los hombres, una elección. Por un lado, Popper se da cuenta de que el proceso de la libre discusión no proporciona, en realidad, ninguna evidencia de las verdades morales; y, por otro, sostiene que esas verdades morales logran de algún modo percibirse mediante una especie de «fe racional» de tipo práctico. 

Reconoce también que el principio de mayoría no puede tener un valor ilimitado. En su pensamiento, la gran idea (…) acerca de la común certeza racional en cuestiones de moral se ha «reducido y condensado» en la de una fe que, mediante la discusión, procede por «pruebas y errores», pero que siempre, aunque sea sobre un terreno inseguro, desvela evidencias fundamentales de lo «verdadero» en sentido moral, arrancándoselo a la lógica del puro funcionalismo. Considerando todo esto, podríamos decir que tampoco este resto miserable que queda de una racional certeza moral básica surge de la «pura» razón, sino que se basa en un residuo, siempre presente aún, de evidencias morales de origen judeocristiano. Hace ya mucho tiempo que este resto ha dejado de ser una certeza indiscutida; sin embargo, un mínimo de evidencia moral sigue siendo todavía hoy accesible de algún modo, incluso en la fase de autodisolución de la cultura y de la civilización cristianas.

[A modo de síntesis, Ratzinger esboza una serie de conclusiones en las que convergen las filosofías políticas que consideran al cristianismo como punto de referencia. Son estas:] 

El Estado no es un fin de verdad y de moral

El Estado no es por sí mismo fuente de verdad y de moral (…) Su finalidad no puede consistir en la promoción de una mera libertad, sin conexión con la verdad, (…) para fundamentar una ordenada convivencia entre los hombres, que tenga sentido y sea habitable, necesita un mínimo de verdad y de conocimiento del bien; eso sí, no manipulable. De lo contrario queda rebajado, como afirma san Agustín, al nivel de una eficaz banda de ladrones, porque como ésta se encontraría siendo definido en una perspectiva exclusivamente instrumental y no basada en la justicia, que señala el bien en sentido realmente universal y es igual para todos.

Todos los Estados han obtenido las evidencias morales racionales de las tradiciones religiosas previas 

Tiene que proponerse acoger desde «fuera» de sí mismo, y hacer propio, el patrimonio de conocimiento y de verdad relativo al bien, del que no puede prescindir. Idealmente, este «fuera» podría ser la pura evidencia racional (…) Sin embargo una evidencia racional de tal pureza, e independiente de la dimensión histórica, no existe. La razón metafísica y la razón moral «funcionan» y se detectan presentes solo dentro de un contexto histórico, del que dependen y al que a la vez trascienden. De hecho, todos los Estados han obtenido las evidencias morales racionales — permitiéndolas desplegar sus propios efectos— de las tradiciones religiosas previas (que en su momento fueron también ámbitos de educación moral).

El cristianismo, patrimonio de intuiciones morales

La fe cristiana ha dado pruebas de sí misma como creadora de una cultura religiosa universal y racional en grado sumo. También hoy ofrece a la razón ese patrimonio básico de intuiciones morales que conduce a adquirir evidencias ciertas y fundamentadas en el campo ético, o al menos justifica una fe moral razonable, sin la cual una sociedad y un Estado no pueden alcanzar la más elemental consistencia.

Ni la Iglesia ni el Estado deben traspasar los límites

A la Iglesia no le está permitido erigirse en entidad política ni querer actuar en o a través de la política como grupo de poder. En tal caso, la Iglesia se transformaría en Estado y configuraría así el Estado absoluto, del que ella debe precisamente poner en guardia. Mediante semejante fusión con el Estado, la Iglesia aniquilaría tanto la esencia del Estado como la suya propia.

(…) La Iglesia tiene que permanecer en su sitio y no traspasar sus propios límites; y lo mismo debe hacer el Estado. La Iglesia tiene que respetar la autonomía y la libertad propias del Estado, precisamente para poder ofrecerles el servicio que este necesita. Por otro lado, la Iglesia tiene asimismo que apelar a todas sus fuerzas, a fin de que brille en ella la verdad moral que pone a disposición del Estado y cuya evidencia pueden reconocer todos los ciudadanos.

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