Índice del libro
Introducción La importancia del cajero automático Ciencia espacial Boom y bancarrota Que entren los genios El error Olores sospechosos La factura Agradecimientos Fuentes Notas Índice analítico Extractamos a continuación las ideas más importantes de cada capítulo.1. La importancia del cajero automático
Rakel Stefánsdóttir era una joven islandesa que cursaba un máster en Artes en la Universidad de Sussex (Reino Unido). Sin previo aviso, sin sospecharlo, al contrario que hasta entonces, el 6 de octubre de 2008 el cajero automático al que acudió no le dejaba retirar libras. Ella disponía de efectivo en su cuenta, pero su banco había quebrado, Islandia había quebrado (p. 19).
Los depósitos de los clientes pertenecen a los clientes. Son un pasivo para el banco desde el punto de vista contable. Elevados niveles de depósitos significan elevados niveles de pasivo, que obligan a su vez a un banco a altos grados de préstamos para equilibrar el balance. El principal activo de un banco lo constituyen, pues, las deudas de terceros (pp. 42-43). La característica común de los bancos que tuvieron dificultades en 2008 es que de manera repentina e inmediata su pasivo superaba al activo (cayeron en la insolvencia) debido al hundimiento de los precios inmobiliarios en Estados Unidos y en otros países (p. 46).
La ola grave de rescates y quiebras empezó con el banco de inversión Bear Stearns en marzo de 2008. Siguió con la nacionalización, el 7 de septiembre de 2008, de Fannie Mae y Freddie Mac (los gigantes con respaldo estatal que financiaban la industria hipotecaria norteamericana). El 15 de septiembre de 2008 aconteció la mayor bancarrota hasta el momento, la del banco de inversión Lehman Brothers. Al día siguiente se produjo el rescate más importante que se recuerda de una compañía privada, cuando el Gobierno de los EE.UU. se hizo cargo del 79,9 por ciento de la aseguradora AIG. El 14 de septiembre de 2008, el Bank of America tomó el control de Merrill Lynch, el banco cuyo símbolo es el toro bravo de Wall Street. El 18 de septiembre llegaron noticias de la fusión bancaria británica por la que Lloyds compró HBOS, la principal entidad hipotecaria de Gran Bretaña, con el 20 por ciento del mercado. El 21 de septiembre de 2008, Goldman Sachs, entonces el banco de inversión número 1 del mundo, y Morgan Stanley, otro banco de inversión gigante, convirtieron su situación legal en holding, lo que les permitió el acceso a la ayuda de la Reserva Federal de los EE.UU. a cambio de un importante incremento en el nivel de supervisión. El 28 de septiembre de 2008, los gobiernos de Luxemburgo, Bélgica y Holanda nacionalizaron el banco Fortis, el mayor empresario privado de Bélgica, a un coste de 1.300 millones de euros. El 29 de septiembre de 2008, fue nacionalizado el banco británico Bradford and Bingley, por 41.300 millones de libras esterlinas. Hypo Real Estate, la mastodóntica entidad hipotecaria alemana, fue rescatada el 5 de octubre de 2008 con 50.000 millones de euros. El 6 de octubre de 2008 se derrumbó el sistema bancario de Islandia. Del 11 al 12 de octubre de 2008, el sistema bancario inglés estuvo al borde de la quiebra. Ese mismo fin de semana, el RBS recibió una inyección de dinero estatal del orden de los 20.000 millones de libras, la primera etapa de su rescate (pp. 48-49)
La serie de catástrofes ha continuado prácticamente hasta anteayer. Recuérdese, por ejemplo, la disolución en España en 2018 del Banco Popular.
“Si la crisis económica global puede reducirse a un solo fenómeno, este fenómeno es que nadie sabe qué bancos son solventes”, afirma Lanchester (p. 50).
2. Ciencia espacial
“Las finanzas, como cualquier otra forma de comportamiento humano, sufrieron en el siglo XX una transformación equivalente al surgimiento del arte moderno, una ruptura con el sentido común, un giro hacia la autorreferencia, la abstracción y conceptos imposibles de explicar con el lenguaje ordinario” (p. 54).
Los derivados amplían el riesgo. Son los instrumentos financieros más poderosos y más complicados que se han ideado. Warren Buffet advirtió en 2002 que los bancos centrales y los gobiernos no habían encontrado la fórmula para controlar de manera eficaz los riesgos que planteaban esos contratos, ni siquiera de seguir su evolución (pp. 65-66). En la crisis de 2008 los derivados más destructivos fueron los CDS: credit default swap (permuta (swap) de incumplimiento crediticio). Ya en el verano de 1994 los swaps se habían convertido en un artículo «clamorosamente exitoso del mundo de la banca: el valor total de los derivados de tasas de interés y de divisas era de 12 billones de dólares, superior al de toda la economía de los Estados Unidos» (p. 73).
Con la titulización se reunían en paquetes los préstamos y se confiaba a la «seguridad» estadística que algunos préstamos incurrieran en impago, frente a la «mayoría», que no lo harían. A esto se añadió el tranching: la posibilidad de dividir los títulos de deuda en diferentes niveles de riesgo y venderlos en diferentes franjas de deuda (distintas tasas de interés según distintos niveles de riesgo) (p. 79).El problema de los CDS era el mismo que subyace a toda la banca, en todas partes y siempre: el riesgo de que la persona a la que se presta dinero no esté en condiciones de devolverlo (p. 79). El inconveniente del modelo de acumular titulización era que violaba el principio básico según el cual un banco tenía que evaluar y controlar cada préstamo de manera individual. «Los nuevos instrumentos hacían imposible tal cosa” (p. 84).
[Véase la explicación de otros términos financieros que intervinieron en la crisis de 2008 aquí, en el apartado «Consideraciones previas».]Quedaba dicho arriba que los derivados amplían el riesgo. En efecto, y como ejemplo paradigmático: la capitalización de mercado de AIG era de unos 2.000 millones de dólares en 2008. Salvar la compañía costó ochenta y cinco veces más de lo que habría costado comprarla. ¿Por qué el Gobierno de los Estados Unidos la rescató? Porque era demasiado grande para quebrar. Tras el hundimiento de Lehman en septiembre de 2008, EE.UU. quería evitar el desmoronamiento total del sistema económico. AIG fue rescatada porque «tenía a todo el sistema económico al borde del abismo” (pp. 88-89).
Si la invención de los derivados marcaba el amanecer de la modernidad en el mundo financiero, la crisis de 2008 se parecía de modo inquietante al «nacimiento de la postmodernidad”. No había institución responsable capaz de controlar que las contrapartes estuvieran realmente en condiciones de pagar las sumas a las que estaban obligadas en caso de que les fuera requerido el seguro (pp. 89-90).
3. Boom y bancarrota
El sueño de la vivienda propia, en combinación con la innovación de los derivados financieros, condujo a la situación de 2008. El sueño de la vivienda propia es el otro extremo de la cadena que se oculta tras las quiebras de bancos y la paralización del crédito (p. 97).
Irlanda y España necesitaban desesperadamente un aumento de los tipos de interés para reventar sus respectivas burbujas, pero eso era demasiado malo para los intereses de otros países europeos, cuyas necesidades terminaron prevaleciendo. Para España e Irlanda el resultado fue la monstruosa burbuja y el tremendo desplome a continuación (p. 103).
Ya los secretarios de Vivienda del presidente Clinton habían comenzado a ejecutar políticas para extender la vivienda en propiedad entre grupos históricamente excluidos de ella (p. 111). Desde el punto de vista de estímulo a la vivienda en propiedad, las políticas funcionaron bien. Los prestatarios querían dinero, el Gobierno deseaba que lo obtuviesen, los prestamistas ansiaban sacar tajada con el negocio y todo el mundo al parecer lograba sus anhelos (p. 112).
Otro factor de recalentamiento fue China. Su superávit comercial sin precedentes lo invirtió mayoritariamente en letras del Tesoro de los Estados Unidos, por valor de 699.000 millones de dólares. China, en lugar de gastar su dinero en ella misma, escogió financiar el gasto de Estados Unidos. Un país no democrático no afronta las mismas presiones que los democráticos, ni de la misma manera (pp. 120-121).
Esto indujo a EE.UU. a mantener bajos los intereses del dinero, y los tipos bajos fueron perniciosos también para el mercado de bonos. Era más barato que nunca conseguir dinero para comprarse una primera casa, y a su vez, el precio de la vivienda, al contrario que el de los bonos y el de las acciones, no paraba de subir. Muchos hombres de negocio se pusieron manos a la obra para sacar provecho del nuevo boom de los precios de la vivienda (p. 121).
4. Que entren los genios
Las hipotecas ofrecen una corriente continua de dinero en amortizaciones, además de la posibilidad de participar en el incremento del valor de las casas mientras los precios de los inmuebles se mantengan al alza (p. 122).
Las sociedades de crédito hipotecario, primero con cautela y luego con creciente entusiasmo, comenzaron a abrir sus préstamos a una nueva clase de solicitantes. Entraron en acción las hipotecas subprime, también llamadas «basura»: se concedían a personas que difícilmente las pagarían. Las hipotecas subprime se registraban a mayores tasas de interés que las prime (las de mayor calidad, concedidas a clientes solventes) (p. 124)
Si se conceden diez préstamos y uno de ellos falla, es probable que el frustrado dé al traste con los beneficios de las otras nueve apuestas acertadas. Había toda una industria dedicada a estudiar los pools de deuda subyacente de los CDO (p. 125). ¿Pero cómo se pueden evaluar los riesgos de las caídas de los precios inmobiliarios y de los impagos, de algo relacionado con muy distintas personas y muy diferentes lugares? David X. Li, un matemático estadounidense de origen chino, lo intentó, pero se equivocó (pp. 126-127).
Los mercados de CDO y de CDS, que ya eran muy dinámicos, enloquecieron. En 2000, el valor del mercado de los CDO era de 275 millones de dólares; en 2006 llegó a los 4,7 billones. A finales de 2001, el valor de los mercados de CDS era de 920.000 millones de dólares; a finales de 2007, de 62 billones. Los CDO y los CDS estaban en todas partes, dispersos por todo el sistema financiero mundial, sin supervisión alguna y en gran medida invisibles incluso para los inversores bien informados (p. 128).
El atractivo de estos nuevos CDO sobre la base de las hipotecas subprime era que creaban un mundo en el que, con ayuda de la titulización y el tranching, todos ganaban. Los bancos y las instituciones financieras estaban en condiciones de comprar paquetes de hipotecas de mala calidad y reunirlos en un único pool. Luego los dividían en unidades que vendían a los inversores, lo que limpiaba de riesgo sus registros contables y liberaba capital para realizar nuevos préstamos. Si el prestatario entraba en impago, los bancos no corrían con el riesgo: lo habían titulizado y vendido (pp. 128-129). En el caso de los CDO subprime, la maravilla del tranching podía usarse para crear un abanico de capitales: los más seguros, tan seguros com las letras del Tesoro de los Estados Unidos, calificados con la famosa triple A (p. 129). No había límite para el tipo de fondos que se podían volcar en un CDO; hasta podían ser flujos de dinero procedes de otros CDO preexistentes (p. 131).
Muchos de los CDO se establecieron a través de un vehículo de inversión estructurado (structures investment vehicle) (SIV). Eran subsidiarias bancarias semiindependientes que mantenían los activos fuera de los balances generales de los bancos y de esa manera contribuían a que estos burlaran las restricciones de Basilea sobre reservas de capital (p. 131).
Bastantes de los bancos más grandes del mundo se metieron a fondo en el negocio de los CDO respaldados por hipotecas, como si en ello les fuera la vida, como UBS, RBS, Merrill Lynch y Citigroup. Todos ellos tuvieron que ser salvados de la quiebra por los contribuyentes fiscales de sus respectivos países (p. 132).
Hubo una epidemia de lo que dio en llamarse “préstamo depredador”: las entidades hipotecarias hacían todo lo posible para enganchar a prestatarios con tasas de interés subprime, mayores que la ordinaria, de manera que la deuda que creaban se pudiera acumular en un pool, titulizar y vender como tramos de diversos grados de CDO (p. 134). A partir de 2005, la mayor parte de los préstamos hipotecarios firmados eran temerarios y, a veces, activamente criminales (p. 143).
5. El error
Los banqueros calcularon erróneamente el riesgo. En el mundo financiero se busca activamente el riesgo, porque una inversión más arriesgada será una inversión más productiva. Pero hay que saber calibrarlo y no lo lograron. En parte porque la concepción del riesgo de esos banqueros ya era distinta a la de la Warren Buffett, para quien el riesgo deriva de no saber qué es lo que se está haciendo (p. 162).
He aquí una explicación a posteriori de la crisis de 2008 dada por Alan Greenspan, y que aprueba John Lanchester (p. 178 y ss.):
-Núcleo del problema: una demanda mundial de títulos subprime de los Estados Unidos por parte de bancos, fondos de cobertura y fondos de pensiones. Esos títulos estaban sostenidos por calificaciones positivas muy poco realistas por parte de las agencias de crédito dominantes y reconocidas.
-La demanda se hizo tan agresiva que demasiados titulizadores y prestamistas creyeron estar en condiciones de crear y vender títulos hipotecarios a toda velocidad y sin poner en peligro el capital de sus accionistas. Carecían de incentivo para evaluar la calidad crediticia de lo que vendían.
-Las presiones a los prestamistas para que proveyeran de más “papel” hundieron los estándares de colocación de subprime a partir de 2005. La aceptación acrítica de las calificaciones crediticias de los compradores de estos activos tóxicos condujo a pérdidas monumentales.
6. Olores sospechosos
Pero la burbuja inmobiliaria descansaba también en los bajos tipos de interés y el hombre responsable de la fijación de esas tasas era el mismo Greenspan. Su enorme prestigio le daba una gran libertad, que no utilizó, para acabar con la burbuja elevando los tipos. Tampoco puso coto al préstamo de riesgo mediante el ejercicio de un control más firme de la Reserva Federal sobre los bancos comerciales (p. 185). Las tasas bajas no fueron una consecuencia de que los chinos compraran tantas letras del Tesoro de los Estados Unidos. Lo decisivo fue la ignorancia, por parte de la Reserva Federal, de los peligros de mantener bajas las tasas durante demasiado tiempo (p. 188). Es significativo que Greenspan, en un discurso de 1999, hubiera calificado los derivados como el invento más importante de las finanzas durante la década precedente (p. 195).
A los chinos, supone Lanchester, «les encantaría liberarse de una parte importante de sus letras del Tesoro de los Estados Unidos y diversificar sus inversiones en otras áreas del ahorro, pero no pueden porque sería un acto de segura destrucción mutua: el dólar se hundiría, lo que volatilizaría tanto el consumo norteamericano como los ahorros chinos, con consecuencias aproximadamente equivalentes a la de una pequeña guerra mundial» (p. 188).
Otra gran ventaja de la que gozaron los bancos fue que los legisladores no sabían qué eran los derivados: había algo adormecedor y seductor en la idea de que se debía permitir a los bancos dictar su propia política: bastaba con la autorregulación y la “disciplina de mercado” (p. 196).
La eliminación de la legislación bancaria tras la época de la depresión (años 20 del siglo pasado en los EE.UU.) fue también un componente decisivo. Se anuló distinguir entre banco de inversión (el casino, donde la banca apostaba por cuenta propia) y banco comercial (el banco minorista, donde cualquier individuo deposita sus ahorros y el banco presta dinero a otros individuos para que compren viviendas y coches e inviertan en sus negocios, con un riesgo muy calculado e inteligible sobre la base del tomar y el prestar) (p. 199).
7. La factura
Al mirar de 2008 hacia atrás, nos parece haber atravesado una edad de oro económica. Pero era una falsa edad dorada, cimentada en el endeudamiento y en una insostenible burbuja del crédito (p. 227).
Lo mismo en Islandia que en otros lugares, los directamente responsables de las patrañas financieras eran una pequeña minoría. Los demás somos, subraya Lanchester, los que tenemos que pagar la factura, «cautivados» en los buenos tiempos mientras transcurrían (p. 228).
España, «gracias al conservadurismo de sus leyes bancarias», contó con una amplia protección contra la primera oleada de activos tóxicos, pero quedó terriblemente expuesta ante al segunda: el hundimiento del crédito (p. 229).
La crisis del crédito es al capitalismo lo que un ataque cardíaco no mortal al hombre. Por no haber muerto (ni el capitalismo ni el hombre), concluye Lanchester, tenemos una oportunidad para mirarnos a nosotros mismos, observar a nuestro sistema bancario y a nuestros políticos y producir ciertos cambios. Hay que lograr que la industria financiera vuelva a ser algo que sirva al resto de la sociedad, en lugar de saquearla (p. 248).