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El poder de la religión en la esfera pública

Trotta, Madrid, 2011, 152 págs., 17 €

Traducción: José María Carabante y Rafael Serrano

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Cuatro reconocidos intelectuales dialogaron en 2009 sobre el papel de la religión en la esfera pública. El encuentro, celebrado en Nueva York, reunió a Jürgen Habermas, Charles Taylor, Judith Butler y Cornel West, y ahora la editorial Trotta recoge sus intervenciones, además de una extensa entrevista con el pensador alemán y un epílogo de Craig Calhoun. El libro revela que, más allá de las polémicas sobre la laicidad y los límites del laicismo, y más allá, sobre todo, de los problemas concretos a los que se enfrenta la política, en términos filosóficos la religión sigue siendo un recurso muy importante. Para el lector en lengua castellana, algunos de estos intelectuales pueden serle ajenos o casi desconocidos, pero todos ellos son figuras de primer orden en la esfera pública internacional y han llamado la atención en sus trabajos sobre los defectos de un sistema que, como el liberal, relega la decisión al ámbito privado y concibe la creencia como una decisión privada, personalísima, sin apenas relevancia social ni política. Pero tanto para Habermas como para Taylor, así como para Butler y West, la religión puede ayudar a regenerar el entramado moral de nuestras sociedades, en un momento en el que, como el actual, la crisis se ha generalizado precisamente a causa de la falta de valores.

Así, por ejemplo, Habermas sorprendió en 2004 al declararse partidario de que las creencias religiosas aparecieran y contaran en una dimensión pública, algo alejado de quien se dio a conocer precisamente por su ateísmo metodológico y por afirmar que la filosofía debería sustituir a la fe. En un encuentro con el cardenal Ratzinger, el seguidor de la Escuela de Fráncfort afirmaba que las creencias religiosas constituyen un valioso instrumento para apuntalar la moral pública de las sociedades poscapitalistas. En la ponencia que aquí se recoge, y tal y como ha venido haciendo en los últimos años, sigue reivindicando un espacio para las creencias en la esfera pública, demostrando no solo una apreciación positiva de las mismas sino sobre todo los déficits de la propia teoría social. Frente a la recuperación de una obsoleta teología política, que seguiría la línea inaugurada por Carl Schmitt, Habermas denuncia la decantación totalitaria de una política sustancialista. Con su respetuosa atención a las religiones, Habermas quiere superar las fuerzas que amenazan con desintegrar la vida social, sobre todo aquellas que, acentuando el individualismo, obvian las referencias religiosas al considerarlas incompatibles con el postulado de la neutralidad estatal.

Consciente de que hay que revisar la teoría de la secularización, indica que las tradiciones religiosas pueden servir políticamente y fomentar el desarrollo de una ética cívica. Es cierto, afirma, que para ello los mensajes religiosos tienen que ser traducidos, es decir, hay que extraer y exprimir su contenido y depurarlo racionalmente. Esto, sin embargo, no es nuevo; también la filosofía se ha desarrollado históricamente gracias a impulsos que proceden de imágenes religiosas. Lo que resulta más llamativo es que Habermas considere que la obligación de traducir a un lenguaje secular los contenidos de las creencias religiosas compete no solo a los ciudadanos creyentes, sino también a aquellos alejados de la religión. Es una exigencia del imperativo de simetría, aclara.

Por su parte, el pensador canadiense Charles Taylor comparte la crítica habermasiana al modelo liberal rawlsiano, pero su ponencia, titulada «Por qué necesitamos una redefinición radical del secularismo», va más allá que la reflexión del pensador alemán, lo supera y apostilla. Taylor no cree que sea bueno considerar la diversidad religiosa como algo extraordinario y distinto de la pluralidad ideológica, cultural o étnica. De hecho, considera que favorecer esta distinción es propio de un pensamiento aferrado obsesivamente en lo religioso como problema. Por otro lado, la respuesta política a la diversidad religiosa no puede plantearse sin atender al contexto cultural en concreto. Esto significa que cada sociedad tiene que resolver los problemas religiosos que surjan, atendiendo a su historia, su tradición y sus propias metas sociales. Además, en la parte final de su exposición, Taylor advierte un problema filosófico de mayor calado. Acusa al laicismo de prejuicios antirreligiosos y de fomentar una distinción entre el uso público de la razón y un uso privado o religioso, inferior cognoscitivamente.

Las intervenciones de Butler y West son más abstractas, en ellas tiene mayor peso la tradición propia de estos autores y, a nuestro juicio, tratan aspectos menores de esta problemática. Butler propone ampliar el debate e incluir en la categoría de religión experiencias que exceden al propio cristianismo. Aludiendo a la tradición de la diáspora y reflexionando sobre el sentido de la pertenencia al judaísmo, Butler recupera el concepto de cohabitación para proponer una solución al problema de la violencia en Oriente Medio. Cornel West, más emotivo y con mayor carga sentimental, critica el dogmatismo laicista de quienes buscan desterrar las creencias religiosas; para este pensador afroamericano, el testimonio religioso es imprescindible, ya que en él se revela la experiencia del dolor, de la ofensa y de la debilidad. Por ello, las tradiciones religiosas pueden llamar nuestra atención sobre aquellos que más sufren.

El poder de la religión en la esfera pública es, pues, un libro importante para saber por qué caminos filosóficos transita la laicidad y el laicismo y aventurar soluciones reflexivas a problemas graves. Además de la introducción de E. Mendieta y de los diálogos entre los participantes, el epílogo de C. Calhoun es interesante porque repasa la complementariedad histórica entre fe religiosa, política y filosofía.

Profesor de Filosofía del Derecho (Universidad Complutense de Madrid).