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John Müller. Periodista chileno de amplia y reconocida trayectoria en medios impresos y digitales. Tras ser director adjunto del diario El Mundo y pasar por El Español, en la actualidad se dedica a la divulgación económica, la reflexión y el columnismo desde medios como ABC u Onda Cero Radio.


Avance

La desigualdad de rentas fue señalada, en primer término, como el factor decisivo a la hora de buscar culpables al estallido social que comenzó en Chile en el otoño de 2019 y cuyo nivel de violencia sorprendió a todo el mundo. Pero las cifras decían que la pobreza y la desigualdad estaban descendiendo. ¿Qué pasaba? Los sociólogos señalaron un matiz importante: aunque el desequilibrio de rentas se estuviera mitigando, la «desigualdad de trato» entre clases sociales seguía siendo manifiestamente irritante para muchos chilenos. Como suele suceder en las crisis, otros factores confluyeron en esta como una serie de errores en forma de declaraciones, primero, y decisiones, después, del presidente del gobierno de Sebastián Piñera (derecha moderada) unida a la desmoralización y desorden de los Carabineros tras diversos escándalos. Se unió a lo anterior el oportunismo político del líder del Partido Comunista, pidiendo la renuncia del presidente de la República, y del general encargado del restablecimiento del orden, deslegitimando el discurso de Piñera. Resultado: la tolerancia de la población hacia la violencia aumentó extraordinariamente y las instituciones del Estado tocaban fondo en términos de legitimidad social. 

Ante la prolongación de las revueltas se inició un proceso, bendecido por Piñera, para sustituir la llamada «Constitución de Pinochet», el texto que regía desde 1981 y que había sido sometido a más de un centenar de reformas. Dicho proceso implicó varias consultas a la ciudadanía que, en septiembre de 2022, rechazó el primer texto por un porcentaje de 61,8. El gobierno de Gabriel Boric decidió continuar el proceso y el segundo texto se sometió a referéndum en diciembre de 2023, pero los ciudadanos lo rechazaron con el 55% de los votos, y el proyecto de una nueva ley fundamental distinta a la de Pinochet ha quedado aparcado de forma indefinida.

Mientras llega el nuevo dictamen, ¿qué ha cambiado desde aquel «estallido social». El porcentaje de chilenos que cree que fue negativo para el país ha pasado del 33% en julio de 2020 a un 55% en octubre de 2023, según una encuesta de la firma Criteria. Esta evaluación crecientemente negativa es compartida por el 81% de quienes se sienten identificados con la derecha y centroderecha, el 53% que se identifica con el centro y solo el 18% de los de izquierda y centroizquierda. El porcentaje de apoyo a las movilizaciones sociales como medio para conseguir cambios cayó del 76% en 2020 al 44% en 2023. La afirmación «la violencia en las manifestaciones es la única manera de ser escuchados por la clase política» que llegó a ser aceptable para cuatro de cada diez chilenos en 2020 bajó a dos de cada diez en 2022 y ha vuelto a subir a casi tres de diez en 2023. Las encuestas detectan que desde 2013, los chilenos creen de forma consistente que su país está estancado o en decadencia. Y algo más. Algo sobre lo que las encuestas no preguntan directamente, pero que asoma a partir de otras cuestiones: la difícil gobernabilidad de Chile.

En conclusión, En 2023, muchos de los indicadores socioeconómicos que fueron usados en 2019 para argumentar que la desigualdad era el principal motivo del estallido son peores que entonces. La pobreza ha aumentado, el crecimiento no acaba de despuntar, el ahorro privado se ha reducido, la educación se ha deteriorado, la deuda pública ha aumentado, el sistema de pensiones no ha sido reformado. Es verdad que la pandemia contribuye a distorsionar aún más todos estos indicadores. Pero lo que es realmente relevante es que las dos causas que podrían explicar de mejor manera el malestar chileno, que son la falta de prosperidad económica y de un gobierno eficaz, siguen sin respuesta.


Artículo

El 18 de octubre de 2019 comenzaron una serie de desórdenes en el metro de Santiago de Chile en protesta por una subida de tarifas que dieron paso a lo que se denominó «estallido social». «No son 30 pesos, son 30 años» fue el eslogan que catalizó las manifestaciones, que se extendieron por todo el país. Una queja difusa que reflejaba decenas de motivaciones. Lo que sorprendió a todos fue el nivel de violencia de los que protestaban, incontrolable para las autoridades. Realmente los disturbios sólo se detuvieron cinco meses después, en marzo de 2020, cuando la pandemia de Coronavirus impuso el alejamiento social y los confinamientos colectivos.

Desde los partidos de izquierda y la prensa internacional se señaló a la desigualdad de rentas como la causa fundamental. Efectivamente, Chile figuraba entre los países más desiguales de la OCDE de acuerdo a su índice de Gini. Según un informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), en 2017 el 1% más adinerado del país se quedaba con el 26,5% de la riqueza, mientras que el 50% de los hogares de menores ingresos disponía del 2,1% de la riqueza neta del país. Sin embargo, había matices. En 30 años, el país había logrado que la pobreza, que en 1989 afectaba a más del 50% de la población, bajara a un solo dígito. La desigualdad había empezado a descender en los últimos años. Y lo más importante: según las investigaciones del economista Claudio Sapelli, la desigualdad entre las generaciones más jóvenes y más educadas de chilenos era mucho menor que entre las cohortes más viejas y menos formadas, lo cual indicaba que el fenómeno estaba en vías de corrección.

Sin embargo, los sociólogos dijeron con acierto que aunque el desequilibrio de rentas se estuviera mitigando, la «desigualdad de trato» entre clases sociales seguía siendo manifiestamente irritante para muchos chilenos. Y esto se reflejaba en las encuestas, donde la gente declaraba que se sentía maltratada por los demás.

Hay más factores que influyeron en el llamado «estallido social» y en la forma como evolucionó. Lo primero que hay que destacar es el factor sorpresa y cómo ésta provocó una serie de errores del gobierno de Sebastián Piñera (derecha moderada) que agravaron la crisis. Nueve días antes de que se iniciaran los disturbios, el presidente presumía ante la prensa internacional: «Nuestro país es un verdadero oasis […] dentro de una América Latina convulsionada». El mandatario estaba interesado en transmitir ese mensaje puesto que su gobierno sería el anfitrión de la reunión de la APEC que debía reunir en Santiago a Donald Trump, Vladimir Putin y Xi Jinping justo un mes después. Y tras la APEC, se celebraría en Chile la reunión de la Cumbre del Clima COP 25. Finalmente la APEC fue suspendida y la COP25 se celebró en Madrid.

Fracaso policial

Paradójicamente, la misma mañana en que comenzaban a arder las barricadas, decenas de jefes policiales de distintos países del planeta se dirigían al aeropuerto de Santiago para tomar vuelos de vuelta a sus países. Eran los representantes de la Interpol que acababa de concluir su reunión anual en Santiago. Ninguno de ellos tenía el menor indicio de lo que podía estar cociéndose en unas calles aparentemente pacíficas, donde habían disfrutado de buen tiempo y buena gastronomía.

Pese a que se avecinaban dos reuniones muy exigentes en términos de seguridad, ni la policía chilena, ni las avanzadas policiales extranjeras habían detectado nada fuera de lo común, excepto las manifestaciones de rigor por la visita de Trump o Xi.

Pero la situación era especialmente crítica para los Carabineros, la policía uniformada y militarizada de Chile. Esta institución había sido descabezada en marzo de 2018, cuando Piñera llegó al poder, debido a un escándalo de corrupción financiera (el llamado «Pacogate») que fue coronado por un caso de adulteración de pruebas («Operación Huracán») de los grupos de élite que se enfrentaban al terrorismo mapuche en la región de la Araucanía. A este caso le sucedió una nueva serie de renuncias en el alto mando policial tras la muerte del comunero mapuche Camilo Catrillanca en noviembre de 2018.

El resultado es que en noviembre de 2019, los Carabineros todavía no habían digerido la destitución de cincuenta miembros de su alto mando. La desmoralización y el desorden conspiraron para que el primer día de incidentes serios, la policía fuera cogida por sorpresa, con pocos efectivos y mal preparada. En la tarde del 18 de octubre, Carabineros admitió ante el presidente que había perdido el control del orden público. Esto condujo al error más grave cometido por el gobierno que fue la promulgación del estado de emergencia constitucional para sacar al Ejército a las calles a controlar la situación y a una intervención del presidente Piñera en la que se declaró «en guerra» contra la violencia.

«Un hombre feliz»

Las palabras de Piñera fueron malinterpretadas, pero, además, el presidente no logró obtener el respaldo público de la oposición para el restablecimiento del orden. Fue muy llamativo que los partidos de la antigua Concertación (la coalición de centroizquierda que gobernó Chile entre 1990 y 2010) guardaran silencio ante la violencia desatada. El oportunismo político se hizo presente a través del líder del Partido Comunista que esa misma noche pidió la renuncia del presidente de la República. Peor aún, el discurso de Piñera resultó deslegitimado por el propio encargado de restablecer el orden, el general Javier Iturriaga, jefe de las fuerzas militares de Santiago. Al día siguiente de la declaración presidencial, Iturriaga, vestido con su traje de camuflaje, dijo ante los periodistas: «Mire, yo soy un hombre feliz y la verdad es que no estoy en guerra con nadie».

Después de esto, el estado de emergencia que autorizaba el despliegue de los militares se hizo políticamente insostenible y Piñera lo levantó el 22 de octubre, cuatro días después.

El 25 de octubre de 2019, justo una semana después del estallido, se registró en Santiago una marcha espontánea que congregó a 1,2 millones de personas en la capital y hasta tres millones en todo el país. La concentración fue pacífica y los eslóganes, escogidos libremente por diferentes actores, tenían que ver con la situación económica, los abusos de ciertas empresas, la privatización de servicios básicos y el «modelo neoliberal». El gobierno respondió al día siguiente con una «nueva agenda social» que congeló los precios de algunos servicios, introdujo aumentos salariales y mejoró pensiones. El 28 de octubre Piñera reformó su gabinete de ministros y designó en la cartera de Interior a Gonzalo Blumel, un ingeniero de 40 años de tendencia moderada.

Las encuestas realizadas en aquellos días demostraron que la tolerancia de la población hacia la violencia había aumentado de manera extraordinaria, sobre todo cuando se la planteaba como la única salida para conseguir cambios. Al mismo tiempo, las instituciones del Estado tocaban fondo en términos de legitimidad social.  

El estado de anomia (ausencia de ley), como lo calificó Carlos Peña, rector universitario y columnista del diario El Mercurio, continuó durante varias semanas más. El gobierno quedó bloqueado por sus propios errores y una parte importante de los políticos se cruzó de brazos y decidió esperar cínicamente a que el presidente cayera. 

El acuerdo político

La segunda semana de noviembre y viendo que la violencia no cedía, Piñera consideró que debía volver a dictar el estado de emergencia. Sus ministros se dividieron al respecto. Tras horas de deliberación, prevaleció la posición de Blumel de que no se debía dictar el estado de excepción y había que privilegiar las conversaciones que los distintos partidos habían iniciado en el Congreso. Finalmente ese diálogo concluiría con el inicio de un proceso, bendecido por Piñera, para sustituir «la Constitución de Pinochet», el texto que regía desde 1981 y que había sido sometido a más de un centenar de reformas. De hecho, tras la reforma de 2005, la Constitución ya no llevaba la firma del dictador sino la del presidente socialista Ricardo Lagos.

Dicho camino implicó varias consultas a la ciudadanía. Un 78% respaldó en octubre de 2020 que comenzara el proceso de reemplazo de la Constitución. La primera Convención Constitucional, elegida en 2021, fue mayoritariamente de izquierda. Elaboró un texto que fue rechazado por el 61,8% de la población en septiembre de 2022. El gobierno de Gabriel Boric decidió continuar el proceso con el apoyo de la derecha tradicional y se designó una Comisión de Expertos, elegida por el Congreso, y un Consejo Constitucional, elegido popularmente, que quedó dominado por la derecha populista. Este segundo texto se sometió a referéndum en diciembre de 2023, pero los ciudadanos lo rechazaron con el 55% de los votos, y el proyecto de una nueva ley fundamental distinta a la de Pinochet ha quedado aparcado de forma indefinida.

A cuatro años del «estallido social», la percepción de los chilenos sobre el mismo ha cambiado radicalmente. El porcentaje de chilenos que cree que fue negativo para el país ha pasado del 33% en julio de 2020 a un 55% en octubre de 2023, según una encuesta de la firma Criteria. Esta evaluación crecientemente negativa es compartida por el 81% de quienes se sienten identificados con la derecha y centroderecha, el 53% que se identifica con el centro y solo el 18% de los de izquierda y centroizquierda. El porcentaje de apoyo a las movilizaciones sociales como medio para conseguir cambios cayó del 76% en 2020 al 44% en 2023. La afirmación «la violencia en las manifestaciones es la única manera de ser escuchados por la clase política» que llegó a ser aceptable para cuatro de cada diez chilenos en 2020 bajó a dos de cada diez en 2022 y ha vuelto a subir a casi tres de diez en 2023.

Estancamiento y desgobierno

Las encuestas detectan que desde 2013, los chilenos creen de forma consistente que su país está estancado o en decadencia. El crecimiento del PIB per cápita entre 2013 y 2022, según datos del Banco Mundial, ha sido de poco más de un 1% anual. Esta cifra contrasta con el crecimiento promedio del 4% anual que experimentó la renta per cápita entre 1990 y 2012 y que le permitió reducir la pobreza a menos del 10% de la población.

El segundo mandato de Michelle Bachelet, con una importante reforma tributaria que penalizó el crecimiento, arrojó un aumento de la renta per cápita promedio de poco más de medio punto anual. Piñera, que inició su segundo mandato en 2018, intentó elevar el ritmo de crecimiento, pero sus medidas fueron insuficientes y la opinión pública nunca percibió un cambio real hasta que llegó el 18 de octubre de 2019.

Hay un segundo factor sobre el que las encuestas no preguntan directamente, pero que asoma a partir de otras cuestiones: la difícil gobernabilidad de Chile. A ella apunta la deslegitimación masiva ante la opinión pública de casi todas las instituciones políticas del país. Parte de este sentimiento se expresaba en el apoyo a un reemplazo constitucional y, sobre todo, en el alto nivel de desaprobación de los últimos tres mandatos presidenciales.

Chile ha vivido en la ficción de que su sistema político es un «hiperpresidencialismo reforzado», descripción que era válida para la Constitución de 1980 hasta 1989, pero no en 2023. Pese a ello, la mayoría de los actores políticos y académicos la repiten irreflexivamente. Las reformas constitucionales fueron restringiendo el poder presidencial y a partir del primer mandato de Bachelet, con la aparición de una serie de parlamentarios a los que se llamó «díscolos», empezó a quedar claro que sin una mayoría disciplinada en el Congreso, el Poder Ejecutivo quedaba inerme, incapaz de gobernar. La pérdida de popularidad de los políticos se interpretó como un problema de baja representatividad y en 2015 se cambió el sistema electoral que tendía al bipartidismo por uno de mayor proporcionalidad. Preocupados de la representación, nadie se interesó entonces por la gobernabilidad. El resultado fue un parlamento fragmentado, cada vez más inmanejable.

La élite chilena ha querido resolver este asunto aprovechando la discusión constitucional. Sin embargo, no parece que el último texto que se va a ofrecer a los ciudadanos diseñe un sistema de gobernanza realmente eficaz que se aparte del que ha dado muestras de no funcionar.

En 2023, muchos de los indicadores socioeconómicos que fueron usados en 2019 para argumentar que la desigualdad era el principal motivo del estallido son peores que entonces. La pobreza ha aumentado, el crecimiento no acaba de despuntar, el ahorro privado se ha reducido, la educación se ha deteriorado, la deuda pública ha aumentado, el sistema de pensiones no ha sido reformado. Es verdad que la pandemia contribuye a distorsionar aún más todos estos indicadores. Pero lo que es realmente relevante es que las dos causas que podrían explicar de mejor manera el malestar chileno, que son la falta de prosperidad económica y de un gobierno eficaz, siguen sin respuesta.        

Periodista de amplia y reconocida trayectoria en medios impresos y digitales. Tras ser director adjunto del diario «El Mundo» y pasar por «El Español», en la actualidad se dedica a la divulgación económica, la reflexión y el columnismo desde medios como «ABC» u Onda Cero Radio.