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Edmundo O’Gorman (1906-1995). Historiador y filósofo mexicano, representante del revisionismo historiográfico que aplicó a esa disciplina ideas procedentes de la tradición raciovitalista de Ortega y Gasset. Su obra más representativa es La invención de América.


Avance

En este libro publicado por Fondo de Cultura Económica México, plantea Edmundo O’Gorman la posibilidad de interpretar, de un modo nuevo, los acontecimientos que constituyen la historiografía americana, revisando la afirmación tradicional de que América se hizo patente a resultas de su descubrimiento. Hace hincapié —lo señala desde el título— en la palabra «invención», criticando la visión de América, llegada desde la otra parte del océano, como un continente pasivo, un objeto a la espera de ser encontrado, descubierto por los demás; considera que eso desprestigiaría su estatus de civilización. 

Edmundo O’Gorman: «La invención de América». Fondo de Cultura Económica México, 2021

Todo empieza con una especie de desengaño: pese a sus «extrañezas de naturaleza», en las nuevas tierras los elementos físicos eran los mismos que en las otras partes ya conocidas y además sus moradores «cualesquiera que fueran sus costumbres, participaban en la misma naturaleza que la de los europeos, asiáticos y africanos, o para decido en términos de la época, que también descendían de Adán y podían beneficiar del sacrificio de Cristo. Gracias a ese reconocimiento, las civilizaciones indígenas quedaban integradas, es cierto, al curso de la historia universal […] y sujetas al juicio que les correspondiera en referencia a la cultura cristiana, erigida, como ya vimos, en el modelo dispensador de significación histórica».

En lo relativo a la organización de las relaciones sociales, destaca el autor que «la norma consistió en trasplantar en tierras de América las formas de vida europea, concretamente la ibérica». En cuanto a la convivencia, señala O’Gorman que «en lugar de deshacerse del indio o simplemente utilizado sin mayor preocupación que la del rendimiento de su trabajo, España intentó de buena fe —pese al alud de críticas que se le han hecho— incorporarlo por medio de leyes e instituciones que, como la encomienda, estaban calculadas para cimentar una convivencia». Tras dedicar algunas líneas al criollismo, que define como «ese fenómeno social cuyo principal resorte fue el de cobrar conciencia de un ser de alguna manera distinguible del hispánico», acaba en un análisis de «lo acontecido a partir del derrumbe de la Colonia». El autor sostiene que lo que ocurrió fue una «mudanza en el modelo» y subraya la diferencia con dejar de tener uno. El modelo elegido a partir de ese momento sería el de la América anglosajona, con su correspondiente trasplante de «creencias, costumbres, sistemas e instituciones europeas» y la generalización de un proceso de transformación alentado por el sentimiento de que «las nuevas tierras no eran un obsequio providencial para aumento del poderío y de la riqueza de la metrópoli, sino la oportunidad de ejercer, sin los impedimentos tradicionales, la libertad religiosa y política y de dar libre curso al esfuerzo y al ingenio personales».


Artículo

«Pero lo que resulta verdaderamente extraordinario para nosotros no es que Colón se haya convencido de que estaba en la proximidad de Asia cuando, desde la borda de su nave capitana, contempló las esmeraldas riberas de aquella primera isla que le entregó el Océano, sino la circunstancia de haber mantenido esa creencia durante toda la exploración a pesar de que no comprobó nada de lo que esperaba, es decir, nada que de algún modo la demostrara de manera indubitable. A este respecto tampoco hace falta aducir pruebas textuales. Ya se sabe: en todo y por todas partes Colón veía a Asia, esas remotas regiones de la Isla de la Tierra que una tradición multisecular venía pintando en tan bellos y alucinantes colores y que la codicia del navegante colmaba de riquezas nunca soñadas de oro, piedras preciosas, especias y otros productos naturales del más alto precio. La rudeza y desnudez de los naturales pobladores, la terca ausencia de las ciudades y palacios que debía haber encontrado y que tan en vano buscó, la circunstancia que el oro sólo brillaba en el rumor de las falsas noticias que le daban los indígenas y el fracaso repetido en el intento de localizar, primero a Cipango y después al Gran Kan en nada conmovieron su fe: había llegado a Asia, en Asia estaba y de Asia volvía, y de esta convicción ya nada ni nadie lo hará retroceder hasta el día de su muerte». Págs. 83 y 84

«Desde el punto de vista político y mercantil, la expedición resultó ser un terrible desengaño: el almirante no pudo, como no podía, cumplir lo que su exaltada imaginación había prometido. Los indígenas no eran los dóciles vasallos que había dicho, puesto que, fuere la culpa de quien fuere, habían asesinado en masa a la guarnición cristiana que dejó el almirante en Navidad; pero, además, el oro tan codiciado no aparecía por ningún lado […]. Todo esto y otras adversidades motivaron un descontento general que se tradujo de inmediato en sorda hostilidad contra el almirante y en un creciente desprestigio de la empresa». Pág. 97

«Las promesas de Colón habían resultado ser un falso señuelo. Las esperanzas de oro cosechable como fruta madura se reducían al aleatorio futuro de unas minas que requerían sudor y privaciones. El suave clima y la perfumada templanza de los aires cobraron en vidas de cristianos su pestífero engaño. Huracanes diabólicos sembraron naufragios. La soñada concordia que iba a presidir en la fundación y vida de la nueva colonia se tradujo en odio, prevaricato y disidencia, y los mansos e inocentes pobladores naturales de aquel ficticio paraíso, supuestos amigos de los cristianos y amantísimos vasallos, mostraron su índole bestial». Págs. 99 y 100

Una misma naturaleza

«Vemos, entonces, que la concepción de las nuevas tierras como cuarta parte del mundo no sólo implicó la idea de que, no obstante sus extrañezas de naturaleza, los elementos físicos eran los mismos que en las otras partes ya conocidas, sino la de que los naturales de aquellas tierras, cualesquiera que fueran sus costumbres, participaban en la misma naturaleza que la de los europeos, asiáticos y africanos, o para decirlo en términos de la época, que también descendían de Adán y podían beneficiar del sacrificio de Cristo.

Gracias a ese reconocimiento, las civilizaciones indígenas quedaban integradas, es cierto, al curso de la historia universal; pero, por la misma razón, no quedaban excluidas de las consecuencias de la concepción jerárquica de la misma. Esas civilizaciones, pues, no podían aspirar a ser estimadas como expresiones sui generis de un modo peculiar de realizar la vida humana y quedaban sujetas al juicio que les correspondiera en referencia a la cultura cristiana, erigida, como ya vimos, en el modelo dispensador de significación histórica. A esta situación responde el no menos célebre problema acerca de la naturaleza e índole del indio americano, y en cuyo debate fueron principales protagonistas el padre fray Bartolomé de las Casas y el humanista español Juan Ginés de Sepúlveda.

Considerada en la perspectiva en que nos hemos colocado, esa sonada polémica se reduce al intento de determinar el grado en que la vida indígena americana se conformaba al paradigma cristiano, y si bien los intereses y la pasión no dejaron de intervenir, lo importante es que, aun en la tesis más favorable a los indios, no se pudo conceder más sentido positivo a sus civilizaciones que el de estimadas como formas de vida humana de alto rango; pero que, en definitiva no trascendían la esfera de las posibilidades del hombre en cuanto ente de la naturaleza; el haber permanecido al margen de la enseñanza del Evangelio los indios no habían podido realizar la “verdadera” humanidad. Tal, en esencia, la tesis de la Apologética historia del padre Las Casas, ese formidable alegato en favor de las culturas americanas. La consecuencia de la reducción de esas culturas a sólo la esfera propia a la sociedad natural fue que el ser sui generis que hoy se les aprecia quedó cancelado como carente de significación histórica «verdadera» y reducido a la nula posibilidad de recibir los valores de la cultura europea; a la posibilidad, en una palabra, de realizar en América otra Europa, y ése fue el ser, por consiguiente, con el que, en el orden moral, fue inventada aquélla.

El ser concedido a las nuevas tierras, el de la posibilidad de llegar a ser otra Europa, encontró su fórmula adecuada en la designación de “Nuevo Mundo” que, desde entonces, se emplea como sinónimo de América. Esa designación, en efecto, indica, precisamente, la diferencia específica que individualizó en el orden histórico a la «cuarta parte» del mundo frente al conjunto de las otras tres partes, correlativamente designadas en su conjunto como el “Viejo Mundo”». Págs. 150 y 151

Las dos Américas

«Así damos razón de inmediato del más notable rasgo del acontecer americano: la existencia, de otro modo desconcertante, de las dos Américas, la latina y la sajona […]. Si se examinan los principios que la guiaron en su política colonizadora, ya en la esfera de los intereses religiosos, políticos y económicos, ya en la relativa a la organización de las relaciones sociales, se advierte que la norma consistió en trasplantar en tierras de América las formas de vida europea, concretamente la ibérica. Pero lo decisivo al respecto es advertir el propósito consciente de perpetuar esas formas entendidas y vividas como entelequia histórica avalada por la voluntad divina. Esa finalidad se transparenta, no sólo, en la vigorosa e intolerante implantación del catolicismo hispánico y de las instituciones políticas y sociales españolas, sino en toda la rica gama de las expresiones artísticas, culturales y urbanas. Ciertamente, la convivencia con una nutrida población indígena, que había alcanzado en algunas regiones un alto grado de civilización, fue el mayor obstáculo para realizar en pureza aquel programa; pero, justamente, en los medios empleados para superado es donde mejor se aprecia la intención de adaptar las nuevas circunstancias al modelo. Efectivamente, en lugar de deshacerse del indio o simplemente utilizado sin mayor preocupación que la del rendimiento de su trabajo, España intentó de buena fe —pese al alud de críticas que se le han hecho— incorporarlo por medio de leyes e instituciones que, como la encomienda, estaban calculadas para cimentar una convivencia que, en principio, acabaría por asimilarlo y en el límite, igualarlo al europeo. España no conoció más discriminación racial que la consagrada en un cuerpo de disposiciones paternales y protectoras del indio contra la rapacidad y el mal ejemplo de los españoles, y si esas medidas no dieron el fruto esperado, debe reconocerse el propósito del intento que, a pesar de todo, no dejó de cumplirse de cierta manera en el mestizaje». Pág. 153 y 154

«Digamos, entonces, que en la historia colonial de la América latina tenemos la actualización del ser americano en una de sus dos vertientes. Se trata, sin duda, de una forma de vida auténtica en el sentido primario en que lo es toda vida; pero en otro sentido no puede menos de calificarse de mimética y aun de postiza. Y precisamente, el sentimiento de esa especie de inautenticidad o desequilibrio ontológico generó en el seno de la sociedad colonial el desasosiego que caracteriza el criollismo, ese fenómeno social cuyo principal resorte fue el de cobrar conciencia de un ser de alguna manera distinguible del hispánico. Tan legítimo como noble anhelo no trascendió, sin embargo, la original limitación, porque si es cierto que el criollo ensayó un nuevo Adán americano, sólo logró constituirse en un tipo peculiar del español, pero español, al fin y al cabo. Hubo —los testimonios son abundantes— una especie de cultura criolla con rasgos que la distinguen de la peninsular, mas por sus raíces y por las creencias que la sustentaron no alcanzó la originalidad que le merecía el adjetivo de autónoma respecto al modelo que le dio la vida. No transformó su herencia y sus tradiciones mediante la adaptación a las circunstancias y plantar, así, un nuevo árbol en el escenario americano; simplemente reclamó su reconocimiento como frondosa rama del venerable tronco del modo de ser hispánico. Lo que puede considerarse como más propio de la modalidad criolla, a saber: el desaforado y genial abuso de ciertas formas hispánicas de la expresión plástica y literaria; la entrega sin reservas a la metáfora y a la anfibología en todos los órdenes de la vida; la delirante exaltación de verdaderas o supuestas excelencias naturales y morales propias; el rescate de la historia prehispánica como un devenir que no hacía excepción en el armonioso concierto de la marcha providencial del hombre hacia su destino sobrenatural, y en fin, el espaldarazo celeste e inmenso consuelo del portento guadalupano, fueron otros tantos senderos de afirmación propia, pero, por lo mismo, implican el reconocimiento de una encrucijada ontológica sin salida en cuya estrechez se participaba, sin embargo, con el orgullo de “fidelísimos vasallos de su majestad católica”.

Tras el derrumbe de la Colonia

Y ¿qué decir de la historia posterior; de esas denodadas luchas inspiradas en el anhelo de libertad e independencia que rompieron aquel casi supersticioso lazo de fidelidad y abrieron paso a la aparición de naciones soberanas desligadas de la monarquía que las había prohijado? Sería de suponer que, por fin, advenido el criollo a una nacionalidad propia, quedaba roto el círculo mágico de un pasado que lo constreñía a la obligada imitación de un arquetipo. Me parece infundado acceder a tan halagüeña perspectiva cuya aceptación está más inspirada en buenos deseos que en el respeto a los hechos, porque no debe confundirse la independencia política, ni la económica y tecnológica, ni todas juntas, con la independencia ontológica que presupone un desarrollo original y autónomo. Un alud de testimonios nos enseña, no sólo la tenacidad conservadora de mantener la vigencia del ser hispánico, bajo el especioso argumento de que seguía siendo el «propio», sino, más importante, nos muestra la constricción en que se vieron las nuevas naciones de continuar por la vía imitativa que ha presidido la historia latinoamericana desde su cuna colonial. Y es que el engaño en aquella confusión estriba en no ver o en no querer ver que lo acontecido a partir del derrumbe de la Colonia fue una mudanza en el modelo, cosa bien distinta a dejar de tenerlo. La generalizada adopción de sistemas democráticos republicanos y la esperanza que de ese modo se salvaría de inmediato el abismo histórico creado por una España a la que se le había escapado el tren de la modernidad, bastan para indicar que el nuevo modelo, el nuevo arquetipo no fue sino la otra América que tanto deslumbró con su prosperidad y libertad a los pensadores políticos encargados de organizar las nuevas naciones. Esa otra América, pues, donde el modelo europeo se había transfigurado en un nuevo orden social y cuyo protagonista era ese nuevo tipo de hombre histórico a quien, seguramente no por capricho, se le conoce y reconoce como el americano por antonomasia.

Y en efecto, eligiendo el segundo camino abierto a la realización del ser americano, el de adaptar el modelo a las circunstancias y no viceversa, la América anglosajona alcanzó las más altas cumbres del éxito histórico que sólo puede negar o regatear la pasión dictada por esa especie de resentimiento agudo que Max Scheller calificó de «existencial». Cierto que, a semejanza de la otra América, todo se inició por un trasplante de creencias, costumbres, sistemas e instituciones europeas; pero no lo es menos que, a diferencia con aquélla, muy pronto se generalizó un proceso de transformación alentado por el sentimiento de que las nuevas tierras no eran un obsequio providencial para aumento del poderío y de la riqueza de la metrópoli, sino la oportunidad de ejercer, sin los impedimentos tradicionales, la libertad religiosa y política y de dar libre curso al esfuerzo y al ingenio personales. Así, dentro de un marco abigarrado de creencias, de tradiciones, de costumbres y de temperamentos raciales, los grupos que se fueron asentando fundaron, cada uno a su modo, la Nueva Jerusalén de sus preferencias. Y en la medida en que se fue penetrando y ocupando el inmenso continente, las viejas formas de vida importadas de Europa: las jerarquías sociales, los títulos nobiliarios, los privilegios de clase y, muy particularmente, los prejuicios contra los llamados oficios mecánicos y las labores agrícolas, fueron cediendo para engendrar nuevos hábitos y establecer bases no ensayadas antes de la vida comunitaria. En este programa de liberación y transformación el indígena quedó al margen por su falta de voluntad o incapacidad o ambas, de vincularse al destino de los extraños hombres que se habían apoderado de sus territorios, y si bien no faltaron serios intentos de incorporado y cristianizado, puede afirmarse que, en términos generales, fue abandonado a su suerte y al exterminio como un hombre sin redención posible, puesto que en su resistencia a mudar sus hábitos ancestrales y en su pereza y falta de iniciativa en el trabajo, se veía la señal inequívoca de que Dios lo tenía merecidamente olvidado». Pág. 155-157


Extractos del libro La invención de América publicados aquí con autorización expresa de la editorial © Fondo de Cultura Económica México. El libro se encuentra disponible en libreriajuanrulfo.com (impreso) y en elfondoenlinea.com (electrónico)


La imagen del artículo toma el motivo de la cubierta del libro (diseño de portada de Teresa Guzmán. D. R. © 2021, Fondo de Cultura Económica) transformado con Canva.

Historiador y filósofo mexicano, nacido en 1906, representante del revisionismo historiográfico. Su obra más representativa es «La invención de América». Murió en 1995.