La respuesta sensata a la pregunta «¿qué política de cine nos hace falta?» está necesitando que salten en pedazos una serie de tópicos y malentendidos, que la interfieren. El primero de ellos es la contraposición entre un cine que se movería libremente en la atmósfera de pura libertad de una economía de mercado perfecta y plena, sin «diseño» alguno por parte de los poderes públicos (el cine norteamericano), y otros cines, que caerían bajo la etiqueta de «protegidos», y que vendrían a ser una especie de «reserva natural» de especies -de imágenes- a «conservar» con el dinero del Estado (el cine europeo en general y el español en particular).
Bien. Aunque esa no sea una situación real, sino más bien una falsedad de principio, por no romper el tópico sin contemplaciones, sino poco a poco, sí cabe extraer de ese error una idea: la de que los europeos tenemos mucho que aprender de los americanos. Quizá este sea un buen modo de empezar a plantear algunas de las líneas generales sobre posibilidades de gestión «política» -en el mejor sentido de la palabra- para el cine español.
El marco americano
Los países europeos -algunos más que otros- deberíamos fijarnos en cómo han concebido y creado los norteamericanos su hoy poderosa y potente industria cinematográfica. Y lo primero que se aprende al conocerla es la claridad de ideas y de visión que demuestran ante los problemas que plantea el cine. Como se puso de manifiesto más que suficientemente en las famosas conversaciones del GATT y en el cierre del tema audiovisual, los americanos tienen una conciencia clara de que estamos en una «guerra» que no es principalmente ideológica, sino sobre todo comercial. Se saben de memoria el estribillo que están cantando últimamente todos los estudios económicos: que durante los próximos veinte años el crecimiento en la industria audiovisual va a multiplicar por cinco la demanda actual, lo que significa, naturalmente, que alguien va a tener que ofertar el producto a la futura demanda -que no solo seguirá estando ahí, sino que habrá crecido-, Ellos están preparados. ¿Lo estamos nosotros?
Está claro que cualquier empresario de cualquier otro sector se frotaría las manos al oír que el mensaje de los analistas de mercado es algo del estilo de «mire, si Vd. lo hace «medio bien», le garantizamos que su producción está vendida». Y en el caso del audiovisual, además, no se trata solo de que esté vendido el presente: es que, según los estudios de la OCDE, a lo largo de los próximos veinte años las ventas van a multiplicarse por cinco. ¿Somos conscientes de eso en este país? Evidentemente, el sector de la industria cinematográfica sí lo es. Pero la cuestión es si no se necesitará una conciencia más «colectiva», más «de Estado», para hacer frente eficazmente al mercado que viene.
Esas expectativas de mercado apuntan a que el cine es un sector en claro crecimiento: un sector de futuro que hay que tratar teniendo en cuenta una variable estratégica básica, a saber: que, en términos de inversión y de ideas, el cine no es un mero conjunto de «imágenes enlatadas», EE.UU., a través de su industria audiovisual, está vendiendo, además de las imágenes que sirve, otra serie de productos nacionales: vende way of Life, vende ideología en el sentido más amplio de la palabra, y logra que otros productos propios también se consuman en los mercados internacionales -gracias, precisamente, a la punta de lanza que constituyen sus maravillosas películas, su enorme, organizada y experimentada industria audiovisual. Es sorprendente cómo los niños pequeños, cuando se estrenó una determinada película de Disney, la llamaban Aladdin; y cuando les decías: «se llama Aladino», nombrando a un mito de tu infancia, te miraban y te decían que eras un «carroza» y que no la entendías bien. Es una tontería, indudablemente: pero demuestra que se puede cambiar el nombre a un clásico de mi generación con una simple película; apliquemos eso a la manera de saludarse, de pensar, de comer, de consumir y tendremos borrada la pluralidad de culturas y la especificidad de la nuestra.
De esa mentalidad comercial con que los EE.UU. empapan el mundo dan buena cuenta dos casos ejemplares: en Hispanoamérica, a pesar de que hablan otro idioma (el nuestro), la inversión norteamericana se nos ha adelantado. Al principio, prácticamente regalaban sus películas (en inglés, una lengua que la mayoría no entiende) a los países que no podían pagarlas. Y en el Este de Europa han hecho otro tanto. Países sin apenas poder adquisitivo y con grandes tradiciones culturales y cinematográficas han congeniado con la avalancha de Schwarzenegger, van Damme o Rambo.
Puede que al principio ésa no fuera una política rentable para los americanos, pero han conseguido que ese público congenie con su cine; así que, cuando en esos países se tenga dinero para pagar, demandarán ese tipo de cine. Puede decirse que la batalla que los norteamericanos han ganado en esas dos áreas es la ideológica, la cultural, pero la que han ganado realmente es la económica: han colocado su producto con inteligencia.
Antes he aludido a las conversaciones en las que, con motivo de las negociaciones del GATT, tuve ocasión de estar presente. Recuerdo una frase que me llamó enormemente la atención. Los de la parte negociadora americana nos decían: «los americanos hacemos películas muy buenas, películas buenas, películas regulares y películas malas. Los europeos las hacen muy buenas, buenas, regulares y malas. La diferencia con Vds. es que nosotros las vendemos todas». Y eso ocurre porque la inteligencia al colocar el producto está respaldada por toda una industria nacional, que los produce siguiendo una política comercial en un cierto marco de actuación.
Esto es lo que nos interesa ahora, pues obliga a modificar la idea, muy europea, según la cual el cine americano funciona en una economía de libre mercado, con las puras leyes del mercado. ¿Llenan las películas americanas las salas americanas simplemente porque las películas son buenas o, al menos, gustan a mucha gente? La respuesta no es tan simple, y enfocarla así resulta ingenuo; supone ser demasiado «bondadoso» con el funcionamiento real de la industria cinematográfica de los EE.UU.: porque ese mercado y esa industria están «intervenidos»; lo cual no significa necesariamente «intervencionismo estatal»: están intervenidos no solo porque el Estado haya puesto unas pequeñas cuotas o licencias a las empresas y corporaciones para acceder al mercado audiovisual; sobre todo lo están por las prácticas comerciales. La maquinaria comercial americana consigue crear la «necesidad social» de ver sus grandes películas meses antes de su estreno (Instinto Básico, Una proposición indecente…) con el acompañamiento orquestado de los medios de comunicación del país de turno. Podrían preguntarse esos medios si no se dejan llevar por un cierto papanatismo, descontando cientos de millones de dólares de los gastos de promoción de esa películas.
Un ejemplo (que tiene que ver, además, con el cine español): sin que haya una ley que lo prohiba, en EE.UU. hay unas asociaciones muy poderosas en las cadenas de cines, sobre todo, y en las compañías distribuidoras, que no permiten doblar las películas. ¿Qué importancia puede tener esta cuestión, aparentemente menor, del doblaje?
En España estamos acostumbrados a ver las películas dobladas, y nos llevamos un susto cuando oímos la auténtica voz de Humphrey Bogart. En América, en cambio, no existen películas dobladas. Se las tirarían a la cara a los productores o a los directores, no las entenderían. Para ellos, la voz del actor es tan importante como su interpretación, y doblarla les parece un artificio ridículo. En la España de los años cuarenta, Franco impuso el doblaje porque pretendía preservar el castellano y prefería que no hubiera películas en inglés con subtítulos: no quería que la gente escuchara hablar inglés, quería preservar el castellano por encima de todo. Y como el doblaje era obligado, los técnicos españoles terminaron haciéndolo mejor que nadie. En España se dobla mucho mejor que en ningún otro país del mundo, incluido EE.UU. En comparación con los españoles, el resto de los profesionales del doblaje son muy poco competitivos. Aquí la técnica fue haciéndose muy perfecta, y el efecto es que hoy existe una absoluta complicidad entre el espectador castellano-parlante y la película doblada.
Apliquemos esto al mercado americano: Belle Époque, por ejemplo, es una película con un Oscar y un recorrido comercial bueno, en términos relativos. En las salas americanas se pasó en castellano y con subtítulos en inglés. Y fue una película marginal. Si en América hubiera la misma cultura del doblaje que en España, si magníficos actores ingleses doblasen las películas extranjeras y éstas se escuchasen como se oyen allí las producciones propias, Belle Époque podría haber multiplicado sus posibilidades comerciales por veinte.
Lo que hay en el fondo de situaciones como ésta son pequeños acuerdos, vigentes a lo largo del tiempo, acuerdos eficaces que protegen la producción propia. Y su resultado es que hoy, en Europa (considerada en su conjunto), el cine americano está por encima del 70% de la cuota del mercado, mientras que en América el cine de países ajenos a EE.UU. asciende solo a algo más de un 2 %.
Y eso, contando las superproducciones francesas, y teniendo en cuenta hechos como, por ejemplo, que en Francia se haya recuperado de nuevo, durante el último año, cuota de mercado, alcanzando casi el 40 % en ingresos y en espectadores. El año pasado, el cine producido en Francia ha competido de tú a tú con el cine norteamericano. Y con películas que no son superproducciones (Gazon Maudit, con Victoria Abril, recientemente estrenada en España, no es una película cara, y en Francia ha recaudado más de 4000 millones de pesetas en taquilla). Eso habla de una identificación muy clara entre el producto cinematográfico francés y el espectador de su país.
El ejemplo del doblaje (o de la ausencia de doblaje) es solo un botón de muestra de que en América existen reglas de mercado, defensivas, reguladoras de lo propio. Existen porque una asociación poderosa, no gubernamental, la MPAA, con Jack Valenti al frente, creó en su momento «un marco de funcionamiento».
Ese es el punto realmente importante: que en Europa y en España todavía estamos en una posición desfavorable, en un momento casi «fundacional», casi «preconstitucional» respecto al futuro audiovisual que se avecina, que va a tener un aspecto diverso del actual; que nosotros carecemos aún de marco para estructurarlo, para que no nos coja desprevenidos y se nos venga encima.
En EE.UU., cuando se diseñó ese marco, se crearon, de entrada, los tax shelters, unas fórmulas de financiación de las películas mediante desgravación fiscal. Eso inyectó en la industria audiovisual norteamericana miles de millones de dólares, creó los grandes Estudios y toda una maquinaria de producción, es decir: inyectó el dinero necesario para engrasar la maquinaria de la industria cinematográfica. Luego se han retirado aquellos beneficios fiscales, pero porque ya no eran necesarios: la maquinaria ya existe y mueve su industria a todo tren.
Lo que nos hace falta en España es crear una maquinaria parecida. Podemos hacerlo sobradamente, porque el nuestro es un país bastante creativo con respecto a otros países europeos, un país capaz de competir en cualquier lugar del mundo. Cuando tengamos esa maquinaria, podremos plantearnos competir con quien sea. Sin ella, es injusto decirle a alguien, en nombre de una teórica e irreal ley del mercado -que en su pureza es inexistente incluso en los EE.UU.-, cosas del estilo de «no se queje y no pida: haga Vd. una buena película, y la gente pagará por verla». Es injusto porque detrás de cada película americana -de cualquier película americana- hay toda una práctica, todo un oficio, toda una constelación de profesionales, todo un fondo de experiencia acumulada; en definitiva: toda una industria ya amortizada (cámaras, decorados, lugares de filmación). Todo eso, que aquí es aún algo muy incipiente (es más: en parte, lo que había ha sido destruido), allí forma parte del paisaje.
Esto tiene también que ver con una segunda frase de los negociadores del GATT, que me llamó la atención entonces y que sonaba así: «Vds. los europeos ponen el acento en lo que cuentan; los americanos lo ponemos en cómo lo contamos». ¿Qué querían decir? Querían decir, probablemente, que en su cine hay mayor cercanía, mayor sintonía y complicidad entre el espectador y el espectáculo, llamando espectáculo al cine americano. Los americanos se han hecho con el ritmo narrativo cinematográfico mejor que los europeos. Tienen razón, nosotros tendemos a poner el énfasis en la historia: «vamos a contar esa historia, que es muy profunda»; pero a la hora de contarla, el ritmo narrativo hace que -aunque la historia sea efectivamente más profunda y rica en posibilidades, más densa y más interesante- el espectador «desconecte».
Pero no creo que las personas a las que oí eso pensaran que somos más torpes en la tarea de telling stories, ni tampoco que ellos sean unos genios. Se trata simplemente de que el virtuosismo en el ritmo narrativo es – en muy buena parte- una cuestión de destreza profesional, de técnica, de industria, de auténtica tradición de saber hacer.
Así que de lo que se trata, tanto por motivos comerciales como «artísticos», es de crear el marco que vaya haciendo posible todo eso: ésta es la obsesión que debería guiar la creación de una política sensata del cine español; a eso nos referimos los profesionales del sector audiovisual cuando decimos que hacen falta «instrumentos». No nos referimos al mantenimiento sine die de cuotas de pantalla o a las licencias de doblaje, que son un atraso absoluto. A lo que apuntamos es a la idea de que a un enfermo con muletas o con respiración artificial hay que recuperarle primero, para que después pueda salir a la vida y desenvolverse como quiera (en el mercado); pero no se le pueden retirar las muletas y ponerle a andar, ni desconectarle de repente, porque, indudablemente, se muere.
Sin un marco adecuado, estatal, plantear que el cine europeo, y el español en particular, salgan a competir con los americanos a la palestra de la guerra comercial del mercado audiovisual es como pretender enviar a un enfermo a luchar contra un coloso.
Oportunidades aprovechables
Junto a esas consideraciones hay otras que pueden parecer incluso ingenuidades, pero que son cruciales. Una de ellas es que el mercado americano se está internacionalizando. Es verdad que el cine norteamericano ha contado y cuenta con un gran centro de producción, Hollywood. Y que, sin duda alguna, antes, para empezar una película americana, bastaba, para que salieran los números, con contar exclusivamente con el público propio: en el mercado doméstico americano se recaudaba hasta un 80%. Pero esas cifras de explotación han ido cambiando paulatinamente, y en estos momentos una película norteamericana puede estar recaudando un 30% en el mercado interior, el doméstico, mientras el restante 70% lo engrosa la taquilla exterior.
Este cambio de cifras apunta a algunas evidencias: por una parte, a que los americanos están invirtiendo a gran velocidad en el exterior y están repartiendo los ingresos entre su mercado y otros mercados. Ahora bien: si los europeos y otros (asiáticos, latinoamericanos) somos quienes les «ponemos» el mercado, ¿por qué vamos a resignarnos a pensar que, como ya hay unos señores que hacen muy bien las películas, nosotros nos vamos a limitar a pagarles por verlas? (Si se hacen cuentas, los europeos pagamos más dólares del sueldo de Clint Eastwood que los propios americanos, lo cual no deja de ser peculiar). El ejemplo más sangrante de este tipo de situaciones es el hecho de que películas que han sido un gran fracaso en EE.UU. hayan dado resultado en Europa: ése es el tipo de cosas que debería hacernos pensar que carece de sentido que no haya una interconexión y un intercambio por nuestra parte con los americanos en la parte productiva de las películas. Esto, decíamos, puede parecer ingenuo; pero basta con pensar en lo que hubieran pensado los americanos de la General Motors si hace quince o veinte años alguien les hubiera hablado de unos orientales que hacen unos cochecitos llamados «Toyota»: probablemente se habrían partido de risa. Bien: pero uno conduce hoy por EE.UU. y las autopistas americanas están inundadas de automóviles japoneses.
De modo que no hay nada que obligue a seguir pensando que, por toda la eternidad, los americanos serán los que harán las películas y nosotros pondremos el público y las pagaremos: simplemente no tiene sentido, aunque, claro, siempre que se configure institucionalmente aquello que desde el sector del cine español y europeo se echa de menos por parte de los poderes públicos, lo que llamábamos antes la creación del marco: «creen Vds. las condiciones para que la industria pueda ser competitiva. A partir de ahí, déjennos libertad».
El apoyo legislativo y financiero al sector del cine: hacia un marco para el cine español
Se entiende que esa es una libertad que requiere unas condiciones previas. Una de ellas, francamente insatisfecha hoy, es la falta de capital del productor.
El mercado audiovisual es el único sector industrial en la historia cuya reconversión -cuya poderosa reconversión- no ha venido ni del fabricante (en nuestro caso, el productor) ni de la Administración de turno. La reconversión se ha hecho a partir del punto de venta, que es el cine. (Aplicado esto al sector del automóvil, el equivalente es que éste se hubiera reconvertido a partir de los Concesionarios). Hoy se va más al cine que nunca y, en cambio, el productor recupera menos que nunca su inversión; lo que significa – y hablamos ahora de la industria europea y de la española en particular- que se ha descapitalizado.
Este es uno más en la lista de contrasentidos que envuelven al sector: por eso hay que enmarcarlo, ordenarlo: y ordenarlo no significa intervencionismo; significa crear unas determinadas reglas de juego para que la iniciativa privada invierta en cine. A partir de esas reglas, que cada uno haga juego como mejor le parezca.
El pasado reciente – y menos reciente- del cine español ofrece grandes enseñanzas acerca de la necesidad de ese marco. El último año ha demostrado que variando la política gubernamental tan solo un poco, los resultados pueden ser espectaculares.
Aunque también aquí hay que demoler unos cuantos malentendidos: todavía hay gente que piensa que hay productores que cuentan con unas subvenciones anticipadas para empezar una película. Es verdad que con la legislación introducida en la «era Miró», en un momento de agonía de la industria, hubo un sistema de subvenciones anticipadas al que se presentaban proyectos que eran enjuiciados por una comisión, sistema tenazmente mantenido sin introducir los mecanismos de corrección necesarios para adaptarse a los tiempos. No se trata ahora de si ese sistema permitió que los amigos del poder de turno hicieran películas y el resto se quedara a dos velas, pero sí de la evidencia de que ese sistema, vigente hasta hace poco, tuvo unos efectos perniciosos. Propició una situación típica, consistente en desequilibrar la relación entre el director y el productor de una película. Las subvenciones no llegaban ni al productor ni al empresario: llegaban al director, que era el que presentaba su idea (su proyecto de película) al Ministerio. Si conseguía apoyo, aunque la subvención llegara formalmente a la empresa, la recibía el director.
El productor quedaba fuera de juego: se reducía a un mal necesario, a una ayuda molesta de alguien que ni invierte ni arriesga lo suyo. Además, la subvención anticipada se completaba con otra «subvención», en parte encubierta, en los casos en los que entraba en monopolio Televisión: como no había contraste en el juego del mercado, el dinero que daba TVE era un dinero «referencial»; al no haber competencia, no había forma de saber lo que la película valía en el mercado.
El hecho es que a esa pérdida de peso del productor, que es la consecuencia lógica de la desaparición de su riesgo financiero -si el productor no arriesga su dinero el director le puede mirar por encima del hombro-, la acompañó el distanciamiento cada vez mayor entre el cine español y los deseos del espectador. Entre el cine español y el público español.
Sin riesgos, sin la presión del productor, el incentivo, la necesidad absoluta de que la película funcione «en taquilla», o sea, de que triunfe en su contraste con el público (porque, aunque a veces parezca mentira, las películas se hacen para ser vistas) desaparece. Y, al final, los directores y cineastas nos contaban historias que no interesaban; no es que no interesaran al espectador; es que no interesaban ni a las personas más cercanas al director, cuando éste intentaba contarles su historia cualquier noche…
Ahora bien: ha bastado un solo cambio en el sistema para recomponer todo de nuevo. «Haga Vd. la película que le de le gana, que si reúne una cantidad concreta de espectadores (si es de realizador veterano, 30 millones de pesetas en taquilla; si es de nuevo realizador, 20 millones: no son cantidades inalcanzables, pero si se miran las estadísticas de la etapa anterior, se comprueba que una gran cantidad de películas no llegaban), le concedemos una subvención.
El productor recuperó su papel, porque es el que adelanta el dinero para el proyecto. Es cierto, y no hay que olvidarlo, que se han creado unas líneas de financiación atractivas, unos créditos con cuatro puntos de subvención de interés; pero si la película naufraga, el productor se hunde con ella: no recibe una peseta del Estado y tiene que devolver con sus propias garantías el dinero que pidió al banco mediante el convenio recién aludido. Y claro, cuando la situación real consiste en que si la película no funciona la catástrofe es absoluta, entonces el equilibrio director-productor se restablece: el director deja de mirar al segundo por encima del hombro y empieza a pensar que tiene que sentarse con el y hablar: del guión, del reparto, de si el final en el que ha pensado es el más conveniente, de si el público va a salir o no aterrado de la película. Ése es el equilibrio entre la parte creativa, la del director y su equipo, y la producción.
Ha bastado con este cambio simple para que, por efecto multiplicador, prácticamente todas las películas iniciadas con las nuevas reglas, que empujan a buscar al menos veinte o treinta millones a los que creen en ellas (es obvio que no solo esas cantidades; buscarán ingresar trescientos o doscientos, y en el peor de los casos llegarán a cien o a sesenta millones), funcionen. Antes, como podía uno permitirse el lujo de no pretender nada, en el peor de los casos – y eran demasiados- ni siquiera se estrenaba la película, o se hacían cuatro perras en taquilla y al día siguiente la película dejaba de estar en cartelera y desaparecía.
La nueva situación demuestra que un simple cambio de reglas del juego puede poner – h a puesto, de hecho- en marcha un motor diverso, más potente, que funciona mejor en términos industriales y comerciales, que produce películas que vuelven obtener el favor del público. Aunque, obviamente, un cambio de este tipo no pueda ser fulgurante. Son procesos lentos, tendencias en absoluto veloces: pero, sin un marco, el caso no consistiría en que serían aún más lentas. Es que no se darían en absoluto.
Con todo, el aspecto absolutamente relevante y novedoso de todo ese cambio no es el crecimiento de espectadores y de recaudación en el cine español, ni siquiera la variedad en las películas españolas que han poblado las carteleras este año. Y eso que hay desde comedias ligeras a comedias románticas, pasando por thrillers o por películas tan difíciles de clasificar como El día de la bestia, es decir, que no se encierran en la «españolada» típica ni en un determinado tipo de cine. Y funcionan todas: funcionan Two Much, Boca a boca, Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, Historias del Kronen, Guantanamera -una coproducción- o Tierra y libertad, películas todas ellas que no tienen nada que ver entre sí (y que hablan elocuentemente de una variedad rica, del carácter abierto del cine español).
E1 reencuentro con el público
Contando con la importancia de todo eso, decíamos, lo más positivo de la nueva situación es que, en poco tiempo, en la calle hay una percepción distinta respecto del cine español por parte del espectador y, muy en particular, por parte del espectador joven -que es quien más cine consume-. No se trata de echar las campanas al vuelo, pero es que los resultados de encuestas de hace uno o dos años eran aterradoras: las respuestas, en muchos casos, eran del tipo «yo al cine español no voy por sistema». Era aterrador, pero lo más aterrador es que era real. Así que hubo que preguntarse por qué la gente pensaba así. Ahora es verdad que, en muy poco tiempo, y aunque estemos todavía muy lejos de los niveles del cine americano, hemos conseguido un mayor prestigio del cine español. Y creemos que eso no ha sido solo cuestión de una buena cosecha en un año excepcional, en el que se han acumulado algunas películas realmente muy buenas. No. Si seguimos por ese camino, todo permite pensar que la buena cosecha se repetirá.
Todas estas mejoras demuestran lo que un pequeño cambio -aparentemente, una mera Orden Ministerial referida al sistema de subvenciones- puede provocar: todo un terremoto benéfico, que significa también, a la vez, apoyo financiero al cine: de hecho se han firmado unos acuerdos con el ico, el Instituto de Crédito Oficial. Esa ha sido una gestión cuyo origen nos acerca a otro de los puntos importantes, a la cuestión de las dimensiones que debe tener la política de cine y a la cuestión acerca de quién debe «interesarse por sacarla adelante». Se invitó al ico a que probara sus instrumentos de análisis con nuestro sector, hablándoles con el tipo de discurso al que nos referíamos al principio de este artículo: «somos un sector en crecimiento; el ico, como agencia financiera del Estado, se ha dedicado a inyectar dinero para paliar el coste social de los sectores en retroceso (ahí están los casos de la industria siderúrgica, de la naval)… nuestra apuesta es: saquen Vds. la lupa; mírennos y, si les convencemos, si piensan que el sector merece la pena, que puede, si se engrasa su maquinaria, terminar por autofinanciarse y devolver con creces lo que el Estado inyecte, entonces que éste entre en el sector».
Con planteamientos tan simples como ese, el ico ha hecho una serie de convenios con los productores que han introducido un dinamismo notable en las fuentes de financiación. Por ejemplo, en todo lo relacionado con las cadenas de TV, algo básico. Todo eso está cambiando las reglas del juego, porque significará que, en un sector tan marginal como ha sido el del cine, tan opaco -otra de las obsesiones de la política de cine debe ser la de poner todos los números encima de la mesa para que el inversor que venga buscando rentabilidades en su dinero compruebe que cada peseta invertida aquí se recupera, y pueda así tasar los riesgos- significará, decíamos, que acudirán capitales de otros sectores (como los de la construcción o el inmobiliario), sectores que en ese momento puedan estar más a la baja. En Francia, y el caso es ejemplar, ha habido un gran desplazamiento de capitales de la construcción y del sector inmobiliario al sector audiovisual; ¿por qué no puede ocurrir eso en España?
Insisto en que si esto se hace poco a poco, con pequeños cambios, marcando unas reglas del juego, luego será posible retirar todo el andamiaje de protección de cuotas, etc: el día que el cine español, por sí solo, tenga una cuota de mercado del 25%, la cuota no servirá ya para nada; no hará falta, no habrá que volver a ponerla.
Eso pensábamos desde el sector: por eso creo que el máximo acierto de la última responsable del Ministerio de Cultura ha sido hacer caso al sector, fiarse de él cuando, en apariencia, lo que estábamos pidiendo era algo que en algunos casos se podía entender como una especie de Hara Kiri, porque consistía en pedir que se retirasen las subvenciones anticipadas, y en poder asumir un mayor riesgo. Creo que eso demostraba un planteamiento profesional serio y riguroso. Aunque otro factor profundamente importante a sumar a esos dos es que ha habido una última etapa en la que el entonces principal partido de la oposición hizo una loable aproximación al sector, en un gesto nada corriente. Los responsables de esta parcela en el Partido Popular, encabezadas por Miguel Ángel Cortés, siempre pidieron la retirada del sistema de subvenciones anticipadas a favor de criterios más objetivos, de resultado de público; de modo que el Copyright de la gestión es también suyo; ío que no gustaría a los profesionales del sector es que se les agotara el discurso, que desfallecieran en un momento en el que, en gran parte, se trata de proseguir con la política más reciente.
Porque ahora contamos con esos criterios positivos. En Francia, la virtud más importante que ha tenido y tiene la regulación del sector audiovisual es que -gane la derecha o gane la izquierda-, la política audiovisual se mantiene igual.
Eso es lo que hay hay que pretender también aquí: que la política de cine alcance las dimensiones de algo que no solo es interés de un sector, sino de todo el país.
La definición del mapa audiovisual
Aunque, no nos engañemos: cada vez las partes de la tarta audiovisual a explotar a través de las televisiones son mayores que la parte del cine. Por eso, el marco en el que iría centrada una política de cine debería ser más amplio, hasta convertirse en un marco de lo audiovisual: necesitamos una política global de la audiovisión. Con respecto a esto hemos perdido muchos años: las medidas que puso en marcha Pilar Miró no se rectificaron a tiempo; se han rectificado ahora, al final, sin que el esfuerzo realizado desde el Ministerio de Cultura haya ido acompañado por el de sus compañeros de gabinete. Y en este punto hay que ser hipercrítico, porque el Gobierno ha jugado irresponsablemente con los distintos grupos de intereses y ha puesto personas, no para diseñar, sino para entorpecer la existencia de ese mapa audiovisual. Ha sido una irresponsabilidad porque las oportunidades pasan y España, en este momento, está profundamente integrada -primero en su marco geográfico cercano, Europa, y además en unas determinadas leyes de mercado con respecto a EE.UU. O al Sudeste asiático, entre otros-: las oportunidades pasan, y lo no construido en un determinado tiempo nos lo construirán desde fuera.
El hecho de que en este momento no tengamos ni idea de cuál va a ser el modelo del cable ni, en el fondo, el de las televisiones locales o el satélite, es decir, que no sepamos cómo resolver el mapa audiovisual español, ése es un atraso que podemos pagar con creces. Porque ésa es una labor de Estado, su abandono supone una terrorífica dejación de responsabilidades por parte de los poderes públicos.
El cine, política de Estado: ¿en Cultura? ¿en Industria y Comercio? ¿»sin cartera»?
Así que, después de todo, la situación deseable para una industria audiovisual propia que sea competitiva es que la política que la va a gestionar se plantee no solo desde el sector audiovisual, sino desde un marco de Estado, pues la cuestión excede al sector. ¿Excede también las meras competencias de un Ministerio como el de Cultura?
Debemos empezar a replantear el viejo debate del cine como cultura o como arte y como industria. Hoy, el cine depende de Cultura: habría que cuestionarse si el cine no estará mejor en Industria, o en Comercio, o en otro sitio, o si al final no será mejor que esté en un organismo interministerial ni siquiera oficial. Ese es un tema a meditar despacio, pero la actualización inteligente del debate cultura-industria (que debería tener puesto un ojo en España y otro en América o en Francia) ayudaría a reflexionar sobre las condiciones del marco que buscamos asegurar, porque permitirá inmediatamente definir el papel de los distintos instrumentos del Estado, sobre todo en cuanto a la propagación exterior de las películas. En definitiva, nos pondría ante la cuestión de cómo deben participar los diversos instrumentos estatales en la organización de las reglas del juego. Y esa es la cuestión básica.
Otra, evidentemente, es la que se refiere a la necesaria modificación y unificación (la legislación sobre audiovisual, a mi entender, está muy dispersa) de toda la legislación actual a favor del cambio ensayado, que ha dado tan buenos resultados. Hagamos un único texto refundido y armonizador, en el que las reglas del juego estén pacíficamente fijadas y escritas, al servicio del nuevo marco.
Proyección exterior y futuro esperanzador
Por último: ¿cuál sería el papel del sector audiovisual español en su entorno más inmediato, Europa, y en el resto del mundo, especialmente en relación con Iberoamérica, pero también con los nuevos mercados? Cuando hablamos de redefinir el papel del audiovisual en España, lo primero que hay que afirmar es, de nuevo, que quienes deben hacerlo no somos solo los que vivimos del sector o trabajamos en él. Somos parte interesada y, sobre todo, es una cuestión que afecta a España. A España, que, aunque no sea una potencia industrial, tiene unas posibilidades enormes y evoluciona con éxito hacia el sector servicios (especialmente en algunas Comunidades Autonomas).
La cuestión central, en el fondo, se enuncia así: «España… ¿quiere estar en la carrera de una potente industria audiovisual?» Debemos tener en cuenta que somos grandes consumidores de audiovisual (un 4 % de todo el mundo, que no es poco, más potentes que muchos países europeos); España, en fin, es un mercado jugoso: y esto si consideramos solo la vertiente «pasiva», como consumidores de pantalla; si tenemos en cuenta que somos un país con una creatividad por encima de la media…
La cuestión es, pues: «¿creemos, como Estado, que entre las distintas industrias con posibilidades de futuro a España le merece la pena apostar por la audiovisual?
Desde el sector -actores, directores, distribuidores, exhibidores, productores, técnicos- así lo afirmamos: creemos y sabemos que es un sector que genera muy rápida y fácilmente muchos puestos de trabajo y además en tecnología punta. Y la apuesta, creemos, debe ser doble. Primero, regular, hay que regular el Cable, hay que huir de los monopolios sin concesiones. Hay que regular desde las Cadenas generalistas que existen actualmente hasta el papel del Estado en la TV pública, pasando – y de esto hay estudios, análisis y experiencias- por la regulación del reparto de la «tarta» publicitaria. Y todo ello requiere un debate renovado: el verdadero debate es el de cómo se gestiona lo público y, en nuestro caso, el que se da en torno al papel del Estado en los medios de comunicación.
A partir de entonces, cuando los canales de distribución estén creados (las famosas y cacareadas «autopistas»), habrá que meterles tráfico, movimiento, flujo, inversión. Entonces, con una industria competitiva, podrá haber alianzas externas, coproducciones, conexiones en la distribución.
Porque «regular» no es más que ofrecer un pliego de condiciones al sector, lo que hará que se decidan a invertir en él capitales extranjeros de fuerza, potentes, que serán necesarios siempre, y lo que también provocará el acercamiento del capital español. No pensemos que si hacemos un pliego de condiciones solo vendrá capital extranjero. Nosotros estaremos «más cerca»: la preferencia del público español por series televisivas españolas del Prime Time (21,30 horas) como Farmacia de Guardia o Médico de Familia sobre series americanas excelentes (como El Principe de Bel Air o La Ley de los Ángeles) es una prueba mínima -pero emblemática- de que no hay que tener miedo a que nos colonice el producto extranjero.
Así que la segunda parte de la apuesta es la creación de unas reglas del juego que no estén adulteradas -sin intervencionismos-, para que se produzca un equilibrio entre el capital de fuera y el doméstico. En toda esta operación habrá inversiones fallidas -como en todos los sectores-. Habrá una selección de partida, como pasa siempre. Pero muchos otros seguirán el camino con éxito.
De modo que el horizonte de la política que necesita el cine español es, en suma, positivo. Hay que contemplarlo con un optimismo para el que no faltan motivos: el cambio reciente, que evidentemente funciona; el enorme consumo español; nuestro carácter de país con imaginación, el dominio de las técnicas de doblaje de una lengua que es la segunda del mundo (cabe preguntarse, para curarse en salud y despertar: ¿qué esfuerzos no hubiera hecho ya Francia si tuviera, como nosotros, medio continente hablando francés?). Y es ese optimismo realista el que hace pensar que para esta batalla no basta con el esfuerzo de los «partisanos» del sector y el de los francotiradores. Es una tarea que necesita de estrategias comunes, de logística, de un encuadramiento mínimo hacia un objetivo unificado, de interés para todos.
La otra posibilidad es no hacer nada. Cruzarse de brazos y sentarse con la bolsa de palomitas y la Coca Cola a -nunca mejor dicho- «verlas venir». Delante de la pantalla. Y que el amigo americano siga proyectándonos sus películas.