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El planteamiento de la exposición supone todo una revisión de lo que se venía afirmando al respecto hasta la fecha. A la visión general, e incompleta, de que el Impresionismo había sido el único culpable, por así decir, de toda una revolución artística, se afirma ahora, y se pretende demostrar en la exposición, que había sido uno de los elementos —sin duda el principal— de todo un movimiento de renovación artística durante los «años Manet», como se ha dado en llamar a los años comprendidos entre 1866 y 1883. En este sentido, como afirman los comisarios de la exposición, Stéphane Guégan y Alice Thomine-Berrada, «el motivo por el que Manet, principio y fin del itinerario, se ha impuesto rápidamente como la figura que estructura nuestro propósito, es la presencia de este pintor en cada una de sus articulaciones. Hombre frecuentador de muchos círculos, atormentado por el “deseo del Salón”, cercano a Monet y Degas pero reacio a exponer con ellos […] llegaría a hacer suyas todas las potencialidades de su tiempo antes de su temprana muerte».

Por ello, y siguiendo en esta misma idea, la exaltación por la modernidad es una de las señales más claras de esta época y afecta de manera similar a los pintores realistas, impresionistas y académicos…, y esto por no hablar de los representantes del decorativismo clasicista de Puvis de Chavannes o de los sueños simbolistas de Moreau.

Manet se convierte en el eje fundamental sobre el que versa la muestra. Es, nadie lo duda, el mayor artista de esta época de comienzos del Impresionismo (años adelante, será Monet —el pintor comúnmente considerado como el mayor representante del Impresionismo propiamente dicho— el que tome su relevo y le aventaje en lo referente a las innovaciones estilísticas del movimiento pictórico). Manet, en cualquier caso, es el gran referente de los impresionistas, aunque nunca quisiese exponer con ellos, aferrado como estaba a la gloria del Salón parisino. Fue el primero, sugiere acertadamente Matisse, «que actuó por reflejos, simplificando así el oficio de pintor […] sólo expresaba aquello que sus sentidos percibían de forma inmediata».

La obra de Manet está, en buena parte, marcada por la influencia de la escuela española, de la sobriedad realista de Velázquez y de la audacia estilística de Goya, en la que se renuncia a todo lo superfluo en una búsqueda de la pintura pura. En este sentido, Manet aúna en sus obras un evidente aprecio a la tradición con una manifiesta veta vanguardista, que le convertirá en cabecilla de los impresionistas. Aunque su pintura está centrada preferentemente en la figura humana, como sucede en su famoso El pífano (1866), eso no quita para que nos sorprenda en esta exposición con, por ejemplo, La evasión de Rochefort (1881), obra centrada en un paisaje marino de espléndida factura.

Édouard Manet, La evasión de Rochefort, ca. 1881. París, Musée d’Orsay

En cuanto a la evolución del Impresionismo, su historia se sigue en la muestra a través de una serie de obras, que nos atrevemos a llamar indispensables, de la historia del arte. Se trata de algunos de los más importantes trabajos de los Monet, Renoir, Pisarro, Cézanne, Degas, Sisley y Morisot, a pesar de que, de esta última, sólo podemos con- templar en esta muestra su cuadro tal vez más famoso, el espléndido La cuna (1872), presente en la primera exposición impresionista de 1874.

Pero, vamos por partes. Monet es, muy posiblemente, el más importante pintor digamos cien por cien impresionista, padre —junto a Manet— y, sobre todo, símbolo principal del movimiento. A él se le atribuyen unas escuetas pero clarificadoras palabras sobre su concepción artística: «El tema tiene para mí una importancia secundaria; quiero representar lo que vive entre el objeto y yo». Su vida, que plasmó naturalmente en su obra, fue una creciente obsesión por captar los fenómenos atmosféricos en los diversos momentos del día. Eso le llevará a insistir una y otra vez en los motivos para él tan conocidos, de los que quiere extraer toda su sustancia lumínica y de color. De ahí su in crescendo en los temas recurrentes durante los diversos momentos del día: las series de los almiares, de la catedral de Ruán, de las ninfeas y nenúfares de su jardín de Giverny en los últimos años, largos, de su vida, con una insistencia y progresiva disolución de la realidad que desemboca en un ejercicio rayano con la abstracción. En esta conquista progresiva, nadie se ha ejercitado con tan gran concentración, con tan gran ahínco, diríase quasi científico al tiempo que artístico, como Monet; él llevó al impresionismo a sus más importantes logros, y, en sus últimos años, prefiguró, como decíamos, la abstracción.

De él tenemos en la exposición, además de su primerizo y muy interesante paisaje nevado que lleva por título La urraca (1868-1869), su famosísima La estación de Saint- Lazare (1877), así como Las barcas. Regatas en Argenteuil (1874), o su también extraordinaria La Rue Montorgueil de París. Fiesta del 30 de junio de 1878 (1878), una de las grandes sorpresas de la muestra.

De Renoir, gran colorista al tiempo que excelente pintor de formas suaves y sensuales, tenemos el tal vez más atractivo lienzo de la muestra, y naturalmente una de las obras maestra de la exposición. Se trata de El columpio (1876), donde salen a relucir todas las más importantes cualidades del pintor. A continuación tenemos a Pisarro, con un magnífico Tejados rojos, rincón de pueblo, efecto invierno (1877), otra de las muy favorables sorpresas de la exposición. De Sisley, de quien, dicho sea de paso, tuvimos una magnífica exposición, en 2002, en el Museo Thyssen de Madrid, a falta de sus grandes obras nos queda el consuelo de poder contemplar otras de indudable valor, como esa cautivadora La nieve en Louveciennes, de 1878.

Pierre-Auguste Renoir, El columpio, 1876. París, Musée d’Orsay

Pero entre tan grandes maestros no podía faltar el muy posiblemente más moderno y perspicaz representante, capaz de superar el puro impresionismo, llevándolo un paso más allá, fundamentalmente mediante la reconstrucción de las formas y la superposición de planos según la gradación de color, que hacen del lienzo como una pátina de conjuntadas tonalidades brillantes. «Cézanne no busca transmitir al observador la ilusión de un mundo tridimensional. Más bien crea una nueva realidad a base de planos bidimensionales de la imagen», se ha dicho con acierto. Y todo esto se observa en el Puente de Maincy (1879), obra admirable en todos los sentidos. Y también se aprecia, de una u otra manera, en su Autorretrato con fondo rosa (1875), obra igualmente admirable.

Paul Cézanne, Puente de Maincy, ca. 1879. París, Musée d’Orsay

Frente a ellos, Degas, aunque expone con el grupo, no se considera a sí mismo impresionista. De hecho, no apoya su modernidad precisamente en la pincelada vibrante, sino más bien en una estética que podemos calificar de fragmentaria, representación ilusoria de la vida moderna. En la muestra está bien representado, por ejemplo, en un tema tan frecuente en él como es el mundo de la danza. A este respecto, La clase de danza (1873-1876) es una de sus obras más famosas.

La exposición concluye con las últimas obras de Manet, que demuestran su triunfo completo. Su triunfo en el Salón con obras de corte más bien político, a la vez que su triunfo en los salones mundanos, como viene a confirmar el espléndido retrato de Stéfane Mallarmé (1876). Éste, así como otros retratos, muestra el entusiasmo por la modernidad que Manet inició y vertebró de forma tan brillante.

Crítico de arte