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La carrera de Alfred Hitchcock abarca las décadas quizá más trascendentales de la historia del cine. Su historia es la de un hombre apasionado por el cine; esta pasión le hizo abandonar su carrera como ingeniero para tomar contacto profesional con el mundo del celuloide, primero como ilustrador de intertítulos y luego en distintas responsabilidades -jefe de titulaje, decorador, guionista, ayudante de dirección- hasta estrenarse como realizador en 1922 con la inacabada Number thirteen. A partir de entonces desarrollaría una de las trayectorias fílmicas más prolíficas y admiradas de la historia del cine, que experimenta un salto cualitativo desde su llegada a Hollywood para rodar Rebeca (1940).

Entendemos por cine moderno aquel que surge como superación del paradigma clásico que irradió desde Hollywood en el periodo determinante que abarca aproximadamente desde 1935 a 1950. Ese clasicismo era una consecuencia estética de la madurez que había alcanzado un sistema industrial sustentado en el principio de economía que regía todo: optimización de recursos, división del trabajo y de las funciones, producción seriada y canalizada a través de unos moldes codificados (géneros) y al servicio del star system.

Aquellos años de esplendor industrial habían convertido al cinematógrafo en el primer entertainment en todo el mundo, al tiempo que se había propiciado una nueva mitología popular cuyos héroes eran las estrellas de la pantalla… Todos se sentían seguros y eso favoreció la implantación de una gramática fílmica, basada también en el citado principio de economía aplicado a la narración, la dramaturgia y la puesta en escena. El objetivo era que las mediaciones que se interponen entre el espectador y lo proyectado en la pantalla fueran lo más transparente posible. Y se logró, como ocurriera en la Grecia de Pericles y en la Italia renacentista, que un sistema de representación, arbitrario como todos, fuera universalmente aceptado y entendido, hasta el extremo de ser considerado «natural».

Hitchcock no se ajustaba, por temperamento y opción estéticos, fácilmente a los corsés

Justo en ese cénit clasicista llegó el director inglés a Hollywood de la mano del excéntrico productor David O’Selznick y asimiló ese modelo clásico que él mismo, como tantos otros cineastas europeos de fuste (Fritz Lang, Lubitsch, Whale, Von Sternberg), habían contribuído a crear con sus tanteos en la orilla vieja del Atlántico. Pero Hitchcock no se ajustaba, por temperamento y opción estéticos, fácilmente a los corsés; de ahí que su filmografia se mueva más bien entre ese periodo de gestación, abierto a las innovaciones (incluso vanguardistas) durante la década de los treinta y las reformas de los cincuenta. Incluso sus películas circunscritas al momento álgido del Clasicismo tienen evidentes elementos «desequilibradores».

MANIERISMO CINEMATOGRÁFICO

Fue Jesús González Requena quien tuvo la feliz idea de nominar como manierismo cinematográfico la etapa de búsquedas estéticas que se abrieron en un Hollywood en crisis, acosado por los cambios de costumbres del norteamericano medio (los cinturones de viviendas unifamiliares a las afueras y la televisión habían roto con la sagrada costumbre de asistir a los cines urbanos) entre 1950 y 1965. El término es muy oportuno, ya que remite a una similar situación de crisis -acarreada por una serie de acontecimientos aciagos, el Saco de Roma de 1527 principalmente- que desemboca en el cuestionamiento del clasicismo de comienzos del Cinquecento.

El sistema de representación perspectivo del Renacimiento, puesto al servicio de un universo antropocéntrico y ordenado por el idealismo platónico, hace aguas a lo largo de los periodos de inseguridad que se suceden durante los dos últimos tercios del siglo XVI. La inestabilidad propicia tiempos de búsquedas en todos los órdenes, que se dejan notar muy especialmente en la pintura: se explora el espacio, el color, la luz, la composición, las angulaciones, el encuadre, el punto de vista del espectador, los juegos ópticos que desembocarán en ilusionismo y el trampantojo, etc.

Una mirada a buena parte de la producción de Hollywood a partir de 1950 certifica esos paralelismos con la reforma manierista del Cinquecento. La caja de pandora había sido abierta por un joven inquieto, autor de una película revolucionaria cuyo alcance no se comprendió en 1941, precisamente en el punto álgido del clasicismo… Las innovaciones de Ciudadano Kane serían asimiladas, empero, una década después, cuando la industria americana se vio obligada a buscar desesperadamente nuevas salidas.

Algunos cineastas no menos inquietos aprovecharon ese resquicio para indagar las posibilidades del espacio fílmico en los nuevos formatos panorámicos, redescubriendo las fugas en diagonal, las angulaciones, la interrupción del encuadre o los escorzos forzados que creadores como Veronese o Tintoretto habían aplicado a esos grandes frescos o lienzos que equivalían al scope. Todo ello, así como la expresividad del technicolor o eastmancolor se perciben en cintas como Rebelde sin causa (1955) o El hombre del Oeste (1957), en las que brillaron repectivamente los talentos plásticos de Nicholas Ray y Anthony Mann para explotar el poder simbolizador de este arma cromática (en un impulso paralelo al que protagonizaron con los pigmentos y sus cualidades lumínicas los pintores manieristas de la Escuela veneciana).

La sintaxis clásica tan sistematizada y transparente abre paso ahora en Hollywood a una extraordinaria libertad que se concreta en realizaciones complejas, formalistas, que quieren aprovechar todos los resortes que aporta una tecnología en constante progreso (grúas, objetivos más sofisticados, focos que permiten una iluminación llena de matices, sonido estereofónico, 3-D…).

El découpage jerarquizado según unas reglas «clásicas» va siendo arrumbado por el plano secuencia, con un mayor protagonismo de los movimientos de cámara y de la profundidad de campo, tal como había intuido Welles en su visionaria opera prima y llevado al paroxismo en el célebre comienzo de Sed de mal (1958). Ya no se busca tanto la funcionalidad, el equilibrio entre lo que se cuenta y cómo se cuenta, sino la expresividad, el desafío estético; de ahí esa sensación de «exceso de representación» que caracteriza a las cintas manieristas, que en algunos casos llega incluso a cuestionar el compromiso naturalista del cine institucional.

En lo que toca al relato (…) Dicho de manera un poco simple, Faulkner sustituye a Dickens

En lo que toca al relato, comienzan a asimilarse las rupturas que la novelística había protagonizado desde comienzos de siglo. Dicho de manera un poco simple, Faulkner sustituye a Dickens, reconocido paradigma del entramado narrativo arbitrado por Griffith sobre el que se sustenta el relato clásico. El reinado del narrador omnisciente se cuestiona a favor de múltiples focalizaciones (de nuevo el efecto Kane presente en cintas como Eva al desnudo o Cautivos del mal) se aplica un nuevo concepto del tiempo narrativo en el que los flashbacks y elipsis tendrán mucho que decir. La maquinaria para contar una historia, en definitiva, se hace mucho más compleja y consecuentemente más relativa: se ha esfumado la impresión de seguridad, de verdad, del relato clásico abriendo paso incluso a atrevidos planteamientos de autoconsciência y metaficción (La ronda, de Max Ophüls o los musicales más osados patrocinados por Arthur Freed1).

Si El Greco fue el representante más radical en las artes plásticas del Manierismo histórico, cinco siglos después Alfred Hitchcock podría considerarse su equivalente en este rebrote manierista en la más reciente de las siete artes. Como ocurriera con el maestro heleno en su campo, nadie como el director británico resumió ese amplio abanico de sondeos formales y narrativos en el cinematográfo, al que había llegado precisamente en el esplendor del periodo mudo y en el que se había forjado, y esto conviene subrayarlo de nuevo, a lo largo de los tanteos experimentales de los años treinta. De hecho, por entonces, junto con Fritz Lang, escudriñarían con gran inteligencia los límites de verosimilitud del relato policiaco y del suspense, ya entendido éste más como un juego de cara al espectador que como un resorte para hacer progresar la narración. Con este bagaje estos dos europeos de talento aterrizarían en un Hollywood ensimismado en el espejo mágico del Sistema Clásico de Representación que ellos empezaron a quebrar, sin romperlo en principio, mostrando sus contradicciones y señalando hacia «el otro lado» carrolliano2.

El autor de La mujer del cuadro indicó el camino en los clásicos cuarenta con largometrajes de este corte, pero fue Hitchcock quien protagonizó de forma más contundente esa huida hacia adelante. No es nada extraño, por tanto, que el comienzo de su carrera en Hollywood fuera de la mano del productor más arrobado, heterodoxo y romántico: David O’Selnick. Al año siguiente de su bautismo americano, iniciaría esa búsqueda en los aledaños de la verosimilitud con un film, Sospecha (1941), donde ofrece un viraje final a la lectura insinuada que no libra al film, y tampoco al espectador, de una inquietante ambigüedad poco habitual en los relatos clásicos contemporáneos. En esa misma dirección La sombra de una duda (1943) confirmará cómo en el cine del autor nada es lo que parece, y hasta qué punto los conflictos diáfanos del clasicismo empiezan a velarse y enrevesarse…

Sabotaje (1942) supondrá un paso adelante con la memorable secuencia del tiroteo en la sala de cine, que pone en evidencia la tramoya del espacio ficcional clásico superponiendo sobre él otro espacio ficticio de una película proyectada. Una osadía que se adelantaría, por cierto, a la pulverización de dicho espacio que propone Orson Welles en la secuencia final de La dama de Shangai (1946-48). En Naúfragos (1943) retaría la ubicuidad del espacio clásico restringiéndolo deliberadamente a un sólo decorado de estudio y acotando el campo prácticamente a una barca; este guiño a las tres unidades del teatro neoclásico supone, asimismo, un cuestionamiento forzado de la sintasis clásica, en la medida que sustituye la gradación escalonada del découpage por la omnipresencia de primeros planos (¿un adelanto del lenguaje televisivo?).

En 1944 vuelve a trabajar con Selnick en Recuerda, largometraje de onda psicoanálitica en el que ensayó un mecanismo narrativo y, sobre todo, una expresiva puesta en escena para acceder a los sótanos del subconsciente por la vía de fugas oníricas -con decorados surrealistas de Salvador Dalí– y, lo que resulta más novedoso, a través del juego con el punto de vista de los personajes, la «subjetividad óptica» de la que habla Bordwell. Estas «ocularizaciones» culminarán en ese impactante plano subjetivo en el que el villano se suicida dirigiendo su revólver hacia sí (hacia el espectador). A estas alturas los complejos mecanismos narrativos de Hitchcock -cascada de flashes-back, voces en off, elipsis y discontinuidades de todo tipo, escalón entre lo que el espectador sabe y el dictado de la narración…-, en franca contradicción con la transparencia predicada por el modelo clásico, se aliarían con una no menos sofisticada puesta en escena que consigue un suspense visual por medio de las ocularizaciones y de un uso tan libre como impactante del plano-secuencia; en Encadenados (1946) el desplazamiento de grúa desde el gran plano general de la escalera hasta el plano detalle de la mano de Alicia Huberman con la llave es toda una declaración de principios respecto a esa quiebra de las transiciones «ortodoxas» que había anunciado Ciudadano Kane. Pero esta nueva poética del plano-secuencia llegaría a su climax dos años más tarde en el film-plano La soga, con un continuum visual solamente interrumpido por imperativos técnicos (el cambio de bobina).

PRECURSOR DE LA NOUVELLE VAGUE

Por otra parte, en los años de posguerra se suceden los desafíos narrativos a partir de una concepción más moderna del suspense, que gestiona con inusitada liberalidad y sentido lúdico los «saberes narrativos» y en la que el espectador es valorado como instancia interactiva: Atormentada (1949), Extraños en un tren (1951) o Yo confieso (1952)… Al mismo tiempo, la interesante ambigüedad que había explotado en cintas anteriores a la hora de abordar los conflictos dramáticos llegará a su culminación en El proceso Paradine (1947); aquí las verdaderas motivaciones (pasiones) de los protagonistas circulan subterráneamente dotando al relato de una intensidad romántica no exenta de morbo: de nuevo ese conflicto entre apariencia y realidad que constituye uno de los pilares de las propuestas manieristas.

Paralelamente continúan los experimentos en todos los resortes de la representación fílmica, aunque esta vocación exploradora se acentúa especialmente a medidados de los cincuenta, en un ramillete de obras maestras que llevan a la reforma manierista hasta sus confines más atrevidos, en cierto modo vecinos con las rupturas que poco después propiciarán desde la Nouvelle Vague la irrupción de las escrituras posclásicas. No resulta extraña, por tanto, la pasión de Godard o Truffaut (inmortalizada en un imprescindible libroentrevista) por las películas del «genio del suspense».

La ventana indiscreta supone en 1954 un salto cualitativo (…) ¿quien mira realmente?

La ventana indiscreta supone en 1954 un salto cualitativo en esa dirección. La percepción centralizada propia de la puesta en escena del Sistema Clásico de Representación -paralela al punto de fuga de la perspectiva renacentista-, se fragmenta en un haz de puntos de vista que corresponden a las ocularizaciones de los personajes, principalmente a la del protagonista. Existe una deliberada ambigüedad entre esas miradas subjetivas y la «instancia objetiva» a la que remiten la mayor parte de los planos de una puesta en serie clásica (el equivalente visual del narrador omnisciente, el enunciador), de forma que acabamos preguntándonos: ¿quién mira realmente? Un fenómeno equivalente a esa ruptura de las líneas de fuga simbólicamente centralizados de la pintura del pleno Renacimiento, que se deshila en haces divergentes o descentralizados en las prácticas de los artistas manieristas.

Hitchcock estaba explorando la naturaleza escópica del cine, advocada en algunas ocasiones, pero nunca abordada de manera tan reflexiva; y esa instrospección en la mirada de los personajes reveló que ésta iba asociada al deseo, una pulsión en la que frecuentemente se funden el amor y la muerte. Psicosis (1960) lo puso de manifiesto tras una exhibición virtuosa en la que se desplegaban con singular armonía todas las armas «manieristas» de la panoplia hitchcockiana: el juego con los puntos de vista, las posibilidades del suspense y una virtuosa realización con despliegue de angulaciones, recursos plásticos, movimientos de cámara espectaculares y una banda sonora donde los ruidos intencionados se complementan con la inolvidable partitura de Bernard Herrmann. Mirada-pasión que rima con las puñaladas que luego asesta el atormentado Norman a su inalcanzable objeto de deseo; ¿a quién pertenece la mirada?, vuelve a plantearse, y la respuesta no se puede sugerir de forma más inquietante: el paralelismo nada casual entre el ojo inerte de la víctima y el sumidero de la bañera por donde desagua su sangre nos sitúa en el abismo, en los límites escópicos del séptimo arte.

HACIA EL RELATO POSMODERNO

Los límites de la verosimilitud del relato y de su causalidad narrativa fueron de nuevo puestos a prueba en tramas cada vez más alambicadas. Atrapa a un ladrón (1955), ¿Quién mató a Harry? (1956), El hombre que sabía demasiado (1956) o Con la muerte en los talones (1959) acentúan esa tendencia a romper ese clausurado ciclo comunicativo propio del modelo clásico, de forma que se considera al espectador como sujeto activo, interpelándole de esa manera lúdica y desprejuiciada que anticipa el posicionamiento del relato posmoderno. Pero es Vértigo (1958) la obra que alcanza la culminación de todas estas aventuras estilísticas.

Múltiples perspectivas de análisis han intentado penetrar en la portentosa densidad textual de este largometraje que se alimenta, como la mayor parte de las innovaciones contemporáneas, del profundo humus del Romanticismo; así lo han visto, entre otros, Guillermo Cabrera Infante3 y Eugenio Trías, este último a través de un brillante estudio en torno al concepto freudiano de lo siniestro. Pero aquí nos va a interesar especialmente el abordaje del film como superación de los resortes propios del Clasicismo de Hollywood (de los que en parte se vale) hacia esos renovados planteamientos manieristas que abren el cine hacia una modernidad irreversible. Y en ese sentido, resulta imprescindible referirse a distintos aspectos que han sido puestos de manifiesto en el brillante análisis de José Luis Castro de Paz4.

En primer lugar tratemos del asalto a la sólida fortaleza del relato clásico, que se deja notar porque «el orden aparente se desvanece y el caos, lo inexplicable, reina en la ficción. Laceramiento del texto, intrusiones y malabarismos enunciativos, azar y Mac Guffin frente a orden y causalidad, abruptos (y hasta falsos) flashes-back transformadores del sentido del filme, líneas narrativas abiertas o sólo muy débilmente clausuradas…». Aunque donde más hondamente se anuncia esa vocación reformista repecto al paradigma clásico es en la utilización del punto de vista, y precisamente a través de una mirada que toma conciencia de sus posibilidades: «por primera vez -y este es el gesto inaugural de los cines posclásicos- vemos mirar». Mirada que es vehículo del deseo de los protagonistas, que se lanzan a través de ella a los abismos del yo (concretados en la sensación de vértigo que sufre Scottie), al delirio (el fantasma de la mujer). Causalidad, transparencia, nitidez en la definición de los conflictos, funcionalidad, centralidad de la mirada… todos esos principios de la sintaxis clásica están en jaque sin llegar a negarla; mas para tal cometido se ha puesto en marcha una brillante operación en la que se explotan con pleno sentido las posibilidades que ofrecen los registros fílmicos disponibles.

Alfred Hitchcock

Hitchcock siguió con sus ensayos cuando ya había sido desbordado por las escrituras posclásicas, que habían irrumpido advocando en parte sus heterodoxias (de todos es conocida la pasión de los cahieristas por la obra del inglés). Y aún fue capaz de ofrecer algunas lecciones dignas de consideración; en esa «destrucción gradual del Sueño americano, del mundo fundado en todos los modelos de la vida burguesa tal como Hollywood la pinta» que constituye para Noel Burch5 Los pájaros (1963), la experimentación con la imagen, y muy especialmente con la banda sonora, rebasó los límites de la verosimilitud diegética, parecido a lo que en Marnie, la ladrona (1964) ocurriera con la verosimilitud narrativa o en Frenesí (1972) poniendo casi en evidencia la continuidad temporal y hasta la tramoya del cine: en la virtuosa secuencia del asesinato en el apartamento, por un lado reta a la cámara a introducirse en una imposible caja de escaleras construida con un decorado abatible y, por otro, deshace la escritura en un simétrico travelling de retroceso que funciona como una de las elipsis más atrevidas que se recuerden.

Hitchcock y El Greco  desenmascararon como convenciones arbitrarias el modelo clásico de Hollywood y el espacio euclidiano

Hitchcock y Domenico Theotocopulos partieron de sendos sistemas de representación institucionalizados (el modelo clásico de Hollywoody el espacio euclidiano), cuyas convenciones conocían a la perfección, pero que, en consonancia con el espíritu de los tiempos azorados que vivieron, llevaron al límite y, lo que quizá es más importante, relativizaron, desenmascararon como convenciones arbitrarias…

Quizá por eso el realizador británico no tuviera ningún empacho a la altura de 1976 en utilizar efectos tan sorprendentes -por demodés y poco realistas- como las transparencias para algunas secuencias de su última obra, La trama; con ellas había ganado definitivamente la batalla a aquéllos que creían en la existencia de códigos de verosimilitud inmutables, a aquéllos que no habían entendido que él ya había cruzado definitivamente el espejo. Si cuatro siglos antes El Greco había intuido no pocos desafíos de la pintura posterior, las «extravagancias» del inglés abrían la puerta al cine moderno.

NOTAS

1 • En Yolanda and the Thief (Vincent Minnelli, 1955) y A Star is Born (George Cukor, 1954), los límites entre lo real y lo onírico, la trama y lo representado se difuminan en una ambigüedad tan sugerente como plenamente consciente. Así lo pone de manifiesto Jane Feuer en El musical de Hollywood, Verdoux, Madrid, 1992, pp. 98-100.
2 • «Pervertir, evidenciar el canon clásico desde su mismo interior», afirmará Jesús González Requena a propósito del cine del británico, cuya condición manierista queda lúcidamente señalada en el artículo «Desplazando la mirada. Hitchcock vs. Griffith», Contracampo, n° 38, invierno de 1985, p. 31. Autores como Noël Burch o David Bordwell tienden, aún reconociendo su peculiaridad autoral, a situar al director inglés dentro del modelo clásico.
3 • «No solamente es el único gran filme surrealista, sino la primera obra romántica del siglo XX. Sus elementos son cotidianos y su materia es la que se ve al doblar la esquina. Sin embargo hay en ella un misterio que parecía exclusivo de los dramas románticos». Cfr. «En busca del amor perdido», Un oficio del siglo XX, Barcelona, Seix Barral, 1973, pp. 364-372.
4 • Alfred Hitchcock. Vértigo / De entre los muertos. Estudio crítico, Paidós Películas (n° 5).
5 • Praxis del cine, Madrid, Fundamentos, 1970, p. 148.

Profesor de Historia del Arte y Audiovisuales de la Escuela Superior de Arquitectura de la Universidad Europea de Madrid. Crítico de la revista Dirigido por. Escritor cinematográfico