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Henry Hazlitt (1894-1993) es uno de los periodistas más importantes del siglo XX en el campo económico. Desde sus columnas en The Wall Street Journal y The New York Times, entre otros medios, difundió a los anglosajones las enseñanzas de la Escuela Austriaca de Economía. Hazlitt estudió y asimiló en profundidad los trabajos de Ludwig von Mises. Dos premios Nobel de Economía, F. A. Hayek y Milton Friedman, han elogiado la obra de este escritor que se ha transformado con el tiempo en un verdadero clásico.


Avance

La economía en una lección es uno de los libros más influyentes de cuantos se han escrito sobre cuestiones económicas. Siguiendo la estela de Friédéric Bastiat con su Lo que se ve y lo que no se ve y de William Graham Sumner con su El hombre olvidado, Hazlitt argumenta contra las intervenciones económicas que solo tienen en cuenta las consecuencias visibles y obvias sin preocuparse por las repercusiones a largo plazo, como la riqueza no creada o incluso destruida por las regulaciones, la inflación y los impuestos. Combate la falacia de prestar atención solo a un determinado grupo de intereses económicos olvidando el interés general de los individuos de la comunidad (individuos considerados en su doble faceta de productores y consumidores).

Hazlitt previene contra reducir arbitrariamente la oferta, impedir el progreso técnico o fomentar que se presten servicios carentes de utilidad. Eso es lo que se pretende una y otra vez mediante las barreras aduaneras y otros mil métodos restrictivos de la producción y del intercambio comercial. 

Prodigar la ayuda estatal para impulsar la riqueza, recuerda Hazlitt, es afirmar que tal riqueza consiste en aumentar las cargas fiscales. Aumentar artificialmente los salarios es incrementar los costes de producción. Hazlitt denuncia la ofensiva contra el ahorro, otro de los errores de la «moderna» economía.

Es especialmente duro con la inflación, en realidad «una exacción de capital derramada a prorratas igualmente sobre pobres y ricos, sin tolerar exenciones», afirma. Los partidarios de la inflación defraudan a los trabajadores, reduciendo los salarios reales (es decir, expresados en términos de capacidad de compra) gracias al alza en los precios. La financiación deficitaria del gasto público, una vez emprendida, «engendra poderosos intereses privados que exigirán su prosecución bajo cualesquiera circunstancias».


Artículo

Henry Hazlitt: La economía en una lección. Unión Editorial, 2018. (Prólogos de Javier Miley y Juan Ramón Rallo. Traducción de Marciano Villanueva Salas). (Edición original: Henry Hazlitt: Economics in One Lesson. Nueva York, Harper & Row, 1946).

Extractamos a continuación los argumentos más destacados de Hazlitt siguiendo el curso de los veintitrés capítulos de la obra.

Capítulo 1. La lección

«La Economía se haya asediada por mayor número de sofismas que cualquier otra disciplina cultivada por el hombre. Esto no es simple casualidad, ya que las dificultades inherentes a la materia, que en todo caso bastarían, se ven centuplicadas a causa de un factor que resulta insignificante para la Física, las Matemáticas o la Medicina: la marcada presencia de intereses egoístas» (p. 53).

«Además de esa plétora de pretensiones egoístas, existe un segundo factor que a diario engendra nuevas falacias económicas. Es este la persistente tendencia de los hombres a considerar exclusivamente las consecuencias inmediatas de una política o sus efectos sobre un grupo particular, sin inquirir cuáles producirá a largo plazo no solo sobre el sector aludido, sino sobre toda la comunidad. Es, pues, la falacia que pasa por alto las consecuencias secundarias» (p. 53).

«Vemos hombres considerados hoy como brillantes economistas condenar el ahorro y propugnar el despilfarro en el ámbito público como medio de salvación económica; y que, cuando alguien señala las consecuencias que a la larga traerá tal política, replican petulantes, como lo haría el hijo pródigo ante la paterna admonición: “A la larga, todos los muertos”. Tan vacías agudezas pasan por ingeniosos epigramas y manifestaciones de madura sabiduría» (p. 54).

Capítulo 2. Los beneficios de la destrucción

«Supongamos que un golfillo lanza una piedra contra el escaparate de una panadería. El panadero aparece furioso en el portal, pero el pilluelo ha desaparecido. Empiezan a acudir curiosos, que contemplan con mal disimulada satisfacción los desperfectos causados y los trozos de vidrio sembrados sobre el pan y las golosinas. Pasado un rato, la gente comienza a reflexionar y algunos comentan entre sí o con el panadero que después de todo, la desgracia tiene también su lado bueno: ha de reportar beneficio a algún cristalero» (p. 58).

El sofisma del escaparate: «Se confunde necesidad con demanda. Cuanto más destruye la guerra, cuanto mayor es el empobrecimiento a que ha dado lugar, tanto mayor es la necesidad posbélica. Indudablemente. Pero necesidad no es demanda. La verdadera demanda económica requiere no solo necesidad, sino también poder de compra correspondiente» (p. 60).

Capítulo 3. Las obras públicas incrementan las cargas fiscales

«No existe en el mundo actual creencia más arraigada y contagiosa que la provocada por las inversiones estatales. Surge por doquier, como la panacea de nuestras congojas económicas. ¿Se halla parcialmente estancada la industria privada? Todo puede normalizarse mediante la inversión estatal. ¿Existe paro? Sin duda alguno ha sido provocado por “el insuficiente poder adquisitivo de los particulares”. El remedio es fácil. Basta que el gobierno gaste lo necesario para superar la “deficiencia”» (p. 64).

«De una manera inmediata o remota cada dólar que el gobierno gasta procede inexcusablemente de un dólar obtenido a través del impuesto» (p. 65).

«Por cada dólar gastado en el puente [ejemplo de inversión en obra pública] habrá un dólar menos en el bolsillo de los contribuyentes. Si el puente cuesta un millón de dólares, los contribuyentes habrán de abonar un millón de dólares, y se encontrarán sin una cantidad que de otro modo hubiesen empleado en las cosas que más necesitaban.

»En consecuencia, por cada jornal público creado con motivo de la construcción del puente, un jornal privado ha sido destruido en otra parte» (p. 66).

«Si los impuestos obtenidos de los ciudadanos y empresas son invertidos en un lugar geográfico concreto, ¿qué tiene de sorprendente ni de milagroso que dicho lugar disfrute una mayor riqueza en comparación con el resto del país? No es lícito olvidar en tal supuesto que otras regiones serán por ello relativamente más pobres» (p. 69).

«Es poco probable que los proyectos madurados por los burócratas proporcionen la misma suma de riqueza y el mismo bienestar por dólar gastado que los que proporcionarían los propios contribuyentes si, en lugar de verse constreñidos a entregar parte de sus ingresos al Estado, los invirtieran con arreglo a sus deseos» (p. 70).

Capítulo 4. Los impuestos frenan la producción

«Cuando una empresa pierde cien centavos por cada dólar perdido y solo se le permite conservar sesenta de cada dólar ganado; cuando no puede compensar sus años de pérdidas con sus años de ganancias, o no puede hacerlo adecuadamente, su línea de conducta queda perturbada. No intensifica su actividad mercantil, o, si lo hace, solo incrementa aquellas operaciones que implican un mínimo de riesgo. Aquellos que se percatan de esta realidad se retraen de iniciar nuevas empresas. De esta suerte, los empresarios establecidos no provocan la creación de nuevas fuentes de trabajo, o lo hacen en grado mínimo; muchos deciden no convertirse en empresarios. El perfeccionamiento de la maquinaria y la renovación de los equipos industriales se produce a ritmo más lento, y el resultado, a la larga, se traduce en impedir a los consumidores la adquisición de productos mejores y más baratos, con lo que disminuyen los salarios reales» (p. 72).

«Un efecto semejante se produce cuando las rentas personales son gravadas en un 50, 60, 75 o 90 ciento. […]. De esta suerte, el capital disponible decrece de modo alarmante. Queda sujeto a imposición fiscal aun antes de ser acumulado. En definitiva, al capital capaz de impulsar la actividad mercantil privada se le impide, en primer lugar, existir, y el escaso que se acumula se ve desalentado para acometer nuevos negocios. El poder público engendra el paro que tanto deseaba evitar» (p. 72).

Capítulo 5. El crédito estatal perturba la producción

«Hállase muy difundida la extraña creencia, mantenida por todos los arbitristas monetarios, según la cual el crédito es algo que el banquero otorga. Por el contrario, el crédito es algo que el hombre tiene previamente adquirido. Goza de crédito porque posee bienes de un valor monetario superior al préstamo que solicita o bien porque sus condiciones personales y su pasado se lo han proporcionado. Lo lleva consigo al banco y por ello consigue el préstamo; el banquero no entrega el dinero a cambio de nada. Se siente seguro de que le será devuelto y no hace sino cambiar una forma más líquida de capital o crédito por otra menos líquida» (pp. 77-78).

«Se pretende con frecuencia que el Estado debe asumir los riesgos que son “demasiado grandes para la iniciativa privada”. Esto significa que debe permitirse al Estado imponer al dinero de los contribuyentes riesgos que nadie está dispuesto a afrontar con el suyo» (p. 79).

«El dinero privado no será invertido si no se tiene la seguridad de que ha de ser recuperado con intereses. Ello implica que los beneficiarios son, sin duda, capaces de producir aquellos bienes que el país realmente necesita. Por el contrario, el dinero oficial suele prestarse para alcanzar algún vago objetivo general, como, por ejemplo, “proporcionar trabajo”; cuanto más ineficaz sea la obra —es decir, cuanto mayor sea el volumen de mano de obra requerido en relación con el valor del producto—, más altamente apreciada será la inversión» (p. 80).

«La concesión de empréstitos estatales a individuos o proyectos privados se preocupa de B y olvida a A. Ve a las personas en cuyas manos se pone el capital, pero ignora aquellas que de otro modo lo hubieran conseguido. Contempla el proyecto para el cual fueron concedidos los fondos; olvida los proyectos a los cuales, por ello, todo el dinero se niega. Ve el beneficio inmediato para un sector mientras se desentiende de la pérdida experimentada por otros grupos y del quebranto irrogado, en definitiva, al conjunto de la comunidad» (p. 81).

«Cuando el gobierno subvenciona o concede anticipos, en realidad grava negocios privados prósperos para auxiliar ruinosos negocios privados» (p. 82).

Capítulo 6. El odio a la máquina 

«¿Para qué transportar mercancías entre Nueva York y Chicago por ferrocarril cuando podrían emplearse muchísimos más hombres, por ejemplo, si las llevasen a hombros?» (p. 88).

«No obstante, es erróneo suponer que la función o finalidad primordial de las máquinas sea crear empleos. Su verdadero objetivo es incrementar la producción, elevar el nivel de vida, aumentar el bienestar económico. En una economía primitiva no es difícil conseguir ocupación para todo el mundo. El empleo total —empleo total exhaustivo: continuo, abrumador, extenuante— es característico precisamente de las naciones industrialmente menos avanzadas» (p. 92).

«Pero en cualquier caso, máquinas, invenciones y descubrimientos aumentan los salarios reales» (p. 93).

Capítulo 7. Planes para la más amplia distribución del trabajo

«El propietario de una casa que se ve forzado a emplear dos hombres para realizar el trabajo de uno proporciona, ciertamente, empleo a un obrero extra. Pero sus disponibilidades económicas quedan menguadas justamente en esa medida, mengua que le impedirá invertir igual cantidad en algo que ocuparía a algún otro operario» (p. 96).

«Las gentes que defienden tales medidas [los planes distributivos del trabajo] piensan solo en el empleo que proporcionarían a grupos o individuos aislados, no consideran cuál sería su efecto sobre toda la comunidad.

»Se fundamentan también estos planes, […], en la falsa creencia de que existe una cantidad fija de trabajo por realizar. No se concibe mayor desatino.

No hay límite al trabajo por hacer, mientras haya necesidad o deseos humanos insatisfechos, que el trabajo pueda atender. En una moderna economía de intercambio se realizará más trabajo cuando los precios, costes y salarios se hallen en las mejores relaciones de reciprocidad» (p. 100).

Capítulo 8. El licenciamiento de soldados y burócratas

«Si damos por supuesto que las necesidades de la defensa nacional no exige la presencia de estos hombres por más tiempo en las fuerzas armadas, su retención en ellas equivaldría a dilapidar riqueza inútilmente» (p. 102).

«Si los comerciantes que abastecían a estos burócratas ven disminuida sus ventas, otros comerciantes experimentaron un aumento equivalente a la suyas. La prosperidad de Washington decaerá; quizá no pueda sostener tantos negocios; pero otras ciudades verán aumentar los suyos» (p. 103).

Capítulo 9. El fetichismo del «pleno empleo»

«El objetivo económico de las naciones, como el de los individuos, es lograr el máximo rendimiento con el mínimo esfuerzo. Todo el progreso económico de la humanidad ha consistido en obtener mayor producción con el mismo trabajo» (p. 105).

«El pleno empleo —es decir, la ausencia de ocio involuntario— es una consecuencia necesaria de la realización de este objetivo. Pero la producción es fin; el empleo, únicamente el medio de conseguirla» (p. 105).

«Las tribus primitivas están desnudas. Su alimentación y alojamiento son míseros, pero no padecen paro» (p. 105).

«No hay nada más fácil de conseguir que el pleno empleo cuando, considerado como un fin, queda desligado del objetivo de la plena producción. Hitler proporcionó empleo total por medio de un gigantesco programa de armamento. La guerra hizo posible el pleno empleo en todos los países beligerantes.

Los trabajadores-esclavos en Alemania disfrutaron de pleno empleo. Los presidiarios condenados a trabajos forzados, disponen de pleno empleo. La violencia permite siempre proporcionar pleno empleo» (p. 106).

«Las cuestiones enlazadas con los problemas de los salarios y el paro son debatidas como si no guardasen relación con la productividad y el volumen total de bienes producidos» (p. 106).

«Si fuera posible la elección —que no lo es—, sería preferible la producción máxima, manteniendo parte de la población en involuntaria ociosidad mediante una caridad sin disfraces, a proporcionar “pleno empleo”, si para ello se precisa recurrir a tantos procedimientos encubiertos de distribución del trabajo que finalmente la producción quede desorganizada» (p. 107).

Capítulo 10. ¿A quién «protegen» los aranceles?

«En los 175 años transcurridos desde la aparición de La riqueza de las naciones, los argumentos aducidos en favor del libre cambio han sido expuestos miles de veces, pero nunca quizá con más fuerza de convicción ni mayor sencillez que en aquel libro. En general, Adam Smith fundaba su defensa del libre cambio en este postulado básico: “En todos los países, el interés de la inmensa mayoría de la población es y debe ser siempre comprar lo que necesita a quien vende más barato”. “El supuesto es tan evidente —continuaba Smith— que esforzarnos en demostrarlo podría parecer ridículo; nunca habría sido puesto en duda si las interesadas falacias de mercaderes y fabricantes no hubieran perturbado el sentido común de la humanidad»» (p. 108).

«Desde otro ángulo, [Adam Smith] consideraba el liberalismo como un aspecto de la especialización en el trabajo: “Constituye norma de conducta de todo cabeza de familia prudente, no intentar nunca hacer en casa lo que comprado resultaría más económico. El sastre no pretende hacer sus propios zapatos. El zapatero no trata de confeccionar sus propios trajes”» (p. 109).

«Pero ¿qué indujo a las gentes a suponer que lo que constituye prudencia en la conducta de las familias deja de serlo en el gobierno de un gran reino? Una tupida red de falacias, en cuyas mallas se debate todavía impotente la humanidad. Y la más destacada entre ellas ha sido siempre el sofisma central de que se ocupa este libro: prestar atención únicamente a los efectos inmediatos del arancel sobre determinados grupos, sin reparar en los efectos a largo plazo sobre toda la colectividad» (p. 109).

«Como resultado de tal barrera artificial levantada contra los productos extranjeros, el trabajo, el capital y la tierra son desviados de las producciones más rentables a otras que ofrecen menores perspectivas» (p. 114).

«Es evidente que los aranceles —aunque puedan motivar el alza de los salarios en las industrias protegidas en relación al nivel que hubieran libremente alcanzado— reducen inexorablemente los salarios reales si consideramos todas las ocupaciones del país» (p. 114).

«Los aranceles alteran fundamentalmente la estructura de la producción. Modifican el número y clases de ocupaciones y la importancia relativa de cada industria. Facilitan la expansión de aquellas que ofrecen escasas perspectivas de rentabilidad y restringen otras más eficientes» (p. 117).

Capítulo 11. El afán de exportar

«Las importaciones y las exportaciones han de igualarse, necesariamente, a la larga (considerabas ambas en el sentido más amplio, que incluye partidas “invisibles”, tales como los ingresos derivados del turismo y fletes marítimos). Las exportaciones pagan las importaciones y viceversa.

Cuanto mayores sean nuestras exportaciones, tanto mayores deberán ser también nuestras importaciones, si es que aspiramos a percibir el precio de las primeras» (p. 120)

«Si los créditos concedidos a otros países para que puedan comprar nuestros productos no son reintegrados, lo que en realidad estamos haciendo es regalarlos. Y ninguna nación puede enriquecerse donando graciosamente sus productos. Por tal camino solo conseguiría empobrecerse» (p. 122).

«Los subsidios a las exportaciones constituyen un caso claro de dar algo a un extranjero a cambio de nada, al venderle mercancías por un precio inferior a su coste» (p. 124).

Capítulo 12. El argumento de la «paridad» de los precios

«No existe ningún motivo racional que nos obligue a adoptar determinado nivel general de precios que prevaleció en un año o periodo determinado y reputarlo como algo sagrado o necesariamente más “normal” que cualquier otro» (p. 126).

«Un turismo Chevrolet de seis cilindros costaba 2.150 dólares en 1912; un Chevrolet sedán de seis cilindros, incomparablemente mejorado, costaba 907 dólares en 1942. Ahora bien, ajustado a la “paridad” del precio de los productos agrícolas debiera haber costado 3.270 dólares en 1942» (p. 127).

Capítulo 13. La salvación de la industria X

«La idea de que una economía en expansión implica la expansión simultánea de todas las industrias es un profundo error. Para que las nuevas industrias se desarrollen con cierta rapidez es necesario que algunas de las industrias antiguas reduzcan su volumen o se las deje morir. Es la única manera de que el capital y el trabajo necesarios para la expansión de las nuevas industrias queden libres» (p. 138).

«Si hubiéramos tratado de conservar artificialmente el transporte con tracción animal, habríamos retardado el desarrollo de la industria del automóvil y todas las actividades que de ella dependen. Habríamos reducido la producción de riqueza y retardado el progreso económico y científico» (p. 138).

«Tan disparatado es tratar de conservar industrias anticuadas como empeñarse en mantener métodos de producción en desuso; en realidad son dos formas de describir unos mismos hechos» (p. 138).

Capítulo 14. Cómo funciona el mecanismo de los precios

«Todo se produce a condición de que nos privemos de alguna otra cosa. Los propios costes de producción podrían definirse, en efecto, como aquello de que nos desprendemos (el ocio y los placeres, las materias primas susceptibles de aplicaciones distintas) para crear el objeto fabricado» (p. 145).

«Únicamente el vilipendiado mecanismo de los precios es capaz de resolver el problema enormemente complicado de decidir con precisión, entre los miles de mercancías y servicios diferentes, qué cantidad y en qué proporción deben producirse.

Estas ecuaciones, de otro modo desconcertantes, se resuelven casi automáticamente por el mecanismo de los precios, beneficios y costes de producción. Es más, aplicando tal sistema se resuelven incomparablemente mejor de lo que podría haberlo hecho cualquier grupo de funcionarios» (p. 145).

Capítulo 15. La «estabilización» de los precios

«En una economía de mercado en régimen de libre competencia quedan eliminados por la caída de los precios los empresarios que trabajan con mayores costes, los ineficientes» (p. 151).

Capítulo 16. Intervención estatal de los precios

«No es posible mantener el precio de una mercancía por debajo de su nivel de mercado, sin que, al mismo tiempo, se produzcan dos consecuencias. En primer término, un incremento en la demanda del artículo intervenido. Puesto que resulta más barato, el público se ve tentado y puede comprarlo en mayor cantidad. En segundo lugar, una reducción en la oferta. Al comprar más la gente, las existencias acumuladas desaparecen más rápidamente del comercio. Pero, además, la producción se contrae. Los márgenes de beneficios son reducidos o eliminados, con lo cual los productores marginales desaparecen» (p. 157).

«En el mejor de los casos, la consecuencia de fijar un precio máximo a un artículo determinado será provocar su escasez» (p. 157).

Capítulo 17. Leyes del salario mínimo

«Un salario es en realidad un precio. En nada favorece la claridad del pensamiento económico que el precio de los servicios laborales haya recibido un nombre enteramente diferente al de los otros precios. Esto ha impedido a mucha gente percatarse de que ambos son gobernados por los mismos principios (p. 165).

«Parece oportuno advertir ahora que lo que distingue a muchos reformadores de quienes rechazan sus sugerencias no es la mayor filantropía de los primeros, sino su mayor impaciencia.

No se trata de si deseamos o no el mayor bienestar económico posible para todos. Entre hombres de buena voluntad tal objetivo de darse por descontado. La verdadera cuestión se refiere a los medios adecuados para conseguirlo, y al tratar de dar una respuesta a tal cuestión, no es lícito olvidar unas cuantas verdades elementales; no cabe distribuir más riqueza que la creada; no es posible, a la larga, pagar al conjunto de la mano de obra más de lo que produce» (p. 169).

Capítulo 18. ¿Incrementan los sindicatos los salarios?

Capítulo 19. «Suficiente para adquirir el producto creado»

«Los escritores de economía no profesionales están pidiendo siempre precios “justos” y salarios “justos”. Estos conceptos nebulosos de la justicia económica nos llegan desde los tiempos medievales. Por el contrario, los economistas clásicos elaboraron un concepto diferente, el de precios y salarios funcionales. Precios funcionales son aquellos que estimulan máximo volumen de producción y ventas. Salarios funcionales son aquellos que tienden a crear el máximo volumen de empleo y las más crecidas nóminas (p. 183).

Capítulo 20. La función de los beneficios

«En una economía sin trabas, en la que salarios, costes y precios quedan a merced del libre juego de la competencia,

las perspectivas de beneficios deciden cuáles serán los artículos que se produzcan, en qué cantidades y cuáles los que no han de producirse en absoluto. Si no se registra beneficio en la fabricación de un artículo, es señal de que el trabajo y el capital a él destinados se hallan mal invertidos, por cuanto el valor de los recursos que han de ponerse a contribución para elaborar el producto es superior al precio del artículo en cuestión» (p. 193).

«La función propia de los beneficios es guiar y canalizar el empleo de los factores de la producción de tal manera que su utilización aporte al mercado miles de mercancías distintas en las cantidades precisas que la demanda solicita. Ningún funcionario oficial, por genial que sea, puede resolver este problema de manera arbitraria. Precios y beneficios libres elevarán al máximo la producción y remediarán la escasez con mayor rapidez que ningún otro sistema. Los precios y beneficios arbitrariamente fijados solo pueden prolongar la escasez y reducir no solo la producción, sino también el número de empleos» (pp. 193-4).

Capítulo 21. El hechizo de la inflación

«Lo único que tiene verdadera capacidad de compra para “adquirir” mercancías es el ofrecimiento de otras mercancías a cambio de aquellas. Lo que fundamentalmente ocurre en una economía de mercado es que las mercancías producidas por A son canjeadas por las que produce B» (p. 204).

«Lo que ellos [los más sutiles partidarios de la inflación] proponen, expuesto con toda crudeza, es defraudar a los trabajadores, reduciendo los salarios reales (es decir, expresados en términos de capacidad de compra) mediante un alza en los precios» (p. 205).

«La financiación deficitaria del gasto público, una vez emprendido, engendra poderosos intereses privados que exigirán su prosecución bajo cualesquiera circunstancias» (p. 209).

«La inflación puede ser equiparada a una exacción de capital derramada a prorratas igualmente sobre pobres y ricos, sin tolerar exenciones» (p. 209).

«El tipo de gravamen impuesto por la inflación no es fijo: no puede quedar determinado de antemano. Conocemos su cuantía hoy, pero no lo que importa mañana, y mañana desconoceremos su importe para el siguiente día» (pp. 209-10)

«La inflación resta alientos a la previsión del ahorro. Induce a toda suerte de despilfarros y aventuras económicas. A menudo, incluso hasta hace más provechosa la especulación que el esfuerzo productor. Destruye la normal estructuración de unas relaciones económicas estables. Sus inexcusables injusticias hacen desear a las gentes remedios desesperados. Siembra la semillas del fascismo y el comunismo. Pronto comienza a solicitarse públicamente la implantación de controles totalitarios. Invariablemente conduce a amargos desengaños y finalmente al colapso de la economía del país» (p. 210).

Capítulo 22. La ofensiva contra el ahorro

«“Ahorro” e “inversión” podrían definirse, respectivamente, como la oferta y demanda de nuevo capital. Y de manera análoga que la oferta y la demanda de otro artículo se igualan en el precio, la oferta y la demanda de capital se igualan en los tipos de interés. El tipo de interés es meramente la denominación especial dada al precio del capital prestado. Es un precio como otro cualquiera» (p. 221).

«El interés del dinero puede, sin duda, mantenerse artificialmente bajo si sustituimos el ahorro auténtico por una constante apelación al incremento de la circulación fiduciaria o a la expansión de los créditos bancarios. Este mecanismo es capaz de provocar la ilusión de que se dispone de un capital mayor, de idéntica manera que la adición de agua puede producir la ilusión de más leche» (p. 223).

Capítulo 23. La lección expuesta con mayor claridad

«Cuando dicen que el camino para la salvación económica es aquel que conduce al incremento del “ crédito”, equivale a afirmar que la solución del problema económico consiste en incrementar las deudas; ambas manifestaciones no son más que denominaciones diferentes del mismo proceso visto desde ángulos opuestos. Cuando aseguran que el secreto de la prosperidad radica en el incremento de los precios agrícolas es como se insinuaran que para alcanzar la prosperidad hay que encarecer los alimentos del obrero urbano. Cuando afirman que el medio de impulsar la riqueza nacional consiste en prodigar la ayuda estatal, en realidad es como si proclamaran que el medio más idóneo de alcanzar tal riqueza consiste en aumentar las cargas fiscales. Cuando convierten el incremento de las exportaciones en uno de sus principales objetivos, la mayor parte de ellos no perciben que, en definitiva, su objetivo equivale necesariamente al aumento de las importaciones. Cuando afirman que en cualquier supuesto el éxito de la recuperación lo encontraremos en el aumento de los salarios, tan solo han conseguido descubrir otra manera de proclamar de proclamar que la recuperación económica se cifra, según ellos, en el incremento de los costes de producción» (p. 229).

«A nadie que no esté familiarizado con la superficial cultura económica reinante se le ocurrirá pensar que la rotura de escaparates o la destrucción de ciudades es cosa deseable; que el crear obras públicas inútiles no sea otra cosa que despilfarro;

que sea peligroso permitir que legiones de hombres inactivos se reintegren el trabajo; que las máquinas incrementadoras de la producción de riqueza y economizadoras de esfuerzo humano sean algo dañoso; que los obstáculos opuestos a la libre producción y libre consumo aumenten la riqueza; que una nación pueda acrecentar su fortuna obligando a otras naciones a adquirir sus mercancías por menos de lo que cuesta producirlas; que el ahorro sea una estupidez o una perversidad y que el despilfarro conduzca a la prosperidad» (pp. 230-1).

«“Lo que en la conducta de cualquier familia es prudencia —afirmaba el recio sentido común de Adam Smith replicando a los sofistas de su tiempo— difícilmente puede ser locura en el gobierno de un gran reino”» (p. 231).

«Así como no hay perfeccionamiento técnico que no resulte lesivo para los intereses de algún grupo determinado, todo cambio experimentado en los gustos o costumbres públicas, aun cuando se traduzca en una mejora moral o estética, causa daño a alguien. Una mayor sobriedad en la vida ocasionaría el cierre de miles de tabernas y bares. La decadencia del juego forzaría a croupiers y preparadores de caballos de carreras a buscar ocupaciones más productivas. La rígida observancia de la castidad masculina arruinaría la más antigua profesión del mundo» (pp. 234-4).

«Bajo un sistema de división del trabajo, en una palabra, es difícil imaginar la satisfacción más perfecta de cualquier necesidad humana que no perjudique, al menos temporalmente, a alguna de las personas que realizaron inversiones o trabajosamente adquirieron la habilidad necesaria para poder atenderla» (p. 235).

«Corrientemente, la difusa ganancia de una oferta mayor o un nuevo descubrimiento impresiona menos al observador desinteresado que la pérdida concentrada. El hecho de que haya más café y disminuya su precio para el público es algo en lo que no se repara; lo que se ve es un grupo de cultivadores incapaz de subsistir con ese precio bajo» (p. 236).

«Nunca será solución reducir arbitrariamente la oferta, impedir el progreso técnico o procurar que las gentes continúen prestando servicios carentes de utilidad. Sin embargo, esto es lo que se ha tratado de hacer una y otra vez mediante las barreras aduaneras, la destrucción de la maquinaria, la quema del café y otros mil métodos restrictivos de la producción y del intercambio comercial. Esta es la insensata doctrina de pretender enriquecerse a través de la escasez» (p. 236).

«Muchas de las conclusiones que se derivan de prestar atención tan solo a un determinado grupo de intereses económicos resultan ilusorias al contrastarlas con el interés general de la comunidad, no ya como productores, sino como consumidores.

»Examinar los problemas en su integridad y no fragmentariamente: tal es la meta de la ciencia económica» (p. 237).

Director de «Nueva Revista», doctor en Periodismo (Universidad de Navarra) y licenciado en Ciencias Físicas (Universidad Complutense de Madrid). Ha sido corresponsal de «ABC» y director de Comunicación del Ministerio de Educación y Cultura.