Nueva Revista

¿Hacia dónde va América Latina?

Foto: © Shutterstock.

Artículo de Gaspard Estrada, director del Observatoire politique de l’Amérique latine et des Caraïbes de Science Po (Instituto de Estudios Políticos de París de la Universidad de París). Coordinador de este número.

AVANCE

A pesar de este cuadro difícil, la democracia se ha mantenido viva en la mayoría de los países de la región, cuarenta años después del inicio del proceso de transición política.

La multiplicación de flujos migratorios dentro de la región plantea la necesidad de generar políticas públicas específicas para acompañar este fenómeno, y evitar discursos xenófobos y racistas

Latinoamérica enfrenta grandes desafíos: aumento de la pobreza y de las desigualdades, institucionalidad democrática y estado de derecho endeble, fuerte polarización política y social.


ARTÍCULO COMPLETO

América Latina vive un período singular en su historia. A pesar de ser una de las pocas regiones del mundo que dispone de una matriz histórica, religiosa y lingüística común, con un fuerte discurso a favor de la integración y de la cooperación regional, el subcontinente padece de su alta fragmentación política, de intercambios económicos muy por debajo de su potencial, y del escaso interés por saber lo que pasa en los demás países de la región. A ello se le suma una estructuración de sociedades con poca movilidad social, cuyas élites han sido marcadas por el patrimonialismo, y la existencia de estados de derecho endebles. Sin embargo, a pesar de estos agravantes, la democracia se ha impuesto como el régimen político predominante en la mayoría de los países latinoamericanos, en la cual el voto funge como catalizador del pacto social. Si tomamos en cuenta que la transición política en la región comenzó hace poco más de cuarenta años, se puede afirmar que existe una generación de latinoamericanos que sólo ha vivido en democracia. No es poca cosa.

No obstante, la pandemia ha trastocado en buena medida los cimientos de la convivencia social, de los acuerdos económicos y del funcionamiento mismo de la democracia latinoamericana. Si bien la región representa menos del 10% de la población a nivel mundial, más del 30% del total de muertes a raíz de la COVID-19 se produjo en América Latina. ¿Cómo atravesó la región esta crisis multidimensional? ¿Cuáles son sus principales impactos políticos? A través de este análisis, intentaremos esbozar las principales transformaciones y permanencias de la política regional.

Antes de que empezara la pandemia, la región se encontraba dentro de una espiral de manifestaciones y movilizaciones sociales. Haití, Honduras, Ecuador, Perú, Bolivia, Colombia o Chile eran sacudidos por una serie de protestas, dejando claro cuáles son hasta el día de hoy los principales problemas latinoamericanos: estancamiento económico, poderes judiciales politizados, corrupción, delincuencia y, en algunos casos, la existencia de prácticas autoritarias del poder. El fracaso para abordar estos problemas –así como para cumplir sus promesas– ha ocasionado que los gobiernos pierdan legitimidad ante los ciudadanos, quienes se sienten cada vez más insatisfechos con la forma en que funciona, o no funciona, la democracia en sus países. Sin embargo, igual de pertinente para el momento actual es la percepción generalizada de una falta de justicia, de que las élites económicas y políticas gozan de una serie de privilegios y prerrogativas que se le niegan a la mayoría de los ciudadanos. Algunos de los resentimientos acumulados de la región se deben a la sensación que provocan los que ostentan la mayoría del poder y de la influencia, de que tienen derecho a todo, y casi nunca les otorgan a los demás el respeto y la dignidad que merecen.

Impacto de la COVID

Desde esta perspectiva, la aparición de la COVID-19 tuvo un impacto aún mayor que en otras regiones del mundo, al exacerbar el sentimiento de frustración y de molestia de los ciudadanos que fueron a las calles durante los meses que precedieron a la pandemia. En este sentido, la respuesta gubernamental fue ambivalente. Por un lado, una buena parte de los Estados latinoamericanos decidió implementar, ante la urgencia social, una serie de medidas emergentes –principalmente programas de transferencias monetarias directas– financiadas principalmente gracias a la emisión de deuda pública. Cabe destacar que estas políticas trascendieron el color político-partidario de los gobiernos, teniendo en cuenta que tanto ejecutivos de izquierda (Bolivia) como de centro derecha (Chile, Perú), o inclusive de extrema derecha (Brasil), impulsaron este tipo de medidas contra-cíclicas (con la excepción de México, cuyo tejido social fue salvado en buena medida gracias a las remesas enviadas por los migrantes que viven en Estados Unidos, y cuyos montos llegaron a niveles históricos en 2020 y 2021).

Pero, por el otro, estos gobiernos no pudieron evitar que la espiral del empobrecimiento regrese a las calles de la región, a pesar de la inyección de dinero público en la economía. No solamente por el carácter temporal de estas medidas, sino también por su incapacidad de poder ejecutar ese gasto, debido al mal funcionamiento del aparato público, a la aparición de esquemas de corrupción, o simplemente a la inexistencia de mecanismos de rendición de cuentas que permitan dar fe del buen gasto público. De manera paradójica, si bien buena parte de los gobiernos latinoamericanos tomaron decisiones inéditas en materia de gasto para afrontar la pandemia, estas políticas contribuyeron a dejar en evidencia las fragilidades institucionales de los estados latinoamericanos.

No obstante, a pesar de la ampliación de esta crisis de confianza entre los ciudadanos y sus instituciones a raíz de la pandemia, es necesario destacar que los latinoamericanos no dejaron de ir a las urnas para elegir a sus representantes, ya sea a nivel local, regional o nacional. Contrariamente a lo que podríamos temer, la COVID-19 no impidió que el debate democrático se lleve a cabo en América Latina. Lo que cambió, sin embargo, fueron las formas como se produce este debate, su tono, así como la emergencia de nuevos temas de la agenda pública.

Las condiciones en las cuales se llevaron esos procesos electorales fueron particulares: menos mítines y actos de campaña en las calles, más interacciones vía las redes sociales e internet. Si bien este cambio de paradigma de las campañas electorales ya venía en ascenso desde hace algunos años, la adopción de medidas de distanciamiento social y de restricción de circulación aceleró su digitalización. Se trata de una transformación considerable, teniendo en cuenta que tradicionalmente eran los partidos políticos (y su estructura partidaria) los que ejercían el rol de intermediación entre el (la) candidato(a) y los electores. Este cambio no es neutro, y genera muchas dudas a futuro sobre el funcionamiento de las instituciones democráticas, y de la manera en que se da el debate público. Al transformarse en uno de los principales vectores de la conversación pública durante una campaña electoral, el rol de las plataformas se vuelve central. Sin embargo, la falta de transparencia sobre su funcionamiento, así como la inexistencia de mecanismos de regulación y de control por parte de los organismos electorales está provocando cada vez más problemas. Por ejemplo, cómo poder determinar y distribuir el tiempo destinado a cada candidato siguiendo los principios de proporcionalidad y transparencia (siguiendo el funcionamiento de la regulación de los contenidos políticos en radio y televisión existentes desde principios de los años 1990), cuando estas plataformas –que son empresas con fines de lucro– comercializan sus espacios sin ningún control externo y permiten, inclusive, que esta compra de espacios electorales se lleve a cabo fuera de las fronteras de los países de origen de los candidatos? Si bien este problema ya había sido detectado antes de la irrupción de la pandemia –en 2018, en Brasil, el envío de millones de mensajes desde el extranjero vía WhatsApp y Telegram para respaldar la candidatura de Jair Bolsonaro por parte un grupo de empresarios afines a la candidatura del líder de la extrema derecha, tuvo un impacto significativo en el resultado electoral de la primera vuelta–, la centralidad adquirida por las redes sociales en América Latina (una de las regiones donde el uso de las plataformas es más intensivo en el mundo) debería transformarlo en un asunto central del debate al respecto del futuro de la democracia.

El impacto de las redes sociales

Otra consecuencia ligada al surgimiento y a la consolidación de la presencia de las redes sociales en la vida pública está ligada al aumento de la radicalización del debate público. En una región caracterizada por la polarización política, el uso de las redes sociales ha aumentado la agresividad del tono de las campañas, llegando al punto de que la amenaza de un supuesto “peligro comunista” que podría azotar a la región se ha vuelto un discurso recurrente de varios candidatos de derecha o de extrema derecha, en países como Perú (Keiko Fujimori), Chile (José Antonio Kast), o Brasil (Jair Bolsonaro). Buena parte del éxito de estas estrategias de comunicación está ligada al uso del arma de la desinformación, que encuentra en las redes sociales un terreno fértil para desarrollarse. A raíz de la experiencia estadounidense de la elección presidencial de 2016, en la cual el gobierno ruso aparentemente jugó un papel (vía hackers cercanos al aparato estatal militar) en favor de la candidatura de Donald Trump, algunas autoridades electorales latinoamericanas han comenzado a tomar cartas en el asunto. En algunos países, como México o Perú, los árbitros electorales han convocado a los dirigentes de las plataformas para discutir los procesos de regulación de sus contenidos durante las campañas electorales. En otros, como Brasil, los legisladores han comenzado a discutir la elaboración de leyes “anti fake news”, con el respaldo de las autoridades electorales.

Si bien el debate en torno a la lucha contra la desinformación se ha expandido en la escena pública latinoamericana, el reforzamiento de las atribuciones de los organismos electorales para aumentar sus poderes regulatorios, y el necesario debate sobre la regulación de las plataformas a nivel global, continúan confinados en un debate de expertos. No debería ser así. Esto no quiere decir, sin embargo, que las cosas no estén cambiando en América Latina. De hecho, los últimos procesos electorales nos han dado muestra que nuevas agendas están llegando al debate público.

El primero de ellos trata de la necesidad de hacer cambios sustantivos en el reparto de los ingresos, en aras de obtener una mejor justicia fiscal, y así combatir la desigualdad en América Latina. Si bien la relación entre recaudación fiscal como proporción del producto interno bruto (PIB) es muy diferente en función de los países (Brasil, por ejemplo, tiene un ratio de poco menos del 40%, cuando países de América Central, como Guatemala, o El Salvador, no salen del 15%, mientras que países como Colombia o Perú se encuentran por debajo del 30%), la discusión pública alrededor de una reforma fiscal más progresiva, en particular en torno al impuesto sobre los ingresos, ha emergido recientemente. En países como Bolivia o Argentina, impuestos sobre las grandes fortunas han sido instaurados por los gobiernos en curso. Si bien este tipo de gravámenes tienen generalmente un impacto limitado en la recaudación fiscal global, su creación puede generar un mensaje simbólico potente, capaz de inducir incentivos políticos para constituir mayorías a favor (o en contra) de reformas fiscales más ambiciosas. Y contrariamente a lo que podríamos suponer, este tipo de iniciativas no han sido desarrolladas únicamente por gobiernos de izquierda o de centro izquierda. El caso brasileño es un buen ejemplo de ello.

El líder de la extrema derecha brasileña, Jair Bolsonaro, llegó al poder arropado por la mayor parte del sector financiero brasileño, en buena medida gracias al respaldo que tuvo de pesos pesados de ese medio. Entre ellos, se encontraba un banquero eminente, Paulo Guedes, economista de la escuela de la Universidad de Chicago, y gran adepto de las privatizaciones y del neoliberalismo. Al transformarse en el “ancla económica” del gobierno Bolsonaro, Guedes tomó la batuta, en un primer momento, de la conducción económica de Brasil. Paradójicamente, su discurso a favor de las privatizaciones vino acompañado de una propuesta iconoclasta para los estándares brasileños, en particular del sector financiero: la instauración de un impuesto para las grandes fortunas, que podría aplicarse a las ganancias obtenidas en la bolsa de valores (los dividendos). Al hacerlo, Guedes generó una coalición de intereses de sectores económicos que anteriormente estaban divididos frente a la reforma fiscal propuesta por el gobierno Bolsonaro, disminuyendo de igual manera su capacidad de interlocución frente al sector empresarial. Si bien Guedes no pudo, finalmente, imponer al congreso brasileño la creación de este impuesto, sembró una semilla que es utilizada ahora, paradójicamente, por la principal fuerza política de oposición al gobierno, el Partido de los Trabajadores (PT), y por su líder histórico, el expresidente Lula, para reivindicar una reforma fiscal progresiva.

En Chile, un movimiento similar se está llevando a cabo. Durante las movilizaciones sociales de 2019, el rol del Estado –y de su falta de financiamiento para aumentar la presencia gubernamental en sectores como la educación y la salud– provocaron que el tema de la justicia fiscal entrara en el debate público. Tras este proceso, que desembocó en la convocatoria de una Convención Constituyente y en la elección de Gabriel Boric como presidente de la República, esta idea se instaló en el corazón de la agenda del futuro gobierno, que se ha planteado como meta aumentar la recaudación fiscal con al menos el 1% del PIB por año, hasta llegar a un aumento de 5% del PIB en esta materia de aquí al final del mandato de Gabriel Boric. No se trata de una cifra menor.

Combate del crimen organizado 

La lucha contra la violencia y el crimen organizado –en particular, la lucha contra el narcotráfico– es el segundo tema de la agenda que parece estar cambiando en la región. Después de cincuenta años de un enfoque esencialmente punitivista en la lucha contra las drogas, iniciado en 1971 por el presidente estadounidense Richard Nixon, un número creciente de dirigentes políticos, tanto de izquierda como de derecha, han pasado a defender nuevos enfoques para combatir la violencia y romper las estructuras del crimen organizado, que ha prosperado aún más tras la pandemia. El fracaso de las políticas de “mano dura”, que ponen en peligro a los derechos humanos y que no resuelven el problema económico planteado por el tráfico de drogas, ha dado argumentos para promover en los parlamentos reformas que permitan despenalizar las drogas y regular su consumo. También, la multiplicación de actos de violencia y el número de personas heridas, asesinadas o desaparecidas ha contribuido a reforzar la idea, en la opinión pública, que las cosas no pueden continuar como hasta ahora. El hecho que 17 estados en Estados Unidos hayan, por su lado, despenalizado el consumo de algunas substancias, como la marihuana, también ha facilitado este proceso. Así es como en México, Uruguay, o Brasil, han surgido propuestas de ley que van en ese sentido. Si bien todavía falta mucho para que estas propuestas logren transformar el mercado internacional de drogas integrándose al mercado formal de la economía –para romper las cadenas productivas del crimen organizado y así reducir los índices de violencia–, un movimiento a favor de la despenalización parcial o total de las drogas está en curso. Falta saber si existe la voluntad política en esos países para llevar a cabo una real política de despenalización de las drogas.
Finalmente, las temáticas ligadas a la preservación del medio ambiente, a favor de la igualdad de género y de los derechos reproductivos de la mujer también han avanzado en América Latina. Está claro que existen resistencias hacia ese tipo de políticas, en particular en el seno de sectores más conservadores, como es el caso de las iglesias evangélicas, cuyo número ha aumentado en los últimos años en la región. Sin embargo, eso no ha impedido que la pauta de tales debates sean impuestos por la visión moral de las autoridades religiosas, pero por consideraciones de salud pública.
En este sentido, buena parte de estas evoluciones pueden entenderse a raíz de la renovación progresiva del personal político latinoamericano. La generación de políticos que estuvieron al frente de los procesos de transición política, en los años 1980 (así como de buena parte de los gobiernos que dirigieron la región durante los años 2000 y 2010), ha comenzado a retirarse de la escena pública, dando paso a una nueva generación de líderes (y de lideresas), que tienen nuevas pautas de movilización, y formas de expresión. Si bien este movimiento no es uniforme –en Brasil, el líder de las encuestas de cara a las elecciones de 2022 es Luiz Inácio Lula da Silva, que disputó directa o indirectamente todas las elecciones presidenciales de Brasil desde el fin de la dictadura militar a mediados de los años 1980–, la llegada de nuevos líderes contribuye a oxigenar el debate.

La región latinoamericana enfrenta grandes desafíos tras el paso de la pandemia: aumento de la pobreza y de las desigualdades, institucionalidad democrática y estado de derecho endeble, fuerte polarización política y social. Asimismo, la multiplicación de flujos migratorios dentro de la región plantea la necesidad de generar políticas públicas específicas para acompañar este fenómeno, y evitar que discursos xenófobos y racistas se multipliquen en Latinoamérica. A pesar de la puesta en marcha de políticas contra-cíclicas voluntaristas, América Latina está hoy en una situación más frágil que antes del inicio de la pandemia de COVID-19. Sin embargo, a pesar de este cuadro difícil, la democracia se ha mantenido viva en la mayoría de los países de la región, cuarenta años después del inicio del proceso de transición política. La llegada de nuevos liderazgos se ha acompañado de nuevas pautas de acción pública. En un momento de incertidumbre y de profundos cambios en el escenario internacional, se trata de una buena noticia.

Salir de la versión móvil