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Para empezar, una brevísima, pero inevitable visión retrospectiva

Instituciones de enseñanza superior existieron en la Antigüedad clásica —academias, liceos, gimnasios— así como en otras grandes culturas. Lo específico de Europa es su institucionalización con estos tres caracteres: un plantel permanente de profesores, programas de enseñanza con curricula fijos; y certificados o diplomas que se otorgan a los que pasen con éxito los exámenes. La universidad proviene del espíritu corporativo de las ciudades medievales, tal como indica su nombre: universitas significa corporación, normalmente de estudiantes, pero también al gremio de profesores, que en Bolonia se conoció como collegium doctorum, en París se le llamó universitas magistrorum parisiensis. Corporativismo, conviene recalcar, que ha caracterizado a la universidad desde sus orígenes. Universitas significa corporación y alude primero a la de estudiantes, luego a la de profesores, para pasar a denominar la integrada por ambos cuerpos universitas magistrorum et scholarium, denominación que prepara el terreno para que desde finales del siglo XVI se fuese generalizando el término universidad para denominar a la institución en su conjunto, sustituyendo a la antigua denominación de studium litterarum, y si contaba con una bula papal, studium generale. Solo bastante más tarde el término de universidad, universitas litterarum, hace referencia a la universalidad del saber que la institución pretende transmitir. Esta primera aproximación etimológica nos ha conducido a una doble constatación que bien puede servir de punto de partida: la universidad surge del espíritu corporativo de las ciudades en un medio espiritual que domina la Iglesia.

Desde la caída del Imperio Romano y posterior cristianización de la Europa germánica y eslava, la enseñanza en todos sus niveles había acabado siendo una actividad casi exclusiva de la Iglesia. De modo que solo en este contexto eclesiástico cabe entender los elementos innovadores que conlleva la aparición de la universidad: su originalidad es producto, tanto de algunos contenidos específicos de la fe cristiana, como de las formas de organización de la Iglesia. En sus comienzos la universidad cubre dos objetivos estrechamente ligados entre sí: educar a los clérigos, es decir, a la burocracia eclesiástica, dentro de la unidad del dogma, y fundamentar racionalmente la fe como el medio adecuado para preservar esta unidad. La Teología, la primera ciencia europea, madre de todas las demás, nace con estas dos metas. El afán de fundamentar racionalmente la fe –fides quaerens intellectum, como lo expresara en fórmula magistral San Anselmo de Canterbury (1033-1109)- inaugura el proceso de racionalización de los saberes que posibilita el ulterior despliegue de la «filosofía nueva», de la que a su vez van a ir desgajándose todas las demás ciencias. Dentro de este proceso universal de racionalización -de la economía, del derecho, de la política, que a juicio de Max Weber define a la modernidadtal vez el que haya tenido consecuencias de mayor calado ha sido el despliegue vertiginoso de las ciencias y su ulterior aplicación tecnológica.

De su origen eclesiástico —en los monasterios y catedrales encontramos las primeras escuelas que anteceden a las universidades- quedan aún en la institución, y sobre todo en la jerga universitaria, muchas reminiscencias. La vida conventual —el monasterio es el motor espiritual de la Europa naciente— sirve para diseñar la de la universidad. No solo en el monasterio se organizan las primeras escuelas para educar a los novicios, sino que la vida monacal configura la de los llamados, no en vano, claustros universitarios.

A esta finalidad básica de mantener la unidad de la fe con una educación más cuidada del estado clerical, se añade una segunda que se perfila igualmente primordial: la de preparar a los nuevos profesionales —abogados, notarios, administradores— que demanda la sociedad urbana y mercantil emergente. La Teología (París) y el derecho, canónico y civil (Bolonia), constituyen los saberes a cuyo servicio nace la universidad. El contacto con la cultura islámica que favorecieron las cruzadas abre la cristiandad a la cultura helénica que árabes y judíos estaban reelaborando. La Medicina, como enseñanza universitaria, nace de los contactos con el mundo judeo-árabé, y es precisamente en Salerno —universidad desde 1231- donde comienzan los estudios médicos, para llegar en la universidad de Montpellier, fundada en 1289, a su mayor pujanza.

Un doble origen tienen las universidades europeas. Las más antiguas surgieron como corporaciones que responden a la demanda de algunos jóvenes por adquirir los conocimientos específicos que se necesitan para el desempeño de algunas profesiones. O bien, son ya desde un principio fundaciones eclesiásticas, y solo más tarde civiles -señoriales, reales o imperiales, según el rango del fundador- que nacen con el mismo fin de preparar al personal especializado que precisa la Iglesia —teólogos y canonistas— y los poderes públicos o la sociedad en general, juristas y médicos. De este primer tipo es la universidad de París, en cierto modo matriz de la universidad europea, que queda constituida en 1231 con el reconocimiento papal de las tres facultades que habían surgido como corporaciones de estudiantes. Las más recientes, como es el caso de las universidades alemanas, son ya fundaciones civiles: no aparecen hasta el siglo XVI. La más antigua es la de Praga, seguida de la de Viena y Heidelberg. Ya en el siglo XV se fundan las universidades de Leipzig, Rostock, Friburgo, Tubinga. Vale subrayar un rasgo que marca a la universidad alemana desde sus comienzos y que lo vamos a encontrar en todas las épocas y circunstancias: el papel preponderante que en ella ha desempeñado, y sigue desempeñando, el poder estatal.

Esta brevísima mirada a los orígenes ha permitido poner de relieve el objetivo principal que la universidad persigue desde su más temprana aparición: educar a los profesionales —teólogos, juristas y médicos— que demanda la sociedad. Formar buenos profesionales sería la razón última de la universidad, aquélla que la definiría desde los comienzos medievales hasta nuestros días. Un objetivo que habría de condicionar organización, contenidos y métodos de enseñanza. La lección magistral, lectio, todavía en el sentido propio de lectura de los textos consagrados que el maestro no hacía más que leer y, en el mejor de los casos, glosar, constituye la piedra angular de una enseñanza oral en la que el libro, antes de la invención de la imprenta, y aún siglos después, es un bien escasísimo. Cabe tachar de medievales todas aquellas universidades que, ignorando la existencia del libro, centran la enseñanza en la comunicación oral que institucionaliza la lección magistral. El debate, quaestiones disputatae, argumentación, a favor o en contra, de la thesis o quaestio, tiene también una finalidad práctica, aprender a argumentar en público, y no una metodológica, encontrar la verdad, que de antemano se da por conocida. Obsérvese que en este modelo medieval no se trata de ampliar el conocimiento, aportando conocimientos nuevos, sino tan solo de transmitir de generación en generación los heredados en toda su pureza. De ahí que el debate no tenga por finalidad buscar la verdad, que ya posee el maestro, sino tan solo comunicarla de forma didáctica: la disputa sirve para aprender a argumentar a favor de lo que por adelantado se sabe verdadero. En tan rica posesión, la universidad aspira tan solo a difundir un saber, que incluso ha logrado articular sistemáticamente, y que los alumnos habrán de asimilar tal como lo reciben. Una metáfora, la del saber como continente, que todavía se empleaba en España en mis años de estudiante, encaja perfectamente en esta concepción: el saber que ofrece la universidad, por su globalidad y organización interna, semejaría a un «continente», con sus ríos y su orografía, que el alumno habrá de dominar tanto en una visión de conjunto como en cada una de sus partes, sin dejar huecos o «lagunas». Precisamente, para descubrirlas y castigarlas están los exámenes.

Aparte de esta función principal de educar a los futuros profesionales, conviene mencionar un segundo carácter, que parecía perdido desde siglos y que en estos últimos años estamos empezando a recuperar: la universidad sobrepasa el ámbito político-territorial en el que se ha establecido e incluso logra afianzarse como un enclave extraterritorial, autonomía que, alegando los privilegios concedidos por Roma o el Emperador, defiende celosamente frente a los poderes municipales o señoriales más cercanos. Esta extraterritorialidad la aleja de cualquier tipo de provincianismo y se plasma en el hecho de que a las grandes universidades acuden estudiantes de toda la cristiandad: las universitates, es decir, los gremios estudiantiles, se organizan por nationes, clasificadas por el lugar de origen. En Bolonia se distinguían cuatro universitates que correspondían a las «naciones» de los lombardos, toscanos, romanos y ultramontanos (francés, ingleses, alemanes, en fin, todos los que venían de fuera de Italia). Importa retener que es en un contexto universitario en el que el concepto de nación aparece por vez primera, significativo porque en la Europa decimonónica el nacionalismo en buena parte se ha alimentado de la universidad. Después del hundimiento del nacionalismo, como consecuencia de las dos grandes Guerras Mundiales, en el proceso de construcción de Europa (gracias a programas comunitarios, como Erasmo y Sócrates) el estudiantado están empezando a moverse con cierta holgura por las distintas universidades europeas. La movilidad estudiantil es de la máxima importancia en la recuperación de la universidad como una institución supranacional.

La larga decadencia de la universidad medieval

Si la universidad eclesiástica cumple cabalmente su función de racionalizar la fe -en este aspecto la Summa Theologica constituye un monumento grandioso— falla a la hora de mantener la unidad del dogma. Muchas y muy variadas son las razones del cisma, siendo los factores socioeconómicos tan importantes como los ideológicos, pero lo cierto es que no cabe concebir la reforma protestante sin la universidad. Racionalizar la fe —en ello consiste la Teología- desde el supuesto de que la verdad de la fe y la verdad de la razón tendrían que ser una y la misma, en vez de garantizar, como se esperaba, la unidad del dogma, trajo consigo las críticas, las divisiones y las luchas teológicas más encarnizadas. Martín Lutero (1483-1546) era un modesto y casi desconocido profesor de Teología, cuando el 31 de octubre de 1517, cumpliendo con un ritual universitario, cuelga las 95 tesis sobre las indulgencias en el pórtico de la iglesia universitaria de Todos los Santos de Wittenberg. Las respuestas de los teólogos, como la muy conocida del Dr. Johann Eck (1486-1543), profesor de la Universidad de Ingolstadt, encajan en el estilo universitario de la disputatio. Los reformadores son profesores universitarios, o por lo menos, personas que habían pasado por la universidad: Jan Hus (13721415) fue incluso rector de la Universidad de Praga en 1409; Felipe Melanchton (1497-1560), helenista de prestigio, autor de una grámatica griega, había helenizado hasta su apellido; Huldrych Zwingli (14841531), que había estudiado en las universidades de Viena (1498) y Basilea (1502-1504), recurre también a la disputatio para presentar sus famosos 67 artículos; en fin, Jean Calvin, (1509-1564), nuestro Calvino, discípulo del gran humanista Guillermo Budé y autor de un estudio sobre De clementia de Séneca, era un buen latinista y dominaba el griego.

La universidad no es ajena a las guerras de religión que se siguieron en los siglos XVI y XVII, causa directa a su vez de su larga decadencia. Con la ruptura de la unidad religiosa en la Europa occidental —la Europa oriental ya hacía siglos que se había separado— la universidad, a caballo entre la Iglesia y la Corona, fue la gran perdedora. En el mundo protestante, la desamortización de los bienes eclesiásticos, si bien contribuyó a la larga a mejorar la agricultura, de inmediato perjudicó a la universidad, ya que le arrebató la autonomía económica, haciéndola depender en cada vez mayor medida del Estado. También en el mundo que permanece católico, al aumentar los controles, sobre todo allí donde actúa la Inquisición, obsesa en perseguir cualquier sospecha o indicio de herejía luterana, empeoran sensiblemente las condiciones ambientales, con lo que se esfuma de la universidad la inicial capacidad de innovación racionalizadora, fosilizada en una escolástica cada vez más rutinaria. La partición religiosa de Europa comporta que las grandes universidades pierdan su anterior apertura, con la consecuencia de que se restringe, cuando no se suprime por completo, la anterior movilidad estudiantil. En 1559, Felipe II prohibe a sus subditos estudiar en universidades extranjeras, con la salvedad de Bolonia y Roma, Coimbra y Nápoles. En la segunda mitad del XVI, las universidades europeas se han nacionalizado, en el sentido de que solo reciben estudiantes del reino al que pertenecen; en el XIX, encerradas todavía dentro de las fronteras de cada Estado, vuelven a nacionalizarse, pero ahora en el sentido de que se convierten en las principales generadoras del espíritu nacionalista.

La explosión de las ciencias en los siglos XVII y XVIII ocurre fuera de las aulas universitarias, con la sola excepción —y ello solo parcialmente— de la universidad inglesa. En el Reino Unido, la forma peculiar de separarse de Roma permite que la universidad medieval engarce con el espíritu de la modernidad —Newton y Cambridge-, lo que no quita para que el historiador Eduardo Gibbon (1737-1794) que estudió en Oxford, no estuviera convencido de que también la universidad inglesa sería incapaz de librarse de un origen tan tétrico. En todo caso, el hecho memorable, que constituye sin duda el mayor baldón de la universidad, es que la revolución científica de los siglos XVII y XVIII se hiciese fuera, incluso en contra, de la universidad. Ya la revolución humanista del Renacimiento había ocurrido fuera de sus claustros. Volcada exclusivamente en preparar al personal profesional —teólogos, juristas y médicos— que reclamaba la sociedad, el estudio de la cultura clásica en razón de sus valores estéticos o humanistas quedó fuera de su horizonte. Francisco I fundó hacia 1530 el Colegio de Francia como institución compensatoria de una universidad de espaldas a las nuevos vientos humanísticos.

En una Europa devastada por las guerras de religión, el carácter eclesiástico-profesional que desde su origen define a la universidad la constriñe a preservar ante todo su identidad confesional, lo que impide que se abra a la «filosofía nueva» y a las ciencias que de ella se derivan. El desarrollo de las ciencias precisa de un espacio seculariazado de tolerancia religiosa que excepcionalmente encontramos en algunos rincones de Europa: en los Países Bajos, tras su independencia de España; en Inglaterra, después de la «Revolución gloriosa». Las ciencias nuevas surgen como una actividad privada, fuera de las instituciones oficiales. Igual que hoy los cultivadores de una misma actividad, por rara y minoritaria que sea, terminan por encontrarse, así los pioneros de las nuevas ciencias mantuvieron estrechas relaciones epistolares, ya que por suerte las minorías cultivadas de entonces, como preciada herencia de la universidad medieval, disponían de una lengua común, el latín, papel que hoy, obviamente, desempeña el inglés. En estas sociedades secularizadas, en las que se va consolidando la tolerancia religiosa, semilla de la que luego brotan todas las demás libertades, al caer en la cuenta príncipes y monarcas del alto rendimiento que estos saberes nuevos tenían para el fortalecimiento de sus ejércitos, apoyaron la fundación de «academias» y «sociedades científicas». En la Francia del siglo XVIII, núcleo central de la Ilustración europea, la gran creación científica y literaria se produce al margen de la universidad, incluso contra ella. Es sintomático que la Academia de Ciencias de París, uno de los polos de desarrollo de la nueva ciencia experimental, no tuviese el menor contacto con la Sorbona. Cuando en 1793 la Revolución cierra las 22 universidades francesas, una vez confiscados sus bienes, no hace más que enterrar un cadáver.

El emerger de un nuevo modelo de universidad

Ciertamente, el panorama universitario en el XVIII no es tan desolador como se deduciría de ser enfocado tan solo a la Europa católico-barroca: Francia, España, Portugal, Italia, Austria. En dos extremos, Escocia y Prusia, se produce una renovación de la universidad medieval que permite conectarla con la modernidad. Como el centro de nuestra preocupación está en el modelo alemán de universidad, nos basta con dirigir la mirada a Prusia, un peculiar Estado del que conocemos la historia completa: en 1702 se proclamó un reino y en 1945 dejó de existir. La marca de Brandenburgo, meollo original de lo que luego será el reino de Prusia, quedó casi despoblada como consecuencia de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). La paz de Westfalia permite una lenta recuperación que se acelera en el siglo XVIII. El logro original, tal vez el más llamativo, consistió en haber creado el tipo del funcionario, civil y militar, propio del Estado moderno, es decir, competente, disciplinado y honrado a carta cabal, en buena parte producto de la institución de enseñanza superior en la que se había formado. Obsérvese que la reforma del Estado que se lleva a cabo en Prusia o en la Francia napoleónica ha supuesto en ambos casos un cambio radical de la enseñanza superior. Habrá que retener esta doble experiencia para dejar constancia de que la reforma en profundidad del Estado, para que sea frutífera, ha de partir de una reforma de la universidad. Lamentablemente, España ha perdido en los ochenta quizá su última oportunidad de combinar ambas reformas.

Que cuajara en Prusia el nuevo tipo de universidad que hizo posible la renovación modernizadora del Estado se debió a que este singular reino se secularizó desde fechas muy tempranas. Para remediar los destrozos de la Guerra de los Treinta Años hubo que acoger a la población -intelectuales y artesanos- perseguida por razones religiosas. Para atraerla, no quedaba otro remedio que practicar la tolerancia religiosa, manantial del que fueron fluyendo las demás libertades. Hugonotes, pietistas y calvinistas encontraron en Prusia un espacio de libertad que se mostró muy pronto especialmente propicio para el desarrollo de las ciencias.

En la fundación de la Universidad de Halle en 1694 confluyen pietismo, interés por las ciencias físico-naturales y afán reformista del Estado. Paul von Fuchs se preguntaba en la ceremonia inaugural: «¿Dónde se encuentra una nación que haya llegado a ser poderosa sin cultivar la ciencia?». Una constatación que con el paso del tiempo ha ganado en evidencia. La fortaleza y el bienestar de un país se mediría por el vigor de sus universidades. En la interpretación de la ciencia, como índice del poder de una nación, se percibe ya la conexión que subyace entre nacionalismo y universidad, vinculación que va a terminar siendo uno de los rasgos esenciales de la universidad alemana del siglo XIX y primeros decenios del XX. Desde una idea universal de ciencia, no puedo evitar una cierta desazón cada vez que oigo a los alemanes hablar de la «ciencia alemana» en el sentido en que también se refieren a la «filosofía griega», como una gran creación espiritual, exclusiva de un pueblo.

Desde la óptica del siglo XVIII, cosmopolita y fríamente racionalista, este nacionalismo en embrión muestra un mejor aspecto, ya que recalca la función de servicio que la universidad ha de prestar al Estado y/o la nación o, si se quiere, al Estado-nación. Ralf Dahrendorf ha hecho hincapié en las dificultades que han tenido siempre los alemanes a la hora de diferenciar Estado y sociedad, por ser proclives a descubrir en el Estado, incluso en el Gobierno del Estado, la expresión cabal de la nación. Desde este planteamiento de servicio al Estado, la universidad alemana -la primera que se define como un «servicio público»— gira, de una parte, en torno al cultivo del Derecho y todos los demás saberes administrativos que necesita el funcionario. En Halle se crea en 1727 la primera cátedra que se ocupa de «las ciencias cameralistas, económicas y policiales», que hoy traduciríamos como una cátedra dedicada a la economía, el derecho administrativo y la administración pública. De otra, la universidad presta particular atención a las nuevas ciencias naturales, consideradas fundamento del desarrollo económico y social. A comienzos del XVIII, ya se percibe en Prusia la conexión existente entre desarrollo de las ciencias y progreso económico y social.

En centrar la universidad en el estudio de las ciencias cameralistas y las ciencias naturales sobresale otra universidad alemana, la de Gotinga, no lejos de Prusia, aunque pertenecía al Electorado de Hanover, entonces en unión personal con el rey de Inglaterra, circunstancia que le otorgaba la libertad que precisan las ciencias para florecer. La universidad de Gotinga, fundada en 1737 dentro del espíritu reformador que la de Halle había puesto en circulación, se especializa desde el primer momento en el estudio de las ciencias cameralistas y las ciencias naturales. Este tipo de universidad que se ocupa primordialmente, por un lado, del Derecho, la Economía y las ciencias de la Administración y, por otro, de las ciencias naturales y de sus aplicaciones técnicas, constituye hasta hoy el ideal de los sectores sociales más conservadores o mejor integrados en el modelo de sociedad existente.

Vale recordar a la universidad de Gotinga por otra circunstancia, y es que en ella se da por vez primera una institución que luego será considerada consustancial con el nuevo modelo de universidad que cuaja en la Alemania decimonónica. A los 20 años de su fundación, la Universidad de Gotinga disponía de una biblioteca de más de 60.000 volúmenes, una cifra impresionante en el siglo XVIII. La nueva universidad germánica tiene en la biblioteca su punto neurálgico. De ahí que no sea fácil fundar universidades que merezcan este nombre: las bibliotecas no se improvisan. La revolución informática tal vez acabe con este modelo de universidad que se organiza alrededor de una biblioteca, incluso con la institución en cualquiera de las formas en que la hemos conocido hasta ahora. También fue en Gotinga, y precisamente en el Departamento de Filología Clásica, donde funcionó por vez primera el seminario, la creación más original y representativa del nuevo modelo alemán de universidad. Las bibliotecas de los distintos seminarios de las disciplinas humanísticas y los laboratorios de los departamentos dedicados a las ciencias naturales forman los dos pilares sobre los que se levanta el nuevo modelo de universidad.

Para captar los cambios que supuso este modelo, resulta útil recurrir a un conocido libro de Kant, La polémica de las facultades (1798). A finales del siglo XVIII, las universidades seguían teniendo las cuatro facultades medievales, con la sola diferencia de que la facultad de artes se llama ahora facultad de Filosofía en un sentido muy amplio, ya que incluía la filosofía especulativa y las ciencias históricas y filológicas y, bajo el epígrafe de Filosofía Natural, todas las ciencias naturales conocidas. Kant asume que el Estado está obligado a programar la enseñanza de las tres facultades tradicionales, en cuanto que estos saberes influyen directamente sobre el bienestar de los súbditos: de la Teología depende el bien del alma, nada menos que la salvación eterna; del Derecho, la conservación y aumento de los bienes terrenales, que tampoco es cosa baladí; en fin, de la Medicina, la salud del cuerpo. Se comprende que el Estado examine y, en su caso, apruebe a los candidatos que han de ejercer profesiones tan esenciales para el bienestar social, como son las del pastor, el jurista y el médico, pero las disciplinas que se estudian en la facultad de Filosofía, añade Kant, al no ser aplicables al ejercicio de una actividad ¡profesional, no servirían para nada. Su única incidencia social es que contribuyen a aumentar el saber de la humanidad, algo que a todos debiera interesar y que solo se consigue si se respeta la libertad. Kant acepta los controles estatales para las tres facultades tradicionales (no le queda otro remedio), pero defiende la libertad como irrenunciable en la facultad de Filosofía que así se convierte en el centro medular de la universidad, precisamente porque no tiene ninguna relación con la vida profesional.

Se produce con ello un desplazamiento fundamental en lo que respecta a la función de la universidad: de ser un instruínento de educación superior para preparar a los profesionales que necesita la sociedad, se convierte en la cantera de los sabios que buscan la verdad en los más distintos campos del saber. Decisiva en esta redefinición de la universidad es la distinta noción de saber que ha impuesto la revolución científica. Ya no se concibe como un «continente» bien delimitado que es preciso conservar y transmitir en su totalidad, sino que, para retomar la metáfora que emplea Kant, el saber semeja más bien un archipiélago de islas, islotes, cayos y peñascos muy diferentes por su tamaño y estabilidad que emergen en un océano de ignorancia. Islotes que surgen con los nuevos saberes, o que se hunden cuando estos pierden vigencia: no hay saberes seguros; todos los son en precario. La función de la universidad en su sección básica, la facultad de Filosofía, no es ya comunicar conocimientos seguros (esta categoría se ha evaporado), sino enseñar a adquirir otros nuevos que aguanten mejor la crítica. Como insistía Kant una y otra vez: no se enseña Filosofía, se enseña a filosofar. No vale comunicar, a no ser como un ejercicio de divulgación poco productivo, los resultados de una ciencia, sino que hay que enseñar a hacer ciencia. La tarea de la universidad no consiste ya en proporcionar los conocimientos imprescindibles para ejercer una profesión, sino en capacitar al estudiante para que los adquiera por sí mismo el día que lo requiera la vida profesional. Se alcanza a percibir el tamaño del cambio, si se tiene en cuenta que proporcionar los conocimientos indispensables para ejercer una profesión había sido la finalidad para la que había nacido la universidad. Abundan incluso los que, como nuestro Ortega, piensan que formar profesionales sigue siendo la misión principal, aunque no la única, de la universidad y que, por consiguiente, la innovación germánica de sustituir la formación para ejercer una profesión por «enseñar a hacer ciencia» supone en el fondo construir una utopía irrealizable, propia de un espíritu romántico desmesurado. Y nada destruiría tanto a una institución como el establecer objetivos inalcanzables.

El modelo alemán de universidad

Dentro del esfuerzo ingente de reforma que realiza la Prusia derrotada por Napoleón, hay que mencionar la fundación en 1810 de la Universidad de Berlín, respuesta directa a la afrenta que el Emperador de los franceses había cometido al cerrar la Universidad de Halle que, en un siglo de existencia, se había convertido en el impulsor más efectivo del espíritu de renovación prusiano. Desde la asunción de las premisas filosóficas de la modernidad ilustrada, la Universidad de Berlín propone un nuevo tipo de universidad. Frente al viejo modelo que, con todas las adecuaciones actualizadoras, pervive todavía en la concepción, harto extendida, de que el objetivo básico de la universidad es preparar a los profesionales que requiere la sociedad, el nuevo modelo alemán apunta a otro propósito: formar los científicos que pide el desarrollo de la ciencia. El primer modelo se diseña desde una serie de factores externos -el dogma, la organización de la Iglesia, las instituciones políticas y sociales-, condicionantes externos a los que ha de acoplarse la universidad. El modelo alemán, en cambio, trata de suprimirlos o, por lo menos, de aislarlos en lo posible, con el fin de responder tan solo a los imperativos internos de la ciencia. La universidad alemana recaba para sí un nuevo sentido de la autonomía: responder exclusivamente a las necesidades y planteamientos que impone el hacer científico, haciendo abstracción, como si fuera posible e incluso deseable, del medio en el que se desenvuelve. Con ello queda de manifiesto que el prototipo de esta universidad nueva es la academia, institución ilustrada por excelencia, creada con el fin exclusivo de incrementar el saber científico. La universidad berlinesa toma como dechado a la academia y, como tal, se concibe como una «comunidad de maestros y discípulos, dedicados por entero a la búsqueda de la verdad».

Desde la perspectiva tradicional, resulta difícil de asimilar la desconexión total entre los estudios universitarios y el ulterior ejercicio de una profesión que caracteriza al modelo alemán. Inadmisible sobre todo para los españoles, cuya universidad ha tenido siempre como objetivo principal preparar para el ejercicio profesional y que incluso no concibe otra mejora que esbozar nuevas titulaciones que autoricen, a ser posible en régimen de monopolio, el ejercicio de nuevas profesiones. En todo caso, en el modelo alemán la preparación específica que requiere el profesional se realiza fuera de la universidad, una tarea que se considera insoslayable, pero no acorde con la dignidad de la institución. Este distanciamiento de los imperativos de la práctica alcanza incluso -aunque, como es natural, en mucho menor medida— a las tres facultades tradicionales que surgieron con una perspectiva exclusivamente profesional. Después de haber aprobado el examen de Estado —es el Estado y no la universidad el que decide si el candidato posee los conocimientos necesarios para ejercer la profesión— también es el Estado el que se ocupa de su ulterior preparación práctica en los años que ejerce de vicario, asesor jurídico o ayudante médico. Respecto a las demás profesiones surgidas después, en un principio se procuró establecer instituciones de enseñanza superior al margen de la universidad, «escuelas superiores de ingeniería» (Technische Hochschulé) o «escuelas superiores profesionales» (Fachhochschule), encargadas de preparar a la juventud para el ejercicio de las más diferentes profesiones. Ha caracterizado a la enseñanza superior alemana, al menos mientras se mantuvo el modelo humboldtiano, el que la formación profesional se realizase en instituciones no universitarias; la universidad quedaba limitada a su misión específica de hacer ciencia y de enseñar a hacerla. Incluso quedaba fuera de su ámbito la aplicación técnica de la ciencia. A diferencia de Francia, donde el prestigio lo concentraron les grandes écoles, en Alemania las instituciones correspondientes se colocaban muy por debajo de las universidades. Han tardado más de un siglo las «escuelas superiores de ingeniería» en ascender de categoría y poder llamarse «universidades técnicas).

La universidad deja así de ser lo que había sido desde su invención, una institución que prepara a los profesionales que demanda la sociedad, proporcionándoles unos saberes seguros y prácticos. Desde un saber que se reputa cierto, cabe marcar con toda claridad la línea divisoria de los que saben —los maestros, que a su vez se remiten a unos textos sagradosy los que no saben, meros aprendices, sin otra obligación que asimilar en su pureza y totalidad, es decir, sin la menor crítica, los conocimientos que les ofrezcan. En cambio, en el nuevo modelo «académico» de universidad, en el que la «unidad de la enseñanza y la investigación» constituye el principio fundamental, se difumina la línea divisoria entre los que saben y los que no saben, entre maestros y discípulos, empeñados todos en la misma lucha por acumular conocimientos. Ello implica algo enormente sorprendente y cuestionables, igualar a los estudiantes con los profesores. Todos los miembros de la comunidad universitaria tendrían los mismos derechos y obligaciones, ya que solo en un plano de igualdad cabría avanzar en el conocimiento. Importa poner énfasis en la consecuencia revolucionaria que esta constatación comporta: la búsqueda de la verdad solo funciona democráticamente en una comunidad de personas libres e iguales, sin que en el quehacer científico quepa alegar derechos o privilegios adquiridos en razón de cargo o edad. El progreso cognoscitivo exige una comunidad de iguales, sin que valga esgrimir argumentos de autoridad. Cada miembro de la comunidad científica, sea cual fuere su posición, en la cúspide o empezando, ha de poder intervenir con los mismos derechos en las cuestiones que se debatan. De ahí que el estudiante pueda y deba criticar al profesor, incluso con una dureza tan injusta como desmesurada, para que luego éste, cuidando mucho el no herirle, le muestre los errores en los que haya podido incurrir. De este ejercicio de crítica y corrección proviene el mayor provecho didáctico, ya que se aprende solo de los propios errores, de modo que el derecho a equivocarse, sobre todo en los más jóvenes, resulta imprescindible para iniciarse en la vía del conocimiento.

La consecuencia es obvia, aunque para muchos muy dura de digerir: la búsqueda de nuevos conocimientos no puede llevarse a cabo sin la máxima libertad, tanto para el que enseña como para el que aprende. El principio de «unidad de la enseñanza y la investigación» ha eliminado la diferencia entre el que enseña y el que aprende: se aprende enseñando, y se enseña, aprendiendo. La libertad académica se eleva así a principio constitutivo de toda la comunidad universitaria, hasta el punto de queconstituye uno de los términos del lema —soledad y libertada con el que la universidad alemana se identifica. La ciencia, como cualquier otra labor creativa, deberá hacerse en soledad y con la libertad más absoluta, que incluye desde el derecho a defender posiciones poco convencionales, por estrafalarias que parezcan -cualquier innovación de cierto alcance suele parecer al principio tan ridicula como insoportable—, hasta el derecho a la pereza: la creación intelectual necesita en ocasiones de una serenidad o de un distanciamiento que puede interpretarse como vagancia. Frente al activismo febril del profesional —negocio— hay que resaltar el ocio que precisa el que busca tan solo conocer. Ahora bien, desde la equiparación del enseñante con el educando -los papeles son intercambiables- la libertad académica comporta dos aspectos estrechamente ligados entre sí: libertad para el que enseña, la Lehrfreiheit, por la que el profesor decide sin cortapisas métodos, contenidos y alcance de lo que quiera enseñar, pero también libertad para el que aprende, la Lernfreiheit, por la que se deja al alumno que estudie lo que quiera, como quiera y con quien quiera. El estar obligado a aprender algo cuya relevancia se ignora, que no parece significativo para las cuestiones que se han planteado o cuya importancia todavía no estamos capacitados para percibir, además de una pérdida de tiempo, representa una tortura insoportable que rechaza el buen sentido. No se puede aprender más que aquello que estamos interesados en aprender. Y como no se puede saber todo ni de todo -el saber sí ocupa lugar, o mejor, tiempo-, sino que lamentablemente solo cabe instalarse en unos pocos islotes del saber, nadie debiera elegir por nosotros lo que nos conviene aprender. Depende de las preguntas que nos hagamos, del uso que queramos dar a estos conocimientos o de la dirección que tome nuestra investigación. De la libertad de elegir lo que se quiere aprender se deriva la libertad de escoger a la persona con la que se quiere aprender. Poco se aprende de una persona que no nos infunda admiración por sus conocimientos y respeto por su personalidad. Si el conocimiento que debe ofrecer la universidad es aprender a hacer ciencia, entonces es esencial poder elegir al maestro con el que se quiere trabajar; no cabe dejar cuestión tan fundamental al azar de un plan de estudios.

Para el universitario español nada en el modelo alemán le parece tan extraño -digámoslo sin tapujos: tan absurdo— como la libertad de aprender lo que cada cual quiera, como quiera y con quien quiera. En efecto, esta libertad implica eliminar los conceptos de programa de la asignatura y de plan de estudios como conjunto de asignaturas que hay que superar para adquirir el título correspondiente. La universidad alemana pone en cuestión todos los principios sobre los que se levanta la nuestra. Más aún,si se asume el que cada cual estudie lo que le parezca, es decir, que cada cual organice a su modo lo que le interese aprender, entonces, evidentemente, los exámenes como control de los conocimientos adquiridos pierden todo sentido. En el modelo alemán, en vez de tener que superar cada dos por tres exámenes parciales en los que se controla si se poseen determinados conocimientos, el estudiante se califica por los trabajos de seminario o el aporte personal a una cuestión dada. En ambas cosas lo que importa es mostrar únicamente la capacidad de plantear problemas y de enfrentarse a ellos. Solo al final, para conseguir un título académico -tradicionalmente el único existente era el de doctor; despues de la Segunda Guerra Mundial, han aparecido diplomaturas y maestrías— se realiza una prueba general, consistente en presentar por escrito una memoria de investigación y poner de manifiesto ante una comisión examinadora en una conferencia y ulterior discusión que el examinando se desenvuelve en algunos temas que él mismo -¡oh sorpresa para el español!- ha eligido previamente. Dada la infinitud de nuestra ignorancia, la función del examen académico -otra es la del examen de Estado que hay que superar para ejercer determinadas profesiones- no puede consistir más que en poner de manifiesto que se sabe algo de algo.

Desde la seguridad que da el ser catedrático de una asignatura, dentro de un área de conocimiento perfectamente delimitada, aunque sea de la única forma posible, por decreto ministerial, teniendo a cargo una asignatura troncal o una optativa -decisión que igualmente no puede ser más que burocrática— y seguro de los conocimientos mínimos que se precisan para poder aprobar la asignatura que se regenta, el universitario español toma noticia del modelo alemán de universidad —su secreto es que rechaza categóricamente cualquier adecuación a las necesidades prácticas de la actividad profesional— con el mayor desasosiego. Por un lado, le parece tan incomprensible como absurdo; sin embargo, por otro lado, no puede dejar de reconocer que, al menos en el pasado, ha dado, además de buenos científicos, magníficos profesionales. Esta disociación entre saberes y profesiones parece todavía sostenerse por una razón bien elemental, además de por las ya mencionadas de mayor calado: el rápido despliegue de la economía y las ciencias hace imprevisibles las actividades profesionales que traerá consigo un futuro próximo. De hecho, con muy pocas excepciones, resulta imposible determinar qué contenidos serán los más apropiados para las actividades profesionales de los próximos años. En el ánimo del universitario español ha de pesar la sospecha de que en un plazo breve no van a servir de mucho los programas y titulaciones que hoy puedan diseñarse. Y si, además, una especialización creciente es ya de por sí el destino inexorable del hombre contemporáneo y la enseñanza superior de suyo ha de ser cada vez más especializada, importa dejar al menos un ámbito, el universitario, en el que se intente contrarrestar esta tendencia. La función de la universidad no es tanto preparar para el ejercicio de una determinada profesión, como enseñar a desenvolverse por uno mismo en los más complejos laberintos de la ciencia. Para ello son necesarias determinadas facultades morales -espíritu de iniciativa y responsabilidad- como intelectuales, capacidad de criticar lo existente y de buscar soluciones nuevas. En resumen, el fin de la educación universitaria según el modelo alemán es preparar gentes moralmente íntegras que tengan la capacidad de plantear y, en su caso, resolver los problemas —hoy impredecibles— con los que ha de enfrentarse el egresado de una universidad en su larga actividad profesional.

Al referirnos a la integridad moral de los que salgan de sus aulas, hemos mencionado de pasada el objetivo principal del modelo humboldtiano de universidad, sin duda el más olvidado, pero tal vez el que hoy se requiere con mayor urgencia: aquél que desarrolla el carácter moral que presupone y remacha la dedicación a la búsqueda de conocimientos. El fin de la universidad humboldtiana es introducir a una pequeñísima parte de la juventud en el cultivo de las ciencias. Y ello no solo supone adquirir conocimientos precisos y, sobre todo, una determinada mentalidad crítica capaz de cuestionar lo establecido, sino también que se haya cincelado un determinado carácter moral. Para Humboldt, lo más importante de la dedicación a la investigación científica es que ésta fortalece determinados hábitos y virtudes, es decir, proporciona el talante moral que necesitan nuestras sociedades para desarrollarse en libertad. En este sentido, la función última de la universidad es educar en el sentido más amplio, tanto moral como intelectualmente, a la élite que ha de regir el destino de una nación. La universidad, al vincular la enseñanza con la investigación, consigue así fundir conocimiento y conducta, teoría y praxis, aquellos dos ámbitos que la modernidad ha disociado y que Kant, pese a sus esfuerzos, no había logrado recomponer. La generación siguiente, de Fichte a Humboldt, cree que la solución se encuentra en el nuevo modelo de universidad. La nueva universidad pretende ser el lugar en el que se enseña a practicar la laboriosidad y disciplina, la modestia y el tesón, en fin, la honradez intelectual que exige el cultivo de la ciencia, virtudes todas que necesita la sociedad moderna para desenvolverse plenamente. La ciencia forma, (bildet) es de por sí un momento capital de la formación, (Bildung). Enseñar a buscar la verdad sería la mejor manera de formar a la vez el carácter y la inteligencia, los dos objetivos básicos de la institución universitaria.

En los pocos meses en que Guillermo de Humboldt (1767-1835) tuvo la responsabilidad de la educación en el ministerio del Interior -no había entonces ministerio de Educación— no solo sentó las bases del nuevo tipo de universidad, que con toda justicia lleva su nombre, sino que su desarrollo —y es algo fundamental que suele pasar inadvertido— hubiera sido imposible si no lo hubiera incluido en una reforma global de la educación que abarcaba la enseñanza primaria y secundaria. Aunque la enseñanza primaria obligatoria data en Prusia de fecha tan temprana como 1763, es consolidada por la reforma humboldtiana, que pone el acento en la preparación de los maestros y en la dignificación, también pecuniaria, de su tarea. Desde estas consideraciones, que no han perdido en absoluto vigencia, Humboldt y su grupo de colaboradores asumieron las ideas revolucionarias de Johann Heinrich Pestalozzi (1746-1827), para quién lo esencial en este primer estadio es educar el carácter (la educación moral) y enseñar al niño a pensar por sí mismo. También se debe a Humboldt el robustecimiento del gimnasio (Gymnasium) como la institución reina de la enseñanza secundaria, a la que se le otorga la tarea de transferir los conocimientos filológicos y científicos necesarios para poder luego en la universidad iniciarse en la investigación científica. Sin el Abitur, el bachillerato humboldtiano, es impensable su modelo de universidad. Si la educación universitaria consiste en cuestionar críticamente los saberes, a la búsqueda de nuevos conocimientos, la labor de la secundaria ha de centrarse en adquirir y cimentar aquellos que se consideran fundados y sin cuyo dominio no cabría emprender luego la aventura del descubrimiento de lo nuevo. El éxito del modelo humboldtiano de universidad dependía en buena parte del nivel científico que trajesen los estudiantes universitarios de la enseñanza secundaria. El esplendor decimonónico de la universidad alemana, sobre todo después de proclamado el Imperio en 1871, se levanta sobre una enseñanza secundaria de excelente calidad. La reforma humboldtiana empezó por donde debía, mejorando la calidad del maestro de primaria y del profesor de secundaria, lo que explica en buena parte el éxito del modelo alemán de universidad.

Pero, claro, una enseñanza secundaria tan ambiciosa lleva consigo el que se prolongue en exceso, bastante más que en los países del entorno: en Alemania se acaba el bachillerato cumplidos los veinte y, si se cuenta el tiempo del servicio militar, se ingresa en la universidad a la edad que en España se termina la carrera. También hay que decirlo: a finales de siglo, el caudal de conocimientos con que contaba el español al acabar la carrera no era a menudo equiparable al que en lenguas clásicas o en las ciencias básicas poseía el bachiller alemán. El que Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) fuese catedrático de la universidad de Madrid a los 22 años, una edad en la que en la Alemania contemporánea se terminaba el bachillerato, no prestigia tanto al insigne polígrafo, como muestra el nivel ínfimo de la enseñanza superior en España. El problema con que hoy se enfrenta Alemania es que se ha mantenido el mismo retraso en la finalización de los estudios, donde incluso se observa una tendencia a alargarlos -el bachillerato sigue acabándose a los veinte cumplidos y la carrera cerca de los treinta; ya treitañal se hace el doctorado, cerca de los cuarenta la habilitación y es casi a los cincuenta cuando se consigue la cátedra— sin que ahora este retraso esté justificado por el nivel medio de los estudios, cada vez más bajo.

El alfa y el omega de modelo tan ambicioso de universidad es la calidad extraordinaria que se pide a los que han de formar parte de una comunidad universitaria concebida en los términos expuestos. El profesor ha de poseer una personalidad científica tan alta como para entusiasmar primero, y luego guiar a la juventud por la ardua senda de la búsqueda de nuevos conocimientos. A su vez, los estudiantes han de estar tan bien preparados y tan reciamente motivados como para poder decidir por sí mismos por un lado, la secuencia y, por otro, los temas monográficos de los que van a ocuparse en los estudios. Todo ello sin remitirse previamente a una visión general de la disciplina, cuyo valor es considerado bastante incierto, ya que los conocimientos admiten muy distintas construcciones y su mayor o menor utilidad está en función del interés cognoscitivo de cada uno. Lo decisivo es que de esta exageración en que obviamente consiste el modelo alemán de universidad se deriva un corolario que, no por trivial, resultá menos verdadero: el valor último de una universidad, lo que se entiende comúnmente como su excelencia, depende de la calidad intelectual y moral de sus componentes, profesores y alumnos. Algo tan sencillo como esto.

La cuestión de la calidad aparece así ligada a los dos temas centrales que ocupan a la universidad alemana. El primero y esencial se refiere a las formas de reclutamiento del profesorado y del alumnado. El segundo, en un régimen de universidad pública como ha sido y sigue siendo el alemán, está relacionado con la mayor o menor autonomía de que goce la universidad ante el Estado que la financia, autonomía de la que dependen estos procedimientos de selección. La cuestión principal de la selección de los miembros de la comunidad universitaria está supeditada al tipo de relaciones que se den entre la universidad y el Estado. Habrá que prestar atención a estas dos cuestiones básicas —cómo se selecciona la comunidad universitaria formada por el profesorado y elalumnado, y qué autonomía goza la universidad respecto a la institución que la financiaen cualquier modelo de universidad.

Nombramiento de profesores y control estatal

Impresiona el cuadro de profesores que en 1810 inaugura la Universidad de Berlín: Friedrich Schleiermacher (1768-1834), en Teología; Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), en Filosofía; Friedrich August Wolf (1759-1824), en Filología Clásica; Friedrich Karl von Savigny (17791861), en Derecho. El gran disgusto de Humboldt fue que no pudo traerse de Gotinga al matemático Cari Gauss (1777-1855). Igualmente impresionante es la lista de nombres ilustres que ejercieron la docencia a lo largo de los siglos XIX y XX. El valor de una universidad es el que tengan sus profesores. Es éste el principio rector de la universidad alemana y pienso que ha de serlo en cualquier concepción que se tenga de la institución. Se comprende que la universidad alemana tradicionalmente haya dedicado el mayor tiempo y energías a lo que, más que búsqueda, habría que llamar persecución del profesorado. De todas las cuestiones que atañen a la facultad, la decisiva, aquélla por la que se juega el prestigio y, como veremos, también los recursos, es la selección del profesorado: ésa es la cuestión clave. El ser o no ser de una universidad depende de la integridad moral y de la calidad científica del que es invitado a ocupar una

En el sistema alemán, la forma de reclutamiento del profesorado es la cooptación, calcada de la academia. Al quedar una vacante, la facultad, integrada exclusivamente por los profesores ordinarios, designa a una personalidad considerada relevante en la disciplina en cuestión. En cualquier caso, el posible candidato ha de encontrarse entre las personas formalmente calificadas para ocupar una cátedra; es decir, con el doctorado y la habilitación -segundo doctorado que, con el título de Privatdozent, aporta la venia legendi- a los que habrá que recurrir siempre y cuando no haya nadie disponible entre los colegas de otras universidades. La facultad propone a una persona que, al recibir el llamamiento (Ruf), abre negociaciones (Berufungsverhandlungen) sobre las condiciones que se le ofrecen y que deben ser sancionadas por el ministerio de Educación correspondiente (la educación es competencia de los Ländern). Si el candidato ya es ordinario en otra universidad, una vez cerrada la oferta, inicia con su propia universidad negociaciones para quedarse (Bleibeverhandlungen), con el fin de conseguir al menos las mismas condiciones que le ofrece la competencia.

Al no existir oposición o concurso, el que pretenda una cátedra, al igual que el que aspira a un sillón en una academia, no tiene otro remedio -por lo menos en teoría- que dedicarse por entero al cultivo de su disciplina, a la espera de que el prestigio que vaya acumulando se traduzca en llamamientos de universidades y academias. Una frase del historiador W. H. Riehl, en su autobiografía, refleja muy bien esta situación: «Nunca he pedido nada en mi vida, a no ser la mano de mi mujer». Cuanto más prestigio, más llamamientos, y cuantos más llamamientos, mayor fuerza de negociación. En una institución de excelencia, como es la universidad, no cabe concebir que, sin tomar en consideración obra realizada o prestigio alcanzado, se mida a todos los profesores por el mismo rasero. El que se haya eliminado de la universidad cualquier forma de competitividad no ayuda ciertamente a mejorar la calidad de la institución. Si la carrera universitaria culmina en la cátedra, con salario y condiciones de trabajo similares sea cual fuere la calificación o la ciencia que se cultive, ha de impulsarse a los mejores a buscar extramuros ámbitos más competitivos en los que incrementar ingresos y prestigio.

Importa caer en la cuenta —sea cual fuere la opinión que sobre la cooptación como forma de reclutamiento se tenga- de que la universidad alemana se ha hecho a través de un proceso de negociaciación individualizada entre el profesor y el Estado. Llegar a ser una personalidad de prestigio significaba —cada vez significa menos, pero de ningún modo es irrelevante- dinero para la biblioteca, el seminario, los laboratorios, puestos de ayundantes, personal no docente, incluso edificios, etc. La manera de obtener recursos del Estado pasa por la negociación con personalidades científicas relevantes. Si la universidad logra mejorar el profesorado, gana en prestigio y eso se traduce en atraer a más y mejores estudiantes y en disponer de más recursos.

El sistema estaba construido para que las universidades compitiesen entre sí en la búsqueda de un profesorado mejor cualificado. Esta rivalidad tomaba cuerpo en una lucha sin cuartel por ofrecer las mejores condiciones. Basar la institución en la reputación de unos pocos trajo consigo, por un lado, una mejora sustancial del nivel medio del profesorado, causa sin duda de la grandeza de la universidad alemana. Sin embargo, por otro lado, esto ha sido también la causa de su mayor miseria: la tiranía despótica que ha ejercido el profesor ordinario. Al provenir los recursos de una negociación en la que se ponen sobre la mesa los merecimientos de una persona, ésta tiende a considerarlos propios. De este modo se fortalece un poder tan omnímodo, que la libertad que pretendía el modelo alemán de universidad acaba pervirtiéndose en una forma de opresión para todos los subordinados. La libertad se esfuma, cuando se convierte en el privilegio de unos pocos. El principio de igualdad democrática que propugna «la unidad de la enseñanza y la investigación» degenera en una estructura reciamente jerárquica que llega incluso a reproducir los males de una sociedad estamental. El modelo humboldtiano parte del ideal revolucionario de una «comunidad de personas libres e iguales», es decir, de un orden democrático en el sentido fuerte en que había sido definido por Rousseau, para terminar sosteniendo uno feudal, basado en la desigualdad y el privilegio.

Pero no solo la negociación individualizada desemboca en la «universidad de los ordinarios», que restringe a un mínimo la libertad que se proclama constitutiva, sino que además pone de manifiesto los estrechos límites de la autonomía de la universidad, sometida a la injerencia estatal incluso en una cuestión tan fundamental como lo es la selección del personal docente. En teoría, la universidad es autónoma y proclama la libertad como su principio configurador, con lo que es libre para investigar y enseñar lo que quiera y libre también para gobernarse internamente. Sin embargo, depende por completo del Estado para financiar cada uno de sus acuerdos; es decir, necesita que el Estado apruebe las «decisiones autónomas» que vaya tomando. El gobierno de Prusia no asumió la propuesta de Humboldt de dotar a la Universidad de Berlín de bienes propios a la manera de las universidades medievales, único punto en el que, para garantizar una autonomía real, quería conectar Humboldt con el pasado.

El Estado decidía, y decide en última instancia, las dotaciones de las cátedras; desde el salario, hasta los puestos de trabajo que se le anexionan, las ayudas a la investigación, los presupuestos para bibliotecas y laboratorios. Incluso es el Estado el que nombra al profesor. La universidad solo tiene el derecho de propuesta, que ni siquiera el ministerio está obligado a respetar. Entre 1817yl901,un periodo de florecimiento del modelo humboldtiano, en las facultades de Teología, de un total de 311 nombramientos, el Estado nombró a 102 personas no propuestas por la universidad; en la facultad de Derecho se dieron 86 casos como éste, de 436 nombramientos; en la facultad de Medicina, 134 de 612. Hoy, el Estado no puede nombrar a nadie que no figure en la terna que propone la universidad, aunque puede cambiar el orden o rechazar la lista completa. Los estrechos controles que facultades y ministerios, perfectamente conjuntados, mantenían para apartar de la cátedra a personas no gratas desde el punto de vista político o étnico (por muy alto que hubiera sido su prestigio científico), queda patente en un hecho: hasta 1918 no fue nombrado profesor ordinario ningún judío ni ningún socialdemócrata. En la universidad de la antigua República Federal de Alemania tampoco tenía cabida la persona que manifestara claramente su simpatía por el comunismo. Y, desde luego, en la Alemania Oriental nadie ocupaba una cátedra sin haber mostrado previamente su adhesión al régimen. La mayor parte de los profesores tenía el carné del partido en el bolsillo.

El Estado alemán ha dejado siempre a la universidad una «libertad dentro de un orden», orden que él se encarga de definir. Lo más curioso es que, pese al entremetimiento del Estado en todos los aspectos de la vida universitaria, la institución es tan cabalmente estatalista -los profesores se sienten a gusto como funcionarios públicos— que apenas percibe que esta injerencia cuestiona, de hecho, la libertad que ha inscrito en su frontispicio. El estatalismo de la universidad alemana resulta inconcebible en países como Estados Unidos, que importaron el modelo alemán privatizándolo (allí la injerencia proviene de los grupos privados que la financian). Llama la atención en países como España, en los que también prevalece la universidad pública, aunque ésta goce de una mayor autonomía real a la hora de reclutar al profesorado.

Crisis del modelo humboldtiano

Al lector no le habrá pasado inadvertido que, para dar cuenta del modelo alemán de universidad, ha habido que hacer referencia continua a una noción de ciencia que posee connotaciones morales y sociales bastante sorprendentes. Y es que el concepto alemán de ciencia (Wissenschafi), sobre todo en la época en que se funda la Universidad de Berlín, cuando el idealismo alemán estaba en pleno apogeo, no coincide con el que ha terminado por prevalecer. Para entender el nuevo modelo de universidad, resulta fundamental enlazarlo con la noción de ciencia que ha desarrollado el idealismo alemán. Éste implica una concepción filosófica de la ciencia que coloca a la filosofía especulativa en el centro del hacer científico y, por tanto, de las tareas universitarias. En esta peculiar noción de ciencia, tan vinculada a la especulación, encaja la soledad del lobo estepario que había idealizado la universidad alemana como virtud propia del científico. Sin embargo, en la ciencia que se hace hoy —al menos en las ciencias experimentales—, el trabajo en soledad no puede competir con el que se realiza en equipo, equipo formado por personas que siguen de cerca las investigaciones de otros grupos de investigadores en otras partes del mundo. Aislarse en la propia soledad no suele producir los mejores resultados, a no ser, si acaso, en las disciplinas filosóficas y humanísticas. Ello implica una grave ruptura con el ideal humboldtiano de trabajo en soledad, que habría de caracterizar tanto al que enseña como al que aprende. Unicamente desde el prejucio de que para la ciencia solo sirve aquél que sea capaz de transformar la soledad en creación original cabe compartir la práctica de la universidad alemana de abandonar al estudiante a su propia suerte (no otra cosa implica la libertad que le otorga), experiencia que a todos resulta muy dura, pero en especial a los estudiantes extranjeros. Hoy cuesta mucho creer que esta práctica de lanzar a todos los estudiantes al agua para que se salven solo aquéllos capaces de aprender a nadar por sí mismos constituya el mejor método de enseñanza.

Además, la añorada «unidad de la enseñanza y la investigación» tal vez resultase practicable en los primeros estadios de una ciencia; hoy son tantos y tan precisos los saberes que hay que dominar antes de poder iniciarse en la investigación que, al menos en un largo trecho de la enseñanza universitaria, hay que mantenerlas separadas. En la universidad de nuestros días, la «unidad de la enseñanza y la investigación» persiste únicamente en el hecho de que al profesor le compete la enseñanza y la investigación. En este sentido, la investigación que realice de algún modo influirá sobre la enseñanza, pero siempre como dos actividades distintas que han dejado de realizarse -como quiso el modelo ideal- simultáneamente. El que el docente sea a la vez investigador es lo que singulariza a la universidad respecto a los demás centros de enseñanza superior, en los que el profesorado se dedica exclusivamente a la enseñanza, sin obligaciones ni tiempo para la investigación. Pero incluso en la universidad, enseñanza e investigación son en realidad dos actividades, no solo distintas, sino hasta en cierto modo opuestas, en cuanto que el docente vive cada vez más la enseñanza como una carga de la que pretende zafarse en favor de la investigación. Incluso en una universidad como la alemana, que precisamente ha establecido como rasgo definitorio el combinar la enseñanza con la investigación, en este último tiempo se ha llegado a plantear la posibilidad de diferenciar a los profesores dedicados más intensamente a la enseñanza de otros que se ocuparían más de la investigación. Esta propuesta, por el solo hecho de haber sido sugerida, indica ya en qué han quedado los viejos principios. A su vez, el Estado, para paliar la explosión de costes que lleva consigo la «masificación» de la universidad, no ha tenido el menor reparo en ampliar las horas lectivas, en detrimento de la investigación,.

El modelo alemán de universidad, no solo empezó muy pronto a tambalearse desde su interior por la noción idealista de ciencia que en él subyace, sino que también fue cuestionado —y en mucha mayor medida— por las tensiones que causó la preeminencia del ordinario. Como hemos insistido hasta la saciedad, el modelo humboldtiano se erigía sobre la figura del profesor como una personalidad extraordinaria, genio o héroe de la visión romántica, que poco tenía que ver con la realidad. En teoría, el modelo solo podía funcionar si contaba con un amplio plantel de personalidades extraordinarias. Aquí yace la contradicción que lo mina desde dentro: las grandes personalidades son, por principio, escasísimas, ya que el prestigio está en relación inversa al número; la notoriedad se difumina cuando alcanza a muchos. Por esta razón tuvieron lugar dos desviaciones, en cierto modo inevitables, que fueron socavando el nuevo modelo de universidad.

Por un lado, las demandas de la enseñanza exigieron crear muchas más plazas de enseñantes de las que podía llenar la oferta de «grandes personalidades». Así, los profesores terminaron siendo una minoría en un cuerpo docente en el que numéricamente predominaban las posiciones intermedias: profesores extraordinarios, docentes privados, ayudantes. La lucha sorda entre estos grupos intermedios y la élite de los ordinarios, que monopolizaban el poder, fue paralizando de manera creciente la vida de la institución. El modelo humboldtiano degeneró en la «universidad de los ordinarios», una estructura semifeudal en la que una exigua aristocracia de profesores gobernaba a su antojo. El modelo alemán, desde mediados del siglo XIX hasta su desaparición a comienzos de los años setenta, se había distinguido por la pelea enconada, aunque sutilmente encubierta, entre el poder indiscutible de los ordinarios y el resto del personal docente. La libertad que propugnba este modelo existía solo para el ordinario, mientras que los demás estamentos estaban supeditados a una voluntad ajena. A medida que se deslinda la enseñanza de la investigación, el ordinario reclama la mayor parte de su tiempo para su actividad investigadora -que es con la que se obtiene el prestigio- y deja la enseñanza en manos de los cuadros medios (Mittelbau) que, obligados a cualificarse para ascender en el escalafón, son los únicos que a la fuerza han de combinar simultáneamente ambas actividades.

Por otro lado, se produjo un quid pro quo, por el que cualquiera que recibiera un llamamiento para ocupar una cátedra era considerado una «personalidad extraordinaria», asumiendo a menudo los tics, los usos y abusos que se atribuían a este tipo de personalidad; sobre todo, la egolatría y el afán de poder que ha marcado a los mandarines universitarios alemanes. Es cierto que la universidad alemana ha dado personalidades egregias —se acudía a una universidad para escuchar a un profesor determinado—, pero la mayor parte del profesorado, como no podía ser de otro modo, se quedaba más bien en mero remedo, cuando no en la caricatura del «gran hombre». Llevan toda la razón sus críticos: el abismo que separa pretensión y realidad en el modelo alemán de universidad ha sido siempre su rasgo más llamativo.

Algo parecido ocurre con el estudiantado, cuya supuesta excelencia se revela mero privilegio social. Durante siglos, la universidad se había limitado a educar a la burguesía ascendente, manteniendo sus puertas cerradas a las clases sociales más bajas. El estudiar en la universidad representaba un privilegio que remachaba el otro de haber nacido en una clase determinada. La restricción clasista comienza ya en el gimnasio humanístico, puerta exclusiva de acceso a la universidad, pero es una traba cada vez más difícil de mantener, al evidenciarse la importancia creciente de las instituciones de enseñanza superior. El traslado del poder social de la propiedad al saber, pese a ser un proceso todavía en sus comienzos, marca con nitidez a nuestras sociedades posindustriales. En un mundo en el que la influencia de la ciencia sobre la sociedad y de la sociedad sobre la ciencia está aumentando vertiginosamente, el acceso a la enseñanza es una cuestión cada vez más decisiva, pero también más complicada, pues si resulta evidente el poder social que aporta el saber, tampoco puede dejar de observarse que éste por fuerza ha de ser minoritario: el saber de excelencia es calidad de muy pocos.

El saber necesita de la igualdad de derechos para desarrollarse. En este sentido es plenamente democrático, pero crea sin cesar, al ser muy distintos los resultados que cada cual logra en este ámbito, diferencias y jerarquías. La misma atención que en el pasado se prestó a la selección del profesorado, habrá que dedicar en un futuro inmediato a la del alumnado: una universidad abierta a todos, por hermosa que esta visión a primera vista parezca, le impide cumplir su función de excelencia. Sin embargo, restrigir el ingreso a la universidad -y no cabe otra solución si se quiere mantener la calidad- en ningún caso debiera implicar la vuelta a la universidad de clase. Es preciso superar el dilema fatal de «la universidad para todos» o «la universidad elitista de clase». Ahora bien, privar del privilegio de la educación universitaria a los hijos de las clases más ricas y poderosas para ofrecerlo a los que den prueba de una mayor inteligencia y aplicación, sea cual fuere su origen social, no parece realizable, al menos mientras estas clases no hayan perdido su poder. Pero tampoco resultará fácil, mientras el electorado tenga algo que decir, dificultar con nuevas exigencias el ingreso a la universidad de las clases populares. Si la selección del profesorado se enfrenta a problemas graves —en el fondo no cabe más que la cooptación, y ésta reproduce la grandeza o miseria de la situación de que se parta-, la del estudiantado choca con aporías que parecen infranqueables.

Los logros del modelo de universidad alemán en el desarrollo de las ciencias, así como los intereses de clase y la natural inercia de los poderes establecidos explican su larga permanencia, tanto más sorprendente por haber resistido la demolición del nacionalismo, que había sido durante el siglo XIX y primera mitad del XX uno de sus principales componentes. Al colocarse en un primer plano la potencia que el saber proporciona a la nación -para el joven Max Weber, «la grandeza de la nación» es todavía el valor último desde el que enjuiciar la ciencia y la política—, el «amor a la ciencia» se revela una forma más del «amor a la patria», de modo que nacionalismo, ciencia y universidad se entremezclan y refuerzan entre sí: se alude a la «ciencia alemana» como prueba de la superioridad de la nación alemana; es más, incluso de la raza aria. La universidad alemana albergó en su seno un nacionalismo exacerbado, liberal y progresista hasta la fracasada revolución de 1848. Este nacionalismo fue depués cada vez más reaccionario, a menudo incluso mezclado con un antisemitismo visceral; ello explica el entusiasmo con que la universidad, con muy pocas salvedades, se sumó a «la revolución nacionalsocialista». El caso de Martin Heidegger no es la excepción, sino tan solo el más representativo. El entusiasmo de la universidad alemana por el nazismo es sin duda un dato histórico que, sea cual fuere nuestra admiración por los frutos que ha dado, no puede ser echado en saco roto, lo que obliga a enjuiciarla con un ojo muy crítico.

Una universidad que se había implicado hasta sus últimas consecuencias con el nazismo sobrevivió incólume, en lo que al modelo y a su gente se refiere, a la derrota de 1945. En pocos meses, profesores y alumnos reanudaron las clases en edificios en ruinas y con todos los vientos en contra, sin modificar lo más mínimo el modelo de universidad. La hazaña impresiona, a la vez que pone de relieve la continuidad que supuso la restauración en la Alemania occidental del modelo humboldtiano -otro fue el destino de la universidad en la parte controlada por los rusos-, que se mantuvo sin la menor concesión hasta comienzos de los setenta.

En el semestre de invierno de 1886/87, la Universidad de Berlín tenía 5.242 estudiantes. La facultad de Teología contaba con 8 ordinarios y 785 estudiantes; la de Derecho, con 10 ordinarios y la de Medicina, con 15 ordinarios y unos 1.200 estudiantes. La facultad de Filosofía, la mayor, tenía unos 2.000 estudiantes y 39 ordinarios. Para los 72 profesores ordinarios había 79 extraordinarios y 122 docentes privados, es decir, 201 docentes de segunda clase. Hoy, en Berlín, hay tres universidades con cerca de 100.000 estudiantes y varios miles de profesores. El-factor que ha terminado por hacer inviable el modelo humboldtiano de universidad ha sido su vertiginosa expansión en los años sesenta y setenta. Se ha designado con el concepto negativo de «masificación de la universidad» a uno de los mayores logros del Estado de bienestar: la universalización de la enseñanza, pública y gratuita, desde el jardín de infancia a la universidad. Y, en efecto, visto desde la antigua universidad clasista, el acceso a la universidad de los sectores populares semeja una marea negra que irrumpe en las aulas universitarias, destruyendo su antiguo esplendor.

La «masificación de la universidad», al presionar sobre la tensión creciente entre ordinarios y demás grupos docentes, termina por hacer estallar el modelo humboldtiano de universidad, tan elitista y aristocrático, que había sido concebido para una minoría exigua de estudiantes superdotados que llegarían con preparación suficiente para compartir las investigaciones de sus maestros. El seminario, instrumento didáctico que vincula la enseñanza con la investigación, estaba pensado para grupos pequeños que no sobrepasasen en ningún caso las 20 personas, siempre desde el supuesto de que solo dos o tres estudiantes podrían intervenir activamente. Los demás alumnos asumirían el papel de espectadores durante un tiempo más o menos largo,. El estudiante que pasa de observador pasivo a cuestionador activo demuestra que ha alcanzado la madurez necesaria para abandonar la universidad y lanzarse a trabajar por su cuenta.

Un futuro poco atrayente

Es cierto que ninguno de los modelos conocidos de universidad tolera la masificación estudiantil sin sufrir profundas modificaciones patológicas, pero este hecho en el modelo alemán resultó letal. Su sentencia de muerte se firmó cuando en Bad Honnef, un balneario cercano a Bonn, se acordó en 1955 un plan general de becas que, con muchas modificaciones, ha durado hasta hoy. La ulterior política socialdemócrata de ofrecer enseñanza gratuita desde el jardín de la infancia hasta la universidad —la universidad alemana ha dejado de ser gratuita hace muy poco tiempo, aunque todavía ahora el costo de las matrículas tiene un valor simbólico— produjo un proceso de democratización tan saludable, que no lo aguantó la universidad establecida. Esta democratización era totalmente incompatible con las nuevas exigencias de una «universidad masificada», en un doble sentido: para empezar, sus aulas y seminarios no podían albergar físicamente a tamaña muchedumbre; pero más grave resultaba el hecho de que una gran parte de los estudiantes que ahora acudían a sus aulas era una «masa» informe que no contaba con la preparación que exigía el modelo. Cuando los estudiantes -en vez de someterse, buscando alguna forma de acomodo- se rebelaron en nombre de un socialismo utópico, los viejos ordinarios no pudieron dar crédito a sus ojos, incapaces no ya de reaccionar inteligentemente, sino de comprender siquiera lo que ocurría. El Estado que, como hemos visto, nunca había cedido el control sobre la universidad, no esperó a que intervinieran las instituciones universitarias sedicentemente autónomas -desde ellas solo se oían las voces extremas de los que querían cambiarlo todo y las de quienes no querían cambiar nada— para legislar un nuevo modelo, la llamada «universidad de grupo». Este nuevo modelo, por lo pronto, acababa de un plumazo con el poder de los ordinarios, un grupo ya residual, que comprendía tan poco el ardor revolucionario de los estudiantes como la decisión de los órganos estatales de apoyar las peticiones, bastante más razonables, del grupo docente de los no-ordinarios.

La reforma de comienzos de los setenta significó el fin de la «universidad de los ordinarios», pero ¿lo fue también de todo el modelo humboldtiano? El ordinario desapareció, como concepto y como función, y con él la facultad como órgano integrado exlusivamente por este grupo. La universidad se subdivide ahora en departamentos. Algunos, como los de Derecho, Medicina o Economía sustituyen a las viejas facultades. La mayoría, sin embargo, proviene de la desmembración de las facultades de Filosofía y de ciencias, pero lo novedoso y decisivo no es el nuevo reparto de las disciplinas, sino que el poder se haya trasladado al «consejo directivo» de los departamentos, formado por el grupo de los profesores (al fin igualados en poder y funciones, permaneciendo solo las diferencias de sueldo); el grupo que representa al Mittelbau, personal docente todavía calificándose, la mayor parte sin un puesto fijo; el grupo de los estudiantes y el grupo de los empleados y trabajadores sin funciones docentes. El grupo de los profesores posee la mitad de los votos; la otra mitad se reparte entre los otros tres grupos. En cuestiones exclusivamente académicas el cuarto grupo no tiene voz ni voto. Un principio fundamental de la «universidad de grupo» es que no puede haber una sola persona a la cabeza de un departamento o un instituto (antes, el ordinario tenía la dirección permanente de su instituto), sino que esta responsabilidad ha de recaer siempre sobre un «consejo directivo», formado por los distintos grupos. Y ello aunque luego el consejo elija a un decano como representante del departamento o a un director del instituto como su representante. En ambos casos el elegido ha de pertenecer al grupo de los profesores.

De la estructura feudal de la «universidad de los ordinarios» hemos pasado a una burguesa más democrática, aunque no tanto como reclamaban los estudiantes, pues el grupo más pequeño, el de los profesores, dispone de la mitad de los votos. La otra mitad se lo reparten grupos mucho más numerosos, como el de los estudiantes. La experiencia de 25 años de «universidad de grupo» empuja a preguntarse si el tipo de universidad que se define por el afán de buscar nuevos conocimientos resulta compatible con la división de poderes establecida, incluso con una democratización plena. Si en la eliminación de tensiones y conflictos internos los beneficios han sido altos, también lo han sido los costos que ha habido que pagar en lo que concierne al deterioro de la enseñanza (cuando el 70% de los estudiantes combinan trabajo con estudio, la universidad, a falta de verdaderos estudiantes, se convierte en otra cosa). El estropicio es bastante menor en la investigación, por estar cada vez menos ligada a la docencia y afrontar incluso la peligrosa tendencia a huir de la universidad.

Para comprender lo ocurrido en la universidad alemana, es básico tomar en cuenta que el nuevo modelo que surge en los setenta, la llamada «universidad de grupo», supone un cambio fundamental en la estructura de poder y en la organización interna. Sin embargo, estas modificaciones (aun siendo de gran calado) no han puesto en cuestión, por lo menos directamente, los dos principios que habían configurado el modelo humboldtiano de universidad: por un lado, la «unidad de la enseñanza y de la investigación», dos actividades diferenciadas cuya relación es cada vez más problemática. Por otro lado, la «doble libertad»: la de enseñar, que nadie discute, y la de aprender, que cada vez tiene menos adeptos, sobre todo entre el alumnado. No resulta fácil, en todo caso, hacer compatibles ambos principios con la «universidad de grupo», que es lo mismo que decir la «masificación». En un momento como el actual en el que el Estado está a punto de la quiebra financiera por su empeño en un rápido desmontaje del «Estado de bienestar», se percibe una tendencia a conseguir, por lo pronto, una reducción drástica del número de estudiantes. Esta reducción se logra elevando el precio de la matrícula y reduciendo, al hacer más estrictos los requisitos para obtenerlas, el número de becas. A la vez se pretende suprimir buena parte de lo que desde fuera se consideran privilegios de los profesores, empezando por aumentar las horas de docencia, a costa de la investigación. Las universidades alemanas se están acoplando a gran velocidad a la tendencia general de convertirse en meros centros de preparación profesional, conviertiéndose justamente en aquel modelo contra el que reaccionaron en su día y abandonando, de hecho, la aspiración que muchos consideraron utópica, pero que constituye el meollo mismo del modelo humboldtiano de universidad: no enseñar los métodos ni los resultados de la ciencia, sino enseñar a hacer ciencia. La institución que enseñe a hacer ciencia —en algún sitio habrá que hacerse— será la verdadera universidad del futuro, aunque lleve otro nombre y esta denominación se deje para designar lo que fue desde sus comienzos una institución de enseñanza superior en la que se prepara a la juventud para ejercer una profesión.

Catedrático de Ciencias Políticas, Universidad Libre de Berlín