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La Caída del Muro de Berlín y el desmantelamiento desordenado de la Unión Soviética provocado por el incauto Gorbachov hizo resurgir un mapa de Europa donde Alemania volvía a ocupar el lugar geográficamente central y política y económicamente hegemónico al que se proyectaba desde la última década del siglo XIX.

La cuesta de Moyano me ha deparado siempre encuentros sorprendentes. Las Memorias de guerra del general Ludendorff son uno de ellos, sobre todo por la inesperada actualidad que tienen. Ludendorff hizo casi toda su carrera militar en el famoso cuerpo de Estado Mayor prusiano-alemán.

Tenía, como revela el libro, una mente tan brillante como profundamente reaccionaria, y así lo demostró su ulterior actividad política. Desde 1916 hasta el 26 de septiembre de 1918 fue el amo de Alemania y desde 1917 fue el hombre más poderoso de una parte del mundo que iba desde Amiens hasta Basora y desde cerca de Venecia hasta el Cáucaso, exactamente hasta Chechenia. Fraguó una gran victoria estratégica, aunque pírrica, al conseguir la disolución y derrota del Imperio Ruso. Reordenó, con la paz de Brest-Litovsk, todo el este de Europa y terminó con la pesadilla de la guerra en dos frentes.

Para ello no vaciló en autorizar personalmente el viaje de Lenin, desde Zurich a la estación de Finlandia en el entonces Petrogrado. La idea no fue suya, pero sí la decisión. Sin querer reabrir polémicas, fue sin duda un viaje histórico. Impulsó luego la guerra submarina a ultranza, para ahogar a Inglaterra, y casi lo consigue, pero provocó la intervención americana en la contienda que se hizo mundial. La guerra submarina no fue eficaz contra los transportes de tropas. Los americanos llegaron al frente antes de lo previsto por el general, decidieron la suerte del conflicto y con ello la del mundo, cuyo liderazgo tuvieron que asumir entonces, aunque, para el mal de todos, demasiado a regañadientes durante dos décadas. Esta derrota final es por cierto descrita por el general bajo el revelador título de: «Fin de mi carrera militar».

Fue aquella guerra una gran catástrofe, no sólo por el número de víctimas, sino por el trastorno geopolítico que se derivó de la disolución de tres imperios

Fue aquella guerra una gran catástrofe, no sólo por el número de víctimas, superior al de la segunda en Europa, sino por el trastorno geopolítico que se derivó de la disolución de tres imperios. Además la confusión económica social e ideológica que siguió a la movilización de las masas, que se hizo entonces de verdad por primera vez, fue la causa de la aparición de este tremendo invento europeo de los totalitarismos. Esta atmósfera propició multitud de desórdenes y guerras, entre otras la nuestra, y finalmente provocó la Segunda Guerra Mundial, con el horror del Holocausto. Una barbaridad como nuestra especie, pródiga en ellas más que ninguna otra, nunca había realizado.

Tanta importancia dieron los aliados a Ludendorff y su equipo, que el tratado de Versalles, entre otras muchas cosas, prohibió que en Alemania existiera en lo sucesivo un cuerpo de Estado Mayor. Curiosa manera, probablemente wilsoniana, de agarrar el rábano por las hojas.

La reordenación del mapa europeo y el mercado común

Ludendorff confiesa que pasaba la mitad de su tiempo hablando con dirigentes económicos, sindicales y políticos de Berlín, y sobre todo con los del SPD. No se limita a contar sus batallas. Al tratar de la reordenación territorial impuesta en Brest-Litovsk, el general comenta más o menos así el mapa que él mismo trazó desde su despacho y que llevó a la práctica durante algún tiempo: Tres estados bálticos y Finlandia, aliados naturales de Alemania. Una Polonia que, desplazada entonces hacia el Este, llegaba exactamente a la frontera oriental actual de Bielorrusia, que entrará inevitablemente en un mercado común europeo dominado por Alemania (sic). Una Ucrania, protegida natural de Alemania, dueña de Crimea, y con ello del mar Negro, igualmente integrable, a más largo plazo, en un espacio económico europeo (sic). Rusia retrotraída a la línea que los caballeros teutónicos quisieron imponer a Nevsky. Por último, el Cáucaso, libre de rusos y económicamente a repartir entre turcos y alemanes.

Más cerca, Ludendorff se interrogaba sobre el porvenir de la doble monarquía, pero tenía algunas ideas claras. Los destinos de Bohemia y Eslovaquia habrían de ser distintos. Al sur, Eslovenia quedaría integrada económicamente en Austria y el mercado común, Croacia y Bosnia serían usadas para evitar el engrandecimiento de Serbia. En definitiva, se trataba de impedir la creación de la doble cuña antigermana de Yugoeslavia y Checoslovaquia, que por entonces se dibujaba en París.

Hacia la parte de poniente Ludendorff sólo hace conjeturas, ya que todo dependía aún de la suerte final de las armas. No faltan, sin embargo, algunas líneas definidas; flamencos y valones debían tener vidas separadas, siempre dentro del mercado común. Con Francia se podía ser generoso; no excluía Ludendorff el devolver Alsacia y Lorena, conocedor como era de la realidad local por sus años pasados en el gobierno militar de Estrasburgo. El motivo fundamental era, sobre todo, que la incorporación definitiva de estas tierras al Imperio podía descabalar un tanto el relativo equilibrio interno bismarckiano, dado que Baviera y Baden pedirían la anexión de Alsacia y que Prusia y Würtemberg competían por la de Lorena. En definitiva, lo importante para Ludendorff era la reordenación del mapa al Este y al Sur y la creación, como hemos visto, de un mercado común.

Walther Rathenau propulsaba también en 1917 la idea de un mercado común con una moneda única en torno a Alemania

Walther Rathenau, en los antípodas vitales e ideológicos del general, como demostró su trágico sino, propulsaba también en 1917 la idea de un mercado común con una moneda única en torno a Alemania. En definitiva, Ludendorff, Rathenau y muchos otros veían el futuro del continente en la creación de una Mitteleuropa que comprendería el mapa antes descrito a grandes trazos. En esa área Alemania reproduciría a gran escala la hegemonía económica, política y cultural de Prusia en la antigua Zollverein, una experiencia política y técnica que los alemanes conocían ya bien. Francia podría incorporarse a ese espacio económico (sic Ludendorff) pero ya no en condición de par igual o rival de Alemania. Los nórdicos acabarían entrando; Inglaterra seguiría su camino aparte sin ser nunca más el fiel del equilibrio del poder en Europa. El resto, Grecia, Italia, España, por ejemplo, no parece interesar a Ludendorff, que quizás ocultaba, tras su elusión, una idea implícita de respetar otras esferas de influencia.

Lo curioso de esta geografía, en parte conseguida y en parte sólo esbozada a principios de 1918 y que aparece en el libro en fragmentos y siempre a modo de sucesivos obiter dicta, no es su parecido con el aspecto territorial del nuevo orden que pretendió imponer la insania nazi, con ser esto de suyo remarcable. Lo verdaderamente notable es que esta visión geopolítica se parezca, hasta casi identificarse, a la que espontáneamente ha surgido al este y al sur de Alemania después de que el incauto Gorbachov provocara, sin quererlo, el desmantelamiento desordenado de la Unión Soviética y su glacis. De esta manera, en lo territorial, el orden impuesto en Versalles y reimpuesto en 1945, es decir, con el costo de dos guerras mundiales, ha desaparecido. Ante nuestros ojos surge un mapa de Europa casi idéntico a los de la escuela geopolítica muniquesa en la que se inspiraron gentes como Ludendorff y Rathenau, toda la entonces llamada clase dirigente de Alemania y otros que la llegaron a dirigir y de cuyos nombres no quiero acordarme.

La paz, los buenos modales y la espontaneidad del destino han ganado para Alemania lo que afortunadamente no pudo conseguir en dos ocasiones mediante las armas

Sin embargo, los valores ideológicos que dieron sentido trascendente a la Segunda Guerra Mundial (a pesar de Stalin) y en menor grado a la Primera (el zar autócrata no defendía el modelo demoliberal), han acabado prevaleciendo. No hay que apresurarse a encender las prematuras luminarias de Fukuyama; sin embargo es cierto que el modelo demoliberal capitalista, con todas sus imperfecciones, no está en discusión. Ni siquiera es ya objeto de la contienda política, que gira tan sólo en torno a cómo dicho modelo se puede gestionar mejor y por quiénes. Las amenazas de fondo, dramáticamente en presencia, no pueden sin embargo asirse a una bandera ideológica alternativa global, de validez universal. Por ello la situación no se parece nada a la existente durante los años treinta y ni siquiera a la que residualmente existió hasta la muerte de Chernienko. Conviven el plano de Ludendorff con las ideas de Wilson.

Por eso Europa y el mundo no sólo han aceptado tranquilos que una Alemania democrática realice la utopía, que parecía inalcanzable, de reunificarse, prácticamente por tercera vez desde 1870, pacíficamente. Se ha aceptado, tácitamente, que este país ocupe entre Smolensko y Lisboa el lugar geográficamente central y política y económicamente hegemónico al que se proyectaba desde la última década del XIX. La paz, los buenos modales y la espontaneidad del destino han ganado para Alemania lo que afortunadamente no pudo conseguir en dos ocasiones mediante las armas.

Para colmo de coincidencias, Alemania se encuentra con «su» Zollverein ya montado, aunque originariamente se hiciera para otra cosa. A punto que han estado de darle oficialmente la moneda única, que estos días parece darle, de facto, la «mano invisible». Debemos esperar, por lo que nos va en ello, y porque sobran ahora los motivos de confianza, que esta vez los germanos estén a la altura de sus mejores genios familiares, para asumir lo que parece era su destino manifiesto en este siglo.

Tras unificarse, Alemania decidió devolver la capitalidad a Berlín. ¡Cuánto simbolismo en ese gesto! Berlín está tan sólo a poco más de cien kilómetros de Polonia, del Este.

España en la periferia

Nosotros pasamos ahora de ser la periferia del centro a ser la periferia de otra periferia. Ello no es necesariamente malo. La casa de Austria nos metió en una aventura bruselense y renana donde nada nos iba ni nos venía y que en gran medida contribuyó a nuestra ruina material y moral. Lo hacían, sin duda, convencidos de la importancia de sus motivos, siguiendo la política de la primera internacional política conocida y eficaz: la familia Habsburgo. También ellos invocaban la sublimación ideológica (religiosa entonces) de sus motivaciones. Sin embargo, tras el enorme costo de las picas en Flandes, nos dicen hoy los que han buceado en los papeles de la época, estaba tan sólo el prestigio. El prestigio que necesitaban los Felipes en su proyección internacional, entre los suyos de allende el Pirineo, para consolidar su poder aquí. La perpetuación en el poder mediante el uso de la imagen virtual de los espejos exteriores.

El estar lejos no es necesariamente estar mal. La velocidad buena es la que a uno le resulte cómoda y no la que puedan seguir otros

El estar lejos no es necesariamente estar mal. Puede ser lo contrario. La velocidad buena es la que a uno le resulte cómoda y no la que puedan seguir otros. La cuestión no es pertenecer o no a un núcleo supuestamente duro; la cuestión es organizarse lo mejor posible desde donde naturalmente se está y no tratar de contradecir la geografía, olvidar la historia y negar el sentido común. La atrocidad de Maastricht nació de los estremecimientos parisinos y alguna fiebre inglesa ante la caída del muro. La pesadilla de tener que arruinarnos para converger ya es afortunadamente cosa del pasado. El engendro murió. Ahora sólo nos seguiremos arruinando si por nosotros mismos hacemos lo necesario para conseguirlo. En anteriores ocasiones nos hemos mostrado bien capaces de ello.

Si queda algo de eso que se llamó «necesidades de cohesión» tras la próxima ampliación, será sólo para hacer posible la paz y el progreso de los territorios más allá del Oder. Esa es la necesidad imperiosa de Alemania, que es la única que puede pagar. La ampliación hacia el Este, salvo indeseable conflagración, es ya imparable. Es un dato de la realidad al que nos tenemos que acomodar. La dilución del proyecto federal en una unión más laxa es la inseparable secuela de la ampliación. En ese escenario hemos perdido importancia estratégica. A él hemos de reajustar nuestra política europea, que ya no es buena ni mala, sino del pasado. Esto, si no hubiera otros motivos más evidentes, sería por sí solo razón suficiente para arrojar lastres. Pero, además, es que, para elaborar una estrategia adecuada a la realidad, tenemos que poner la casa en orden.

El que a la actual situación se la describa como de orden, estabilidad y gobernabilidad no es sino una prueba más de las posibilidades de perversión orwelliana del lenguaje. El 98 es una cita evocadora de graves errores de sobrevaloración de nuestras capacidades por parte de nuestros políticos de la izquierda dinástica. Se acerca el Centenario. Conviene recordar que de aquel desastre datan, en serio, nuestras tensiones centrífugas.

Es hoy sabido que en 1899 el reparto de nuestro territorio estuvo en las mesas de algunas cancillerías. Los denostados políticos de la Restauración, y Silvela el primero, identificaron el problema y evitaron lo peor. Hoy no se haría reparto, pero no produciría demasiada conmoción el desguace. Hay que buscar a quienes puedan ser por lo menos psíquicamente capaces de reconocer el paisaje real.

Es humanamente comprensible que Pujol (lector fiel de Coudenhove-Kalergi y de Bainville) desee añadir a las presidencias que ya acumula la de la Unión Europea. Pero es sabido que eso es más cuestión de espejos exteriores que otra cosa, y estos espejos son ya los del antiguo callejón del gato. La anécdota del turno rotatorio ya la atenderán los funcionarios, que para eso están, con quien corresponda. Lo urgente es poner la casa en orden, no parece necesario repetirlo. Más que nada mientras haya casa. Como le dijeron a Bismarck en cierta ocasión decisiva: periculum in mora.

Este artículo de José Pedro Pérez-Llorca fue publicado en el número 39 de Nueva Revista (1995).

Político y diplomático, nacido en 1940 y fallecido en 2019. Doctor en Derecho, fue ministro de la Presidencia, de Administración Territorial, y de Asuntos Exteriores en los Gobiernos de Adolfo Suárez. Fue uno de los siete padres de la Constitución Española de 1978.