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Ver productosEl genocidio no es fácil de probar ante los tribunales, porque debe ser la única intención que pueda deducirse razonablemente de un acto
26 de marzo de 2025 - 6min.
Philippe Sands es profesor de derecho y director del Centro de Cortes y Tribunales Internacionales del University College de Londres. Especialista en derecho internacional, ha ejercido como abogado ante la Corte Internacional de Justicia, el Tribunal Europeo de Justicia y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, entre otros. Es autor del éxito de ventas Calle Este-Oeste.
Avance
Igual que ocurre con el vocablo fascismo, parece haber también un cierto abuso del término genocidio. La intención que hay detrás del empleo abusivo de la palabra parece evidente en ambos casos: enfatizar lo pernicioso y condenable de ciertas conductas o hechos políticos. Pero dicho abuso crea confusión y puede ser contraproducente. El prestigioso jurista Philippe Sands analiza en un reciente artículo el origen y la definición legal del delito de genocidio. Él mismo tiene una larga relación con dicho delito, al haber participado, en 1998, en la redacción del Estatuto del Tribunal Penal Internacional, que lo incluía entre los cuatro delitos para los que el Tribunal sería competente. También participó en la misma época en el proceso contra Pinochet, acusado de genocidio por Baltasar Garzón, y, unos años más tarde, presentó una demanda contra Serbia por el mismo delito.
Por otro lado, en 2010, fue invitado por la Universidad ucraniana de Lviv para hablar de sus trabajos en este campo, así como de sus estudios universitarios sobre el juicio de Núremberg, ese momento, dice el propio Sands, «en el que nuestro moderno sistema de justicia internacional se cristalizó». Un hito, que, a él personalmente, le fascinaba; tanto el juicio histórico, que abría la posibilidad de juzgar a los dirigentes de un país ante un tribunal internacional, algo inédito, como la famosa película que se hizo sobre él, llena de momentos estelares, como la declaración de un Montgomery Clift peinado a lo Kafka.
Preparando su conferencia en la Universidad de Lviv, descubrió algo curioso, prácticamente una carambola histórica. La persona que introdujo los «crímenes contra la humanidad» en el derecho internacional en 1945, Hersch Lauterpacht, y la que inventó la palabra genocidio un año antes, Raphael Lemkin, habían estudiado en la misma facultad de Derecho de Lviv, en la que él iba a intervenir. Ambos delitos estaban, obviamente, emparentados, pero con una diferencia importante: los crímenes de guerra se referían a las atrocidades cometidas contra individuos de la población civil; el genocidio se refería a grupos o minorías. Lemkin, huyendo del nazismo, se instaló en Estados Unidos con una valiosa documentación que se dispuso a analizar: miles de decretos promulgados por los nazis en los países que habían ocupado. El fruto de ese análisis fue un libro, cuyo capítulo IX se titulaba precisamente Genocidio, delito que definía como «la destrucción de una nación o de un grupo étnico» (el término griego genos significa tribu o raza) y que consistía en «un plan coordinado de diferentes acciones destinadas a destruir los fundamentos esenciales de la vida de los grupos nacionales, con el fin de aniquilar a los propios grupos». «El genocidio se dirige contra el grupo nacional como entidad, y las acciones implicadas se dirigen contra los individuos no a título individual sino como miembros del grupo nacional», decía también Lemkin.
El nuevo delito se fue abriendo paso no sin dificultades. Aunque se mencionó en las audiencias de Núremberg, no aparece en las conclusiones finales. En 1946, la flamante ONU ordena la adopción de una convención sobre el delito de genocidio, convención concretada dos años más tarde, pero que incluye una definición muy restrictiva del delito de genocidio. El elemento esencial de la definición contenida en la Convención sobre el Genocidio es «la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal».
Durante cincuenta años, no pasó gran cosa, escribe Philippe Sands. Luego vinieron los horrores de la antigua Yugoslavia y de Ruanda, y la creación por parte de la ONU de dos nuevos tribunales, competentes para crímenes de guerra, contra la humanidad y genocidio en dichos países. Solo se constató genocidio en un caso (Srebrenica) en el primero de ellos. Cuando, en 1992, Bosnia presentó una demanda contra Serbia ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ), esta falló que no podía probarse ese elemento esencial de «la intención específica de destruir la totalidad o parte de un grupo», posición reafirmada en el caso Croacia-Serbia de 2015. En resumen, y a tenor de la jurisprudencia internacional, no resulta fácil reconocer el delito de genocidio.
Philippe Sands, asesor en algunos casos recientes o en curso, no lo es en el que enfrenta a Sudáfrica e Israel por los hechos de Gaza, por lo que se siente más libre para opinar de él. Y su minucioso análisis de las tres órdenes adoptadas por la CIJ sobre dicho caso en el primer semestre de 2024, le lleva a concluir que «existe una brecha entre la forma en que estos casos han sido tratados en los medios de comunicación y lo que la Corte ha dicho y querido decir». «Existe un abismo entre la cobertura de los periódicos, en Europa, en el mundo árabe, en todo el mundo, y lo que la Corte ha ordenado efectivamente. Si la Corte tuviera que pronunciarse dentro de diez años sobre la calificación de lo ocurrido en Gaza, es posible que aquellos que hoy argumentan a favor de la calificación de genocidio sean decepcionados, de la misma manera que lo fueron en el pasado aquellos que defendían la calificación de genocidio para el caso de Croacia contra Serbia». Sands recuerda que los croatas se sintieron decepcionados entonces porque los bosnios habían conseguido que se calificara de genocidio lo ocurrido en Srebrenica, mientras que los croatas solo consiguieron para el caso de Vukovar un delito contra la humanidad y un delito de guerra.
Lo anterior le lleva a plantear la cuestión de la jerarquía entre esas calificaciones. El jurista concluye que «el genocidio ha terminado por considerarse el delito de delitos, lo cual no es cierto»; los crímenes de guerra o contra la humanidad no son menos graves que el genocidio, pero este «tiene una especie de magia» que hace que evoque el horror de un modo más contundente. Además de que solemos considerar más grave un ataque a un grupo (étnico, social…) que un ataque a muchas personas. El genocidio, por otro lado, en un sentido jurídico, no es fácil de probar por lo dicho antes: debe ser la única intención que pueda deducirse razonablemente. De modo que, si Israel, aun teniendo la intención de eliminar a la población palestina, tiene también la –lógica y legítima– intención de defenderse, será más difícil de demostrar.
Finalmente, el genocidio plantea la tensión entre los individuos y los grupos. Todos somos miembros de grupos atacados, y puede entenderse el intento de Raphael Lemkin de hacer que la ley proteja a los grupos, pero ese intento conlleva peligros, como el de sustituir la tiranía de los Estados por la de los grupos. «Me temo que eso es lo que estamos viviendo», escribe Philippe Sands. «Las atrocidades continuarán y hay que encontrar una manera de evitar que el sistema que hemos creado refuerce el odio entre los grupos, de evitar que el concepto de genocidio conduzca a reforzar los sentimientos de grupo y a aumentar el número potencial de genocidios en el futuro». Cree que «el notable trabajo de Lemkin… ha tenido consecuencias inesperadas» y que la invención del término genocidio y su incorporación al léxico jurídico puedan tener las mismas consecuencias que se suponía que debían prevenir: hacer más probable que nos enfrentemos unos a otros.
Esta entrada ha sido redactada por Ángel Vivas. El artículo original completo de Philippe Sands, publicado en El Grand Continent, se puede leer aquí.
La fotografía que ilustra el artículo es de Fanny Schertzer y se puede ver en este enlace.