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Con esa lacónica solemnidad con que se avala la concesión del premio Nobel de Literatura, en 1982 se le destinó el galardón al colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927) con un argumento inexpugnable: «Por sus novelas y cuentos, en que lo fantástico y lo real se combinan en un mundo ricamente compuesto de imaginación, lo que refleja la vida y los conflictos de un continente». Sobreabundan en pocas líneas las ideas.

Al mestizaje de realidad y ficción se une en este autor una suerte de dilatación de la idea de realidad. García Márquez la amplía a través del recurso de la exageración.

Sin resultar ilógico —hay contraposición, no contradicción—, esas amplificaciones suelen proceder de la mirada circunscrita a una perspectiva personal. Se asemeja a esa sorpresa cándida, arrebatada, que hallaron los aventureros pioneros en el continente americano en el siglo XVI y dejaron reflejada en sus relaciones y crónicas de Indias. El propio escritor colombiano lo reconoce, y así abrió su discurso de Estocolmo.

Los estratos de la realidad narrativa de García Márquez los había constatado bien pronto Mario Vargas Llosa en su tesis doctoral. En los primeros párrafos del capítulo inicial, «La realidad como anécdota», documentó el ahora también Nobel que la memoria de García Márquez, en sus libros adánicos, «tiende a retener los hechos pintorescos de la realidad». Abundan los ejemplos, como se respalda en esta enumeración del mismísimo García Márquez, que encuentro casi abriendo fortuitamente su volumen general de cuentos:

Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad.

Esta concentración exagerada de casos de afectuosas rarezas y comprensiva teratología se lee en uno de sus prodigiosos cuentos, «Un señor muy viejo con unas alas enormes».

El allanamiento del marco cotidiano a cargo de un sorprendente aspecto o personaje o un suceso insólito, costosamente verosímil pero aceptado por el lector, había culminado en su novela publicada en 1967 Cien años de soledad, cuando su autor tenía cuarenta. Lograba García Márquez la portentosa amalgama de «humor, poesía, imaginación penetrante, musicalidad, plasticidad, fluidez narrativa y estructura perfecta», según valora uno de los principales biógrafos de «Gabo», Dasso Saldívar. A uno de los personajes, al patriarca fundador de Macondo —ese pueblecito de la costa atlántica de Colombia— le ocurre en esas páginas el deslumbramiento de lo cotidiano en el continente en que vive: «José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza…», «José Arcadio Buendía no tuvo un instante de reposo. Fascinado por una realidad inmediata que entonces le resultó más fantástica que el vasto universo de su imaginación». Aunque también, como le sucede a su descendiente Aureliano en la propia novela, en determinados sitios «las cosas tangibles eran irreales: los muebles que se desarmaban al sentarse, la victrola [i. e.: gramola] destripada en cuyo interior había una gallina incubando, el jardín de flores de papel, los almanaques de años anteriores a la llegada de la compañía bananera, los cuadros con litografías recortadas de revistas que nunca se editaron». Todo cabe (sobre todo en las enumeraciones). La cuestión estriba en alterar o saltarse la realidad. Lo prueban tantos célebres episodios de Cien años… poner etiquetas a las cosas para recordar sus nombres, las mariposas amarillas que preceden a las apariciones de Mauricio Babilonia, todo lo que el gitano Melquiades destierra de esa visión precientífica pero de hermosura delirante de Macondo, un niño que nace con cola de cerdo («el único de los Buendía que en un siglo había sido concebido por amor», por cierto…).

ESCRIBIR LITERATURA, VIDA Y MEMORIA

Recalco un asunto clave. Hace ya cuarenta años largos, en 1971, en su tesis defendida en la Universidad Complutense y publicada con la portada de García Márquez: Historia de un deicidio, Mario Vargas Llosa, ya auspiciaba la idea de que la peculiaridad del cosmos que confluye en Cien años de soledad estaba presente capilarmente, anudándose, entrelazada, en las novelas y cuentos anteriores a esa obra de 1967, «prehistoria de su mundo ficticio». El colombiano relacionaba hechos familiares y cercanos, y circunstancias de su vida joven —desde el calor y la lluvia hasta gentes que inspiran a sus personajes—, con episodios y formulaciones de su futura narrativa. En Aracataca, por ejemplo, llamaban despectivamente «la hojarasca» a la invasión de forasteros atraídos por la fiebre del negocio bananero. La hojarasca (1955) se titulaba su primera nouvelle, avivada por el viento magistral, insuperable de Faulkner. Concedía Vargas Llosa en su trabajo académico una importancia capital a un hecho que determinó, según él, la vocación de Márquez a la escritura: acompañar desde Barranquilla a Aracataca a su madre para vender una casa. Justamente el episodio que abre, tres décadas después, el libro recreadamente biográfico Vivir para contarla, el primer tomo de memorias garciamarquianas, aparecido en 2002. La médula etimológica de narrar es «hacer a uno conocedor». Narrador equivale a «el que sabe», ignaro corresponde al que no sabe, al ignorante.

La tesis, la conclusión nuclear de Vargas Llosa, acuñaba el término «deicidio». Postulaba que el narrador pretende sustituir la realidad por la ficción que él mismo amasa, aunque usurpe en cierto modo la jurisdicción creadora de Dios. Curiosamente, no se mencionaba la influencia de la Biblia —de la Historia sagrada conocida en la niñez, al menos— de Márquez en su narrativa, y está acreditado el juicio contundente que le merece el Libro de los Libros al genial colombiano: conversando (1982) con su buen amigo Plinio Apuleyo Mendoza, «Gabo» deja caer que a los diecinueve años de edad, estando matriculado en primero de Derecho, lo deslumbra La metamorfosis de Kafka y se propone «leer todas las novelas importantes de la humanidad». « ¿Todas?», le pregunta su entrevistador. «Todas, empezando por la Biblia, que es un libro cojonudo donde pasan cosas fantásticas». Desde luego, únicamente con leer qué ocurre a propósito de la liberación de Israel del imperio entonces más extenso, el egipcio (plagas, el Mar Rojo dividido en dos trozos), bastaría para suponer que atraerían esas páginas veterotestamentarias al jovencísimo Márquez.

El estudio de Vargas Llosa pudo pesar (pero flotar) en el curso de la literatura ulterior de García Márquez.

Su narrativa suele admitir también, como ya ocurría en los pasajes bíblicos, interpretaciones en dos vertientes: el sentido literal, con sus aguas estancadas, y el caudal del sentido interpretativo que lo dilata, ese fluir ramificado en casi irrefrenables posibilidades alegóricas, simbólicas, ideológicas, políticas, de carácter didácticamente moral, social, crítico, partidista… Esteban, «El ahogado más hermoso del mundo», por ejemplo, puede encarnar literariamente, verbalmente —como propuso el profesor Hans Felten, de la Universidad de Aquisgrán— exégesis de la conquista y la colonización americana, pero también de la liberación o incluso la imagen mesiánica más revolucionariamente abierta y dulce.

En el otro extremo de la hermenéutica se hallan escaramuzas como las que sostuvo la hispanista sueca Inger Enkvist, quien tras analizar la disertación holmiense de Márquez se atrevió a apuntar con el dedo la inanidad del escritor: «El discurso del Nobel nos [sic] transmite la idea de que la magia de García Márquez es verbal y no de contenido ni de pensamiento», sentenció. El atrabiliario Anthony Burgess, lector de Márquez traducido pusilánimemente, también emite juicios destemplados sobre nuestro colosal narrador. Quizá se haya levantado la veda.

ESTOS CUENTOS ENTEROS Y (A VECES) VERDADEROS

Sin ni siquiera prólogo o una presentación, con las escuetas palabras del editor apretadas en la contracubierta de este medio millar de páginas, se reúnen los cuentos completos cuarenta más una nouvelle—, publicados antes en libro por García Márquez. Todos los cuentos recopila sus cuatro volúmenes canónicos de narrativa breve, aparecidos desde el lejano 1974 hasta 1992, aunque publicó su primer relato en el temprano 1947 y el último hace nada menos que treinta años. Pero tal vez no sea enteramente exacto el título Todos los cuentos: si alguien se pone en plan erudito a la violeta puede advertir que falten algunos, por ejemplo los que se ensartan en el libro en construcción En agosto nos vemos, como «La noche del eclipse» (2003), que protagoniza Ana Magdalena Bach, mujer de no muchas palabras que ha sobrepasado la cincuentena. Además, en 1997 apareció en Bogotá Cuentos: 1947-1992: el mismo asunto…

Rodeó la aparición de este volumen cierta luz comercial, como si quisiera alzarse en un acontecimiento: fue el número quinientos de la colección narrativa de la editorial que acoge los éxitos del Nobel de Literatura 1982, buscó coincidir con la inauguración de la Feria del Libro de Madrid, repetía la cubierta de un tomo de 1977 y se vendió, a no muy alto precio, cuatro céntimos de euro la página, y por todas latitudes de habla española.

Pero García Márquez sabe conciliar arte imborrable y que alguien haga negocios.

En el capítulo quinto de su biográfico Vivir para contarla (2002) García Márquez desmenuzó cómo fueron germinando sus primerísimos cuentos y confesó con literaria humildad sus defectos principales (y constantes)como narrador: que esas piezas cortas primerizas parecen «dramas estáticos», su menguada pericia para el diálogo ola manera sesgada (o excluyente) de atrapar la realidad…Defectos que acaban convirtiéndose en cualidades: la imaginación pletórica, la deuda irreparable a Faulkner(los Snopes, los McCaslin, los Compson, Yoknapatawpha,el germen de un pormenor, la visión reiterativa en el narrar el embrollarse el tiempo…) y la superación de la técnica de Hemingway…

Las biografías van pasando páginas. Los meses de aquel 1927 en que nacieron el cine sonoro y García Márquez trajeron a la vida a hombres y mujeres ilustres: el cardenal católico alemán Joseph Aloisius Ratzinger, Papa Benedicto XVI; Olof Palme, primer ministro sueco; Raúl Alfonsín, presidente de Argentina entre 1983 y 1989; don Antonio

García-Trevijano, mentor del nuevo republicanismo español; los futbolistas Puskas y Kubala; la actriz Janet Leigh, inmortalizada en Psicosis; Peter Falk, el actor del imborrable teniente de policía y detective Colombo; el magnífico guitarrista español Narciso Yepes; el cineasta estadounidense Bob Fosse; escritores como el Nobel de 1999 Günter Grass, Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Benet… y (con permiso, por contraste) Corín Tellado. Ochenta y cinco años de vida, a los que no han llegado todos. Dicen que García Márquez está perdiendo sobrecogedoramente la memoria. Aunque alguien ha acompañado una silenciosa foto suya en la promoción de su libro recopilatorio más reciente: Gabo, periodista. Los últimos párrafos de la vida parecen cercanos, para quien aseguraba haber tardado un mes en terminar la primera frase de El amor en los tiempos del cólera.

Quizá por eso, tener alineada la cuarentena de sus cuentos permite comprobar los altibajos (aunque es orografía de cordillera: ninguna página carece de aciertos) de su trayectoria y cómo se descascarilla alguna pieza por su hiperbólica fatalidad o su reduccionismo vital. Pero crece, de paso, la perfección de cuentos como «La mujer que llegaba a las seis», su mimado «La siesta del martes», «La santa» del «invencible Margarito Duarte», «El rastro de tu sangre en la nieve»… por coincidir con la multitud milenaria de lectores y de crítica de García Márquez. Y se redescubren maravillas como «Rosas artificiales». O muestras de discípulo aventajado de Faulkner, como en su primer gran cuento, «Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles» (1951), un discípulo capaz de superar a Hemingway en irradiación humana. O se aprecia el carácter posmoderno y cinematográfico de narraciones como «Me alquilo para soñar», en que «Gabo», cervantinamente también, latente la autorreferencialidad, entrecruza realidad y ficción. Con los temas constantes de sus letras: la muerte y la erosión del tiempo y la memoria, las calamidades y la violencia, la fatalidad, el desamparo de la soledad, la ridiculización de lo eclesiástico frente a la idolatría de las supersticiones, la constancia del amor, la imaginación fecunda y el lirismo (y la revolución del lirismo), lo legendario social y la propia biografía.

Aunque todavía se echa en falta una minuciosa edición académica, esta colectánea vuelve a dejar patente una evidencia: la supremacía de un escritor de cuentos universalmente humano, con dominio alfarero del idioma y con su visión poética clara en historias donde los personajes siguen siendo seres que buscan tener y dar felicidad. Confirma que lo que alguien escribe y lo que muchos más —largos miles— acaban leyendo y comprendiendo y reteniendo llega a romper la corteza del corazón. Deslumbrante Gabriel García Márquez.

Profesor del Departamento de Proyectos Periodísticos. Universidad de Navarra