La imponente figura de G. K. Chesterton atraviesa el panorama literario del siglo pasado cual atalaya de la fe y de la razón, resplandeciente entre las brumas y tinieblas de la modernidad. Su legado como indomable apologista del cristianismo en una era de escepticismo no tiene parangón en el mundo angloparlante, con la posible excepción de C. S. Lewis. Siguiendo la estela de su ilustre predecesor del siglo XIX, John Henry Newman, quien le abrió el camino, Chesterton se situó en la vanguardia del renacimiento cultural cristiano que produjo varias de las obras literarias más selectas de los últimos ciento cincuenta años. Aunque se le conoce por su exposición lúcida y accesible de la doctrina cristiana en sus obras no literarias, particularmente en Ortodoxia y El hombre eterno, sería acertado afirmar que muchos de sus argumentos apologéticos más destacados se hallan en sus obras de ficción.
Nacido en 1874, G. K. Chesterton irrumpió en la escena literaria como periodista y polemista al comienzo del siglo pasado y siguió propagando obras de efervescente ingenio y erudición hasta su muerte en 1936. En todos los sentidos de la palabra, fue un hombre de letras que se entregó a sus magníficos y magnánimos dones en todos los géneros literarios. Como ensayista, se alza entre los principales estilistas de la lengua inglesa, aderezando su prosa con las chispeantes especias de la paradoja. Como poeta, se le recuerda principalmente por su poema «Lepanto», basado en la victoria cristiana sobre la flota musulmana en 1571, y también por su poema épico, La balada del caballo blanco, el cual relata la lucha del rey cristiano Alfredo el Grande contra los vikingos invasores y su paganismo aparentemente indomable. Otras obras de poesía, como «El burro», «El pueblo secreto» y el poema sobre los ondulantes caminos ingleses en «La taberna errante», han prolongado su fama hasta el presente y se las sigue apreciando e incluyendo en antologías. Otras, como «The Crystal» y «The Strange Music», son perlas desestimadas, injustamente abandonadas y dignas de descubrir.
Chesterton fue asimismo un crítico literario de primer orden y escribió estudios sobre William Blake, Robert Browning y Geoffrey Chaucer. Su estudio de Charles Dickens dejó profundamente admirado a T. S. Eliot, mientras que su análisis panorámico La era victoriana en literatura sigue siendo la mejor introducción a este periodo dorado de las letras inglesas. Sus biografías de san Francisco de Asís y de santo Tomás de Aquino gozaron de una enorme aceptación, y siguen haciéndolo; no en vano, Etienne Gilson, el célebre tomista, considera esta última biografía como uno de los mejores estudios que nunca se hayan escrito sobre santo Tomás. Como se ha dicho antes, las trascendentales obras apologéticas de Chesterton, Ortodoxia y El hombre eterno, ejercieron una inmensa influencia y han sido citadas por muchos conversos que las encontraron útiles en su camino de fe.
No obstante, ningún análisis del legado de Chesterton estaría completo sin prestar debida consideración a la importancia de sus obras de ficción. Su invención del sacerdote detective, el padre Brown, representa la emergencia no solo del sacerdote detective, sino del sacerdote filósofo, y lo que quizá sea aún más refrescante, teniendo en cuenta el carácter oscuro de tantos otros personajes sacerdotales de la ficción moderna, la emergencia de la cordura y la santidad. Tampoco deberíamos olvidar el personaje del padre Miguel, el místico y misterioso monje de La Esfera y la Cruz, quien a semejanza de su arquetipo y tocayo arcangélico, derrota al diablo prácticamente sin ayuda en el punto culminante de la novela.
Aparte de las diversas recopilaciones de historias breves que documentan las aventuras del padre Brown, Chesterton también fue autor de varias novelas extensas, cada una de las cuales puede clasificarse como una novela teológica de suspense. La primera, El Napoleón de Notting Hill (1904), que examina la perennemente importante y perennemente desatendida cuestión de la subsidiariedad. Según se define en el catecismo de la Iglesia católica, el principio de la subsidiariedad estipula que «una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias, sino que más bien debe sostenerle en caso de necesidad y ayudarle a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común». Si definimos el término con una fineza menos sutil pero con una franqueza más sucinta, la subsidiariedad implica que un gobierno pequeño suele ser superior a un gran gobierno, y que los pequeños negocios suelen ser mejores que los grandes. En consecuencia, y como aclara el catecismo: «El principio de subsidiariedad se opone a toda forma de colectivismo. Traza los límites de la intervención del Estado. Intenta armonizar las relaciones entre individuos y sociedad». Este principio, enseñado por el Papa León XIII en su encíclica Rerum novarum (1891) y abanderado por Chesterton y su amigo Hilaire Belloc en su defensa de lo que llegó a conocerse como el distributismo, fue lo que representó la principal inspiración de la primera incursión de Chesterton en el ámbito de la ficción. Otra fuente de inspiración relacionada fueron las guerras de los bóeres (1899-1902), en las que el poder del imperio británico procuró aplastar el espíritu agrario independiente de la nación afrikáner en Sudáfrica. Chesterton había expresado su oposición al papel británico en la guerra y gran parte del espíritu de la pequeña nación que desafiaba al gran imperio rezuma de las páginas de El Napoleón de Notting Hill. Entre los admiradores de la novela se encontraba George Orwell, cuya propia novela 1984 se inspiró, al menos parcialmente, en el libro de Chesterton. Por ejemplo, resulta curioso que Chesterton situara El Napoleón de Notting Hill en el año 1984 y se ha conjeturado que quizá esto haya inspirado a Orwell a elegir esta fecha en particular para situar su propia fantasía distópica sobre un gran gobierno que aniquilaba el espíritu de la libertad.
El hombre que fue jueves (1908) suele considerarse como el mayor logro de Chesterton en novelas de ficción. Subtitulada «Pesadilla», se ha comparado con la pesadillesca Metamorfosis de Franz Kafka. Al hacer tal comparación, C. S. Lewis escribió: «Si bien ambas presentan una contundente imagen de la soledad y el desconcierto que cada uno de nosotros afronta en nuestra (aparentemente) solitaria lucha con el universo, Chesterton, atribuyendo al universo un disfraz más complicado y plasmando tanto la exultación como el terror de esta lucha, ha abarcado mucho más; es más equilibrada: en este sentido, más clásica, más permanente». En esencia, El hombre que fue jueves nos muestra a Chesterton exorcizando el espíritu del nihilismo que le había conducido al borde de la desesperación de joven. Bajo la influencia del esteticismo decadente de Oscar Wilde y seducido durante un tiempo por el pesimismo radical de Schopenhauer, Chesterton se había sentido él mismo aplastado por una duda fundamental en su juventud. Emergiendo de este nirvana nihilista y abrazando la filosofía del realismo cristiano, la gran novela filosófica de Chesterton pone de manifiesto la sofistería de la duda irracional con la claridad de la fe y de la razón.
Si El hombre que fue jueves es la novela más profunda y difícil de Chesterton, La Esfera y la Cruz (1910) es la más brillante y deslumbrante. Es una divertida y bravucona obra que recorre Inglaterra y Francia, cuyos dos protagonistas, un honesto ateo y un honesto católico, buscan batirse en duelo en defensa de sus principios. En su empeño por lograrlo, se encuentran ellos mismos en guerra con un mundo que sitúa la comodidad y el pragmatismo por delante del sacrificio personal y los principios. Con sus numerosos avatares, la novela celebra la valía y la virtud de la búsqueda de la verdad, incluso en medio de la indiferencia mundana.
El hombre vivo (1911) contrasta la intrínseca sabiduría de la inocencia con la ingenuidad deliberada del cinismo. Su personaje principal, el simbólicamente llamado Innocent Smith, es un incomprendido porque su inocencia es inaccesible para los que le rodean. Es tan inocente que piensan que tiene que ser culpable y tan honesto que creen que debe de estar mintiendo. La novela es, por tanto, una meditación sobre lo natural y lo sobrenatural de la santidad, y sirve de exposición de las razones por las que los santos son incomprendidos por los pecadores y suelen convertirse en mártires a manos de ellos.
La taberna errante (1914) es una obra ingeniosa y estridente en defensa de la libertad y la cordialidad cristianas tradicionales ante el puritanismo del islam, por un lado, y el ascetismo secular de George Bernard Shaw y sus congéneres, por el otro. Chesterton había criticado a Shaw por abogar por el vegetarianismo y la abstemia, y por su creencia de que el Estado debería imponer su voluntad puritanamente socialista al pueblo. La novela compara el movimiento por la templanza del Oeste —con sus exigencias de ilegalizar las bebidas alcohólicas— con la intolerancia del islam. En este sentido, sirve de profecía de los resultados del experimento de la Ley Seca en los Estados Unidos, así como de advertencia en contra del surgimiento de la intolerancia socialista, personificada quizá por Hitler, que era no fumador, vegetariano y abstemio y representó el tipo de ascetismo secular que Chesterton satiriza en la novela, sobre todo mediante la caracterización del antagonista de la novela, lord Ivywood. Hitler, como vegetariano abstemio, podría considerarse como el personaje de lord Ivywood llevado a su extremo lógico. Por lo tanto, en profundidad, La taberna errante es una celebración de las libertades cristianas ante las fuerzas de la intolerancia no cristianas y anticristianas.
Las novelas de Chesterton procuran enlazar con las corrientes intelectuales de la edad moderna con el fin de resaltar las falacias de la visión de la realidad propia de la modernidad y para mostrar la perenne y prevaleciente sabiduría del cristianismo. Sus bravuconas aventuras, desbordantes de humor y casi oníricas, con su afilado surrealismo, pretenden despertarnos de la pesadilla del nihilismo para que podamos levantarnos de nuestro lecho de sueños y disfrutar del amanecer del día milagroso que Dios nos ha otorgado.
A la luz de este milagroso amanecer, uno se acuerda insistentemente de la frase a menudo atribuida a Chesterton de que las personas que no creen en Dios no es que no crean en nada, sino que creen en cualquier cosa. A fin de cuentas, no podemos creer en nada porque «nada» no existe, y si rechazamos la fe en algo, nos quedará solamente la fe en cualquier cosa. Una de las cómicas paradojas de Dios es que la credulidad puede definirse como la ausencia de un credo.
Hilaire Belloc, amigo de Chesterton, insistió con pugnaz certeza en que «fuera [de la Iglesia] está la Noche, y las cosas extrañas de la Noche». Si no deseamos ser criaturas de la Luz, seremos criaturas de la Noche y seguidores de las cosas extrañas de la Noche. «La cuestión ya está muy clara», dijo Chesterton en su lecho de muerte. «Se debate entre la luz y la oscuridad y cada uno debe escoger de qué lado está».
Poco después de la muerte de Chesterton en 1936, el Papa Pío XI envió un telegrama que se leyó a la vasta multitud reunida para la misa de réquiem en su honor en la catedral de Westminster. En dicho telegrama, el Papa describió a Chesterton como un «dotado Defensor de la Fe Católica». Irónicamente, la prensa secularista de Inglaterra rechazó publicar el telegrama del Papa bajo pretexto de que «el Papa había otorgado a un súbdito británico un título en posesión del rey». El hecho de que el título de Fidei Defensor fuera en su día otorgado al rey por el Papa se pasó por alto o se olvidó. En cualquier caso, resultó particularmente acertado que Chesterton fuera el primer inglés que tuviera el honor de recibir del Papa el título de Defensor de la Fe desde que Enrique VIII lo ostentara cuatrocientos años atrás. Pienso que, situándose al margen de la Iglesia católica, el rey había condenado a su nación y a sus descendientes a una existencia nocturna durante la cual muchas cosas extrañas emergieron de la oscuridad; una de las más notables, lo que irónicamente se llamó el «Siglo de las Luces». En medio de este soberano disparate, Chesterton, un simple trabajador, se convirtió en el apóstol del sentido común. Como luz en la oscuridad de la Inglaterra moderna, Chesterton merecía el título que el Papa le había conferido. Fue, y sigue siendo, un indomable Defensor de la Fe.
© De la traducción al castellano: Jaime Bonet 2011
Versión en inglés
G. K. CHESTERTON: FIDEI DEFENSOR
By
Joseph Pearce
The towering figure of G. K. Chesterton straddles the literary landscape of the past century like a beacon of faith and reason, shining forth in the fog and murk of modernity. His legacy as an indomitable Christian apologist in an age of skepticism is without equal in the English-speaking world, with the possible exception of C. S. Lewis. Taking up the mantle of his illustrious nineteenth century forebear, John Henry Newman, who blazed the trail that he would follow, Chesterton was in the vanguard of the Christian cultural revival that produced some of the greatest literary works of the past 150 years. Although known for the lucid and accessible exposition of Christian doctrine in his works of non-fiction, most notably in Orthodoxy and The Everlasting Man, it would be true to say that some of his finest apologetics is to be found in his works of fiction.
Born in 1874, G. K. Chesterton burst upon the literary scene as a journalist and controversialist at the beginning of the last century and continued to pour forth works of effervescent wit and wisdom until his death in 1936. He was in every sense of the word a man of letters who indulged his magnificent and magnanimous gifts across every literary genre. As an essayist, he ranks among the finest stylists in the English language, peppering his prose with the lively spice of paradox. As a poet, he is remembered primarily for his poem “Lepanto”, about the Christian victory over the Muslim fleet in 1571, and also for his epic, The Ballad of the White Horse, which recounts the struggles of the Christian king, Alfred the Great, against the invading Vikings and their seemingly indomitable paganism. Other poetry, such as “The Donkey”, “The Secret People”, and “The Rolling English Road” remain well-known and well-loved and are often anthologized. Others, such as “The Crystal” and “The Strange Music”, are neglected gems, unjustly ignored and in need of discovery.
Chesterton was also a literary critic of the first order writing studies of William Blake, Robert Browning and Geoffrey Chaucer. His study of Charles Dickens was greatly admired by T. S. Eliot, and his panoramic survey, The Victorian Age in Literature,remains the best introduction to this golden age of English letters. His biographies of St. Francis of Assisi and St. Thomas Aquinas were hugely popular and have remained so, the latter being judged by the celebrated Thomist, Etienne Gilson, as one of the finest studies of Aquinas ever written. As already mentioned, Chesterton’s seminal apologetic works, Orthodoxy and The Everlasting Man, were hugely influential and have been cited by many converts as being instrumental on their journeys in faith.
No appraisal of Chesterton’s legacy would be complete, however, without due consideration being given to the importance of his works of fiction. His invention of the priest detective, Father Brown, represents the emergence not only of the priest-detective, but of the priest-philosopher, and, perhaps most refreshingly in the light of the darkness of so many other priestly characters in modern fiction, the emergence of sanity and sanctity. Nor should we forget the character of Father Michael, the mystical and mysterious monk in Chesterton’s The Ball and the Cross, who, like his archangelic archetype and namesake, defeats the devil almost single-handedly at the novel’s climax.
Apart from the several collections of short stories documenting the adventures of Father Brown, Chesterton was also the author of several full-length novels, each of which can be classified as a theological thriller. His first novel, The Napoleon of Notting Hill (1904), looks at the perennially important and perennially ignored issue of subsidiarity. As defined in the Catechism of the Catholic Church, the principle of subsidiaritystipulates that «a community of a higher order should not interfere in the internal life of a community of a lower order, depriving the latter of its functions, but rather should support it in case of need and help to co-ordinate its activity with the activities of the rest of society, always with a view to the common good.» To define the term with less subtle finesse but with more succinct frankness, subsidiarity implies that small government is generally better than big government, and that small business is generally better than big business. In consequence, and as the Catechism makes clear, “the principle of subsidiarity is opposed to all forms of collectivism. It sets limits for state intervention. It aims at harmonizing the relationships between individuals and societies.” It was this principle, taught by Pope Leo XIII in his encyclical Rerum novarum (1891) and championed by Chesterton and his friend Hilaire Belloc in their advocacy of what became known as distributism, which was the principal inspiration for Chesterton’s first sortie into the realm of fiction. Another related source of inspiration was the Boer War (1899-1902) in which the might of the British Empire sought to crush the independent agrarian spirit of the Afrikaner nation in South Africa. Chesterton had opposed Britain’s role in the war and much of the spirit of the small nation defying the large empire percolates through the pages of The Napoleon of Notting Hill. Amongst the novel’s admirers was George Orwell, whose novel Nineteen Eighty-Four was inspired, at least in part, by Chesterton’s book. It is curious, for instance, that Chesterton set The Napoleon of Notting Hill in the year 1984 and it has been conjectured that this may have been the inspiration for Orwell’s selection of this particular date for the setting of his own dystopian fantasy about big government crushing the spirit of freedom.
The Man Who was Thursday(1908) is generally considered to be Chesterton’s greatest fictional achievement. Subtitled “a nightmare”, it has been compared with Franz Kafka’s nightmarish Metamorphosis. Making such a comparison, C. S. Lewis, wrote that “while both give a powerful picture of the loneliness and bewilderment which each one of us encounters in his (apparently) single-handed struggle with the universe, Chesterton, attributing to the universe a more complicated disguise, and admitting the exhilaration as well as the terror of the struggle, has got in rather more; is more balanced: in that sense, more classical, more permanent …” In essence, The Man Who was Thursday is Chesterton’s exorcizing of the spirit of nihilism which had led him to the brink of despair when he was a young man. Under the influence of the decadent aestheticism of Oscar Wilde, and seduced for a while by the radical pessimism of Schopenhauer, Chesterton had felt himself crushed by fundamental doubt in his youth. Emerging from this nihilistic nirvana and embracing the philosophy of Christian realism, Chesterton’s great philosophical novel exposes the sophistry of irrational doubt with the clarity of faith and reason.
If The Man Who was Thursday is Chesterton’s deepest and most difficult novel, The Ball and the Cross (1910) is his brightest and most dazzling. It’s a swashbuckling romp through England and France in which the two protagonists, an honest atheist and an honest Catholic, seek to fight a duel in defence of their principles. In endeavouring to do so, they find themselves at war with a world that puts convenience and pragmatism before self-sacrifice and principle. With its many twists and turns, the novel celebrates the value and virtue of the quest for truth amidst the worldliness of indifference.
Manalive(1911) contrasts the intrinsic wisdom of innocence with the willful naïvete of cynicism. Its main character, the symbolically named Innocent Smith, is misunderstood because his innocence is inaccessible to those around him. He is so innocent that they think he must be guilty and so honest that they believe he must be lying. The novel is, therefore, a meditation on the nature and supernature of sanctity and serves as an exposition of the reasons that saints are misunderstood by sinners and are indeed often martyred by them.
The Flying Inn(1914) is a rumbustious romp in defence of traditional Christian freedom and conviviality in the face of the puritanism of Islam, on the one hand, and the secular asceticism of George Bernard Shaw and his ilk, on the other. Chesterton had criticized Shaw for his militant vegetarianism and teetotalism, and for his belief that the state should impose its puritanically socialist will on the populace. The novel likens the temperance movement in the west, with its demands for the outlawing of alcoholic beverages, with the intolerance of Islam. As such, it serves as a prophecy of the experiment in Prohibition in the United States and also as a warning against the rise of socialist intolerance, epitomized perhaps by the rise of Hitler who, as a non-smoker, a vegetarian, and a teetotaler, represented the sort of secular asceticism that Chesterton lampoons in the novel, especially in his characterization of the novel’s antagonist, Lord Ivywood. Hitler, as a vegetarian teetotalitarian, could be seen as the character of Lord Ivywood taken to its logical extreme. At its deepest, therefore, The Flying Inn is a celebration of Christian freedoms against the forces of non-Christian and anti-Christian intolerance.
Chesterton’s novels aim to engage with the intellectual currents of the modern age in order to highlight the fallacious nature of modernity’s view of reality and to show the perennial and prevailing wisdom of Christianity. His swashbuckling adventures, awash with humour and almost dreamlike in their lurid surrealism, are intended to awaken us from the nightmare of nihilism so that we can rise from our bed of sleep to the dawning of the miraculous day that God has given us.
In the light of this miraculous dawn, one is reminded insistently of the phrase often attributed to Chesterton that people who don’t believe in God do not believe in nothing, they believe in anything. Ultimately we can’t believe in Nothing because “nothing” doesn’t exist, and if we refuse the Faith in something we will be left with faith in anything. It is one of God’s paradoxical jokes that credulity can be defined as the absence of a Creed.
Chesterton’s friend Hilaire Belloc insisted with pugnacious certainty that “Outside [the Church] is the Night, and strange things in the Night.” If we will not be creatures of the Light we will be creatures of the Night and followers of the strange things in the Night. “The issue is now quite clear,” said Chesterton on his deathbed. “It is between light and darkness and every one must choose his side.”
Shortly after Chesterton’s death in 1936, Pope Pius XI sent a telegram, which was read to the vast crowd gathered for Chesterton’s requiem Mass at Westminster Cathedral. In the telegram, the Pope described Chesterton as a “gifted Defender of the Catholic Faith”. Ironically the secular press in England refused to publish the Pope’s telegram on the grounds that “the Pope had bestowed on a British subject a title held by the King”. That the title of Fidei Defensor was originally bestowed upon the King by the Pope was either overlooked or forgotten. It was, in any event, singularly apt that Chesterton should be the first Englishman honoured by the Pope with the title of Defender of the Faith since Henry VIII had dishonoured the title four hundred years earlier. Choosing to be Outside, the King had condemned his nation and his descendents to a nocturnal existence in which many strange things emerged from the darkness, not least of which was the ironically named “Enlightenment”! In the midst of this right royal nonsense, Chesterton, a commoner, became the apostle of common sense. A light in the darkness of modern England, Chesterton deserved the title that the Pope had bestowed upon him. He was, and is, an indomitable Defender of the Faith.