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«Sin saber dialogar, comunicarte con otro, ¿cómo podías ser médico, cirujano o enfermero?» Se lo pregunta Gonzalo Gómez García, profesor-investigador de Historia Moderna en la Universidad de Alcalá de Henares, en el libro Sanar cuerpos y guardar almas. El humanismo médico en España y América en el Siglo XVI, que ha publicado la Fundación Santander. La pregunta tiene tanta vigencia que funciona igualmente en presente: «Sin saber dialogar, comunicarte con otro, ¿es posible ser médico, cirujano o enfermero?». Y el matiz definitivo: «Sin saber dialogar, comunicarte con otro, ¿es posible ser un buen médico, cirujano o enfermero?». Está claro que cuando acecha la enfermedad el mejor médico es el que sabe cómo curar, pero, de entre todos ellos, excelente será el que sepa cómo tratar, además de curar: es la diferencia entre un gran profesional y un gran profesional humanista. Dignidad y técnica, las dos palabras con las que comienza el libro, resumen a la perfección en qué consiste la medicina humanista.

Gonzalo Gómez García: Sanar cuerpos y guardar almas. Santander Fundación, 2022

Una larga tradición

Al principio, medicina y filosofía iban de la mano. Una relación que quedó afianzada en uno de los textos clásicos del pensamiento. En Fedro, de Platón, se lee:

–Sócrates: ¿Crees que es posible comprender adecuadamente la naturaleza del alma, si se la desgaja de la naturaleza en su totalidad?
–Fedro: Si hay que creer a Hipócrates el de los Asclepíadas, ni siquiera la del cuerpo sin este método.
–Sócrates: Y mucha razón tiene, compañero.

En el siglo II esa estrecha relación entre filosofía y medicina la encarnó Galeno, médico y pensador nacido en Pérgamo, cuyo nombre se asocia desde entonces a la medicina gracias a sus cruciales descubrimientos: identificó los nervios craneales, las funciones del riñón y la vejiga, describió las válvulas del corazón…. Su influencia se extendió a lo largo de diez siglos y llega hasta hoy; de hecho, su nombre –común, sin mayúscula– es una forma coloquial de llamar al médico o al doctor.

El mejor médico sabe cómo curar. Excelente será el que sepa, además, cómo tratar: esa es la diferencia entre un gran profesional y un gran profesional humanista

«Desde el siglo XII al XV se manejó y copió la ciencia médica clásica en la península Ibérica. En los reinos cristianos y en los musulmanes se usaron y copiaron las obras de Hipócrates, Galeno –la mayoría–, y de Avicena, así como de Rasis, de Avenzoar y de Maimónides», se lee en Sanar cuerpos y guardar almas. La medicina estaba en manos de «judíos y moriscos, no ajenos a la ciencia médica, pero sí a las universidades», pues esas minorías fueron quienes preservaron los saberes médicos tradicionales. La expulsión de los judíos en 1492 y las conversiones de moriscos tuvieron como resultado, obviamente, una falta y una enorme necesidad de médicos ‒físicos, como se llamaban entonces‒, pero también algo no tan obvio: favorecieron la aparición de un modelo universitario humanista en el que se insertó la práctica de la medicina. En este punto la labor de Francisco Jiménez de Cisneros, el cardenal Cisneros al frente de la institución que fundó ‒la Universidad de Alcalá de Henares‒ es ineludible.

La ciencia que trajo la experiencia

A punto estuvo de quebrarse la leyenda del cardenal Cisneros en 1501. Gravemente enfermo, desahuciado ‒en palabras de su biógrafo Juan de Vallejo‒ le salvó la vida una curandera morisca. Lo consiguió «sin purgas ni sangrías», pero no quería que esto se supiera o trascendiese a los doctores médicos. Poco después de su restablecimiento, como escribe Gonzalo Gómez, «Cisneros solicitó a Roma autorización para la colación de grados en Medicina en la nueva Universidad de Alcalá».

Quienes aspiraban a ser médicos, tenían que comenzar estudiando Artes y Filosofía, pero antes de ello, era obligatorio saber latín y fundamentos del griego

Grabado de Historia de la composición del cuerpo de Juan Valverde de Amusco (1556).

Pero el camino, antes de acceder a esta disciplina, propiamente dicha, era largo. El plan de estudios, diríamos hoy, obligaba a matricularse primeramente en Artes y Filosofía y para acceder al primer curso de esta materia era obligatorio saber latín y los fundamentos del griego. Tres años duraba el bachillerato y el procedimiento seguía de la siguiente manera: «El cuarto curso era solo para los que buscaban la licencia, al que accedían unos pocos bachilleres artistas. Pasaban después a estudiar medicina. Superados los dos primeros cursos de Medicina en el caso de los maestros en Artes o tres para los licenciados o bachilleres, tenían que estar seis meses de prácticas médicas con doctores para obtener el bachillerato médico. En breve, esta medida pasaría a ser de dos años de prácticas. La práctica médica fue una de las grandes aportaciones del humanismo. Cuando se completaban cuatro años de medicina podían ejercer. O bien podían seguir cuatro años más para alcanzar los grados de licenciado o de doctor». En cualquier caso, quienes salían de la Universidad lo hacían no solo convertidos en médicos, sino en verdaderas autoridades cuya opinión sobre los más variados temas era buscada y seguida en los distintos lugares donde les llevaba el ejercicio de la profesión.

Cuando la universidad del XVI recuerda a la actual

Este aprendizaje previo, troncal, integral a través del cual los alumnos y futuros profesionales se integran en el contexto de una tradición cultural e intelectual, se parece mucho a los programas actuales de core curriculum, ese conjunto de asignaturas básicas para todos los alumnos independientemente de su especialización que bebe tanto en las humanidades como en las ciencias. No es la única cosa en la que la mítica universidad de Cisneros en el siglo XVI se parece a las actuales (o más bien al revés). Como en los más ambiciosos proyectos educativos, el aprendizaje también depende de las inquietudes y demandas de los alumnos, que se hacen dueños así de su propio itinerario: «El cardenal Cisneros indicó en las constituciones de 1510 de la Universidad de Alcalá que se leyesen en las cátedras de Medicina a Avicena y Galeno e Hipócrates [pero] dejó al arbitrio del rector y de los consiliarios modificar estas lecturas cuando lo considerasen. Y en la práctica así se hizo, pero también a petición de los estudiantes». Estos, no solo pedían, sino que se quejaban, adquiriendo gran protagonismo en la formación que recibían.

Core currículum, alumnado implicado en su propio aprendizaje, encuestas docentes… ¿No existen parecidos razonables entre la universidad del XVI y la del XXI?

Y ¿cuáles eran sus demandas? La respuesta la ofrecen las actas de visita. Las hacía el rector acompañado por consiliarios. Gracias a ellas se conoce que «demandaban las lecturas de los autores griegos y que pedían más prácticas médicas». En estas sesiones fluye la información y salen a la luz conflictos del día a día, desde la baja calidad de algunos docentes al cobro de clases extraordinarias…  A quienes estén en contacto con las universidades seguro que les suena este método: «Hoy en día se hacen en la mayoría de las universidades y se conocen como “encuestas docentes”», escribe Gonzalo Gómez García.

La obra cumbre de Andrés Laguna fue la traducción del griego al castellano de Dioscórides, médico, farmacólogo y botánico de la Grecia romana. Se imprimió en Amberes en 1555.

Un modelo que se exporta

La exigencia de estudiar primero Artes y Filosofía para llegar a Medicina se fue extendiendo desde Alcalá al resto de universidades creadas en el siglo XVI y no solo en la Península, sino también en América. El modelo académico complutense se implantó en la Universidad de Granada y saltó el Atlántico, llegando a las universidades de nueva factura de los virreinatos; a la de Santo Domingo y a la Real, de Lima, que siguen funcionando en la actualidad. En un camino de ida y vuelta, se cuenta en Sanar cuerpos y guardar almas que la «formación en los virreinatos tenía el mismo nivel que en Europa y aún mejor: los conocimientos de nuevas medicinas indígenas enriquecieron la farmacopea española mucho más que la de las demás monarquías».

Recetario del boticario Fernando de Carcassone (1564). Se conserva en la Fundación Antezana.

De la teoría a la práctica: los nuevos hospitales

Y junto con la teoría del humanismo médico se requiere la práctica. Esta se materializó en la creación de nuevos tipos de hospitales, más parecidos también al modelo actual: «el de fundación privada y el de fundación real y un tercero, creado en las Indias, que fusiona ambos modelos». Al igual que Cisneros se situaba a la cabeza de la revolución en la universidad implantando el modelo de apuesta por el humanismo, en el terreno práctico la figura es Luis Vives quien en su obra Tratado del socorro de los pobres sentó las bases para una atención sanitaria más eficaz y moderna. Defendía la implicación de las instituciones públicas, el control de los administradores y, entrando al detalle de la organización sanitaria, apostaba por una estructura hospitalaria fija compuesta por «un médico, un boticario, sirvientes y sirvientas», la separación de los infecciosos y la disposición por patologías. Además, añade Gonzalo Gómez, «el humanista valenciano dedicó un tratado especial para los enfermos mentales y otro para el cuidado y la atención de los niños». El capítulo revisa con profundidad los casos del Hospital General de Valencia, el primero en incorporar el que parece ser el primer psiquiátrico en Europa; el de Antezana, en Alcalá de Henares, donde trabajo de enfermero Ignacio de Loyola antes de fundar la Compañía de Jesús; y en América, en México, el Hospital de Jesús y el de los Naturales o Indios.

Luis Vives, especialmente en su obra «Tratado del socorro de los pobres», sentó las bases para una atención sanitaria más eficaz y moderna

Como nota curiosa que rescata el autor, el hecho de que el teatro formaba parte de las actividades de muchas de estas instituciones, cuyos patios se abrían a representaciones y espectáculos: «Había que recrear o convertir las penas, por algunos momentos, en risas. Por otro lado, había que financiar los inmensos gastos que tenía un hospital. Y había una demanda: querer divertirse. Así que a todo ello ayudaban las comedias en los patios de los hospitales».

Algunos nombres

Cisneros y Luis Vives fueron los nombres capitales que pusieron en marcha la revolución del humanismo médico, pero un proceder que sitúa al ser humano concreto en el corazón de sus intereses pasa por los nombres concretos también de sus protagonistas.

Rodrigo de Reinoso, de los mejor valorados en las encuestas docentes de la época. Fue médico del rey Juan III de Portugal y a él se refirió Andrés Laguna, el médico de Carlos V, con estas palabras recogidas en el libro: «Aventajas extraordinariamente a los médicos de nuestro siglo en la elegancia de tu lenguaje, en el conocimiento de lenguas griegas, en la experiencia suma de todos los asuntos y, lo que suele ser más destacado en los varones doctos, en la más grande humanidad y benevolencia».

Fernando de Mena, que pasó de curar enfermos y pobres en el hospital de Antezana, donde fue el primer médico gerente de un hospital muy preocupado por las cuentas y la dignidad de las instalaciones, a sanar al rey Felipe II.

Francisco Díaz, fue discípulo del anterior (y le practicó la autopsia). Se le considera el padre de la urología moderna, sobre todo por su obra Tratado nuevamente impresso de todas las enfermedades de los riñones, vexiga, y las carnosidades de la verga y urina, diuidido en tres libros. En ella plasmó sus descubrimientos y saberes respecto a las operaciones (como la uretrotomía interna). Aficionado a las letras, como buen humanista, se le relaciona con Cervantes y con Quevedo.

Cristóbal de la Vega. Tradujo al latín obras de Hipócrates y, como se señala el libro, «declaró en la probanza de Rodrigo de Cervantes. Fue uno de los cuatro que confirmó la hidalguía del padre de Miguel en Alcalá en 1553».

Juan Alonso de Fontecha, obstetra adelantado a su tiempo, sale en defensa de la mujer y en su obra privilegia a la embarazada de cualquier condición con frases como: «Para todo cuanto el hombre es capaz, lo es ella y aun para más, pues puede concebir».

Portada del libro de Huarte de San Juan en 1603 (la primera edición es de 1575).

Juan Huarte de San Juan escribió el superventas de la época. Un libro de título mucho más largo que Examen de ingenios (así se le conoce de forma más habitual) en el que vuelca sus teorías sobre la singularidad del individuo y el nacimiento de la psique humana. Gonzalo Gómez García lo relaciona con «la concepción del Quijote y su melancolía, y por ende de Sancho Panza y aquel licenciado Vidriera y sus locuras». También con Rousseau y su obra Emilio o De la educación. En la biografía de la Real Academia de la Historia que firma Jean Gabarré de Lara se anotan las opiniones de Gregorio Marañón, para quien «lo más admirable de la obra de Huarte es su descripción de las diferencias biomorfológicas y psicosexuales entre el varón y la mujer, cuando no se sospechaba la actividad endocrina de las gónadas»; del médico e historiador Luis S. Granjel, que vio en el Examen «uno de los libros ejemplares escritos por los médicos filósofos españoles capaz de modificar paradigmas y provocar una revolución en la historia de la medicina»; o el crítico y ensayista Marc Fumaroli, que lo enfoca desde un punto de vista «algo inesperado, el de la elocuencia, el ars bene dicendi. Resultaría de una sorprendente alianza entre el agustinianismo y la modernidad humanista contra la opinión ciceroniana de cómo se construye el discurso». Finalmente la nota concluye: «Lo que admiran los psiquiatras actuales es el hecho de que, por primera vez, se haya ideado de qué manera se produce el pensamiento en la organización cerebral, aunque ahora nos parezca anticuada la propuesta de Huarte».

Quedan más nombres como Francisco Vallés de Covarrubias, Juan Valverde de Amusco o el mencionado Andrés Laguna. Todos ellos ejemplifican el humanismo médico no como ambiente o contexto, no como algo externo o añadido sino como algo interno, asimilado, propio: «una formación que imprime carácter. Un carácter formado mediante estudio continuo y con el hombre, el ser humano, como centro de todo», recuerda el autor en el epílogo de Sanar cuerpos y guardar almas.

Periodista cultural