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Timothy Garton Ash. Historiador y periodista británico. Profesor de estudios europeos en la Universidad de Oxford y Senior Fellow del Instituto Hoover (Universidad de Stanford). Colaborador de prestigiosos medios y experto en narrar la «historia del presente europeo».


Avance

Como prólogo a su libro Europa, una historia personal, publicado en Taurus y reproducido aquí con permiso de la editorial, recuerda Garton Ash su primer contacto «de frontera» con Europa, o el resto de Europa: la sensación de niño, en un intercambio escolar, de que Francia era poco más o menos que la Luna de tan lejana y distinta. Fue en 1969. Veinte años después había desaparecido aquella sensación y el autor se sentía absolutamente europeo, centroeuropeo, concretamente. «Aquel fue el año de las maravillas, 1989. La libertad y Europa —las dos causas políticas que más me importan— avanzaban del bracete al son de la Novena sinfonía de Beethoven, precursoras de una revolución pacífica que abriría un nuevo capítulo de la historia europea y mundial. Ninguna parte del continente era ya «extranjera» para mí». Era una cuestión de afinidades electivas porque «La identidad nos viene dada, pero también se hace».

Timothy Garton Ash: Europa. Una historia personal. Taurus, 2023

La identidad que le vino dada a Timothy Garton Ash no era particularmente europea y menos europeísta. En su casa Europa era lo otro, lo extraño, lo extranjero. Ah, y Europa era Francia y no mucho más. Entre los hitos de europeidad para el autor: inhalar humo de Gauloise cuando era niño, la firma de libros en el Budapest revolucionario de 1989 y una anotación en el diario de agosto de 1977 en el que se habla de compartir pizza en un establecimiento de Berlín Oriental con Karl, electricista, guía cinematográfico y taxista austriaco y un «compañero europeo». Con todo, este libro no es una autobiografía sino la historia de Europa a través de su autor y las gentes con las que ha tratado. En ella maneja claves periodísticas, relatos históricos y cuenta con la baza del tiempo, que consigue que todo se vea con mayor claridad.

No tiene pretensiones de exhaustividad in objetividad: «si en la actualidad hay unos ochocientos cincuenta millones de europeos —dice— entonces existen ochocientos cincuenta millones de Europas individuales. Dime cuál es tu Europa y te diré quién eres». No obstante, prosigue, «aunque todos tenemos nuestra época personal y nuestra propia Europa, ambas se sitúan dentro de marcos temporales y espacios compartidos» donde han tenido lugar la sucesión de acontecimientos que llamamos historia. El autor la recorre a lo largo de casi 500 páginas. Cuando estas tocan a su fin, entre las conclusiones, late la referencia a la cita de Churchill y la democracia cuando afirma que «esta es la peor Europa posible, a excepción de todas las otras Europas que se han ensayado de vez en cuando. Tiene sentido defender, mejorar y ampliar una Europa libre. Es una causa en la que merece la pena depositar la esperanza».


Artículo

Estoy sentado en un saloncito con mi familia francesa anfitriona, entre los olores desconocidos del humo de los cigarrillos Gauloise y del café solo cargado, mirando una pequeña pantalla de television. Tengo catorce años, estoy en un intercambio escolar y les ayudo con la traducción. «Armstrong il dit: un petit pas pour moi, un grand pas pour l’humanite!». De inmediato una figura con traje de astronauta que proyecta su sombra cruza con pasos ingrávidos la superficie lunar, una escena que conozco muy bien por el libro de Tintin Aterrizaje en la Luna.

Cuesta recuperar la sensación de lo remota que era la Europa continental para un colegial inglés en 1969. No diré que Francia parecía tan lejana como la Luna, pero representaba todo cuanto los ingleses han embutido tradicionalmente en la palabra «extranjero». Allá comen ranas, van en moto y tienen un montón de relaciones sexuales. Ni se te ocurra beber agua. Para llegar a la ciudad de La Rochelle, en la costa atlántica, había tenido que hacer un viaje que se me antojó interminable en autobús, metro, tren, ferry (con un mareo tremendo), tren y autobús otra vez. En la frontera habían examinado con suma atención y sellado mi flamante pasaporte británico de tapa rígida de un azul muy oscuro. Yo toqueteaba nervioso unos cuantos billetes enormes de francos franceses nuevecitos que llevaba en el bolsillo. Llamar a casa era una operación complicada que implicaba pelearse en un francés macarrónico con un operador en un teléfono fijo de línea crepitante («Peut on reverser les charges?»).

Veinte años más tarde me hallaba en Budapest, en un mitin de la disidencia, firmando ejemplares de la edición húngara de mis ensayos sobre Centroeuropa. Aquel fue el año de las maravillas, 1989. La libertad y Europa —las dos causas políticas que más me importan— avanzaban del bracete al son de la Novena sinfonía de Beethoven, precursoras de una revolución pacífica que abriría un nuevo capítulo de la historia europea y mundial. Ninguna parte del continente era ya «extranjera» para mí. Viviendo la paradoja que resume lo que significa ser europeo en la actualidad, en el extranjero me sentía en casa.

De hecho, me sentía tan a gusto que, mientras caminábamos más tarde por las cálidas y sensuales calles de Budapest, uno de mis amigos húngaros se volvió hacia mí y exclamó:

—No serás descendiente de Scholem Asch?
—No —contesté un tanto sorprendido.
—Entonces ¿cómo es que te interesa tanto Centroeuropa?

Como si de alguna manera la implicación emocional con otra parte de Europa requiriera una explicación genética.

La identidad nos viene dada, pero también se hace. No podemos elegir a nuestros padres, pero sí en quienes nos convertimos. «En el fondo soy chino», escribió Franz Kafka en una postal dirigida a su novia.  Si digo «en el fondo soy centroeuropeo», no afirmo literalmente ser descendiente de Asch, el escritor yidis centroeuropeo, sino que declaro una afinidad electiva.

Puesto que Wimbledon, en Inglaterra, es mi lugar de nacimiento, no cabe duda de que nací en Europa y, por consiguiente, en un sentido rudimentario, nací europeo. Desde Eratóstenes, hará unos dos mil doscientos años, los cartógrafos siempre han situado las islas británicas en Europa, una región contrapuesta a Asia y África en lo que probablemente sea la subdivisión mental del mundo más antigua e ininterrumpida. Siempre que ha habido una noción geográfica de Europa, nuestro archipiélago, de forma un tanto triangular, ha estado incluido en ella. Sin embargo, no «nací europeo» en el sentido más radical de que me criaran para que me considerara así.

La única vez que mi madre se refirió a sí misma como europea fue al rememorar su juventud en la India británica, donde nació siendo hija del Raj. «Como europea —me contó recordando feliz los románticos meses que pasó de joven en Nueva Delhi al final de la Segunda Guerra Mundial—, salía a cabalgar a primera hora de la mañana». En la India los británicos se llamaban a sí mismos europeos. Solo al regresar al Reino Unido gustaban a menudo de negar una verdad que parecía palmaria a cualquiera que los mirara desde Washington, Pekín, Siberia o Tasmania.

Jamás oí a mi padre decir que era europeo, pese a que una experiencia decisiva en su formación había sido el desembarco en una playa normanda con la primera oleada de soldados británicos el Dia D y la lucha con los ejércitos de liberación en Europa del Norte hasta que, en silencio y agotado, celebro el Dia VE (de la Victoria en Europa) a bordo de un tanque en algún lugar de las tierras bajas del norte de Alemania. Uno de sus primeros ministros conservadores favoritos, Harold Macmillan, supuestamente comentó que el legendario presidente francés Charles de Gaulle «habla de Europa, pero se refiere a Francia». Sin embargo, lo mismo ocurría con los hombres ingleses como mi padre: cuando hablaban de Europa se referían a Francia en primer lugar, al igual que han hecho los ingleses durante al menos seis siglos, desde que la guerra de los Cien Años determinó la identidad nacional de Francia e Inglaterra, cada una opuesta a la otra.

Para mi padre, Europa era sin duda extranjera y la Unión Europea era una de esas «viles artimañas» que nuestro himno nacional insta a los patriotas británicos a desbaratar. Una vez, por Navidad, le regalé un euro de chocolate grande y lo devoro al instante haciendo rechinar los dientes con un deleite teatral. Conservador activo durante toda su vida, en la vejez se pasó durante un breve periodo al UKIP, el Partido de la Independencia del Reino Unido, lo que me horrorizó. De haber estado vivo en 2016, sin duda habría votado a favor del Brexit.

Doy gracias por la suerte histórica de haberme criado en Inglaterra, una tierra que amo, pero ese dato geográfico no me hizo europeo. Tomé conciencia de ser europeo entre aquel día de 1969 en que por primera vez, siendo un colegial, inhalé humo de cigarrillos Gauloise y la firma de libros en el Budapest revolucionario de 1989. Mi diario, en la entrada del viernes 12 de agosto de 1977, recoge una velada en una pizzería de Berlín Oriental con Karl, un «electricista, guía cinematográfico y taxista» austriaco, a quien mi yo de veintidós años, licenciado en Oxford y engreído, describe como un «compañero europeo claramente civilizado». (No sería bueno tener un compañero de pizza incivilizado, ¿no?). Aun así, un «compañero europeo».

Este libro es una historia personal de Europa. No es una autobiografía. Es más bien un libro de historia ilustrada con relatos memorialísticos. Recurro a mis diarios, cuadernos, fotografías, recuerdos, lecturas, a lo que he visto y oído a lo largo del último medio siglo, pero también a las remembranzas de otros. Así pues, cuando digo historia «personal», no me refiero solo a la mía, sino a la historia vivida por personas individuales y ejemplificada por sus relatos. Cito conversaciones que he mantenido con lideres europeos cuando eso ayuda a iluminar lo narrado, pero también múltiples reuniones con la llamada «gente corriente», que muchas veces son seres humanos más extraordinarios que sus dirigentes. He visitado o revisitado algunos lugares para informarme, como hacen los periodistas. También he recurrido a las mejores fuentes primarias y a la investigación académica más reciente, como hacen los historiadores. A diferencia de los reportajes y las crónicas que escribí en el momento en que se desarrollaban los hechos, aquí aprovecho plenamente la perspectiva que da el tiempo. A posteriori todo se ve con claridad y, aunque la visión que tenemos a principios de la década de 2020 dista de ser perfecta, algunos hechos resultan ahora más claros.

Siempre procuro ser preciso, veraz y justo, pero no pretendo ser exhaustivo, imparcial u objetivo. Un escritor griego joven dibujaría una Europa diferente, y lo mismo cabe decir de un anciano finlandés, un nacionalista escocés, un ecologista suizo o una feminista portuguesa. Los europeos pueden tener numerosas patrias, pero nadie se siente igual de a gusto en todas las partes de Europa.

Si nuestros espacios son diferentes, también lo son nuestros tiempos. Por ejemplo, algunos de mis amigos polacos se movían en la clandestinidad a principios de los ochenta, durante un periodo de intensa represión: usaban nombres falsos, cambiaban de vivienda furtivamente por la noche y enviaban mensajes cifrados para todo el mundo igual que los miembros de la resistencia polaca clandestina durante la ocupación nazi en la Segunda Guerra Mundial. En un viaje que hice para verlos, escribí en mi diario ≪Salida de Heathrow: 1984; llegada: 1945≫. Es posible que distintas generaciones habiten épocas distintas pese a vivir en el mismo sitio. Mi 2023 no es el 2023 de mis alumnos. Cada persona tiene su propio «nuestros tiempos».

Por tanto, si en la actualidad hay unos ochocientos cincuenta millones de europeos —empleando una definición geográfica amplia de Europa que incluye Rusia, Turquía y el Cáucaso— entonces existen ochocientos cincuenta millones de Europas individuales. Dime cuál es tu Europa y te diré quién eres. Pero ni siquiera ese marco es lo bastante amplio. La identidad es una mezcla de las cartas que nos han tocado en suerte y de lo que hacemos con ellas. Es asimismo una mezcla de cómo nos vemos a nosotros mismos y cómo nos ven los demás. Los europeos, que tienen una marcada tendencia a la autocomplacencia, también necesitan verse a través de los ojos de los no europeos, sobre todo en la enorme porción del mundo que ha experimentado el colonialismo europeo.

No obstante, aunque todos tenemos nuestra época personal y nuestra propia Europa, ambas se sitúan dentro de marcos temporales y espacios compartidos. La Europa de hoy no se entiende a menos que nos remontemos al periodo que Tony Judt resumió en el título de su historia de Europa a partir de 1945: Posguerra. Pero ese marco de posguerra se solapa y en aspectos importantes queda reemplazado por la Europa pos-Muro, la que surgió tras la caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989, la desaparición de la Unión Soviética en diciembre de 1991 y el final de la división de nuestro continente en dos bloques hostiles durante la Guerra Fría. En las páginas siguientes ofrezco un relato personal y una interpretación de la historia de Europa en esos marcos temporales superpuestos de la posguerra y el pos-Muro.

El periodo posterior a la caída del Muro no fue una época de paz ininterrumpida en Europa. Se produjeron la sangrienta desintegración de la antigua Yugoslavia en los noventa, atrocidades terroristas en numerosas ciudades europeas, el ataque ruso a Georgia en 2008, la toma de Crimea en 2014 y el posterior conflicto armado en el este de Ucrania, que todavía continua. No obstante, para la mayoría de los europeos ese periodo también podría definirse como la Paz de los Treinta Años. Eso terminó con la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia el 24 de febrero de 2022, con la que se inició una guerra de una magnitud y un horror no vistos en Europa desde 1945. Y en 1945 es donde debe empezar nuestro relato.

[… ]

Al salir de una prisión comunista en los años ochenta, Václav Havel expresó un pensamiento […]: «La esperanza no es un pronóstico —dijo—. Es una orientación del espíritu, una orientación del corazón».  La esperanza es «la capacidad de trabajar por algo porque es bueno, no solo porque exista la posibilidad de tener éxito. […] No es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, con independencia de cuál sea el resultado».

Pese a todos sus defectos, límites e hipocresías, pese a todos los contratiempos de los últimos años, la Europa de hoy sigue siendo mucho mejor que la que me dispuse a explorar a principios de los setenta, por no hablar del infierno que mi padre encontró en su juventud. Es asimismo mejor que las de los siglos anteriores, incluida la Europa de antes de 1914 idealizada por Stefan Zweig. De hecho, adaptando las famosas palabras de Churchill respecto a la democracia, podríamos decir que esta es la peor Europa posible, a excepción de todas las otras Europas que se han ensayado de vez en cuando. Tiene sentido defender, mejorar y ampliar una Europa libre. Es una causa en la que merece la pena depositar la esperanza.


Imagen a partir de la cubierta, diseño de Penguin Random House Grupo Editorial.
Foto: © John Peter, Askew’s book WE II: Photographs from Russia 1996-2017. Kerber Berlin, 2022


Entrevista con Timothy Garton Ash en https://www.nuevarevista.net/timothy-garton-ash-los-europeos-nos-volvimos-arrogantes-y-perezosos/

Historiador y periodista británico. Profesor de estudios europeos en la Universidad de Oxford y Senior Fellow del Instituto Hoover (Universidad de Stanford).