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Parece que sucedió hace bastante tiempo, pero solo han transcurrido cuatro meses desde que nos tuvimos que confinar a causa de la pandemia del Covid 19. A finales de febrero o principios de marzo de este año, las informaciones sobre el brote epidémico surgido en Wuhan a causa de un coronavirus abandonaron las páginas dedicadas a la información internacional para ocupar grandes titulares en nuestros medios de comunicación. Días después nos recluimos en nuestras casas, nos habituamos a la mascarilla y a mantener las distancias entre nosotros, mientras sufrimos por las víctimas y aplaudimos al personal sanitario. La economía se desplomó y millones de empleos estuvieron en peligro.

Al comienzo del 2020 se habían dado los primeros pasos del nuevo ciclo político europeo, tras las elecciones del Parlamento de Estrasburgo y la llegada de nuevos liderazgos al frente de las instituciones comunitarias. Las consecuencias negativas de la crisis financiera no estaban totalmente superadas. Los niveles de endeudamiento público y privado eran elevados, y las desigualdades sociales y territoriales se habían incrementado. Las tensiones internas en el seno de la UE reflejaban fracturas preocupantes, tanto entre los países del Norte y del Sur como en el eje Este-Oeste. Más allá de nuestra frontera exterior común, el abandono del Reino Unido y la hostilidad manifestada en diversas ocasiones por Donald Trump generaban incertidumbres sobre la fortaleza del vínculo trasatlántico, mientras los flujos de refugiados y las demandas de asilo no habían encontrado aún una respuesta mínimamente satisfactoria. Por todo ello, Europa afrontaba la entrada en la nueva década con la necesidad de reflexionar en profundidad sobre el futuro del proceso de integración y la definición de una visión estratégica común, con el compromiso de hacer frente a nuestra pérdida de relevancia en el plano global.

Nos preguntábamos qué hacer para combatir el cambio climático y responder al poder creciente de las grandes empresas tecnológicas, ninguna de ellas europea; cómo abordar la desaceleración económica tras varios años de expansión evitando los riesgos de una guerra comercial entre Estados Unidos y China; qué papel debía desempeñar Europa ante la crisis del multilateralismo y la emergencia de fuertes tentaciones proteccionistas. En el plano político, junto al seguimiento de las turbulencias generadas por el Brexit y los sobresaltos creados por los tuits de Trump, observábamos con preocupación la expansión de tendencias autocráticas en una serie de países relevantes, desde Rusia a China pasando por Turquía, y el deterioro democrático en algunos países miembros de la Unión, como Polonia y Hungría. Todas esas preguntas siguen estando vigentes. Pero a ellas se añade ahora el análisis de las consecuencias de la pandemia sobre las posibles respuestas.

La nueva Comisión liderada por Úrsula Von der Leyen ha tratado de marcar orientaciones y asumir compromisos adecuados a esos retos. La presidenta definió su equipo como “una Comisión geopolítica”, que reafirmase la autonomía estratégica de la UE para no quedar a merced de las relaciones de poder entre Washington y Beijing o de las grandes compañías tecnológicas. Estableció prioridades claras en torno a un “Green Deal” para luchar contra el cambio climático, y se propuso acelerar el ritmo de digitalización de la economía y de su regulación, recuperando el terreno perdido frente a Estados Unidos y China. La Unión Europea debía avanzar en ambos terrenos para recuperar competitividad, y hacer valer el derecho a la privacidad y al uso adecuado de los datos, al tiempo que se garantizaba la seguridad frente a posibles ciberataques. De todo ello debía hablarse en la Conferencia sobre el futuro de Europa, a celebrarse entre la primavera de 2020 y la del 2022.

¿Hasta qué punto ha obligado la pandemia a revisar esa estrategia? A diferencia de lo ocurrido en la crisis financiera, la Unión Europea ha reaccionado a tiempo, mostrando su determinación de hacer frente a las consecuencias del Covid 19 con la mayor contundencia y unidad posibles. Actuar de otra manera no solo hubiese supuesto una enorme equivocación en detrimento de los intereses comunes de los países miembros, sino también un riesgo cierto para el propio proyecto de integración, generando la desafección de millones de ciudadanos respecto de “Bruselas”.

“A diferencia de lo ocurrido en la crisis financiera, la Unión Europea ha reaccionado a tiempo, mostrando su determinación de hacer frente a las consecuencias del Covid 19 con la mayor contundencia y unidad posibles”.

Esta vez no es posible entablar un debate sobre las responsabilidades de unos u otros países en los orígenes de la crisis. Ni tampoco cabe argumentar que quienes se ven más afectados por la pandemia son quienes deben llevar a cabo los mayores esfuerzos para superarla. El shock es de exógeno y de naturaleza simétrica, aunque sus efectos golpean de manera desigual a algunos países por razones que no les son imputables a sus autoridades, sino más bien a las características de su sistema productivo o a sus fragilidades estructurales. El peso relativo de sectores como el turístico o el transporte aéreo, altamente integrados en el mercado interior en beneficio de todos, ofrecen un buen ejemplo del interés en encontrar soluciones satisfactorias tanto para quienes detentan una posición fuerte por el lado de la oferta como por quienes más se sitúan en el lado de la demanda.

“Esta vez, no cabe argumentar que quienes se ven más afectados por la pandemia son quienes deben llevar a cabo los mayores esfuerzos para superar la crisis”

La enorme envergadura de la recesión surgida tras el estallido de la pandemia era inevitable. Tanto por la caída de los intercambios exteriores y de las expectativas económicas, como por la imperiosa obligación de adoptar normas de confinamiento social y paralizar partes relevantes de la economía. Los gobiernos han debido poner en marcha medidas en el ámbito de la protección de la salud, de preservación del tejido productivo y de compensación a los trabajadores y empresas directamente afectados por la caída en picado de la actividad. A medio plazo, la profundidad del descalabro va a depender de la duración de la pandemia y ésta va a estar, a su vez, en función de la disciplina en los comportamientos sociales, la disponibilidad de mecanismos adecuados para el tratamiento de la enfermedad y, sobre todo, el descubrimiento y distribución de la vacuna o vacunas, algo de lo que aún no tenemos certezas. Entre tanto, la utilización de los instrumentos de política monetaria y fiscal disponibles no debe encontrar ahora las restricciones consideradas necesarias en momentos de normalidad, sin perjuicio de que se vayan preparando desde ahora las estrategias a medio plazo para consolidar las cuentas públicas y revertir de manera gradual la acción de los bancos centrales hacia los cauces habituales.

Los riesgos de cara al futuro son considerables. Las desigualdades entre ciudadanos en el interior de cada país, y entre estos en el seno de la UE, ponen a prueba la solidez de los sistemas de protección social nacionales y abonan la necesidad de poner en marcha mecanismos de solidaridad a escala europea que complementen, con instrumentos y prioridades acordes con la nueva realidad, a los ya existentes en el marco de la política de cohesión territorial. La coordinación de las estrategias nacionales en materia de políticas económicas y de reformas estructurales, en el marco del Semestre europeo, cobra una relevancia que no pudieron imaginar hace una década quienes pusieron en marcha ese sistema. Entre otras razones, porque ahora se anuncia la disponibilidad de un ingente volumen de recursos financieros para ayudar a los países de la UE a llevar a cabo sus planes.

Las primeras decisiones de la UE ya están siendo implementadas. Desde la liquidez suministrada por el BCE –más de 1,3 billones de euros comprometidos para comprar deuda en el mercado secundario– hasta el apoyo financiero a los programas de protección de desempleados y de otras actuaciones en el mercado de trabajo a través de SURE, pasando por las líneas abiertas por el Banco Europeo de Inversiones con el respaldo de avales públicos o la nueva ventanilla de préstamos a largo plazo no condicionados acordada por el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE). A ello hay que sumar la suspensión de la aplicación de las reglas del Pacto de Estabilidad y Crecimiento y la flexibilización en el control de las Ayudas de Estado.

A su vez, los países miembros han acordado numerosas medidas en su ámbito respectivo. Desde los ERTE y sus equivalentes en Alemania, Francia, Italia hasta recapitalización con recursos públicos de empresas, pasando por abundantes apoyos a la financiación del tejido productivo. Comparando la reacción actual ante la pandemia con la que se produjo tras el estallido de la crisis financiera de 2008, es evidente que Europa ha reaccionado esta vez con mucha más contundencia. Pero eso no quita que los riesgos sigan estando presentes, y sean considerables. Las medidas de choque adoptadas miran al corto plazo, pues tienden a minimizar los costes de la recesión y a atender las necesidades más urgentes. Ahora llega el momento de pensar en el futuro.

Eso es lo que hace la propuesta de la Comisión Europea para la reconstrucción y relanzamiento de la economía de los 27, que ha sorprendido muy favorablemente por su magnitud y por su ambición. Sumando los recursos asignados al nuevo Fondo, llamado “Next Generation EU”, y los correspondientes a la envolvente financiera correspondiente al marco presupuestario plurianual para el periodo 2021-2027, la suma asciende a 1,85 billones de euros. El Fondo debe utilizarse durante los próximos cuatro años, y dos tercios del total se distribuirán entre los países miembros en base a transferencias directas destinadas a financiar los planes de reforma presentados desde las respectivas capitales, con una clave de reparto ligada al mayor o menor impacto de la pandemia, y según las prioridades relacionadas con los grandes objetivos definidos por la UE, lucha contra el cambio climático y digitalización de la economía.

“Las medidas de choque adoptadas miran al corto plazo, pues tienden a minimizar los costes de la recesión y a atender las necesidades más urgentes. Ahora llega el momento de pensar en el futuro.”

La propuesta está siendo debatida en estos momentos. Los jefes de Estado y de Gobierno van a intentar acordarla a la mayor brevedad, de manera que los recursos puedan empezar a aplicarse cuanto antes. Las posturas de los llamados “países frugales”–Holanda, Suecia, Dinamarca y Austria– aún están alejadas del terreno marcado por la Comisión con su iniciativa, pero el hecho de que esta se base en la propuesta común formulada por Francia y Alemania, junto a la necesidad de salir cuanto antes de la recesión, permiten albergar un optimismo razonable sobre el resultado final de unas negociaciones especialmente complejas.

Además, la financiación del Fondo va a realizarse mediante emisiones de deuda a medio y largo plazo llevadas a cabo directamente por la Comisión, reembolsables gracias a los ingresos derivados de una serie de nuevos impuestos comunitarios. Todo ello implica un cambio sustancial respecto a las medidas de apoyo financiero llevadas a cabo durante la anterior crisis, lo que ha dado pie a que algunos hablen de un momento “hamiltoniano”, en recuerdo del primer secretario del Tesoro norteamericano que decidió, en los momentos fundacionales de su país, asumir la deuda de los estados federados y emitir a cambio deuda mancomunada, creando así una base sólida sobre la que pudo descansar su voluntad de integración en el proyecto común.

Obviamente, la propuesta de la Comisión no va tan lejos. En el caso de que sea finalmente aprobada en sus propios o similares términos, quizás sea un primer paso hacia una Unión fiscal que complemente a la actual Unión monetaria y a la aún incompleta Unión bancaria. Pero en todo caso eso no lo sabremos hasta que, una vez superada la urgencia en hacer frente a las consecuencias de la pandemia, se abran nuevos escenarios caracterizados por un entorno de mayor estabilidad. Lo cual no es óbice para resaltar la importancia política de los pasos dados hasta ahora. Alemania, bajo el liderazgo reforzado de Angela Merkel, ha adoptado una actitud muy diferente a la que adoptó en la crisis financiera, marcada por la excesiva prudencia en la toma de decisiones y por la exigencia de políticas de austeridad, sin calcular bien su impacto negativo sobre el crecimiento ni sus consecuencias sociales. Ahora está liderando, junto a Francia, España y la Comisión, una respuesta más constructiva, con la convicción de que el interés común debe prevalecer sobre los temores de generar incentivos perversos en los beneficiarios del apoyo financiero.

Los desafíos que vamos a enfrentar tras la superación de la pandemia son enormes. En primer lugar, la recuperación del PIB perdido durante esta recesión ha de lograrse cuanto antes, sobre la base de un crecimiento articulado en torno a las prioridades preestablecidas, que siguen siendo válidas: el “Green Deal” y los avances decididos en el campo de la digitalización. A su vez, el crecimiento habrá de ser inclusivo, cerrando las nuevas brechas de desigualdad que se suman a una situación ya intolerable antes de la pandemia, como consecuencia de las bolsas de desempleo de larga duración y los empleos precarios que afectan principalmente a los jóvenes, las mujeres y los inmigrantes. Todo ello va a requerir, además, la eliminación de las barreras existentes en el seno del mercado interior, que sigue siendo la base más sólida sobre la que asentar una senda de crecimiento sostenible e inclusivo. En particular, si la pandemia tiene como consecuencia la aceleración de las tendencias que apuntan a una cierta desglobalización.

La coordinación de políticas económicas de los 27 deberá llevarse a cabo a través de una gestión del Semestre europeo menos burocrática y más integrada en los debates de carácter estratégico, tanto nacionales como a escala de la UE. La hoja de ruta para culminar el diseño de la Unión Económica y Monetaria, que complete la Unión Bancaria, avance hacia la Unión fiscal, desarrolle la Unión de los mercados de capitales y refuerce el papel internacional del euro. Esa agenda ha de incluir también la simplificación de las reglas actuales del Pacto de Estabilidad y Crecimiento cuando su vigencia sea restablecida, sobre la base de criterios de disciplina presupuestaria más razonables. La consolidación fiscal, tras el aumento de los déficits y de los niveles de deuda que se están produciendo durante este periodo, requiere la definición de una estrategia a medio plazo creíble y viable. Para ello hará falta desplegar esfuerzos que conduzcan a amplios consensos. La gobernanza que conocimos en la década anterior, protagonizada muchas veces por las “troikas” y los “hombres de negro”, tiene que dar paso a un modelo muy diferente, bajo la convicción de que la sostenibilidad de las finanzas públicas forma parte del interés común, sin necesidad de añadir más líneas de fractura política y social a las ya creadas por una catástrofe económica cuyos orígenes no tienen que ver con comportamientos irresponsables por parte de las autoridades o de los interlocutores sociales. Los avances que se puedan producir en el ámbito de la política fiscal permitirán, además, reequilibrar el pilar económico de la Unión Económica y Monetaria, descargando al BCE de responsabilidades que en puridad no corresponden a la autoridad monetaria.

La Conferencia sobre el futuro de Europa, que se abrirá en el segundo semestre de este año bajo la presidencia alemana de la UE, tiene que definir una agenda de reflexión y debate conectada con la realidad. Más que dar lugar a elucubraciones sobre cambios institucionales y reformas de los Tratados, deberá responder a preguntas que muchos nos hemos formulado durante los meses de confinamiento. ¿Qué puede hacer la UE en materia de protección de la salud de los europeos para completar las acciones que lleven a cabo sus países miembros? ¿Cuál ha de ser el grado de autosuficiencia europea en materia de producción de medicamentos? ¿Cómo aprovechar mejor las capacidades de nuestros investigadores en el campo de la salud, de la investigación y de la lucha contra las pandemias? ¿Hasta qué punto es posible, y en su caso deseable, recuperar cadenas de valor que se habían ido deslocalizando fuera de nuestras fronteras? ¿Qué cambios habrían de introducirse en la política de competencia para protegernos del excesivo poder de mercado de las grandes empresas tecnológicas o de los inversores chinos apoyados por ayudas públicas? ¿En qué debe consistir una política industrial europea del siglo XXI, de manera que evite intervencionismos que ya demostraron en el pasado ser ineficaces y muy costosos?

Los riesgos económicos no van a proceder solo de nuestras propias carencias y errores. Las tensiones entre China y Estados Unidos, los desequilibrios que están surgiendo en grandes economías emergentes, o la carencia de una gobernanza global basada en el multilateralismo y la asunción de responsabilidades colectivas, son cuestiones pendientes que no parecen tener aún respuesta, a pesar de que la pandemia ha contribuido a poner en evidencia la lista de cuestiones no resueltas. La necesidad de acciones colectivas en el plano global, evidente para hacer eficaz la lucha contra el cambio climático o para evitar las dinámicas proteccionistas y las guerras comerciales, encuentra ahora un nuevo y poderoso argumento con las enseñanzas que a todos nos han proporcionado estos meses. En definitiva, los desafíos no han cambiado de naturaleza con la pandemia. La mayoría son quizás aún más evidentes, y a ellos se han venido a sumar otros nuevos.

Sin embargo, hasta el próximo mes de noviembre esas preguntas corren el riesgo de no encontrar respuestas claras. La importancia del resultado de las próximas elecciones americanas, que decidirán la permanencia o la salida de Trump en la Casa Blanca, es mucho mayor de lo que pudimos imaginar hace ahora cuatro años, e incluso de lo que percibíamos a comienzos de 2020. La actitud que Europa adopte a partir de ese momento, sea cual sea el veredicto que pronuncien los votantes estadounidenses, será clave. Si Trump permanece, la UE estará obligada a intensificar su acción exterior, definiendo su papel como el mejor defensor de los valores y principios de la democracia liberal ante el resto del mundo. La gobernanza de la globalización será una responsabilidad que recaerá de manera muy principal sobre nuestros hombros. El concepto de autonomía estratégica tendrá que dotarse de contenido real en muchos ámbitos en los que hoy no deja de ser un deseo con bastantes grados de abstracción. Si por el contrario Joe Biden pasa a ocupar el Despacho Oval, la relación transatlántica recibirá un nuevo voto de confianza, y muchas de las tareas pendientes podrán ser llevadas a cabo junto con nuestro mayor y más antiguo socio en el plano internacional. Pero ello no querrá decir que los términos de la relación vayan a ser los mismos que prevalecieron durante muchas décadas. Ya supimos con Obama que los Estados Unidos del siglo XXI observan al mundo sin centrar todas sus miradas en el continente europeo.

“Si Trump permanece, la UE estará obligada a intensificar su acción exterior, definiendo su papel como el mejor defensor de los valores y principios de la democracia liberal ante el resto del mundo.”

Por todo ello, de una manera u otra, ya sea con la tranquilidad de recuperar la amistad con la Casa Blanca, o con la zozobra de saber que quien la ocupe no es nuestro amigo, la UE debe seguir apostando por las prioridades ya establecidas a comienzos de este año, pero con la determinación que se deriva de saber, tras la pandemia, que el éxito de nuestros propósitos es aún mucho más necesario.

Presidente del Centre for European Policy Studies (CEPS). Exministro y exVicepresidente de la Comisión Europea