La figura del filósofo catalán Eugenio d’Ors (1881-1954) ha estado parcialmente oculta durante mucho tiempo por varias razones, como pueden ser su oficio de glosador en la prensa, su filiación política o su dedicación a la crítica literaria y de arte, así como su fuerte estilo literario, que lo alejaba de la filosofía académica al uso; sin embargo, recientemente está siendo reivindicada su obra, así como su talla intelectual. Estamos asistiendo en los últimos tiempos a un creciente interés por su pensamiento, de lo que es prueba la avalancha de reediciones de sus obras que diversas editoriales están llevando a cabo.
Aunque a menudo se considera a Eugenio d’Ors como un autor dedicado a la crítica de arte, en su obra desarrolla una sólida teoría estética, una poética en sentido clásico, y «si —como escribió Aranguren — toda Estética es Filosofía, la de Eugenio d’Ors lo es en grado eminente y además ha coloreado artísticamente su Metafísica y su Ética». La estética orsiana, a la que d’Ors denomina arbitraria, es una estética vital, llena de ética sin resultar moralizante, que apela al lector y al espectador del arte. Es una estética vivida. En ella la Belleza no es un ideal separado de la vida, sino que es algo práctico, vivible. En este sentido, a continuación trazo un breve recorrido por las principales obras de Eugenio d’Ors para tratar de desentrañar las originales tesis estéticas del pensador catalán, en su relación con la más clásica tradición estética y con su presencia en el debate estético contemporáneo. Todo ello resalta la condición de Eugenio d’Ors de enclave privilegiado para la comprensión de la historia estética y del reciente panorama en la eterna indagación en torno a la belleza y la creación artística.
Arte, razón y vida
Eugenio d’Ors nació en la Barcelona de 1881, es decir, cuando y donde se estaba fraguando el modernismo como rechazo romántico del positivismo del siglo XIX. Este hecho va a ser capital, ya que en un principio el filósofo va a instalarse en este rechazo del ochocentismo que el modernismo lleva a cabo. D’Ors mantendrá siempre esta actitud de rechazo hacia el positivismo decimonónico, pero desde muy pronto abandonará el modernismo. La crítica modernista al positivismo se va a anclar en el individualismo y el naturalismo, en la autonomía del arte, en la idea de la incomunicabilidad de la realidad, que deviene creación subjetiva del individuo, todo lo cual drena en una neta oposición entre naturaleza y libertad —el artista se deja invadir por la naturaleza—. Frente a estas tesis, que prosiguen en la órbita del romanticismo de principios del siglo XIX, D’Ors buscará un proyecto renovador de la cultura en que junto al arte tenga cabida la razón.
El temprano abandono de D’Ors de los planteamientos modernistas pone de manifiesto que el autor catalán descubrió, desde el principio de su actividad intelectual, que el romanticismo implica exclusión. Si el positivismo no admite la dimensión vital en sus desarrollos, el romanticismo con el que reacciona el modernismo tampoco da cabida en sí a la racionalidad. De este modo, el filósofo se va a oponer, durante toda su vida y toda su obra, justamente a esta exclusión de dimensiones de la realidad, de manera tal que toda su obra y toda su vida serán el intento constante de integrar razón y vida en un planteamiento unitario.
Desde 1904 el proyecto renovador de Eugenio d’Ors se llamará Noucentisme, y precisamente propondrá su reforma a través de la estética. Si el modernismo desgaja al hombre haciendo incompatibles naturaleza y libertad, la estética noucentista, el arbitrarismo, sostiene que la voluntad impone orden en la naturaleza, conciliando ambas dimensiones. Es el arte quien permite, así pues, entender al ser humano de modo unitario, pues es en el arte donde se manifiesta la belleza, que es obligación de los fenómenos —como aprendió D’Ors de Schiller (1759-1805)— y, al propio tiempo, categoría que ordena la acción humana. Esa armonía entre lo espiritual y lo material, que permite entender al hombre en toda su unidad, es lo propio de la cultura clásica, por lo que el arbitrarismo propondrá un retorno a los ideales clásicos. Por su parte, el noucentisme orsiano centrará también su acción en la política, entendida como misión renovadora de la sociedad, y sobre todo en la publicación de las glosas, más aún al no obtener la cátedra para la que D’Ors opositó. Así, D’Ors será ya un filósofo cercano, leíble.
Cézanne y la oftalmia trascendental
Uno de los primeros descubrimientos realizados por D’Ors en Cézanne (1921), su primer libro propiamente estético, es que desde fines del siglo XIX sólo caben aprendices o histriones, debido al problema de la oftalmia contemporánea, que inhabilita para ver como los clásicos, con mirada lúdica. Esta oftalmia es como un espasmo acomodaticio —dolencia consistente en la contractura de los músculos que acomodan el cristalino para enfocar, que se agarrotan después de fijar la vista durante mucho tiempo seguido—. Como en el caso del espasmo acomodaticio, el mundo moderno se ha dedicado en exceso a la abstracción, y fruto de ello se ha producido la oftalmia trascendental, que le impide enfocar, ver bien. Si este problema de la visión subyace a la obra del pintor provenzal Paul Cézanne (1839-1906) y al estudio que de él traza D’Ors, el método seguido por éste consistirá en buscar la verdadera imagen del pintor al ir mostrando las visiones borrosas que de él se tienen. Al igual que el valor del pintor, su ángel, consiste en hacerse un aprendiz, D’Ors se hace también aprendiz y ensaya las diversas visiones hasta dar con la auténtica imagen de Cézanne. D’Ors hace de su libro una aplicación a la práctica de lo que el libro predica. Mi tesis es que el verdadero propósito de D’Ors no es tanto hablar de Cézanne, sino ejemplificar con el pintor, y con el propio libro, el camino para salir de la oftalmía trascendental.
Por otra parte, en Cézanne se expone el gran problema que aqueja al pintor y a todo el mundo moderno, un mal del alma: la falta de visión y la impotencia para actuar, que caracterizan a las épocas barrocas. Este es el verdadero interés, a mi modo de ver, que guía a D’Ors en este libro. El concepto de barroco, clave en la filosofía orsiana, había aparecido anteriormente, pero es aquí donde se articula de modo amplio por primera vez. Otro de sus descubrimientos de D’Ors en Cézanne consiste en la búsqueda del ángel del pintor, ya que la visión correcta de Cézanne consiste en verle en su ángel. Una vez más, a D’Ors le interesa más que ver bien a Cézanne, aprender a ver bien, a ver el ángel.
El ángel de Cézanne está, según D’Ors, en su vuelta al orden, a la jerarquía, al clasicismo, por medio de una Cuaresma que sigue al Carnaval impresionista, y que rehabilita los valores de construcción frente a los valores líricos de lo barroco. Anticipa aquí D’Ors la que será tesis central de Tres horas en el Museo del Prado. Cézanne enseña con el esfuerzo de la mano, ya que la vista está enferma, la vuelta a esos valores clásicos. Y eso se enseña aprendiéndolo. Es lo mismo que hace el propio D’Ors al escribir Cézanne. Así, lo importante del libro no está tanto en lo que dice sino en decirlo.
Estética práctica: Tres horas en el museo del Prado
En Tres horas en el Museo del Prado (1923), D’Ors vuelve a hacer un ejercicio práctico de su teoría. Las tres horas son fruto de lo que le mueve: realizar un esquema eónico, y no una crítica de arte o un estudio de estilos históricos. Así, D’Ors no está haciendo una estética en el sentido usual, sino en sentido orsiano. Está buscando el ángel, el eón, el universal concreto. Esa es la estética de D’Ors: que de la belleza hay que hablar en términos figurativos, ya que es en la razón figurativa, que descubre la belleza presente en todo, donde se dan la mano la necesidad y la libertad. D’Ors, efectivamente, no presenta su teoría estética en este libro, no teoriza, sino que más bien la lleva a cabo. Por eso este libro es un libro de estética, pero no en sentido clásico, sino en sentido práctico, pues busca ver el arte en la vida. De la anécdota de la obra de arte particular, D’Ors se eleva a la categoría, al orden, que es belleza y es racionalidad. D’Ors no demuestra una teoría, sino que muestra ese juego de necesidad y libertad, esa armonía en la belleza de razón y vida.
Lo que hace es precisamente lo contrario de lo que hace la Modernidad. Como ésta tiene la racionalidad dañada, acaba por centrarse en el contenido de conciencia; no importa lo pensado sino el pensamiento; no importa la verdad sino la certeza; no importa lo preguntado sino el método, la pregunta. En cambio D’Ors, como busca superar esa crisis y retornar a la visión clásica, no se dedica a teorizar sino que con su obra muestra lo que quiere decir. Pasa de puntillas por el contenido de conciencia, por el pensamiento, y se adentra de lleno en aquello que le interesa.
Lo Barroco, pasión por la vida
El libro más importante por su contenido y más influyente por sus repercusiones, de la entera obra orsiana es, a mi juicio, Lo barroco (1935). Desde el debate de Pontigny, sostenido en torno a ese tema en el verano de 1931, Eugenio d’Ors se convirtió en un referente internacional en estética y en crítica cultural y artística. En Lo barroco muestra como en ningún otro lugar su pasión por la vida y su aspiración de racionalidad. D’Ors ama lo barroco, el sentimiento, la contingencia, pero no está dispuesto a dejarse arrastrar por la irracionalidad y el panteísmo dinamista propio de lo barroco y de la Modernidad. Así, D’Ors se convierte en Ulises que, amarrado al seny, no olvida los cantos de sirena del sentimiento y la vida pero tampoco sucumbe a ellos. Esa es su clasicidad.
Con todo, ese miedo a caer en el abismo de la irracionalidad le lleva a exagerar la postura racionalista de tal modo que parece que D’Ors aborrece lo barroco y lo que en él se contiene. Sin embargo, ama el contenido —que no es exclusivamente suyo— de lo barroco —naturaleza, vida, sentimiento— pero rechaza la manera en que el eón barroco se deja imbuir por todo ello: al margen de la racionalidad, panteísticamente, al modo de la Modernidad. El panteísmo barroco y moderno procede de la inconmensurabilidad de movimiento y razón, pero si el movimiento no cabe en la razón, sí tiene lugar en el seny, que, como la ironía socrática, conoce los límites del conocimiento y advierte que el movimiento es irracional sin rechazarlo por ello. El seny, más bien, lo admite jerárquicamente por consistir en una racionalidad ampliada.
En Lo barroco, d’Ors parece inclinado a despreciar el contenido de lo barroco, tachándolo de hereje. Sin embargo, el contenido de lo barroco —vida, naturaleza, movimiento— no tiene carácter negativo, ya que, si no caben en la pura razón, sí son admitidos necesariamente en el seny. Esa es la clave del recurso orsiano al clasicismo: la integración de dimensiones valoradas jerárquicamente que en él se opera, y si lo clásico integra alternativas por medio de la unidad y la discontinuidad, en lo barroco, por la continuidad, se absolutiza un opuesto y se rechaza totalmente el otro.
Si el barroco es opuesto al clasicismo es precisamente porque en lo barroco se da la disyunción razón-vida, mientras que en lo clásico no. El eón clásico no es la opción por la razón al margen de la vida frente a la barroca opción por el puro sentimiento. Esa opción por la razón frente al sentimiento ya es barroca. El verdadero opuesto al barroco —en cuanto sentimental— es el barroco —en cuanto racionalista en sentido moderno—. El problema nace de equiparar el contenido dominante en un determinado eón con el hecho de que ese contenido domine en ese eón: sentimiento, vida, naturaleza, que dominan en el eón barroco de forma panteística, no son patrimonio exclusivo de lo barroco, sino que el eón clásico los asume jerárquicamente, sin que por ello dominen en él.
Finalmente, hay que señalar que la oposición clásico-barroco no se identifica con la oposición razón-vida, como a menudo se ha sostenido. D’Ors no es un pensador de dualismos —razón-vida, clásico-barroco— sino de unidad, de integración jerárquica, que, por medio del seny, del ángel, del universal concreto, admite jerárquicamente el elemento irracional como necesario, y le otorga un valor positivo. Eugenio d’Ors ama el contenido de lo barroco. Esa es su clasicidad. Ese es su gran logro.
Picasso y apariencia de Picasso
De entre las obras estéticas de madurez, Picasso (1930) va a suponer, a mi juicio, un hecho singular, pues en él se va a mostrar la oftalmia de Eugenio d’Ors. Para el filósofo, tras la Cuaresma cézanniana Picasso ha de ser el primer autor de la Pascua, si bien en el momento de publicarse el libro no ha mostrado aún toda su clasicidad sino que, veleidosamente, se empeña en esconderla. Pero ese disfraz, esa apariencia de Picasso, que D’Ors considera un mero devaneo, es realmente Picasso. D’Ors se obstina en poner el ángel de Picasso en su constancia y en su valor constructivo, por más que el pintor aún no lo haya mostrado totalmente. Sin embargo, sólo con el tiempo llegará a advertir que Picasso no es clásico y, por tanto, dentro de su propia manera de entender las cosas, Picasso es oftalmópata. Y como él, D’Ors, en su insistencia en adscribir a Picasso en el eón clásico, ha incurrido también en una especie de oftalmia.
Pese a la oftalmia que manifiesta al tratar de Picasso, se debe reseñar lo que a mi juicio es un logro de este libro orsiano. Se trata del problema constructivo de la pintura: la jerarquización entre objeto y espacio. En Picasso, D’Ors va a definir al eón clásico por su metafísica, consistente en jerarquizar las cosas sobre el espacio, en un ejercicio de uso de la inteligencia. Si el impresionismo es el triunfo del espacio sobre el objeto en un difuso todo pseudodivino, en la clasicidad los objetos son particulares y dominan al ambiente. Son, pues, substancias independientes que reflejan la participación en un Ser en Sí trascendente.
En Teoría de los estilos y Espejo de la arquitectura (1945) recopila artículos muy distantes entre sí en el tiempo y en ocasiones también en la temática, pero, a pesar de ello, hay que señalar la unidad profunda del libro. Lo que confiere esa unidad es el espíritu orsiano de continuidad, su espíritu de anclaje en la verdad. Pero esta continuidad no es terquedad ni rechazo a otros temas desconocidos sino afán de avance en la verdad, espíritu clásico, porque, según se ha consignado ya, la actitud clásica consiste en continuar una tradición. D’Ors, que es clásico, no abandona nunca definitivamente ningún tema, porque sabe que no ha agotado nunca del todo la verdad que allí palpita.
La síntesis del pensamiento orsiano
Con El secreto de la filosofía (1947) y La ciencia de la cultura (1964), D’Ors va a poner de manifiesto que es un autor sistemático, en el preciso sentido de que todo su pensamiento es coherente porque se rige por una serie de líneas maestras. Estas dos obras, síntesis de su pensamiento, van a mostrar también, a mi juicio, que es desde el pensamiento estético desde donde hay que entender a Eugenio d’Ors. Las nociones clave sobre las que articula ambas síntesis de su pensamiento son precisamente nociones estéticas o, en todo caso, nociones que deben interpretarse estéticamente. Así, ángel, eón, seny, forma, figura, nimbo, pese a aludir a otras disciplinas, funcionan en el pensamiento orsiano como categorías estéticas.
Por su parte, El secreto de la filosofía pone de relieve que la filosofía orsiana es dialéctica, ironía en la más pura tradición socrática, consciencia del carácter no definitivo del propio pensamiento, exactamente al contrario de lo pretendido por la Modernidad y su afán absolutizador. D’Ors parte de la apertura propia de la existencia, de la oposición radical entre libertad —potencia— y todo lo demás —resistencia—, pero en la medida en que no hay libertad si no hay todo lo demás. Los límites no me son algo extraño, extrínseco, sino que precisamente por ellos me defino. El ser es figura en virtud de los límites. Así, las realidades tienen carácter de nimbo, y sólo viéndolas así se ve bien. Es así cómo se conoce en ideas, que ni son puros conceptos al estilo racionalista, ni son meras percepciones al modo empirista. En las ideas se aprecia lo universal en lo concreto, el ángel, el eón, el germen, realidad y vocación a un mismo tiempo, conceptos todos ellos que —frente a las banderas de la Modernidad— se definen por ser no excluyentes.
El gran mérito de La ciencia de la cultura es, por un lado, la sistematización de la labor de toda una vida, mostrando así que la filosofía orsiana es profundamente unitaria. Por otra parte, se expone patentemente la reacción del pensamiento orsiano contra el historicismo. D’Ors absuelve la historia saliendo de la historia. Al apelar al concepto de eón, constante histórica no mordida por el tiempo, D’Ors muestra la esencia de la cultura, frente a planteamientos como el sostenido por Spengler (1880-1936), por ejemplo, al recordar que si la historia cambia, la cultura permanece. La cultura es una, y donde hay diversidad y multiplicidad es en las civilizaciones. Desde esta concepción de la cultura y los estilos de cultura o eones, y su permanencia, saca a la historia de la aporía historicista por la que la historia o no puede cambiar o no puede permanecer.
Por último, con este libro D’Ors logra iluminar algunos de sus mejores conceptos. Así, en La ciencia de la cultura sienta de modo neto la doble tendencia eónica de fondo, presente en la naturaleza humana: la tendencia a discernir, discriminar, y por medio de la jerarquía ordenar unitariamente cada realidad en conexión con las demás pero sin confundirse con ellas, y, en el otro extremo, la tendencia al desorden y a la anarquía, a la falta de unidad, a la amalgama confusa producida por la continuidad. Así pues, en D’Ors sólo se da un dualismo, que no es el dualismo razón-vida y que más bien debería considerarse una dialéctica entre lo clásico y lo barroco, y que consiste en aunar razón y vida —clasicismo— o divorciar razón y vida —barroco—. No es, pues, el eterno dilema entre Heráclito —vida— y Parménides —razón—, sino entre Heráclito —y Parménides, que es sólo lo mismo dado la vuelta— y el seny. La vida —o la razón abstracta desligada de la vida— frente a la razón integradora de la vida mediante la figuración, el seny.
La estética de Eugenio d’Ors
La estética de Eugenio d’Ors supone un lugar privilegiado para la comprensión de la disciplina estética, por el valor de sus propias aportaciones —su profundización en las problemáticas permanentes de la estética—, por su ascendente clásico y por su proyección de futuro. En la estética orsiana están presentes los autores clásicos de los siglos XVII y XVIII, la querelle des anciens et des modernes, la obra teórica del abate Jean Baptiste Dubos (167-1742), del Pere Yves-Marie André (1675-1764), del abate Charles Batteux (1713-1780) y de Alexander Baumgarten (1714-1762), quienes a su vez van a abrir las puertas al debate entre Winckelmann y Lessing.
Si Descartes había dejado las representaciones sensibles en el campo de lo oscuro y confuso, Baumgarten fundará la ciencia del conocimiento sensitivo, iniciando así un impulso con el que D’Ors se identificará. Precisamente la influencia de Descartes en la querelle des anciens et des modernes, especialmente en Boileau, será enorme, pero ello no obsta el acuerdo profundo de D’Ors con los anciens en su idea de la imposición de orden, de jerarquía, si bien se separará de los antiguos en tanto que ese orden, esas normas, deben emanar del seny y no de la racionalidad abstracta cartesiana.
Autores como André, Batteux, Dubos, continúan la tradición estética hasta Winckelmann y Lessing y su debate en torno del Laocoonte. De Johann Joachim Winckelmann (1717-1768), D’Ors heredará la visión esquemática de la historia del arte, la necesidad de interpretación de contexto cultural en la investigación artística, y la concepción del mundo clásico como fórmula más acertada de las ensayadas por el ser humano a lo largo de la historia, frente al errado barroco. Si bien D’Ors no idealiza la cultura griega como hace Winckelmann, ni rechaza lo barroco como él, sí que es cierto que lucha por la restauración de los valores clásicos en un mundo que a menudo caracteriza como enfermo. D’Ors también es tributario de Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781) en su concepción de las artes, que el alemán diferencia según representen acciones-tiempo o cuerpos-espacio. Esta clasificación es muy cercana a la propuesta por Hildebrand y los formalistas, y por el propio D’Ors, de formas espaciales y formas expresivas. También influye en el filósofo español la diferenciación lessingiana entre los signos de los respectivos lenguajes, así como el rechazo de la confusión barroca entre las artes, que trata de hacer de la pintura poesía. Para Lessing, como para D’Ors, una buena poesía no tiene por qué dar lugar a un buen cuadro.
Pese a sus innegables logros, ni Winckelmann ni Lessing logran salir de la aporía belleza-expresión, y tendrá que ser Schiller quien, mediante la noción de juego, logre una solución plausible, en la que se va a instalar Eugenio d’Ors, continuándola. Como en éste, en Schiller se da una dicotomía entre espíritu y materia —potencia y resistencia orsianas—, y es en el ser humano donde se afirma la unidad entre ambas dimensiones, como, a juicio de ambos, mostró el arte clásico, al que ambos acudirán como referente. La propuesta de Schiller, que D’Ors acoge, pasa por la idea de la belleza que nace de la libertad humana, de modo que la belleza es, al tiempo, categoría ordenadora de las acciones humanas y obligación de los fenómenos. Esta dimensión lúdica de la belleza es la que armoniza naturaleza y libertad. Pero irá más allá al aplicar este esquema a toda actividad y acción humana, y no solamente al arte, como hace Schiller.
Por su parte, coincide con el formalismo en su rechazo de la estética hegeliana —especialmente en su versión historicista croceana— y del romanticismo, en su visión de lo razonable y lo sensible no como opuestos sino como complementarios. Para el formalismo, como para él mismo, el contenido racional, espiritual, de la obra de arte está presente en la forma —que es algo sensible— de la misma. La tesis fuerte de la filosofía orsiana es esta superación del divorcio moderno entre racional y sensible.
Frente a las principales corrientes estéticas del siglo XIX, romanticismo e historicismo, se va a alzar el formalismo. El padre de la escuela formalista, Adolf von Hildebrand (1847-1921), plantea las leyes de la forma —expresividad versus espacialidad— y afirma de ellas que son eternas. Así también lo afirma D’Ors. Además, igual que para él la visión de las formas con predominio del valor espacial es más difícil, lo que induce a la caída en el lirismo sentimental barroco, Hildebrand propone una distinción entre una visión óptica, de las formas que vuelan en términos orsianos, fácil de lograr, y una visión táctil, más ardua. Pero es sin duda Heinrich Wolfflin (1864-1945) el autor que más influye en d’Ors, ya que es el primero en hacer del paso de Renacimiento a barroco un proceso universal y necesario, y al definir los pares de conceptos que rigen ese paso —lineal-pictórico, formas cerradas-formas abiertas, claridad-indeterminación—, que son muy similares a la caracterización orsiana de las formas clásicas y las barrocas, por más que el proceso por el que se pasa de barroco a clásico y viceversa sea distinto en ambos autores, aunque coincidan en la importancia del cambio en la visión.
Para Wolfflin, la disolución de la línea se debe a ese cambio en el modo de ver. Para D’Ors también, aunque no todo el tema de la forma y la visibilidad lo hereda de Wolfflin y del formalismo, ya que la diferencia entre lo plástico y lo visual se debe a Herder, y la diferencia entre lo plástico y lo musical se debe a Nietzsche. La estética orsiana se inserta, pues, en una tradición de ascendencia ilustre. Sin embargo, la propuesta de D’Ors va mucho más allá que la del formalismo, ya que al añadir a la tectónica —el análisis de las formas de la obra de arte— la morfología de la cultura, la noción de eón, y poner en relación las formas que pesan o vuelan con constantes históricas, la estética y la crítica de arte no se quedan encerradas en líneas y construcciones, sino que abre ante sí todo el campo de la cultura y la producción humana.
Sobre lo dicho acerca de la mutua exclusión de belleza y expresión, la distinción formalista entre formas expresivas y formas espaciales, y la distinción orsiana entre formas que pesan y formas que vuelan, basada en la distinción lessingiana entre artes plásticas y espaciales, conviene señalar que Eugenio d’Ors supera esta aporía, al no confrontar expresión y belleza, sino la preeminencia de la expresión o de la constructividad, respectivamente, en una determinada obra de arte o en un determinado estilo artístico, lo que no excluye a la belleza.
D’Ors, Croce y la estética abierta al siglo XXI
Junto con el formalismo y el propio d’Ors, el filósofo napolitano Benedetto Croce (1866-1952) será uno de los principales actores del debate estético contemporáneo. Desde su tesis inicial de que el arte es intuición y expresión simultáneamente llegará a identificar arte e historia e incluso, contra su propio planteamiento, a imposibilitar toda distinción entre tal intuición-expresión artística y el conocimiento racional. Y en la misma línea, su oposición al formalismo —al que tiene siempre enfrente— le llevará a incluir el elemento lírico o sentimental en la intuición-expresión. También en oposición al formalismo sostendrá Croce que el arte es un lenguaje único y no cabe por tanto hablar de los distintos lenguajes empleados por las diversas artes, como —herencia del debate del Laocoonte— sostiene Wolfflin y, a mi entender, también D’Ors. Para Croce no hay artes sino un arte, y es así desde que su concepción del arte excluye todo elemento material —desestimando así la problemática de la técnica—, en el más puro idealismo historicista y, como afirma D’Ors, neohegelianista.
Por otra parte, el problema de la oposición croceana al formalismo estriba en su modo reduccionista de entender el concepto de forma, no admitiendo posibilidad alguna de que la forma de la obra de arte pueda tomar un determinado valor, de modo que forma no equivalga a formato, y su relación con el contenido sea indispensable. Para el formalismo, no se trata tan sólo de que algo sea bello porque sus líneas están dispuestas de una determinada manera, sino que tal obra de arte es bella porque expresa sentimiento o racionalidad precisamente en esas líneas dispuestas de una determinada manera.
La peculiar posición de Eugenio D’Ors en el debate estético más importante del siglo XX, el sostenido por formalismo e historicismo, se hace ostensible en uno de sus libros de madurez, Tres lecciones en el Museo del Prado de introducción a la crítica de arte (1944). En él Eugenio d’Ors viene a reafirmar que, al igual que Croce tiene siempre presente, para discutirlo, al formalismo, D’Ors va a tener siempre enfrente a Croce y al historicismo. Croce será el interlocutor del filósofo español —como muestran sus propios textos— por ser el representante del barroquismo más próximo a él en el tiempo. El historicismo, la corriente teórica más importante del fin de siglo según D’Ors —junto con el modernismo en el arte— supone la última edición hasta entonces del eón barroco, en la medida en que desarrolla un constructo teórico al margen de la realidad y la vida. Una vez más, se trata de la separación entre razón y vida propia de la Modernidad contra la que reacciona, centrando su ataque en esta última versión, el historicismo. De hecho, y por más que a veces pueda parecer lo contrario, sostengo que ésta es la veta barroca con la que D’Ors se enfrenta principalmente, más aún que con el lirismo romántico, porque la veta racionalista, al desligar razón y vida y anclarse en la razón, bloquea a ésta impidiendo la salida de este bucle dicotómico con mucha más fuerza que la veta que apela al sentimiento y deja de lado a la razón.
En el debate estético entre historicismo y formalismo vuelve a mostrar que el eje de su filosofía es estético, que toda la filosofía orsiana es estética, lo que enlaza profundamente con mi tesis de que Eugenio d’Ors es un pensador sistemático pese a ser disperso, ya que la dispersión de su obra es una necesidad de su misma sistematicidad. Y es sistémico porque son las ideas estéticas las que iluminan, dirigen y se buscan a lo largo de toda la obra y la vida de Eugenio d’Ors, a lo largo de toda su heliomaquia intelectual y vital. Pero esta sistematicidad, este carácter sistémico se aleja, a mi juicio, radicalmente de toda pretensión moderna de establecer un sistema de pensamiento cerrado. Para él, el pensamiento debe ser abierto, en tanto que debe incluir en sí, figurativamente, la realidad multiforme de la vida. Eso es lo que pretende y esa será precisamente su aportación al debate estético contemporáneo y a la eterna problemática estética: el eón, el ángel, la figura, son universalconcreto, y, conocidos por el seny, ponen de manifiesto que la belleza, el orden, son el vínculo del ser humano y el mundo, de la razón y la vida. Esa es su propuesta para salir del dualismo excluyente propio de la barroca Modernidad. Por la belleza, D’Ors gana la razón para la vida y la vida para la razón.
El gran descubrimiento de Eugenio d’Ors es la armonía de filosofía y vida. Para mostrar esa convergencia de las dimensiones de la realidad, utiliza la glosa, que busca el ángel o universal concreto. Quien lo alcanza es el seny, la razón figurativa, que descubre la belleza de las cosas y del ser humano. Más aún, descubre que en la belleza se aúnan necesidad y libertad, trabajo y juego. Hombre y mundo son unitarios y compatibles gracias a la belleza. Esta visión unitaria la había perdido la Modernidad por convertir la razón en mera abstracción, dejando los ojos en manos del puro sentimiento. El romanticismo, lo barroco, es fruto del abuso de la razón. Y el remedio para volver a la visión unitaria es precisamente la razón, pero la razón integradora, el seny. Esa unidad de vida y pensamiento es lo que busca. Esa unidad es la que logra en su vida y en su obra, de modo teórico y de un peculiarísimo modo práctico, pero siempre guiado por el amor a los seres humanos, en busca de un mundo mejor.