Antes de entrar directamente en la materia objeto de este ensayo, conviene señalar que voy a tratar sobre imágenes, y doy a este término el preciso sentido que le otorga la semiología contemporánea, sobradamente conocido y que, en razón del lector al que se dirigen estas páginas, creo innecesario explicar detenidamente. A partir de ahí, se trata de preguntarse por el sentido de una determinada sociedad según el examen de su sistema de imágenes. En esta dirección cabe decir que una de las documentaciones más precisas sobre la manera en que percibe una cultura su moral y su misión social se encuentra en las obras que produce su arte literario y visual.
Entrando ya directamente en materia, cabe decir que el cambio fundamental que se produce en la sensibilidad contemporánea data del último cuarto del siglo XIX, esto es, de un Romanticismo que agoniza, aunque sus secuelas sigan percibiéndose aún en nuestros días, y resulta indisociable de una sociedad enteramente sumida, por decirlo muy sucintamente, en los principios de una burguesía triunfante y todopoderosa, cuyo sistema de valores desembocará en las dos últimas guerras mundiales y sin cuyo transfondo es imposible comprender los denominados «movimientos de Vanguardia» ni las representaciones del mundo que se generalizan a partir de aquéllos.
Es, asimismo, el momento del triunfo de los movimientos realistas, naturalistas y simbólicos en el plano de las artes y de la imagen, y en ellos, si se mepermite la simplificación, esta contenido lo fundamental del asunto que nos ocupa, incluida la recuperación de la mujer marginal (Baudelaire y otros), así como el nacimiento del imaginario de una «ciencia-ficción» (La Eva futura) de gran utilidad, según la observación de Arendt para un estudio de psicología de masas (The Human condition, 1958). Cabe decir, sin riesgos de grandes equívocos, que los rasgos fundamentales en el tratamiento de la imagen de la mujer que encontramos en el XX están ya incoados, o explícitamente señalados en el período que va del último cuarto del siglo XIX al primer cuarto del XX; las nuevas condiciones sociales de la mujer, principalmente su ascenso masivo desde el mundo privado de la esfera doméstica (nunca como el siglo XIX estuvo la mujer tan estrechamente recluida en la pura privacidad hogareña) hasta la cruda luz de un trabajo que ya no discurre solo entre las paredes de la casa, sino también en el mundo diáfano de la exposición pública, no han alterado la estructura fundamental que sustenta en nuestros días la imagen de la mujer.
Este mismo hecho, si se repara sosegadamente en él, da que pensar. Y cabe preguntarse a qué modelo responde esta continuidad de fondo pese a contextos sociales diferentes. Si empleásemos demagógicamente la jerga al uso, no habría ningún inconveniente en afirmar que se trata, sin duda, de un modelo «machista», cuyo origen positivista ya he señalado parcialmente. Lo paradójico de esta cuestión es que este modelo ha sido prioritariamente difundido por las propias mujeres (en el mundo anglosajón, la obra, por ejemplo, de Sarah Stickney Ellis, The Women of England: The Social Duties and Domestic Habits, 1830, de gran repercusión en la época; en el caso francés, la obra, entre muchas otras, de la condesa de Bassanville), y hoy en día decididamente creado por ellas (volveré sobre este asunto).
Resulta, por lo tanto, necesario, dirigir la mirada al siglo xix para apreciar mejor diferencias y similitudes en los rasgos que caracterizan la imagen de la mujer contemporánea.
Los rasgos de la mujer contemporánea
El primer rasgo que interesa destacar es la efectiva separación entre mundo público (ámbito del varón) y reclusión en la esfera doméstica (espacio privativo de la mujer) que se va a operar de forma practicamente axiomática con el triunfo de la burguesía comercial primero, e industrial después, en el xix, y expresión, asimismo, de una dicotomía sexual muy marcada. Esta separación existía ya en la época clásica, pero su naturaleza era muy distinta y respondía a la distinción operada en Grecia entre «las cosas necesarias para la vida» de la especie, de cuya atención se ocupaba, efectivamente, la mujer, y que, como todo lo relacionado con los procesos fisiológicos humanos, no podía tener rango público, y la libertad que caracterizaba el mundo de la política, que comenzaba cuando la «necesidad» se había superado y del que estaba excluida la mujer, precisamente por atender a la imperiosa necesidad de los procesos vitales. Esta separación entre público y privado tiende a desaparecer durante toda la Edad Media y reaparece, aunque con otros perfiles, con el paulatino cambio que se opera durante el XVIIy el XVIII de una sociedad aristocrática a otra estrictamente burguesa, en la cual los intereses económicos (ámbito de la privacidad en el mundo clásico) priman sobre la esfera pública. La mujer queda, así, recluida en el espacio doméstico, salvaguarda de un varón expuesto a los más arduos peligros en el proceloso mar de las transacciones comerciales. Augusto Comte, en el libro segundo del Sistema de la política positiva (1854), verdadero vademecum del asunto que nos ocupa, desarrolla perfectamente el programa: «la justa independencia del sexo debe ser vista bajo dos condiciones muy conectadas entre sí: la exención de todas las mujeres del trabajo fuera del hogar y la absoluta y voluntaria renuncia a toda riqueza. Porque las mujeres padecen más a causa de las aspiraciones que crea la ambición de lo que lo hace oír la presión de la pobreza. Sacerdotisas de la humanidad en el círculo familiar, nacidas para mitigar con su cariño la ley, la necesaria ley de la fuerza, las mujeres deben apartarse de toda participación en el poder como algo degradante en sí mismo.De aquí se derivan también los dos rasgos esenciales de la verdadera constitución conyugal, establecidos ya en mi discurso preliminar: la liberación de todo trabajo exterior (al hogar doméstico) por parte de la mujer, y su superintendencia general de la educación doméstica», lo cual, en la concepción de Comte, solo es posible dentro de un régimen de subordinación conyugal. «Tal es, en efecto, la naturaleza de la subordinación conyugal que resulta indispensable para el santo destino que la religión positiva (la religión de la Humanidad) asigna al matrimonio. A fin de desarrollar mejor su superioridad moral, la mujer debe aceptar con agradecimiento el justo dominio práctico del hombre» (A. Comte, Systéme de politique positive, T.II, Anthropos, París, 1852). El mismo Comte, en su afán por la separación de los dos sexos -tendencia dominante en la segunda mitad del siglo y vigente en nuestros días-, es el primero en abogar por una inseminación artificial que no deje ya por más tiempo a los tipos más desarrollados de reproducción a merced de un instinto caprichoso e ingobernable.
La mujer-ángel y la mujer-fatal
Si atendemos ahora a las representaciones iconográficas de la mujer en estos momentos, cabe observar dos grandes tendencias opuestas entre sí: de un lado, la mujer-ángel y la mujer-flor, emplazada en un espacio doméstico o en un jardín -prolongación metonímica del hogar-, imágenes que expresan un paulatino proceso de «desincarnación» o de descorporalización, pues solo así la naturaleza femenina es públicamente admisible -esto es, despojada de su dimensión corporal o fisiológica-. Este proceso da lugar a otro de los ideales de la época, el de la mujer enferma -son cientos las representaciones de la mujer en esta dirección, algunas de ellas extraordinariamente morbosas (véase la pintura, por ejemplo, de Albert von Keller (1844-1920),muchos de cuyos motivos serán recuperados por la iconografía del nazismo)-, hasta llegar a la imagen de la mujer muerta (mitos, por ejemplo, de Ofelia o de Albine, tan recurrentes en estos años, o la imagen de una Isolda muerta, deslizándose por las aguas en una barca de flores), ahora sí, definitivamente espiritualizada en un más allá que la sublima y la hace inaccesible.
De otro lado, nos encontramos como una imagen de la mujer expresiva de una violenta explosión de carnalidad; en este bloque cabe encontrar también un doble movimiento: de fascinación e idolatría por una parte, y de rechazo y odio del cuerpo por otra. Como cabe apreciar, estamos ante un dualismo antropológico de base, más próximo a la visión del mundo protestante que al corpus dogmático católico, el cual, aunque en ocasiones haya podido contagiarse, excluye este dualismo de fondo; digamos que el dualismo razón-corporalidad y el inmediato rechazo del cuerpo que acompaña esta concepción han engendrado históricamente la tendencia a hacer del cuerpo un absoluto -como cabe ver, por ejemplo, en nuestros días-. Aquí, la visión de la mujer en tanto que «madre», esto es, en tanto que generadora, queda singularmente afectada. El odio y el rechazo del cuerpo engendran inevitablemente la idolatría del cuerpo.
Ahora bien, como la misma cita de Comte deja entrever, en este sueño de angelismo femenino el espacio en el que se enclava a la mujer es un espacio doméstico dominado por el ocio (véase, a este respecto, la obra de Veblen, Théorie de la classe de loisir) -excepto para las clases trabajadoras-, lo que diferencia radicalmente la situación de la mujer en estos momentos respecto de épocas anteriores. Según la baronesa Staffe, «es preciso descender de una raza ociosa desde hace cinco siglos para poseer una mano cuya elegancia y forma aristocrática no dejen nada que desear» (Le Cabinet de toilette). En este mismo sentido, y de acuerdo con la separación señalada por Comte, el Dr. E. Auber (1841) señala: «(…) para las mujeres, las funcionespenosas y dolorosas de la maternidad, los cuidados domésticos y todas las obras de caridad; para nosotros, los deberes graves y serios, las funciones importantes [de donde se colige que, en opinión del Dr. Auber, la maternidad no forma parte de esta categoría], la administración de los negocios y todos los peligros; para ellas, la elegancia de las costumbres y los placeres depurados; para nosotros, la contenciónde espíritu, las meditaciones, los estudios y todos los penosos trabajos del cuerpo y del espíritu» (Hygiène desfemmes nerveuses, 1841). No hay que bucear mucho para encontrar en las actuales revistas dirigidas a mujeres, por lo general pertenecientes a un segmento social medio y alto, una concepción, de hecho, análoga a la propugnada por Auber.
La mujer en soledad
De lo que llevamos dicho, cabe sacar tres consecuencias generales. La primera la examinaremos más adelante; ahora interesa señalar cómo las representaciones de la mujer que encontremos en la época harán fundamentalmente referencia a un espacio de intimidad, cuando no de completa soledad, lo que contrasta con la abundancia de representaciones pictóricas -principalmente, escenas de familia- que podemos encontrar en el XVII, e incluso en el XVIII, donde la mujer aparece representada en su relación con otros, en un plano de igualdad y de franca y cordial amistad con el varón. Incluso en las obras en las cuales la mujer desempeñe un cometido activo, lo hará desde el ámbito doméstico, bajo el anonimato familiar, o prestando su inteligencia a un varón que firme por ellas (como, por ejemplo, señala Maupassant en su obra Bel Ami).
En este punto interviene una cuestión que no puede ser considerada menor, porque constituye una verdadera obsesión en la segunda mitad del siglo: la obsesión por la higiene, que acentúa aún más la dicotomía sexual señalada. «Revolución en la limpieza» -diría hoy día un anuncio publicitario-, revolución poco notada, pero grande; revolución en el aseo, embellecimiento súbito en el menage pobre, ropa blanca para el cuerpo, para la mesa, para la cama, para las ventanas: clases enteras, que no la habían tenido desde el origen del mundo, tuvieron acceso a ella (J. Michelet, Le Peuple, Hachette,1846. Véase, asimismo, los artículos «Blanchir», «Blanchissage du linge» y «Lingères» de L’Encyclopédie), y que establece una correspondencia ambigua y compleja entre los indicios de la limpieza (sobre todo corporal) y las marcas de rectitud moral. «Una mujer limpia y aseada es casi siempre -afirma la condesa de Bassanville- una mujer honesta y virtuosa» (La Science du monde, politesse, usages, bien-être, París, J. Lecoffre, 1859). Los Annales d’hygiene publique et de médecine legale (Francia, 1850-51), sobre todo después de la epidemia de cólera de 1832, inciden directamente en las formas de existencia familiar, sexual, alimenticia, en el vestido, etc. La burguesía establecerá normativamente una distancia física, expresión asimismo de su distancia social, que asegure la clausura de las viviendas y la relegación de los servicios, al igual que, en la ciudad, los barrios tienden a espacializarse socialmente: la miseria, sus manchas y promiscuidades repugnantes, recuerdan la animalidad, el pecado y la muerte (en su obra Pot-Bouille, Zola ofrece un excelente ejemplo de las casas y los espacios domésticos horizontal y verticalmente jerarquizados, lo que no se había producido hasta estos momentos. Conviene, sin embargo, señalar que esta obsesión por el distanciamiento y la clausura es más propia de los países del norte de Europa, frente a los países predominantemente latinos). La mujer, en tanto que «matriz» (J. Michelet: «el hombre es un cerebro; la mujer una matriz», en La mujer, una obra fundamental a este respecto) y portadora de la especie, permanentemente sujeta a la herida menstrual desde su pubertad, queda prioritariamente afectada: no deja de ser llamativa a este respecto la focalización que en su novela À rebours, que constituye la primera salida del naturalismo literario hacia los ámbitos del simbolismo, hace Huysmans del sexo femenino en la nidularia, atendiendo al tríptico sémico del nido (maternidad)-sangre y podredumbre (souillure). A ello debe añadirse el descubrimiento, entre los años 1880-1885, de los «microbios», que generan un miedo colectivo a la infección y refuerzan aún más el cometido social de la higiene y de la asepsia. Asistimos, así, en toda la mitad del siglo a una verdadera explosión de «hidrofilia»(no hay salvación, ni física ni moral, fuera del agua) que influye directamente en la poética de la imagen y que ha de unirse a la del cuidado y profusión de la ropa interior y la blancura en los tejidos. Son cientos los cuadros y las escenas literarias que nos presentan este sueño acuático de blancura aséptica, de mujeres en sus baños y tocadores (véase Balzac, en La Fisiología del matrimonio), y de ropa blanca refulgiendo en las aguas de ríos, fuentes y lavaderos; la imagen predominante aquí es la del «encaje», que expresa una particular visión de la feminidad como sueño de licuefacción: encajes y puntillas igual a la espuma aérea de la ola: por ejemplo, una gran parte de la estética impresionista, donde cabe igualmente encontar un doble movimiento: por un lado, la intensificación del pudor, el repliegue en la vida privada y la defensa de una moral intimista y, por otro, un clara tendencia a la aireación, al espacio y a la luz. Puede verse esta misma temáticaen el conocido episodio narrado por Proust en A la búsqueda del tiempo perdido, sobre «les caraffes de la Vivonne», que marca definitivamente la imaginación infantil del narrador. Asimismo, y como contrapunto, en la novela de Balzac Le père Goriot, toda la descripción de la posada, espacio fundamental en la obra, está focalizada en torno a la mancha, significante material de impureza moral. Una vivencia análoga puede encontrarse en Fortunata y Jacinta, de Benito Pérez Galdós.
Un interior bien cuidado, definido por la exigencia higiénica, es una lección de moral; implica una vigilancia continua, un trabajo incesante; todo ello constituye una misión cívica que incumbe, por supuesto en el siglo, a la mujer: «para combatir las plagas sociales, el alcoholismo, la tuberculosis, las pestes procedentes del hacinamiento humano, del roce del hombre contra el hombre, no hay mejor remedio que el aseo de la habitación, la unión en la familia y la felicidad íntima. Pues bien, esa felicidad es la mujer quien la crea… ella crea la salud, el orden y el bienestar mediante el orden y la economía» (V. Dubron. De la préparation de la jeune filie á son role social, 1905: el subrayado y la traducción, como en todos los demás casos, son nuestros. Véase también, P. Perrot, Le corps féminin, 1984). Idealmente, como ocurre en la publicidad actual, no existen fronteras entre higiene y ética, entre higiene y estética.
Reclusión en la estricta privacidad
Clausura, pues, de los espacios, dominados por la estricta privacidad, que discurre en paralelo con la clausura de los cuerpos; la mujer carece radicalmente de espacio público, salvo que se considere tal el teatro, el cabaret o el mundo de la prostitución (tres términos que en la época tienden a convertirse en sinónimos; véase, sin ir más lejos, la pintura de Toulouse-Lautrec). Si algo repugna a la sensibilidad de la segunda mitad del siglo es ese «frotamiento del hombre contra el hombre», con todas sus implicaciones personales y sociales, al que se ha aludido líneas arriba y que sustenta todo el entramado de los convencionalismos sociales. En un nivel estético superior, la misma doctrina del «dandismo» reposa en esta aguda conciencia del distanciamiento (distinción) y de vivirse como ser aparte (Baudelaire).
Reducida a la más estricta intimidad, carente de otro «espacio» que no sea el de la privacidad hogareña y el mundo de los afectos («para el hombre -afirma el Dr. A. Lacassagne en su Précis d’hygiéne privée et sociale (1876)- la actividad, el mando, los rudos trabajos profesionales, la vida pública. Para la mujer, los cuidados del hogar doméstico, el cuidado y educación de los hijos: un existencia enteramente hecha de afecto y sentimiento», el cometido de la mujer queda reducido a dos funciones prioritarias: el de agradar y el de ser madre, concebidos ambos bajo una perspectiva principalmente fisiológica: la del cuerpo; pues, en efecto, bajo esta perspectiva, ¿qué otro ámbito hay de mayor intimidad que la estricta privacidad corporal? Después de la casa y lo que ésta contiene, de la ropa blanca, los espacios de aseo y la ropa interior, ¿no es el cuerpo, repito que bajo esta perspectiva, el último círculo de la intimidad y la vida privada? Aunque por razones muy distintas, el igualitarismo comunista -al intentar anular, específicamente en la mujer, este último reducto de intimidad personal (sobre este asunto, véase el extraordinario análisis hecho por Milán Kundera en su novela La insoportable levedad del ser)- y el capitalismo de nuestro siglo -al hacer del cuerpo, especialmente del de la mujer, el objeto de consumo por excelencia-, se dan en este punto la mano. Por otra parte, el materialismo positivista dominante a partir de la segunda mitad del XIX, al despojar al individuo, principalmente a la mujer, de cualquier finalidad política, social o metafísica, anuló las referencias morales e históricas y, sobre todo, la relación con el otro, especialmente en su dimensión temporal: efectivamente, si el modelo que prima nuestros actos es el puramente fisiológico, entonces la relación con el otro tiende a ser únicamente espacial, relaciónpor contigüidad, sin que sea posible un efectivo contacto interpersonal, ni quepa, propiamente hablando, ninguna «historia» que vivir. Este asunto es crucial, y marca una clara línea divisoria entre la narrativa del siglo XVIII y las del XIX y XX, donde domina el carácter y la vivencia de un tiempo fragmentario anunciado ya por Baudelaire en la «Dedicatoria» a Houssaye de sus Petits poémes en prose, y por Mallarmé en la Enquéte á Jules Huret (véase, asimismo, el tratamiento de este asunto en la obra citada de P. Perrot sobre el cuerpo y sus apariencias).
Así, ese materialismo empuja al individuo a intensificar una atención minuciosa a lo que le queda: su persona, el cuerpo y su apariencia. Nuevamente remito al lector en este punto a la actuales revistasdirigidas a mujeres, centradas todas ellas en la vida del cuerpo y su apariencia: moda, casa, sexualidad, sección culinaria, ocio como consumo, etc. Tal vez la diferencia fundamental entre ellas estribe en considerar a la mujer como un «absoluto inmanente» y, en este sentido, cerrada sobre sí misma, o en representarla abierta a otros, incidiendo en su transitividad. Esta diferencia ya es mucha, pero cabe decir que es la única; el resto parece reducirse a unos centímetros de falda por arriba o por abajo. Por lo que respecta al mundo de la moda, puede decirse que en las «pasarelas» de los últimos años, no se asiste tanto al diseño de la ropa cuanto a la exultación de unos cuerpos en su pleno apogeo fisiológico, tanto para varones como para mujeres), y a un esfuerzo de control del buen funcionamiento de la máquina orgánica que está en camino hacia una decrepitud fatal considerada hoy en día culpable.
Cuerpo y mujer, términos isomorfos
En la sensibilidad de la segunda mitad del XIX y todavía hoy, cuerpo y mujer son términos isomorfos. La maternidad se justifica porque el bien de la especie la exige, pero muestra demasiado abiertamentela dimensión natural (volveremos sobre este término) de un cuerpo sometido a los procesos de la biología de la especie (y ya hemos visto más arriba lo que se pensaba del cuerpo en esta dimensión, en sus sudores y humores, en sus excrecencias y protuberancias, en todo eso que toda la estética del siglo, al igual que la del nuestro, tiende a eliminar). Lo que la segunda mitad del siglo pensaba sobre la maternidad así concebida (ya se ha aludido a ello en boca del Dr. Auber) lo expresan cabalmente los hermanos Goncourt en su Diario (23 de julio de 1865): «Ella (la mujer) solo tiene un sentimiento, el sentimiento materno, porque ese sentimiento es bestial. Es un sentimiento de carne y de sangre». Por lo demás, no deja de ser llamativo que en nuestra sensibilidad actual, en la que prima la ensoñación de la abundancia material (la publicidad de hoy en día reposa sobre ese principio, y en ella la función de la mujer es primordial), la esterilidad sea la marca de contraste en las representaciones del cuerpo femenino: de hecho, no parece que tengamos otros espacios «públicos» que los relacionados con la vida del cuerpo y su consumo. Nuestras mismas ciudades occidentales, convertidas en gigantescos mercados o espacios de consumo, no distan mucho estructuralmente -aunque sí morfologicamente- de los bazares orientales descritos por los viajeros del XIX. Tal vez una de las mejores ilustraciones de esta forma de ensoñación del mundo se encuentre en El vientre de París (su mercado) de Zola, cuyo título -metáfora corporal- acentúa la dimensión biológica ya señalada.
Para la segunda mitad del XIX, como para gran parte del nuestro, la mujer es prioritariamente cuerpo sexual: «la unión sexual es realmente en ellas la condición esencial y fundamental, mientras que en el hombre sólo es secundaria» continúa afirmando el Dr. E. Auber; de ahí que la ocupación fundamental de la mujer consista en «variar su belleza, su encanto, para ser siempre deseada, no mostrándose más que como valor físico» (Bayard, L’Art d’étre femme ou l’Art d’améliorer et de corriger la grâce par le geste esthétique, 1907). En esta medida la mujer es un «ídolo» para el hombre (véase, por ejemplo, El ídolo eterno de Rodin, o los comentarios a este respecto hechos por Baudelaire en Le Peintre de la vie moderne. Véase, asimismo, en Nana, de Zola, la primera aparición de ésta en el teatro, donde están contenidos buena parte de los rasgos que acabo de señalar); y ella será la primera en aceptar gustosamente esa prisión. No hay que rebuscar mucho en nuestras actuales revistas del corazón, de mayor o menor «clase» -por lo demás, consumidas preferentemente por mujeres, para muchas de las cuales constituyen representaciones del mundo y modelos de conducta: la fama, al igual que el dinero, es algo de lo que cabe usar y consumir- para comprobar y analizar este hecho. Porque la mujer desde esa óptica es sexo, sexo, como en nuestros días, en su completa inmanencia, lleno de pecados (a diferencia de nuestros días, en donde el sentido del pecado parece haberse debilitado extraordinariamente) y maldiciones como la transmisión de las enfermedades venéreas, de tanta importancia hasta mediados del XX (la transmisión de la enfermedad es precisamente el hilo conductor de los Rougon Macquart), y que tiene a ella como portadora; transmisora de escándalos y de lujurias, en una naturaleza demasiado devoradora que da miedo si no se la atempera, si no se la transforma sublimándola. Y ésa será en buena medida la función del maquillaje y de la moda.
La «autenticidad» de las expresiones
Naturalidad: el siglo XIX asiste a la caída de la máscara, configurando una ética y una estética de la autenticidad y la naturalidad de la que somos directamente herederos. A las cualidades de blancura, suvidad, firmeza y tersura hay que añadir la de la expresión verdadera. La piel es una especie de espejo donde se reflejan todas las impresiones interiores; nunca cabe dedicarle cuidados excesivos; el frescor y la calma que la embellecen son las señales tanto de una buena salud como de una conciencia recta (véase H. Raisson, Code de la toilette, 1838). «Vemos aquí [en el maquillaje] cómo a base de fuerza de voluntad, la mujer llega a desembarazarse de los defectos que pueda tener de nacimiento (…) No cabe abandonarse un momento si se estima la propia felicidad, la del marido y la de los hijos» (Baronesa Staffe, Le Cabinet de toilette, Victor Havard, 1891). Estos son los mismos consejos que podemos encontar hoy en día en multitud de revistas dirigidas a mujeres, y que para algunas se justifica por la salida masiva de las mujeres a los lugares de trabajo: la mujer que permanece en el hogar doméstico difícilmente puede «competir» (sic) con éstas, con frecuencia más jóvenes o mejor arregladas. Chantaje feroz, como señala P. Perron, de los signos obligados de la seducción, pero riesgo trágico también cara a los signos de la verdadera visibilidad, pues el desvelamiento del rostro, su auténtica desnudez, sería criminal; y sus secretos, entregados a unas miradas devoradoras, de una obscenidad fatal. En cierta forma, el paso de la cortesía aristocrática a la urbanidad burguesa se traduce en esta manera de mirar el rostro del otro, donde ya no se lee un destino, un proyecto de vida, sino una biografía (como en el Retrato de Dorian Gray, de Wilde). De aquí el profundo malestar de la sociedad burguesa ante el hecho de que el rostro se muestre tal cual es. Se tratará, entonces, de «hacer creer» en la «autenticidad» de las expresiones, y de dar la impresión de creer en las de los demás, pues lo verdadero es siempre lo oculto. De aquí la tendencia objetivista de la fotografía, la minucia en la descripción (en la narrativa, por ejemplo, de Proust), y la pintura realista: cada una a su manera practican una verdadera semiología de la autentificaciónpor el «detalle» (semiología que ha heredado, de forma general, determinada filmografia actual, a la que se vincula tópicamente la dimensión estética), de la identificación por lo particular, pues la verdad se esconde en lo imperceptible y se encuentra en lo que escapa al control continuo (en nuestros días, naturalidad es igual a «descontrol», en buena parte a causa de los anuncios publicitarios). Nuestros anhelos de naturalidad concebidos como desinhibición (liberaciónequivale actualmente a «mostrarlo todo») proceden de aquí, así como de esa nostalgia de la burguesía por la espontaneidad y la inocencia míticas.
En su Elogio del maquillaje, Baudelaire consideraba el adorno femenino como uno de los signos de nobleza primitiva del alma humana Con él se trata de disfrazar una naturaleza a la vez insípida y brutal, de sublimar «a la mujer natural, es decir, abominable». La función del maquillaje en la mujer no es, por lo tanto, la de expresar una naturaleza, sino, por el contrario, la de hacerla natural imitando la naturaleza, lo cual sólo es posible artificialmente; nada, pues, más artificioso que esta llamada a la naturalidad. En un trabajo sobre la moda, de 1858, Th. Gautier recomienda una uniformidad de tono en la piel, un ligero toque de polvos blancos que haga la función de velo, atenúe la desnudez retirándole los cálidos y provocadores colores de la vida; la figura se acerca, así, a la de la estatuaria, se espiritualiza y se purifica. Aquí yace toda la ambigüedad del erotismo femenino hasta el primer cuarto de nuestro siglo: simular un ser superior, un ser casi divinizado, disimulando una presencia demasiado sana, demasiado material, demasiado humana, que, a diferencia del desnudo actual, repugna. La mujer será la encarnación misma de una estética de la sugerencia (como Mallarmé, Juan Ramón Jimenez y en todo el movimiento modernista), que afirma y niega al mismo tiempo: en ello radica su capacidad de seducción. Idealmente, su belleza no puede ser, por lo tanto, clásica. Ha de estar animada, debe ser intimista, reflejar una emoción, una persona, y no la función de un personaje, por más que ello resulte ambiguo y se logre merced a un férrea disciplina y al trabajo de las apariencias.
Idéntico cometido desempeña la moda, cuya funcionalidad en el mundo capitalista surgido del XIX hasta nuestros días la precisa Werner Sombart: «no podría citar… sino una sola ley a la que hasta el presente nos hayamos rigurosamente conformado: la moda femenina debe servir para excitar el deseo sexual de los hombres. Efecto que se obtiene poniendo al desnudo o resaltando una u otra parte del cuerpo femenino. La historia de la moda se reduce a la sucesión de los adornos del cuerpo femenino expuesto a las miradas» (El Apogeo del capitalismo, 1932). Mientras que la nobleza (siglos XVII y XVIII), en su tranquila y, por lo demás, feliz autosuficiencia, podía subordinar el ser al parecer, la burguesía, por el contrario, sobrevalora, también en nuestros días, el parecer con la pretensión de llegar al ser, sin poder alcanzarlo nunca. Aquí radica una de las claves de nuestra propia estética actual respecto de la mujer. Con el vestido, entonces y ahora, parece tratarse de evocar, hipertrofiándolas, las formas que protege.Imposibilitando todo roce táctil o visual auténtico, dilatando, sin embargo, sus formas hasta el símbolo de la mujer última, la moda en el XIX parece no haber sido nunca tan recatada y tan obscena a la vez (véase para este punto la Théorie de la démarche de Balzac), lo que condiciona, asimismo, la condena del pudor en una parte de la mentalidad contemporánea, como reacción a una imaginación tensa, irritada e inflamada por las detenciones que supone el desvelamiento de ese terreno erótico, por los retrasos que se oponen al avance del placer (es muy ilustrativo a este respecto el artículo «Pudeur» en el Dicctionaire des sciences médicales, 1889, del Dr. Virey). En la sensibilidad burguesa que surge del XIX no parece existir un placer en la duración, sino, más bien, una voluptuosidad en el deseo de la espera, como puede verse en Son Altesse lafemme (1885), de O. Uzanne y en La Femme (1900), de Jean Cocteau (véase Evelyne Sullerot, Histoire et Mythologie de l’amour, 1974). Hemos asistido, pues, al triunfo del positivismo y de su antropología física: ellos marcan las medidas del cuerpo, inauguran la tendencia actual a la anorexia y postulan una alimentación que delinee el cuerpo desde el interior y una gimnasia que lo modele externamente.