Tiempo de lectura: 17 min.

N. R. Ante todo, muchas gracias por atender nuestra petición para hablar de su reciente libro Primera página. Vida de un periodista (1944-1988). Su publicación ya ha conocido muchísimas reacciones, pero, si le parece, aquí vamos a centrar nuestra conversación solamente en unas pocas preguntas relacionadas con el tópico de la creación de la opinión pública. Como dice, llegó a ser «el director de un diario extremadamente influyente en la clase política y la opinión pública». Sabemos que esto de la instancia influyente y la opinión pública es una pescadilla que se muerde la cola (cuestión de feedback, si nos ponemos pedantes). ¿Podría decirnos cómo ve esta relación en el caso que nos ocupa, la historia de El País en particular?

JLC. El País sale a la calle en un momento muy especial, justo después de la muerte de Franco. De hecho, fue el primer periódico que salía después de la muerte de Franco. Salió también Avui, pero se trataba de un fenómeno casi únicamente local. Era, pues, el primer periódico del posfranquismo. Teníamos la ventaja que no tenía ningún otro periódico: El País no había publicado nada a favor del régimen, ni se había sometido a las normas del régimen, simplemente porque no existía entonces. Formaba parte por definición de la nueva etapa. Y tuvimos otra virtualidad. En aquel momento, en la prensa española, en revistas, en muchas revistas, como Triunfo o Cuadernos para el diálogo, por supuesto, en los libros, había ya firmas disidentes y algunas formas de protesta contra el régimen. Pero en la prensa diaria, no. El Madrid, dirigido precisamente por el fundador de Nueva Revista, Antonio Fontán, o Informaciones, donde yo había colaborado, eran experimentos muy limitados. El Madrid empieza a tener los problemas ya serios, que le llevaron a la desaparición, por un artículo de Rafael Calvo Serer, titulado «Retirarse a tiempo. No al general De Gaulle».

No era tan grave lo de «No al general De Gaulle» como lo de «Retirarse a tiempo». Entonces, De Gaulle se había ido a Colombey-les-Deux-Églises porque había perdido el referéndum sobre las regiones. Y el artículo de Calvo se interpretó como una indirecta, aunque probablemente no aspiraba a que se fuera Franco. Todo el mundo sabía, empezando por Rafael Calvo Serer, que Franco no se iba a ir.

Pero, así las cosas, El País fue el primero que acogió firmas de izquierda. En el primer número El País publica un artículo de Rafael Alberti, entonces todavía en el exilio en Roma, que era un connotado representante del Partido Comunista. El día en que Adolfo Suárez presenta el proyecto de asociaciones en las Cortes, donde iba la propuesta de que no se admitieran asociaciones o partidos políticos que tuvieran obediencia internacional, en una clara referencia a la Internacional Comunista, ese día, El País publica un artículo de Ramón Sánchez Montero, que estaba en la cárcel por ser miembro del comité central del Partido Comunista. Pero, al mismo tiempo, publicábamos artículos de Ricardo de la Cierva. El periódico ofrecía posiciones muy plurales. En eso mismo consistió, en el fondo, la Transición. Yo siempre he dicho que la Transición fue la reconciliación de los españoles después de la Guerra Civil, los hijos de los vencedores con los hijos de los vencidos. Parece que las nuevas generaciones no entienden esto. No hubo, en efecto, un proceso de responsabilidades políticas, entre otras cosas porque Franco había muerto en la cama. Algunos dicen: «Franco había muerto en la cama, y ¿qué?». ¿Y qué?, no. Eso tiene una significación. Franco había muerto en la cama, no hubo manera de echarle y por lo menos la mitad de España lo apoyaba. Se abrió un proceso de reconciliación que en gran parte la hicieron los franquistas, empezando por Adolfo Suárez, Rodolfo Martín Villa y muchos más. Por otra parte, estuvo la oposición democrática y los comunistas, que habían estado completamente apartados hasta el momento.

De todo eso se benefició El País, un periódico sin pasado y, por lo tanto, sin nada de lo que arrepentirse en un momento de la vida española en que se estaba empezando a construir un nuevo régimen basado en la reconciliación entre españoles. La prensa en general iba adquiriendo mucha influencia porque se había beneficiado de las diversas «liberalizaciones», más grandes o más pequeñas, que a partir de la Ley Fraga se habían producido, como ocurría con el propio ejemplo del Madrid. Existía el parlamento de papel por el que determinadas firmas o determinadas publicaciones eran capaces de debatir lo que no se profería en el parlamento español de carne y hueso. Pero mucha de esa prensa, con todo, tenía a sus espaldas haber sido no solo colaboracionista sino aliada directa del franquismo. Es curioso comprobar que la prensa más opositora al franquismo, con la excepción de Cambio 16, entonces, y Diario 16 que salió a continuación, murió por culpa de la aparición de El País. De hecho, Informaciones, que era lo que quedaba de resistencia en la prensa, desapareció porque El País se lo comió, y lo mismo Cuadernos para el diálogo o Triunfo, todo fue barrido por la aparición, primero de El País y, luego, de otros periódicos que tampoco tenían pasado.

Naturalmente, hubo una interacción prensa-sociedad. El País no fue una empresa ideológica, fue una empresa periodística y profesional, pero obviamente defendía un punto de vista liberal y de diálogo.

Existía el parlamento de papel por el que determinadas firmas o determinadas publicaciones eran capaces de debatir lo que no se profería en el parlamento español de carne y hueso


Al principio, empezamos a autofinanciarnos enseguida. Salimos en mayo y en noviembre del mismo año ya El País no perdía dinero, cosa que no esperábamos ni de lejos, fue casi un milagro. Vimos que teníamos una influencia grande, lo cual nos influía casi automáticamente a nosotros. Nos convertimos en una especie de punto de encuentro de muchas corrientes, no solo político sino ideológico en general. El éxito llegó a ser tan grande que hubo un año, unos cinco o seis años después de la salida, en que El País, que era el primer periódico de España y vendía entonces doscientos cincuenta o trescientos mil ejemplares, sumaba más que las tiradas de La Vanguardia y el ABC juntos, que eran el segundo y el tercer periódico y, además, los otros dos grandes referentes de la sociedad española. Estas cifras ponen de relieve que tuvimos mucho éxito entre los jóvenes y las nuevas generaciones pero también en las generaciones maduras.
Yo hice unas declaraciones un mes antes de salir el periódico, diciendo que si vendíamos sesenta o setenta mil ejemplares nos daríamos por muy satisfechos. Con sesenta o setenta mil ejemplares se podía sostener económicamente. Entonces había periódicos como La Vanguardia que vendían ciento ochenta mil o Pueblo que vendía ciento veinte mil. Nosotros nunca hemos vendido menos de ciento cincuenta mil ejemplares. Paradójicamente, casi medio siglo después empezaremos a vender menos de esos ciento cincuenta mil ejemplares a causa de la crisis provocada por los cambios tecnológicos.

Era una obra muy colectiva. Yo me rodeé de muchos consejos asesores, casi uno para cada sección del periódico. Tenía un consejo asesor de economía, formado por gente de mucha valía: Enrique Fuentes Quintana, Luis Ángel Rojo, Manolo Lagares, medio Banco de España. Para los temas de cultura tenía al duque de Alba, a Juan Cueto, a Alfredo Deaño, a Calvo Serraller, a Javier Pradera. A Javier Pradera también para la política. A veces aparecían Pío Cabanillas o Rafael Arias Salgado. O sea, que había un elenco plural de gentes que colaboraban.

En fin, hubo esa simbiosis entre el proceso de transición política y el periódico, lo cual, sumado al éxito económico y profesional, contribuyó a que muy pronto el periódico se convirtiera en una institución.

NR. En concreto, habla de sus visitas al rey Juan Carlos. ¿Podría decirnos cómo influyó El País en el diseño y aceptación social de la institución monárquica, y la monarquía en la línea política de El País?

JLC. Pertenezco a una generación de españoles que no era monárquica, ni en la derecha, ni en la izquierda. Casi todos habíamos cantado aquello de «no queremos reyes idiotas que nos quieran gobernar, implantemos por pelotas el estado sindical», que era una canción de falangistas. No era una generación monárquica, porque no había visto más «rey» que a Franco. En realidad, eso de que España era un reino, que nos enseñaba la asignatura obligatoria de Formación del Espíritu Nacional, incluía la paradoja de reino sin rey. Yo, por mi parte, como cuento en mi libro, había tenido con el príncipe una relación personal, fruto de dos o tres viajes profesionales que hice con él.

El periódico, sin duda, era de estirpe republicana, como lo había sido Ortega y Gasset, y, por lo demás, no había raigambre monárquica, ni entre el accionariado ni entre las nuevas generaciones que colaboraban. Pero tampoco había antimonárquicos. Realmente, el periódico había nacido con una voluntad muy explícita de ayudar a construir un régimen democrático, y se acordará de que en aquella época la cuestión «monarquía sí, monarquía no» era bastante marginal; lo que realmente importaba era «libertad, sí o no», «democracia, sí o no». Desde muy pronto las fuerzas políticas y sociales vieron que el rey estaba dispuesto a traer la democracia, pensando en España y también, sin duda, en el futuro de la dinastía. El rey recibe todos los poderes de Franco y él los entrega sin que nadie se los reclame. Entrega al Parlamento la ingente cantidad de poder que le había traspasado Franco, porque, como digo, tenía la convicción, de que, solo si la monarquía era parlamentaria y democrática, podría prolongar la dinastía. La tenía y yo creo que claramente la siguen teniendo él y sus sucesores.

El periódico, sin duda, era de estirpe republicana, como lo había sido Ortega y Gasset

Desde el principio, para El País, lo de la forma de Estado era un tema aleatorio, lo importante era alcanzar la democracia política en un régimen de libertades, como de hecho sucedió. Felipe González, antes de llegar al poder, solía contar que cuando los socialistas ganaron las elecciones en Suecia, lo hicieron con un programa republicano, explícitamente republicano, en el que prometían un referéndum sobre la forma del Estado. El entonces rey de Suecia recibió a los ganadores de las elecciones y les pidió una demora de seis a nueves meses antes de hacer el referéndum, diciendo: «Les voy a demostrar que es más barato tener un rey que un presidente de la República». Y ahí sigue la monarquía sueca. En España la utilidad de la monarquía empezó a verse claramente enseguida. Con una ventaja añadida importantísima: el rey era el jefe de las Fuerzas Armadas y contaba con el apoyo y respeto del ejército. Y las Fuerzas Armadas eran casi la única fuerza real de la democracia en aquel momento. La Iglesia, aunque con representación en el Consejo de Regencia, estaba muy dividida, aun con un cardenal Tarancón muy beligerante a favor del régimen de libertades. Las fuerzas financieras prácticamente no existían en un capitalismo muy endeble, muy en el estilo de capitalismo monopolista relacionado con los poderes públicos. No había habido dinero en España para acumular. O sea, la única fuerza existente era el ejército y, obviamente, el rey podía desempeñar, como ocurrió más tarde de hecho, un papel decisivo a la hora de desactivar cualquier amenaza militar contra el sistema.

¿Qué influencia tuvo el rey? El futuro rey en aquella época recibía a mucha gente, hablaba con mucha gente, comentaba con mucha gente. Yo creo que sabía desde bastante antes de la muerte de Franco lo que iba a hacer. No creo que improvisara. Fue una improvisación, luego, la hoja de ruta. Se cuenta la anécdota de un viaje suyo a Washington, todavía en vida de Franco, donde hace unas declaraciones, creo que al Times Magazine, y habla de democratización. El periodista saca en primera página el anuncio de que va a haber democracia en España. Cuando el rey, entonces príncipe de España, vuelve a hablar con Franco, después del viaje, parece que Franco tenía la revista sobre la mesa, pero no comentó nada al respecto durante la entrevista, aunque al despedirlo le dijo: «Alteza, recuerde que uno es prisionero de sus palabras y dueño de sus silencios». Seguramente sobre la Transición había sobreentendidos desde antes de lo que uno pudiera pensar.

Como cuento en el libro, estuve con el príncipe, antes y después de mi destino en Televisión Española, después del asesinato de Carrero. Yo le había ido a decir que no estaba inflamado de ardor monárquico, pero que sí creía que él era una posible solución para el futuro y que por eso aceptaba el cargo. Cuando me recibió estaba muy enojado, porque había sucedido el incidente de la flebitis de Franco, la transmisión de poderes por un periodo de un par de meses y la recuperación de esos poderes por parte Franco, hecho del que el príncipe se había enterado, como quien dice, por la prensa. Por lo demás, se había desatado una lucha en la familia de Franco por retener poder después de su muerte y por controlar la situación. El príncipe estaba muy enfadado porque consideraba que le habían utilizado de mala manera.

Se había desatado una lucha en la familia de Franco por retener poder después de su muerte y por controlar la situación

Él claramente pensaba en alguien de su generación, y no de generaciones anteriores, para impulsar el proceso democrático. No sé si ya en Adolfo Suárez. Hay que tener en cuenta que Suárez había sido un protegido de Carrero Blanco y que Carrero había promovido la sucesión de don Juan Carlos frente a la alternativa que los falangistas promovían de don Alfonso de Borbón, casado con la nieta de Franco. Por cierto, todo aquello tuvo más importancia de lo que ahora nadie pueda imaginar, pues hubo un momento en que parecía posible que don Alfonso tratara de optar al trono. Su padre, don Jaime, se presentó en España y le trajo a Franco el toisón de oro.

NR. No hace falta dedicarse al análisis del discurso para darse cuenta de la máxima importancia que atribuye en su libro a que se disculpe su paso como director de los Informativos de TVE en las postrimerías del franquismo: extensión, detallismo, reiteraciones y, lo que para mí es más sorprendente, la comprensión de Alfonso Guerra como favorable traca final. ¿Podría decirme por qué atribuye tanta importancia al hecho?

JLC. A estas alturas no he escrito el libro para justificarme de nada, me he justificado tantas veces que hubiera dado igual. Ni lo necesito. A mí me hacía ilusión profesional ir a Televisión. Era el medio del momento y mi primera reacción a la oferta fue profesional. Además, eso se produce en el clima de lo que entonces se llamó «espíritu del 12 de febrero». En el libro cuento que Gabriel Cisneros me hace saber el aperturismo del discurso del presidente Arias horas antes de que se produjera y lo conozco a través de un periodista que entonces trabajaba para él y que fue redactor de El País, un hombre de izquierdas, Bonifacio de la Cuadra. Hay que tener en cuenta que en aquel final del franquismo todo era mucho más confuso que ahora. Como le dije a Guerra en aquella cena que cuento, yo me creí el discurso del 12 de febrero fundamentalmente porque «me lo quería creer».

Yo pertenezco a una familia de franquistas, mi padre y mi madre, aunque mi abuelo era republicano. Yo tenía un buen conocimiento del franquismo y del sistema. Los que tenemos esta experiencia nos damos cuenta de lo difícil que le resulta interpretar los hechos a la historiografía actual. Franco no era el presidente de una junta militar, como lo pudo ser Pinochet, o los de las juntas militares del Cono Sur. La de Franco no fue, técnicamente hablando, una dictadura militar. Franco representaba la victoria de una guerra civil, tenía, cada vez menos, pero tenía, el apoyo institucional de la Iglesia católica, el apoyo internacional de los países aliados que habían vencido a Alemania, pese a haber sido aliado él de Alemania y del fascismo italiano; tenía el apoyo casi unánime de lo que era la derecha española y, por supuesto, tenía el apoyo del ejército. Por eso duró tanto en el poder. Con todo, la política militar de Franco fue una política tendente a quitar el poder a los capitanes generales; tenían los fusiles en un cuartel y las balas en otro porque, habiendo dado un golpe de estado, lo que quería es que no se lo diesen a él. Yo fui a Televisión Española pensando que la apertura era posible, queriéndome fiar del discurso del 12 de febrero. Sí. Yo fui a Televisión Española; Paco Fernández Ordóñez, al INE con Miguel Boyer como jefe de Estudios; Luis Yáñez había sido ya director general del Ministerio de Comercio, etc. Una gran parte de la generación política de la Transición comenzó a vislumbrar que se podía hacer algo.

Comprobé muy pronto que en realidad no se podía hacer nada. Cuando voy a ver a Suárez, tras el secuestro de Rupérez, me dice que la gente no se fía de mí, me enseña toda la información que hay de los militares… A raíz de todo aquello, no solo la CIA, sino también la KGB, como reacción, me investigó. El informe de la KGB llegó a la conclusión de que no era agente de nada y acabó por definirme simplemente como «un burgués caprichoso».

Eran años confusos. Yo entro en Televisión el día de la ejecución del anarquista Puig Antich. ¡Quién iba a decir que unos años más tarde, un cuñado mío de mi segundo matrimonio resultó ser el carcelero que le acompañó en las últimas horas antes de su ejecución! En mi caso, la situación se agravaba por el hecho de que yo era un «mequetrefe» de apenas treinta años y me consideraban un enchufado. Tampoco tenía mucho apoyo profesional interno. Lo pasé muy mal en Televisión Española.

Si dedico tanto espacio al asunto, es porque en este periodo ocurrieron tres acontecimientos que me afectaron profundamente y tuvieron mucho impacto en la sociedad española.

El primero, la Revolución de los claveles en Portugal. Yo era íntimo amigo de Francisco Pinto Balsemão, fundador del PS portugués que me había presentado a Francisco Sá Carneiro. Tuve, pues, una información privilegiada sobre el golpe desde el principio. Probablemente, como casi ningún periodista en España, hasta el punto de que fui acusado por el agregado de prensa de la embajada de España en Lisboa como participante; vamos, como si yo hubiera estado organizando la revolución portuguesa. El caso es que la revolución portuguesa tuvo un impacto formidable no solo en España, sino en Estados Unidos y en el resto del mundo, porque, tras el asesinato de Carrero Blanco, la CIA y otros servicios secretos internacionales se habían centrado en la posible evolución de España. Franco había salido en primera página del ABC, deshecho en lágrimas, en el funeral de Carrero Blanco. Se daba por hecho que estaba liquidado. Todos pusieron tal atención sobre España que se olvidaron de que existía Portugal. En Portugal, la revolución fue un golpe de los militares, sobre todo por el desastre de la guerra de Angola, pero se había creado la Unión Militar en España y empezó a cundir la preocupación de que fuera un ejemplo para la insurrección militar.

El segundo fue la flebitis de Franco, que confirmaba ostensiblemente su situación de persona en decadencia, hasta tal punto que don Alfonso de Borbón se encargaba de encenderle y, sobre todo, apagarle la televisión oportunamente para evitarle que se alterara con disgustos de todo tipo.

Y el tercero, uno del que se ha escrito poco: el pionero atentado de la calle del Correo. Una masacre que iba dirigida contra policías y cayeron civiles, un atentado de ETA en el que colaboraron antiguos miembros del partido comunista. En mi caso particular, me vi de algún modo involucrado por razones estrictamente coyunturales, a saber, detuvieron a un par de profesores del colegio de mis hijos, los cuales iban a ese centro porque estaba al lado de casa y porque una de las profesoras estaba casada con uno de mis compañeros de trabajo, Enrique Cavestany. Lo curioso es que el director del colegio había sido compañero mío en la carrera de filosofía y yo daba por hecho que era del Opus Dei. Otra cosa sorprendente fue que detuvieron también por el atentado a Genoveva Forés, la mujer de Alfonso Sastre. El caso es que por la mañana yo daba cuenta de todo aquello en televisión y por la tarde me reunía con Enrique Cavestany y Mari Luz para hacer paquetes que llevar a la cárcel. Una esquizofrenia total.

El día 29 de octubre, aniversario de la fundación de la Falange, fecha en que Franco cesó a Pío Cabanillas, aproveché para dimitir. Vi el cielo abierto. No fue ningún acto de heroísmo, fue decir: «me quito de en medio».

NR. Por identidades de tiempo y lugar, tengo la sensación de que hemos vivido las mismas cosas, pero hemos visto a veces dos «películas» distintas. Una causa es (lo tengo claro) que usted, como Peces Barba o Gregorio Marañón, pertenecían «a familias vencedoras en la contienda y de clase dirigente» y yo soy hijo de un maestro represaliado por ser demócrata. En cambio, siento curiosidad sobre cómo veía la universidad de estudiante, porque yo fui casi siempre delegado de curso y estuve, por ejemplo, en la manifestación del 1965 en cuyo podio del edificio de Filosofía y Letras se encontraban (por cierto), además de Aranguren, Tierno y García Calvo, también el catedrático falangista Santiago Montero Díaz y el profesor de Formación Política de cuyo nombre no quiero acordarme. No lo dice en el libro porque eso solamente lo sabemos los que efectivamente estuvimos allí. ¿Cuál era su grado de sensibilización política por aquel entonces?

JLC. Lo mío es otra historia que no se escribe principalmente en la Facultad de Filosofía y Letras o en la universidad. Mi padre era periodista, desde los siete años yo iba a la redacción de Arriba y veía allí a Torrente Ballester y a Cela y a todos aquellos del ámbito falangista. Al propio Luis Ángel Rojo le conocí porque colaboraba en Arriba. Siempre tuve una enorme relación con la prensa. Cuando yo estaba en la universidad, mi padre, que, como era costumbre entonces, practicaba el pluriempleo, escribía programas para Radio Nacional y cuando no tenía tiempo o ganas de hacerlo me pedía a mí que los escribiera yo. Además, como se sabe, soy pilarista e hice todas las revistas del colegio. En el periodismo propiamente dicho, empecé muy joven. Con diecisiete años entré como meritorio, que se decía entonces, lo que ahora es un becario, en la redacción de Pueblo, y luego fue importante para mí la fundación de Cuadernos para el diálogo. Participé en la fundación de Cuadernos para el diálogo porque era muy amigo de Gregorio Peces Barba, de Ignacio Camuñas y de todo un grupo. Peces Barba estudiaba quinto de Derecho; Ignacio Camuñas, cuarto; Javier Rupérez, tercero; Julio Rodríguez Arandel, segundo, y yo, primero de Filosofía. Éramos amigos porque pertenecíamos los cinco a una congregación mariana de la universidad, la Congregación de María Inmaculada, principalmente de antiguos alumnos del Pilar, aunque había otros que no lo eran, como Peces Barba que era antiguo alumno del Liceo Francés. Desde esa congregación entablamos también relación con la congregación de los Jesuitas, los Luises, de Zorrilla, donde estaba, entre otros, Pedro Altares. Cuando Ruiz Giménez decide fundar Cuadernos para el diálogo, le pide ayuda a los profesores de su cátedra, entre ellos a Gregorio, estudiante de quinto de Derecho y profesor ayudante en primero de la asignatura de Derecho Natural, y les señala el objetivo de promover el diálogo, también el diálogo generacional. Allí empezó otra experiencia. A la redacción de Cuadernos iba Marcelino Camacho, recién salido de la cárcel; Julián Ariza, entonces líder importante de Comisiones Obreras; Ramón Tamames, que estaba en el Partido Comunista. Desde ese trampolín salté a la Fundación Konrad Adenauer, de Colonia, que financiaba la Democracia Cristiana alemana, y en la que estaban también Gregorio Marañón y Óscar Alzaga. En un viaje que algunos hicieron a Florencia, invitados por el alcalde de la ciudad, que era el representante de la izquierda demócrata cristiana, conocieron a un jefe de prensa de Aldo Moro, que se llamaba Roberto Savio, y había fundado una agencia con financiación de la Democracia Cristiana italiana. Quería tener un corresponsal en Madrid, y Gregorio, al volver de Florencia, me ofreció la corresponsalía. Me hizo mucha ilusión y me dieron en el Ministerio de Información el carnet de corresponsal de extranjero. Tenía dieciocho añitos y me introducía así en el debate político.

NR. He leído con gran atención su libro y comprendo bien las raíces de su formación religiosa. ¿Me podría explicar de dónde viene la línea laicista, o sea, antirreligiosa, de El País (sorprendente, con Marías, Fraga, etc., como iniciales accionistas)? ¿Y la constante profundización en esa línea a través de su historia?

JLC. Es difícil delimitar la línea que separa «laico», o sea, no confesional, de «laicista». Nosotros quisimos hacer siempre un periódico laico, en ocasiones ha podido ser incluso anticlerical, pero yo creo que no mucho. Esto no era solo un deseo mío, que lo era. Si se fija, desde los primeros números de El País aparecen convocatorias de los diversos ritos, misas católicas, celebraciones de las sinagogas u oficios en los templos protestantes. Había voluntad de fomentar la libertad religiosa. Esa era la línea que queríamos: pluralismo y respeto. Un periódico respetuoso con la libertad religiosa, con las creencias religiosas. Creo que más o menos se consiguió y que sigue siendo así. El problema surge cuando las religiones se convierten en instrumentos o aparatos del poder político. Me refiero a cualquier religión y a ninguna en concreto.

En España había sido muy obvia la connivencia Iglesia-Estado, que se rompe al final del franquismo. Cuando muere Franco todavía había un obispo en el Consejo de Regencia. Hoy se le cuenta esto a un obispo de las nuevas generaciones, por conservador que sea, y no se lo cree. Sensu contrario, también gran parte de las reuniones clandestinas de los sindicatos, de la oposición, se hicieron en conventos y templos, aunque fuera porque estaban protegidos por el Concordato y no podía entrar la policía. También aquí hay ambigüedad.

En la Transición yo tuve buena relación con el jesuita Martín Patino y con el cardenal Tarancón. Honestamente, creo que Tarancón fue una figura muy importante para el proceso de transición. Con el cardenal Rouco se difundió una percepción de que la Iglesia se identificaba con el Partido Popular. No sé si esta percepción se produjo a causa de Rouco o del Partido Popular, no sé. Pero, a mi juicio, eso ha sido malo para la vida política y un mal para la Iglesia. Y creo que El País ha mantenido siempre en esto una postura racional. En este contexto, no quiero dejar de mencionar la labor del nuncio Monteiro, que pasó de Madrid a Roma y ahora es cardenal, persona muy inteligente, y que trató siempre de equilibrar los excesos.

NR. Durante mucho tiempo abrí El País por la columna de Umbral a la que he llamado «contrapunto frívolo» de la sección de Sociedad. Aquello fue un enorme éxito. Aunque habla de ello en el libro, ¿querría ampliarme cuánto hubo de diseño intencionado y cuánto de suma de casualidades en «Diario de un snob», en «Spleen de Madrid»?

JLC. Yo tenía y tengo una reserva enorme, posiblemente equivocada, respecto a los columnistas que escriben todos los días. Esto de tener que decir algo inteligente todos los días me parece un imposible. Ahora hay más columnas en El País. Cuando yo lo dirigía había muy pocas columnas porque tengo esa resistencia a la idea de una especie de subarriendo de una esquina del periódico para que uno diga lo que quiera, sea interesante o no, porque es, por ejemplo, lunes.

Pero a mí me gustaba mucho Umbral, había leído alguno de sus libros, Memorias de un niño de derechas, le conocía, me lo había presentado Jesús Hermida, había comido con él varias veces; Miguel Delibes me había hablado muy bien de él. El caso es que yo hacía un periódico serio, sin nada de vida social, con una sección de deportes muy pequeña, y me decidí a que se hablara un poco de la vida de la calle. También quería hacer un periódico con calidad literaria y, a pesar de su vena locoide, paranoica, me decidí a llamar a Umbral para responder a estas demandas. Desde el principio, los nombres propios de la sección salieron en negrita porque el encargo que tenía Umbral era convocar nombres, cuantos más, mejor, aunque nunca le dije qué nombres tenía que citar.

Yo llegué a tener buena relación con Umbral, iba mucho al teatro con él. Luego se enfadó o fingió que se enfadaba y se fue. Imagino que porque ABC le habría hecho una suculenta oferta económica para que se cambiara. Lo que son las cosas, el primer problema que tuve en el periódico fue con Umbral.

NR. En las últimas líneas de su libro dice: «El precio había sido alto. En la cuneta quedaban amigos muy queridos y, lo más doloroso de todo, una familia agostada, casi destruida, por la obsesión del trabajo, el sentimiento de culpa y la conciencia de mi responsabilidad periodística y mis deberes ciudadanos. Pero también el premio resultó elevado. Embargado por la emoción cerré los ojos y murmuré mentalmente las últimas palabras de mi adiós: —Sí, soy feliz. Lo soy en lo personal, y en lo profesional: tengo el trabajo que quiero, lo hago con la gente a la que quiero. Y no me sale mal del todo».

Lo dejamos aquí.

Especialista en Análisis del Discurso, ha sido catedrático de Gramática General y Crítica Literaria de la Universidad de Sevilla y profesor de investigación del Instituto de la Lengua Española (Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Madrid). Director de «Revista de Literatura» (CSIC) y editor-director de «Nueva Revista» (UNIR). Académico correspondiente de la Academia Argentina de Letras, Academia Chilena de la Lengua y Academia Nacional de Letras del Uruguay. Premio Internacional Menéndez Pelayo.