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El fotoperiodista Gervasio Sánchez se lo advirtió: a una guerra no se va enamorado. Alfonso Armada tenía 34 años y miedo, mucho miedo. Con lo del amor no pudo hacer mucho –en verdad no hizo ni caso-, pero con el miedo sí. Completó día a día un diario personal de todo cuanto veía en Sarajevo, entonces sitiada por el Ejército Popular Yugoslavo. Corría el año 1992, Bosnia había celebrado un referéndum y en abril había declarado la independencia. Pero llegó mayo y con él la guerra.

El conflicto bosnio –que entre bajas y migraciones forzadas diezmó un 64% de la población- es el telón de fondo del espanto que significó Sarajevo. Fue uno de los asedios más largos de la guerra moderna: cuatro años, de los cuales dos -1992 y 1993, los peores- los pasó Alfonso Armada como enviado especial del diario El País en esa ciudad. Los dietarios que el reportero pergeñó para espantar el horror de aquellos días ven ahora la luz en Sarajevo. Diarios de la guerra de Bosnia (Malpaso), una edición que alterna las crónicas publicadas en la prensa con las notas, a veces líricas en otras desesperadas, del joven Armada. Las acompañan además las imágenes de Gervasio Sánchez.

La publicación llega con 20 años de retraso, dos décadas de silencio que añadieron al espanto ya ocurrido el agravio de sus secuelas en el tiempo. Resulta curioso que Alfonso Armada hubiese publicado experiencias posteriores como enviado especial en otros lugares, por ejemplo Cuadernos africanos, antes que volver sobre aquellas primeras notas. Se trata de un libro raro, ha dicho él. Y lo es: a mitad de camino entre la bitácora y la catarsis, entre la crónica y el desahogo, las páginas de este libro confirman que escribir resulta, sin duda, la mejor manera de escapar hacia la realidad, ese lugar del que entran y salen los periodistas.

Desde entonces, adónde no ha ido y de dónde no ha vuelto Alfonso Armada. Ha sido enviado especial en la República Democrática del Congo, Ruanda, Liberia, Angola, Mozambique y corresponsal en Nueva York cuando se produjo el ataque a las Torres Gemelas. Trabajó como reportero para El Faro de Vigo y El País, y actualmente ocupa el cargo de director adjunto en el diario ABC.

También poeta y dramaturgo, Armada ha publicado, entre otros, los ya citados Cuadernos Africanos (1998-2002), España, de sol a sol (2001), Nueva York, el deseo y la quimera (2007) y El silencio de Dios y otras metáforas. Una correspondencia entre África y Nueva York (2008). Acaso porque la guerra, como el amor, ha sido el lugar en el que hombres y mujeres han decidido dejarse la vida; acaso porque la palabra escrita es lo único que realmente sujeta; acaso, también, porque el reportero que escribió esos diarios ha cambiado, suman razones más que suficientes para conversar con uno de los periodistas españoles que ha asistido a más demoliciones juntas, incluyendo –quizá- la del propio oficio.

¿Cómo y cuánto han cambiado la guerra y el periodismo? ¿Cuál de los dos se ha deshumanizado más? ¿En cuál ha perdido más terreno el reportero? “En cuanto a la cobertura periodística, el rasgo más diferencial con respecto a Bosnia –asegura Armada- es que los periodistas se han convertido en objetivo militar. La prueba es que la guerra de Siria no se está cubriendo prácticamente nada”. Sin embargo, algo peor, acaso más oscuro, surge de la comparación entre un tiempo y otro: “Antes, el periodista era el portavoz. Ahora, en el caso del Estado Islámico por ejemplo ya no interesa que el periodista sea el portavoz, porque ellos se encargan de contar lo que ocurre”.

Sarajevo reúne un material vital y periodístico de hace 20 años atrás. El mundo de aquel entonces no es el mismo, usted tampoco.

He intentado ser fiel a ese momento, así que no he cambiado nada, excepto algún dato actual y algún error ortográfico. Tanto las crónicas que se publicaron en El País como lo diarios han quedado tal cual. No habría tenido sentido reescribirlos con la mirada de hoy. Lo paradójico es por qué he tardado tanto tiempo en publicarlos.  Es cierto que coincide con los 20 años del fin de la guerra, pero ha sido prácticamente una casualidad.

El Alfonso Armada de esas páginas tenía 34 años, infinitas menos tablas y mucho miedo. ¿Cree que estos diarios sirvieron más para hacerse compañía que como testimonio periodístico?

Veo en los diarios a alguien con menos tablas, con más vulnerabilidad, pero también con una curiosidad inmensa, con más capacidad de impresionarse ante lo que veía, incluso diría que estaba más alerta. Los diarios me inspiran una cierta ternura, sobre todo al ver esa obsesión del miedo que formó parte de mi primera visita a Sarajevo. Sin embargo, de aquel entonces recuerdo haber tenido una sensación de saber cómo manejarlo.

Y tal cosa no fue así, ¿o me equivoco?

Después de Sarajevo, cuando me fui a Ruanda, la escala de lo que me encontré allí me demostró que Sarajevo no me había vacunado contra el miedo. Mentiría si no dijera que sentí la tentación de eliminar algunas páginas de los diarios, porque encontré en ellas sensaciones casi pueriles, con una mirada muy inocente. Pero puede que eso les dé un valor y no hubiese tenido sentido falsearlo, aunque a veces dé alguna vergüenza ajena por la ingenuidad del que escribe.

En 1993 comienza usted una de las entradas preguntándose qué sentido tiene estar en Sarajevo si el periódico no le da espacio suficiente para publicar lo que ve, como si eso convirtiera su paso por esa guerra en algo estéril. ¿Eso también se cura con el tiempo?

Allí hay dos cosas. Por un lado esa queja hasta cierto punto pueril del enviado especial que al hablar con el redactor jefe siente que lo suyo es lo más importante y quiere más espacio para contarlo. Es una dialéctica que todos los que hemos sido enviados especiales hemos padecido y en la que se expresa el propio ego. Y claro, hay que negociar. Es verdad que con el paso del tiempo persiste.  Aunque la prensa internacional no deja de dar noticias: Siria, Irak, Afganistán, creo que los periódicos nos hemos ensimismado y hay menos información dedicada a lo que ocurre fuera. A pesar de Internet y la inmediatez, esa información ha perdido consistencia.

El periodismo en zonas de guerra que se hace hoy ha sido desalojado de la nube de romanticismo que pudo tener. El periodista trabaja ahora como freelance, por pieza, en unas condiciones precarias.

A mí no me gusta nada esa especie de romanticismo que se le atribuye al enviado especial. Nunca me he reconocido en esa figura, no me siento cómodo. Es verdad que el cine y la novela han creado esa aureola, pero a mí me genera cierta incomodidad moral, porque al final los reporteros que van a una guerra están asomados al abismo y al espanto. Utilizar el dolor de los demás para hacer tu vida interesante es perverso. Es cierto que ahora mismo, especialmente en España, la situación económica de las empresas periodísticas hace que se destine menos dinero a los enviados especiales y, en contrapartida, produzca que esos jóvenes que tienen deseos de contar se arriesguen y vayan a cubrir conflictos como freelance, sin ninguna garantía de poder publicarlo, sin seguro. En Siria hay tres españoles en manos del Estado Islámico. Se juegan la vida por muy poco dinero y a veces no tienen siquiera dónde publicarlo.

El periodismo es muy dado a los catecismos, al síndrome Kapuściński. ¿No cree que la profesión ha sufrido suficiente varapalos como para replantearse esa épica?

Esa pregunta tiene muchos filos y muchas maneras de responder. Me está poniendo usted delante de un toro complicado, con unas astas bien enrevesadas. Por una parte está la mirada del enviado especial, que es esencial, porque implica no recurrir a otras personas. Sin embargo, creo que la posibilidad de supervivencia del periodismo está en la crónica de largo aliento, que se vale del trabajo en el terreno y la propia mirada. El verdadero periodista es el que se deja sorprender por la realidad y va sin prejuicios. Da igual si vas a Bosnia o Siria, tienes que dejar tus prejuicios fuera y estar atento a todo. La mejor definición de la objetividad la ha dado Arcadi Espada: es la posibilidad o la capacidad de ser fiel a los hechos al margen de las propias convicciones. Tienes que contar lo que ves, al margen que eso convenga a unos u otros. Una de las derivas más perversas del periodismo es que los periodistas nos hemos convertido en opinadotes compulsivos.

No hay nada más antiguo que la guerra y sin embargo no dejan de repetirse. ¿Cómo han cambiado las guerras en los últimos veinte años?

Hace mucho tiempo que no cubro una ¿Cómo ha cambiado? A lo largo del siglo XX ha experimentado muchas modificaciones, comenzando por el número de víctimas. Mueren más civiles que militares. Las guerras contemporáneas están planteadas para causar el mayor número de bajas al enemigo y no obtener ninguna propia, quizá porque nuestras sociedades se han vuelto más conscientes de las repercusiones políticas de la muerte de los soldados propios. Estados Unidos cada vez recurre más a la tecnología, a los drones. Se trata de colocar menos soldados sobre el terreno, pero así es imposible cambiar el curso de una guerra. En cuanto a la cobertura periodística, el rasgo más diferencial con respecto a  Bosnia, es que los periodistas se han convertido en objetivo militar. La prueba es que la guerra de Siria no se está cubriendo prácticamente nada, especialmente la parte ocupada por las milicias y el estado islámico. Secuestran a los periodistas y los convierten en moneda de cambio o los asesinan, directamente. En Bosnia, lo que podían buscar determinadas facciones era convertir al periodista en un portavoz de lo que estaba ocurriendo. En el caso del estado islámico, por ejemplo, ya no les interesa que el periodista sea el portavoz, porque ellos se encargan de contar lo que ocurre. Además, tienen mucha más capacidad tecnológica, visualmente impecables y ellos lanzan el mensaje aterrador que desean sin intermediarios que cotejen esos. Ellos se han convertido en los emisores de la información.

Usted trabajaba como corresponsal de ABC en Nueva York cuando los atentados de las Torres Gemelas. A una guerra se sabe cuándo se va, pero nadie sabe que va a cubrir algo como eso. ¿Cómo se mantienen sus percepciones?

Hay grandes factores ahí, básicamente personales. Cuando iba a Sarajevo o a África, mi madre decía: ¿por qué te tienen que enviar a ti, no pueden mandar a otro? Cuando ocurrió lo de las Torres Gemelas, ella me dijo: la guerra te sigue los pasos. Y en verdad, aquella mañana en Manhattan parecía una escena de guerra. Otra diferencia, también personal, es que cuando iba a África o los Balcanes, mi familia estaba lejos, mientras que en Nueva York yo vivía con mi mujer y con su hija. Eso hacía que la percepción del peligro fuese distinta. Salvo el ataque de Pearl Harbor, Estados Unidos nunca había recibido un ataque directo. El territorio continental de EEUU siempre permaneció lejos de los estragos de la guerra. Esto fue un ataque directo al corazón del sistema americano, hecho con sus propios instrumentos. Quien planificó estos atentados sabía muy bien lo que hacía, no sólo desde el punto de vista tecnológico o militar, al usar aviones de pasajeros contra objetivos civies y militares, y hecho de tal manera que ocurrieran en el momento de los informativos matutinos en Estados Unidos, los del mediodía en Europa y los nocturnos en Japón y todo Oriente.  Todo duró 102 minutos, esa capacidad de concentración del terror en una ciudad que encarna un cierto deslumbramiento, tuvo un efecto multiplicador.  Mucha gente decía: ‘Esto parece una maldita película’. Era Manhattan, Nueva York, el escenario por antonomasia de Hollywood para representar el fin del mundo.

Tenemos problemas para relacionarnos con la verdad, para digerir los hechos. Sin embargo los hechos son el motor de las historias periodísticas. Usted, que ha escrito poesía y teatro, ¿siente que el periodismo es un lastre para la voz literaria?

El periodismo utiliza uno de los principales instrumentos de la literatura, que es el lenguaje. Eso lo dice muy bien la reportera argentina Leila Guerriero, quien asegura que todo lo que cuenta el periodismo debe ser estrictamente cierto, pero que la forma de contarlo depende de la manera que cada quien usa sus recursos lingüísticos, sintáctico y gramaticales al servicio de la narración. Hay que procurar contar las historias casi como el montaje de las escenas de una película: usando diálogo, la descripción, la introspección. Lo dice Villoro al referirse a la crónica como el ornitorrinco de la prosa.  El buen periodista debe de estar apasionado con la realidad, pero tiene que leer y ver todo… películas, teatro, novela. Hay algunos periodistas que se sienten constreñidos por la condición de que lo que tienen que contar sea verdad y por eso recurren a la novela. Pero creo que la realidad es lo suficientemente rica. Yo de momento no me lo planteo.

Ha dicho usted que los medios tiene un problema serio con la verdad, que son un mercado persa de la estupidez y que están trufados de ideología. ¿Qué produjo que fuésemos a peor?

Tenemos un grave problema. Esa división casi religiosa que hace la prensa anglosajona entre información y opinión no ocurre en España y eso deja en entredicho la credibilidad de los medios. Los lectores, además, buscan en los medios un lugar donde confirmar sus prejuicios. Los medios ya no son una ventana al mundo o a la diversidad. En la medida que orientan la cobertura por sus visiones ideológicas y mezclan información y opinión le hacen un flaco favor a la posibilidad de conocer el mundo y generan más cinismo en la sociedad española. Está la sensación de que todos mienten y eso debilita el papel de los medios como contrapoder. Hemos fallado: los medios nos hemos vueltos aburridos, previsibles y demasiado cargados de ideología.

¿Qué vamos a hacer con la dictadura del click? Antes había que vender periódicos, ahora hay que conseguir lectores, mejor dicho usuarios, por hora.

Eso nos lleva a la irrelevancia. Hay una revista francesa llamada XXI y que fundada, entre otros, por Patrick Saint Exupery, el nieto del autor de El principito, a quien conocí en Bosnia. Ellos han sacado un manifiesto para señalar cómo la obsesión de los directivos de prensa con la visitas, con la cantidad y no la calidad, está desvirtuando el periodismo. Al final, que el número de visitas determine la calidad o la permanencia de una información, nos conduce a la degradación total. Recuerdo cuando trabajaba en El País, una discusión entre el crítico de cine, Ángel Fernández-Santos, y el entonces director Juan Luis Cebrián. Ángel Fernández-Santos había hecho una crítica muy dura contra una película de Almodóvar. Cebrián le dijo: una película que ha recaudado tanto dinero no puede ser mala. Pues al final ese criterio, ya sea la cantidad de clicks, la cantidad de dinero o el número de visitas también pretenden determinar lo que es valioso y lo que no.

Karina Sainz Borgo (Caracas, Venezuela, 1982). Ha publicado los libros de periodismo Caracas hip-hop (2007) y Tráfico y Guaire. El país y sus intelectuales (2007) y mantiene el blog Crónicas barbitúricas. Trabaja como periodista especializada en temas culturales para medios digitales como Vozpopuli o Prodavinci.