MENUDO, SENCILLO, AMABLE, CORRECTÍSIMO EN EL HABLAR, discreto en el el juicio, fino en la ironía: así se nos presenta, ya con 82 años, Valentín García Yebra, académico de la Lengua, ilustre filólogo, traductor eminentísimo
y, sobre todo, el más señalado teórico de la traducción que ha dado España. No menos fiel a los textos que traduce que a sus nostalgias, este leonés afincado en Madrid hace ya 50 años, guarda en su casa un rincón medio moruno, evocador sin duda de sus años en Tánger, y, en su despacho, una amplia panorámica de su patria chica, Lombillo de los Barrios, un pueblecito
del Bierzo. Desde Lombillo a Madrid pasando por varios mundos, por la filología y la traducción, por la docencia y la edición, por Aristóteles y Séneca, por Ortega y Dámaso Alonso, el denso universo de este hombre se ha ido ensanchando y enriqueciendo a lo largo del siglo que se va. Qué ganas dan de escarbar un poco en él. In medias res y sin contemplaciones.
POLLUX HERNÚÑEZ • ¿Cómo se hace un buen traductor?
VALENTÍN GARCÍA YEBRA – Un traductor se hace sobre todo traduciendo. En éste, como en casi todos los oficios, se aplica el conocido adagio latino Fabricando fit faber, equivalente al dicho español «El ejercicio hace al maestro». Claro está que se necesitan condiciones previas. En cuanto a esto, yo he comparado muchas veces al traductor con el cantante. No puede aspirar a cantar bien quien tenga mala voz y mal oído. Pero quien esté dotado de voz bien timbrada y de oído musical fino puede llegar a cantar muy bien si, además, le gusta cantar y canta con frecuencia. Pero es evidente que, si tiene un buen maestro de canto, llegará a cantar mejor que si aprende por sí solo.
Hay un pasaje aristotélico, en la Ética Nicomaquea (B, 1103A 8-13), que he citado en varias ocasiones, porque me parece ejemplificar muy bien esta afirmación teórica. «Tocando la cítara —dice allí el Sabio— se llega a ser buen citarista o mal citarista; y lo mismo sucede con los constructores de casas y con todos los demás, pues construyendo bien se harán buenos constructores, y construyendo mal, malos. Y si no fuese así, no harían falta maestros». En el primer capítulo de mi libro En torno a la traducción, titulado «La teoría y la práctica en la traducción», desarrollo esta idea con cierta amplitud.
P H – ¿Puede traducirse, o será siempre la traducción un quiero y no puedo?
V G Y – En el capítulo IX de mi citado libro, titulado «Problemas de la traducción literaria», me refiero a la posibilidad o imposibilidad de la traducción. Georges Mounin dedicó su libro Los problemas teóricos de la traducción (337 páginas en la traducción española) a demostrar la posibilidad de la comunicación interlingüística, que es otro nombre de la traducción. La traducción, aunque no carezca de dificultades, es ciertamente posible. Volviendo a Aristóteles, la demostración de la posibilidad de la traducción puede hacerse con sólo cinco palabras de su Poética (51b 18): tà genómena phaneron hóti dynatá, que, traducidas, afirman: «Lo acontecido es evidentemente posible». Desde hace más de dos mil años, la cultura latina, y luego la occidental, han practicado la traducción, y han visto en ella una de las fuentes
principales de su propio enriquecimiento. La traducción ha sido un hecho constante. No lo habría sido si no hubiera sido posible. Podría objetarse que nunca se ha logrado una traducción perfecta. Pero si esto fuera argumento válido para negar la posibilidad de la traducción, lo sería también para afirmar la imposibilidad de cualquier actividad humana, pues no
hay ninguna perfecta.
P H – Pero, ¿no será leer en traducción, como decía Kumarayiva, comer lo que otro ha masticado?
V G Y – El repelente símil de Kumarayiva puede aplicarse también, incluso con más propiedad, a la escritura original. La novela mejor escrita y el poema mejor estructurado serían comparables al producto de la masticación, incluso de la digestión por el autor, de sucesos, acciones, aspectos o sentimientos de la naturaleza o de la vida real. Y la actividad de sus lectores sería comer lo masticado y digerido por los autores. Yo prefiero comparar la actividad del autor original a la pintura más o menos fiel de la realidad, y la del traductor, a la del copista que reproduce, con las mismas líneas, pero con otros colores, la obra original. En teoría, la copia puede ser tan bella como el original; pero el obligado cambio de colores (los colores usados por el traductor son las posibilidades que le ofrece su lengua) le impedirá reproducir con absoluta
exactitud la realidad pintada por el autor.
P H – En 1970, en su edición trilingüe de la Metafísica de Aristóteles, expuso por primera vez, y la ha repetido en múltiples ocasiones, su regla de oro de la traducción: «Una traducción debe decir todo lo que dice el original, no decir Valentín García Yebra nada que el original no diga, y decirlo todo con la corrección y la naturalidad que permita la lengua a la que se traduce». ¿Ha notado si esta regla tan pertinente, sobre todo cuando la enunció, se ha venido observando?
V G Y – Sigo creyendo en la validez de esa norma. Después de haberla formulado hace tres decenios como fruto de mi propia experiencia o como algo de sentido común, cuando no había leído casi nada sobre teoría de la traducción, he visto, en la recopilación de textos clásicos sobre la materia que hizo Julio César Santoyo en 1987, que ya había sido formulada hace siglos nada menos que por Gracián en 1533, cuando, refiriéndose a su traducción de los Apothegmas de Plutarco, dice: «No me pareció que a tan graue autor […] se deuia añadir ni quitar ni mudar cosa alguna». Y casi cincuenta años
más tarde, en 1580, decía fray Luis de León en la dedicatoria de sus poesías a don Pedro Portacarrero: «El que quisiere ser juez (de lo que yo he traducido) pruebe primero qué cosa es traducir poesías elegantes […] sin añadir ni quitar sentencia, y guardar cuanto es posible las figuras del original y su donaire».
En cuanto a su observancia por parte de los traductores, creo que los buenos la observan siempre que les es posible. Lo malo es que, en la proliferación de teóricos de la traducción que desde entonces se ha producido, son mayoría los que inducen a los traductores a quebrantarla. No digo que la quebranten ellos, porque muchos de esos teorizantes no han publicado nunca una traducción. Yo aconsejaría a los traductores que no confíen en quienes, sin haber traducido un libro, pontifican sobre la traducción. La teoría es la ciencia de lo teorizado. Pero, como dijo muy bien Aristóteles casi al comienzo de su Metafísica (981a 2s.), «la ciencia y el arte llegan a los hombres a través de la experiencia». Y no puede tener la ciencia, es decir, la teoría, de la traducción quien no la haya practicado, quien no tenga experiencia de traducir.
P H – Sus tres libros sobre la traducción: En torno a la traducción, Traducción: historia y teoría, y Teoría y práctica de la traducción, siguen siendo lo mejorcito que se ha hecho en nuestra lengua sobre el arte de traducir. ¿Desde que se publicaron, hay alguna idea más, algo nuevo, que pudiera añadirse a la doctrina que contienen?
V G Y – Esos tres libros no contienen, evidentemente, todo lo que se puede decir sobre la traducción. Procuré exponer en ellos ideas útiles para los traductores. Pero no traté de ser exhaustivo; no pretendí agotar la materia. Tampoco pretendo agotarla ahora con mi Diccionario de galicismos prosódicos y morfológicos, del que estoy corrigiendo ya segundas pruebas. En mi intención, va destinado a cuantos de un modo u otro practican la traducción, sobre todo la traducción científica o técnica, que es hoy, con mucho, la más importante cuantitativamente; también a los que yo llamo traductores
implícitos, que son los que leen obras en otra lengua pensando aprovechar lo leído para sus escritos en la lengua propia. La gran mayoría de los que llamo «galicismos prosódicos» y «galicismos morfológicos» son términos mal acentuados o mal formados por influjo del francés. Pero esas dos clases de galicismos no se han producido sólo en las terminologías científicas, sino también en palabras usadas en el lenguaje literario, incluso en la conversación normal. Tampoco aquí pretendo agotar la materia; sí quiero despertar la sensibilidad de los traductores explícitos o implícitos para que no se dejen
influir indebidamente por la lengua de la que traducen.
P H – ¿Se atreve a decir algo sobre la traducibilidad de la poesía? ¿Tagore sigue siendo Tagore, pasado por Juan Ramón?
V G Y – Sobre la traducibilidad o intraducibilidad de la poesía sigo pensando como hace ya un cuarto de siglo, cuando di, en agosto de 1974, en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander, una conferencia sobre la «traducción de poemas en verso». La publiqué nueve años después en las páginas 141-162 de mi libro En torno a la traducción. La poesía puede expresarse en prosa o en verso. La traducción de poemas en prosa suele ser difícil, tal vez imposible en algunos casos; pero, en general, pueden realizarla con éxito traductores muy bien dotados, capaces de percibir y saborear las exquisiteces
de la lengua original y muy hábiles en el manejo de su propia lengua. La traducción de poemas en verso puede y aun suele plantearle al traductor problemas insolubles. El primero de todos se refiere a la forma de la traducción. ¿La prosa o el verso? Si el traductor elige la prosa, perderá todo lo vinculado al verso, que puede ser esencial para el poema. Si se decide a favor del verso, a no ser en casos excepcionales y tratándose de lenguas muy próximas, perderá muchos valores del original y pondrá en la traducción otros de su cosecha. Y así pecará doblemente, por omisión o por acción, contra la norma fundamental de su arte: decir todo y sólo lo que dice el original. Sigo pensando, como entonces, que no se puede dar a este problema una solución válida para cualquier caso, y que la única norma general que se puede aventurar es la que
se contiene en esta especie de máxima incomprometida: vale más una buena traducción en prosa que una mala traducción en verso; pero una buena traducción en verso vale más que una buena traducción en prosa.
En cuanto a la relación Juan Ramón-Tagore, me falta conocimiento suficiente para poder opinar sobre la fidelidad de la traducción, hecha más por Zenobia que por el poeta de Moguer. En el volumen II de la obra de Graciela Palau de Nemes, Vida y obra de Juan Ramón Jiménez – La poesía desnuda, en la página 562, se afirma que «las traducciones de Tagore eran obra de Zenobia. Juan Ramón no conocía el inglés lo suficiente para esta labor; pero al corregir la versión de ésta le daba a la traducción su propia expresión, con lo que le devolvía el lirismo de la creación original bengalí». Para poder
contestar a la pregunta de si Tagore sigue siendo Tagore pasado por Juan Ramón, sería necesario comparar la traducción de Zenobia, revisada por Juan Ramón, con el texto de Tagore. Sin esa comparación, sólo me atrevo a decir que una traducción hecha en esas condiciones puede ser muy bella, puede resultar una obra de gran valor literario, pero difícilmente conservará todo lo que podría conservar una traducción hecha por un buen traductor que trabajase directamente sobre la obra original. Es probable que la personalidad poética de Juan Ramón, aun siendo bastante afín a la del poeta indio, haya marcado de modo juanramoniano la traducción de Zenobia.
P H – ¿Por qué le galardonaron el año pasado con el Premio Nacional de Traducción, por su labor de traductor o de traductólogo?
V G Y – Eso habría que preguntárselo a los miembros del Jurado. Supongo que por las dos cosas. Sinceramente, creo haber traducido, sobre todo del griego, del alemán y del francés, obras verdaderamente importantes. Y no creo haberlas
traducido mal. La crítica las ha recibido siempre con elogio. La primera traducción mía publicada, El velo de Verónica, de Gertrud von Le Fort, vio la luz en 1944, siendo yo aún estudiante. No me conocían en Madrid, fuera de la universidad, más de una docena de personas, ninguna de ellas relacionada con el mundo literario. Y hubo críticos muy prestigiosos ya entonces, como José Luis Vázquez Dodero y José Luis Aranguren, que, sin conocerme personalmente, hicieron de mi traducción tales elogios que me sentí obligado a visitarlos para darles las gracias, iniciando así una gran amistad que duró mientras vivió Aranguren, y, por fortuna, sigue vigente con Vázquez Dodero. Aquella traducción ha vuelto a publicarse ahora, con muy grata sorpresa mía, por una editorial diferente de la que hizo la primera edición.
El primer premio recibido por mí, en 1964, fue el Prix Annuel de la Traduction del Gobierno belga, que se concedía entonces por vez primera. En realidad, todos los premios que he recibido están relacionados con la traducción.
Por otra parte, mi labor como traductólogo fue premiada por la Real Academia Española, antes de ser yo académico. Creo, incluso, que mi libro Teoría y práctica de la traducción, prologado por Dámaso Alonso, que fue la obra premiada, contribuyó a mi ingreso en la Academia. Supongo que el Jurado del Premio Nacional tendría también en cuenta el haber sido yo el promotor del Instituto Universitario de Lenguas Modernas y Traductores de la Universidad Complutense de Madrid, del que fui durante once años, hasta mi jubilación en 1985, profesor de Teoría de la traducción y Subdirector
en funciones de Director.
P H – Ha traducido muchas y muy variadas cosas de varias lenguas, pero ¿hay algo que le habría gustado traducir y que, por unas u otras razones, no ha podido?
V G Y – Me habría gustado mucho traducir la Eneida en prosa rítmica o en versículos claudelianos. Pero no se tiene tiempo para todo.
P H – Cuéntenos algo sobre su primera traducción, la Medea de Séneca.
V G Y – La traducción de la Medea de Séneca fue la primera que hice con intención de publicarla. Antes había traducido, como ejercicio de aprendizaje lingüístico, alguna otra cosa. Traduje, por ejemplo, una novela del alemán. Como no pensaba publicarla, no guardé la traducción, y ni siquiera recuerdo su título ni el nombre del autor. Eso fue antes de 1940.
Vine a Madrid a fines de 1939, recién licenciado del ejército. Tenía que hacer el Examen de Estado para poder ingresar en la Universidad. Lo aprobé en la primera convocatoria que hubo, en la primavera de 1940. Pero ya era tarde para que me admitiesen la matrícula en la Universidad. Como no tenía medios económicos para vivir en Madrid, me dediqué a buscar trabajo, y me dejé explotar durante unos meses en un colegio o academia de cuyo nombre no quiero acordarme. Durante el verano, libre ya de aquel colegio y con un par de clases particulares que me permitían subsistir, compré en la Cuesta de Moyano, por cinco pesetas, un bonito ejemplar de una edición latina de las tragedias de Séneca, hecha en Biponte, hoy Zweibrücken (Alemania) y fechada en 1785. No sé por qué me llamó la atención la Medea, que ocupa en la obra las páginas 267-306. Probablemente porque en la portada del libro hay un grabado redondo, con fondo negro, sobre el que destaca la figura de la protagonista en un carro tirado por dos dragones alados. Me puse a leerla, y sentí ganas de traducirla. No me considero poeta, pero desde muy joven me ha gustado versificar. Y me apeteció traducirla en verso. Como, aparte de dos o tres horas de clase, no tenía nada que hacer, dediqué un par de meses a la traducción, de la que no quedé descontento. Como necesitaba dinero, pensé que podría ganar alguno publicándola. Y le llevé el manuscrito (no tenía máquina de escribir) a un libreroeditor. Dijo que me daría la contestación ocho días después. Volví a los ocho
días, seguro de que la habría aceptado. Pero echó sobre el mostrador el sobre que la contenía y me dijo casi despectivamente: «Me han dicho que la traducción es buena; pero esto no tiene ningún interés». Salí de allí medio avergonzado. Y estuve a punto de rasgar el sobre con las cuartillas. Afortunadamente, lo guardé. Esto fue en el verano de 1940. Cuando, en 1964, me dieron el premio belga, importante para mí incluso económicamente (ciento sesenta y cuatro mil pesetas de las de entonces), me gasté la tercera parte en editar por mi cuenta aquella traducción, que sigue siendo, en cierto modo, mi predilecta. Y ahora estoy muy contento porque se va a representar en Bruselas, gracias a usted, esta versión mía, incluso con música compuesta expresamente para ella.
P H -¿Sigue traduciendo?
V G Y – Siento no poder hacerlo. Pero me he metido en otros trabajos que no me dejan tiempo para la traducción. El Diccionario de galicismos prosódicos y morfológicos me ha ocupado todo el tiempo disponible de los últimos ocho
años. Y tengo, para después, otros dos proyectos que quizá me ocupen durante tres o cuatro. A mi edad, ya no se pueden hacer proyectos a largo plazo.
P H – Cambiemos de tercio. ¿Cómo y para qué nació la Editorial Gredos?
V G Y – La editorial Gredos nació, en junio de 1944, doce días antes de licenciarme yo en Filología Clásica, sin una finalidad muy precisa. Las dos o tres primeras publicaciones fueron, económica mente, grandes fracasos. Cambiamos de rumbo, y comenzamos a publicar libritos de latín destinados a los estudiantes de bachillerato. Con ellos ganamos algún dinero. Un par de años después, se unió a nosotros un nuevo socio, José Oliveira, que conocía mucho a Dámaso Alonso. Este le había dicho una vez: «Oliveira, si algún día se hace usted editor, le daré un libro para que me lo publique». Fuimos a ver a Dámaso Alonso. Nos recibió muy amablemente, pero tardó en tomarnos en serio. Como éramos todavía muy jóvenes, nos llamaba bromeando «los chicos de la Gredos». Pero después de varias visitas, acabó diciéndonos: «Les voy a dar a ustedes un libro, y si me lo editan y venden bien, les daré una biblioteca entera». Aquel libro fue Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos, cuya edición cuidé yo personalmente. Fue el primer volumen de la Biblioteca Románica Hispánica, que convirtió a Gredos en una editorial importante en España y en el extranjero.
P H – ¿Con quién hay que hablar para que la excelente colección de clásicos griegos y latinos se reedite incluyendo el texto original junto a la traducción?
V G Y – Cuando se proyectó la «Biblioteca Clásica Gredos», se estudió la posibilidad de publicar las obras griegas y latinas en edición bilingüe. Se abandonó la idea porque esto encarecía mucho cada volumen, y sería obstáculo para la intención editorial de hacer llegar los clásicos de ambas lenguas al mayor número posible de lectores. Lamentablemente, son pocos los que pueden cotejar la versión con el original griego o latino. Procuramos que las traducciones sean fieles y de lectura fácilmente inteligible.
P H – Pasemos a otro campo. ¿Qué hace en la Academia?
V G Y – Trabajo habitualmente en la Comisión de Consultas, en la que se contestan cartas que piden aclaración de dudas sobre el uso de nuestra lengua; en la de Ciencias Humanas, donde se revisan las voces del Diccionario relacionadas con este sector lingüístico; en la de Gramática, que prepara la que dentro de unos años publicará la Academia como obra propia, y en una de las Comisiones que preparan la próxima edición del Diccionario. Por otra parte, presento con frecuencia papeletas sobre palabras que ya están en el Diccionario, para su discusión en el Pleno. A veces, en alguna otra cosa que se me encarga especialmente, como ahora en la revisión de la Ortografía.
P H – Habla un castellano envidiablemente cuidado. En su Claudicación en el uso de las preposiciones señala incorrecciones que todo el mundo comete, y en su última obra enumera cientos de ejemplos de contaminación galicana. ¿No será la corrección en el hablar algo que una generación trata de imponer a otra?
V G Y – Creo que, por mi parte, nunca he tratado de imponer a nadie mis opiniones lingüísticas. Y menos aún a las generaciones futuras. A mis alumnos del Instituto Universitario de Traductores les decía con frecuencia que algo que ahora se considera incorrecto puede ser correcto dentro de veinte años. Lo correcto lingüísticamente es lo que dice o escribe la mayoría de la gente culta.
P H – ¿Qué piensa de lo que está pasando con el inglés? ¿Hay que empeñarse en pararle los pies, o vamos hacia la lengua universal?
V G Y – No creo que el inglés haga desaparecer al español. Tampoco creo que los anglicismos vayan a invadir nuestra lengua con la intensidad con que lo hizo el francés desde fines del siglo XI hasta mediados del XIII, y sobre todo durante los siglos XVIII y XIX. El parentesco y la proximidad lingüística del francés favorecían la contaminación. El influjo del inglés es ahora inevitable. Lo inteligente sería aprovechar lo positivo y evitar lo inconveniente.
P H – Acaba de terminar su último libro, participa en seminarios y coloquios, da conferencias, ¿en qué está trabajando ahora?
V G Y – De momento, estoy corrigiendo pruebas del Diccionario de galicismos prosódicos y morfológicos. Durante el próximo verano, quiero hacer un libro que sería algo así como una versión abreviada de los dos volúmenes de mi Teoría y práctica de la traducción. Pienso darle un carácter menos teórico, más orientado a facilitar la práctica de los traductores. Se titulará Teoría práctica de la traducción. Para después tengo un proyecto muy interesante: poner en limpio, traducir y comentar las muchas notas escritas a mano por un desconocido sabio francés en cada página de una magnifica edición de las obras completas de Virgilio publicada en Londres el año 1813. Camilo José Cela, a quien hablé hace unos meses de este proyecto, me pidió el resultado para su revista El Extramundi y los Papeles de Iria Flavia. Le dije que podrían resultar doscientas o más páginas. Me contestó: «Como si son cuatrocientas». Dedicaré este trabajo a la memoria de mi gran amigo húngaro-brasileño Paulo Rónai, que me regaló este libro, verdaderamente precioso.
P H – Una última pregunta: ¿va a escribir ese anecdotario (incluyendo aquella historia de Ortega en una librería de Madrid) del que me habló alguna vez?
V G Y – Si después de realizar los proyectos mencionados me quedan aún fuerzas y capacidad para seguir trabajando, sí quisiera escribir ese anecdotario que me piden miembros de mi familia y algunos amigos. Pero no incluiré en él nada que pudiera ser o parecer negativo para otras personas, y menos para las que respeto y admiro.
P H – Muchas gracias, Valentín, y que le queden fuerzas para eso y para muchas otras cosas.