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Michael Ignatieff (Toronto, Canadá, 1947) es historiador, ensayista y ex político. Ha sido profesor en Cambridge, Oxford, Harvard y Toronto. Fue líder del Partido Liberal de Canadá. Autor, entre otros libros, de Fuego y cenizas, Las virtudes cotidianas, El mal menor: ética y política en una era de terror, e Isaiah Berlin, su vida.


Avance

Partiendo de la experiencia personal que tuvo al escuchar el canto de unos salmos y sentir su efecto catártico, Ignatieff emprendió un estudio filosófico e histórico sobre el consuelo, que define como “aquello que hacemos cuando compartimos el sufrimiento de los demás o pretendemos aliviar el nuestro”. Durante siglos, los hombres lo buscaron en la religión, con la promesa de un Paraíso en la otra vida, pero tal cosa apenas cuenta en el escéptico siglo XXI. La ‘consolatio’ era un género filosófico en las tradiciones estoicas; hoy en día es más influyente la tradición de Montaigne y Hume que considera que el sentido de la vida no se encuentra en la promesa de un paraíso sino en vivir plenamente cada día; y si buscamos ayuda para la aflicción ya no recurrimos a Dios sino que la buscamos solos o con terapeutas profesionales. Sin embargo, Ignatieff sostiene que, aunque no se tenga fe, las religiones pueden servir de ayuda y explican “por qué los seres humanos sufren y mueren y por qué, a pesar de ello, debemos vivir con esperanza”. Y pasa revista a una serie de personajes históricos que “nos dan perspectiva y nos inspiran en su lucidez”. Desde Pablo de Tarso, que nos dejó “el primero y más poderoso lenguaje de la igualdad humana jamás ideado”, hasta Karl Marx, con “el intento más duradero de trascender la religión y sustituir sus consuelos por la justicia de este mundo”, pasando por Cicerón, Boecio, Marco Aurelio, Dante, Montaigne y David Hume. Aporta, además, las historias de otros tres personajes encuadrados en la consolación del testimonio: Anna Ajmátova, Primo Levi y Miklós Radnóti.

Y como colofón, la figura de la médica Cecily Saunders, que identificó los componentes de una buena muerte: “el alivio del dolor, un entorno contemplativo y sereno, la presencia de seres queridos, la perspectiva del fin del sufrimiento”. Entre las conclusiones se puede destacar esta: Mientras que “el ánimo es transitorio; el consuelo es duradero. El ánimo es material; el consuelo, intelectual; es un argumento sobre por qué la vida es como es y por qué debemos seguir adelante”.

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Artículo

Todo comenzó en Utrecht en 2017. Michael Ignatieff había sido invitado a ofrecer una charla sobre la justicia y la política en el Libro de los Salmos. Su intervención se enmarcaba dentro de un festival en el que cuatro coros interpretaban versiones musicales de los 150 salmos. Tras su conferencia, acudió a uno de esos conciertos. “La música era hermosa; las palabras resonantes -recuerda-, y la experiencia me produjo un efecto catártico que he tratado de entender desde entonces (…) Fui a dar una conferencia y encontré consuelo: en las palabras, la música y las lágrimas de reconocimiento del público”.

Se preguntó “¿cómo es posible que el antiguo lenguaje religioso nos hubiera hechizado de tal modo, en especial a un no creyente como yo?, ¿y qué significa exactamente ser consolado?” Con la intención de dar respuesta a estas preguntas, nació este libro del ex líder del Partido Liberal canadiense, historiador y autor, entre otras obras, de Las virtudes cotidianas (2018).

Ignatieff arranca En busca de consuelo intentando acotar el significado del término consolar, del latín consolor, que traduce como “encontrar alivio juntos”.

Y que acaba por definir como “aquello que hacemos cuando compartimos el sufrimiento de los demás o pretendemos aliviar el nuestro”.

«En busca de consuelo. Vivir con esperanza en tiempos oscuros». Taurus. 2023.

El autor considera que durante miles de años el ser humano ha encontrado un consuelo religioso, que era el Paraíso, “la vida después de la muerte, donde dejaríamos de sufrir y nos reencontraríamos con nuestros seres queridos”. Pero, según relata, “a partir del siglo XVI, los europeos empezaron a sospechar que ese lugar no existía.” Esa pérdida progresiva de fe en el más allá ha continuado hasta el presente, “el siglo XXI, donde el escepticismo predomina en el corazón y la mente de muchas personas.”

“Hoy en día -asegura-, la palabra ha perdido su significado de antaño, basado en las tradiciones religiosas”. Y ofrece un ejemplo. “En la actualidad, el premio de consolación es el que nadie quiere ganar. Las culturas que persiguen el éxito no prestan mucha atención al fracaso, la pérdida o la muerte. La consolación es para los perdedores.”

En la introducción del libro, achaca esa mutación del concepto de consuelo a un cambio que se ha producido en la propia filosofía. “La consolación solía ser un sujeto filosófico -explica-, porque se consideraba que la Filosofía era una disciplina que nos enseñaba a vivir y a morir”.  Pero hoy “la Filosofía ha dejado de lado los textos clásicos que se referían al consuelo”.

Argumenta que la consolatio tenía la consideración de un género filosófico en las tradiciones estoicas del mundo antiguo. Y, como muestra, cita a Cicerón, que “fue un maestro”; a Séneca, que “escribió tres famosas cartas para consolar a las viudas afligidas”: al emperador romano Marco Aurelio, que “escribió sus Meditaciones esencialmente para consolarse”; y al senador romano Boecio, quien “escribió La consolación de la filosofía mientras esperaba que se cumpliera su sentencia de muerte para consolarse”.

Montaigne y Hume

En cambio, hoy en día, según Ignatieff, “es más influyente la tradición que toma forma en la obra de Montaigne y Hume, que pusieron en duda que nuestro sufrimiento tuviera algún significado especial y que pusieron de manifiesto que la tradición religiosa no había reparado en la fuente de consuelo más importante de todas:

que el sentido de la vida no se encuentra en la promesa de un paraíso ni en el dominio de los apetitos, sino en vivir plenamente cada día”.

Para estos pensadores, “el consuelo no es otra cosa que aferrarse al amor por la vida tal y como es, aquí y ahora”.

En su diagnóstico del mundo presente, el autor canadiense considera que en la actualidad también se ha perdido el “marco institucional” que teníamos para el consuelo. “Las iglesias, sinagogas y mezquitas, donde antes nos consolábamos en grupo en rituales colectivos de dolor y duelo -escribe-, se han ido vaciando”.

De Dios al terapeuta profesional

Ese marco más amplio en el que los humanos nos sentíamos amparados lo centra Ignatieff en la figura de Dios y en los pensadores clásicos.  “El Dios de los judíos, que exige obediencia, pero cuya alianza con su pueblo garantiza protección; el Dios de los cristianos, que amó tanto al mundo, que sacrificó a su propio hijo y nos ofreció la esperanza de una vida eterna; los estoicos romanos de la Antigüedad, que aseguraban que la vida sería menos dolorosa si aprendiéramos a renunciar a la vanidad de los deseos humanos”.

Y, aunque recuerda que “los tradicionales lenguajes de la consolación siguen a nuestra disposición”, asegura que hoy día “si buscamos ayuda en tiempos de aflicción las buscamos solos, de persona a persona o en terapeutas profesionales, que tratan nuestro sufrimiento como una enfermedad de la que tenemos que recuperarnos.”

A este respecto, Ignatieff, que se declara repetidas veces no creyente, defiende la utilidad de las tradiciones, tanto si se profesa una religión como si no. “Cabría suponer que los textos religiosos no significan nada para nosotros si no compartimos la fe que los inspiró”, alega. Pero se pregunta: “¿por qué deberíamos pasar una prueba de fe para obtener consuelo de los textos religiosos?” A lo que responde que “las promesas de salvación y redención puede que no signifiquen nada para nosotros, pero no así el consuelo que nos ofrece la comprensión que los textos religiosos nos brindan en momentos de desesperación”. Según él,

“las religiones cumplen muchas funciones, pero una de ellas es la de consolar, explicar por qué los seres humanos sufren y mueren y por qué, a pesar de ello, debemos vivir con esperanza”.

No está de acuerdo el autor en que la terapia nos ofrezca consuelo.

“Algo se pierde al considerar el sufrimiento como una enfermedad que tiene cura. Las tradiciones religiosas de consolación eran capaces de situar el sufrimiento individual dentro de un marco más amplio y de ofrecer a la persona afligida una explicación de dónde encaja la vida del individuo en un plan divino o cósmico”.

Sostiene Ignatieff que “sería una sandez permitir que nuestra resistencia se quebrara ante el aluvión de comentarios públicos que predicen el apocalipsis medioambiental, el hundimiento de la democracia o un futuro asolado por nuevas pandemias”.

Ejemplos de quienes sufrieron la adversidad

Por esa razón, ofrece en su libro las historias de hombres y mujeres que vivieron la peste, el hundimiento de las libertades republicanas, campañas de exterminio masivo o la ocupación enemiga. “Sus historias nos dan perspectiva para ver nuestra propia época y nos inspiran en su lucidez -explica-. Contemplarnos a la luz de la historia supone restablecer nuestra conexión con los consuelos de nuestros antepasados y descubrir nuevos vínculos con su experiencia”.

Comienza Ignatieff su recorrido rememorando la historia de Job, un hombre al que había sonreído la fortuna, pero al que Dios pone a prueba arrebatándole todo y sometiéndole a un sinfín de penalidades. Job se rebela, se enfrenta a Dios, pero acaba por entender y aceptar “el orden incognoscible de Dios”.  Concluye que “hay consuelo en la obediencia, pero no en la resignación impotente (…) El consuelo solo puede sacarnos de lo más profundo de la desesperación si tenemos el valor de exigir el reconocimiento, nuestro y de los demás, de la realidad de nuestro sufrimiento”.

Continúa con Pablo de Tarso, “el apóstol de los gentiles”, de quien asegura que “creó un lenguaje de consolación que fue el primero y más poderoso lenguaje de la igualdad humana jamás ideado, que constituye la base, a pesar de que no suela reconocerse, de los lenguajes seculares, revolucionarios, socialistas, humanistas y liberales de la igualdad que vendrían más tarde.”

Cicerón, autor de Consolatio, era el “maestro supremo” del arte de la consolación de Roma. “Ante la tragedia de la pérdida de los seres queridos y la perspectiva de la muerte -escribe Ignatieff-, los filósofos romanos recomendaban seguir un código varonil de autocontrol. Si el hombre lograba controlar sus reacciones ante la pérdida, el consuelo le llegaría con el respeto y la admiración de sus iguales”.

Ejemplo de ello fue Marco Aurelio, quien mientras durante el día luchaba contra las tribus bárbaras y al caer la noche escribía sus Meditaciones, “cosas para uno mismo”. Esforzándose en dominar el miedo, “encontró el consuelo en la confesión”. “Utilizaría la escritura como un confesionario, para conseguir el mayor dominio posible sobre sí mismo, para expresar lo que no podía contar a nadie para no dañar su autoridad”.

Al final, aunque no lo consiguió ver en vida, “sus escritos encontraron el propósito de consolar a los demás con el desconcierto y la angustia que ni siquiera un emperador podía dominar”.

También encontró consuelo en la escritura el aristócrata romano y católico Boecio, que fue acusado injustamente de conspiración por el rey bárbaro Teodorico. Encarcelado, sometido a torturas y finalmente decapitado, en su encierro escribió Consolatio Filosofíae, una obra en la que dialoga con un personaje ficticio al que llama “Filosofía», “encarnación mordaz de su propia racionalidad”. “Su obra es un  monumento a la memoria heroica de un hombre -en palabras de Ignatieff-, pero también a su fe en una idea determinada: que el razonamiento filosófico es capaz de permitirnos soportar el sufrimiento, la injusticia y la muerte”.

La “Filosofía” de Boecio se reencarna, siete siglos después, en Beatriz, la guía de Dante en El Paraíso de su Divina Comedia. El poeta florentino “quiere hacernos entender que sólo la fe, más allá de las palabras, más allá de la razón, puede consolar de verdad a los humanos”. Condenado y exiliado a perpetuidad, “recupera la filosofía para la fe cristiana y afirma que el consuelo sólo es posible si la filosofía está al servicio de la fe”.

Un siglo después, Montaigne, envejecido, enfermo y hastiado de las guerras religiosas, pierde la fe, rechaza la filosofía y encuentra consuelo en “el apego más profundo que tenemos: nuestro amor a la vida misma”.

Ya en el siglo XVIII, algo parecido le ocurre a David Hume, quien, víctima de una profunda depresión y decepcionado de todas las doctrinas, escribe Historia natural de la religión y Mi propia vida, donde cuestiona todo el pensamiento anterior. Según Ignatieff, “creó una nueva forma de consuelo: la autobiografía como relato de la autorrealización”.

En el XIX, Karl Marx ideó una utopía, un mundo más allá del consuelo. “Es un mundo en el que vemos la vida tal y como es y no necesitamos argumentos, ni razones, ni nada que nos consuele por la realidad. El suyo, asegura el autor canadiense, “fue el intento más duradero de trascender la religión y sustituir sus consuelos por la justicia de este mundo”.

La consolación del testimonio: Ajmátova, Levi, Radnóti

Ignatieff elige tres personajes para mostrar lo que llama “la consolación del testimonio”. Anna Ajmátova, que con su Requiem cumplió con el deber de ser testigo de la Gran purga de Stalin. Primo Levi, quien durante su estancia en Auschwitz consigue consolar a un compañero de encierro recitando el capítulo 26 del Infierno de Dante. Y el poeta húngaro Miklós Radnóti, quien, tras sufrir las penalidades de un campo de trabajos forzados, murió a manos de sus compatriotas nazis, pero consiguió transmitir para la posteridad el horror del nazismo en lo que paradójicamente llamó Postales.

Son sólo algunos de los ejemplos que ofrece Ignatieff de las distintas formas en que personajes del pasado buscaron consuelo a sus penalidades. En su libro también podemos encontrar las historias de Condorcet, Abraham Lincoln, Gustav Mahler, Albert Camus, o Valclav Havel.

Como colofón, dedica un capítulo a La buena muerte a través de las vicisitudes de Cicely Saunders. Primero como enfermera y luego como médica, dedicó cincuenta años de su vida a “identificar los componentes necesarios para una buena muerte: el alivio del dolor, un entorno contemplativo y sereno, la presencia de seres queridos, la perspectiva del fin del sufrimiento”. Saunders llevó sus ideas a la práctica con la fundación en Londres del St. Christopher Hospice, donde dio consuelo a miles de personas y donde se acuñó el término para definir una nueva especialidad médica: “cuidados paliativos”.

Son muchas las conclusiones que Michael Ignatieff extrae de su exhaustivo estudio. Entre ellas, que el ánimo no es lo mismo que el consuelo. “Podemos sentirnos animados sin sentir consuelo, al igual que podemos sentir consuelo sin sentirnos animados -explica-.

El ánimo es transitorio; el consuelo es duradero. El ánimo es material; el consuelo, intelectual; es un argumento sobre por qué la vida es como es y por qué debemos seguir adelante”.

O que “el consuelo es lo contrario a la resignación”, porque “resignarse a la vida es darse por vencido, renunciar a cualquier esperanza de que pueda ser diferente. Reconciliarse con la vida, en cambio, nos permite mantener la esperanza en lo que pueda deparar el futuro (…) Consolarse supone reconciliarse con el orden de las cosas sin renunciar a nuestras ansias de justicia”.

No estamos solos y nunca lo hemos estado

Finalmente, el autor resume cuál ha sido su intención con En busca de consuelo. “He intentado mostrar cómo las tradiciones de consolación forjadas a lo largo de miles de años en la tradición europea siguen siendo capaces de inspirarnos hoy. ¿Qué nos enseñan que sea de utilidad en estos tiempos de desolación? Algo muy sencillo: que no estamos solos y que nunca lo hemos estado”.

Periodista y editor de Nueva Revista. Es autor del ensayo "Los chicos de la prensa" (Nickel Odeón) y participa habitualmente en libros sobre cine de la editorial Notorious.