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Prestigioso politólogo estadounidense, Francis Fukuyama tuvo un fulgurante salto a la fama con la publicación en 1992 de un ensayo resonante pero no exento de críticas: El fin de la Historia y el último hombre, en el que –dicho muy escuetamente- sostenía que el capitalismo era el último estadio de la Historia, sin que cupiera esperar otros, y sólo quedaba pendiente la incorporación de los países que aún no habían alcanzado dicho estadio.

En una línea no muy alejada de aquel célebre trabajo, si bien con un optimismo más matizado, Fukuyama expone ahora los fundamentos del liberalismo con la manifiesta intención de reivindicar esta doctrina que ve amenazada desde distintos frentes; de ahí la referencia a los “desencantados” del título y, sobre todo, el subtítulo: “cómo defender y salvaguardar nuestras democracias liberales”. Lo hace en un libro muy didáctico, conciso y dirigido a un lector no especialista.

Francis Fukuyama, El liberalismo y sus desencantados. Editorial Deusto. 2022. 176 Págs. 19,95 € (papel) / 9,49 € (digital ).

Como la etiqueta liberalismo puede ser demasiado amplia, Fukuyama empieza por dejar claro que se refiere al liberalismo clásico (llamado por algún autor liberalismo humano) que surge en la segunda mitad del siglo XVII y se caracteriza por “la limitación de los poderes de los gobiernos o los Estados mediante las leyes” y por “la creación de instituciones que protejan los derechos de los individuos”. Es decir, aclara, no se trata del liberalismo que en Estados Unidos se identifica con el centroizquierda, ni del que en Europa se asocia al centroderecha.

Pese al desencanto que acarree, el liberalismo es una doctrina que sigue siendo necesaria en el diverso e interconectado mundo actual y preferible a las alternativas iliberales

El propio autor adelanta la conclusión, que, a su vez, se desprende del título: el liberalismo, actualmente amenazado por la derecha (de un modo más político e inmediato) y por la izquierda (de un modo cultural y más lento), es “una doctrina que sigue siendo necesaria en el diverso e interconectado mundo actual”  y “sigue siendo preferible a las alternativas iliberales”.

Yendo al fondo de lo que sea el liberalismo, ese gran paraguas que cubre tantas variantes, afirma Fukuyama que una concepción común a todas ellas debe contener las características de ser individualista, igualitaria, universalista y meliorista. Y proteger el derecho a la autonomía -dentro del cual está el derecho a la propiedad privada- y “el derecho a ostentar una parte del poder político a través del derecho al voto”. Al principio, la concreción de quiénes tenían derecho al voto fue restrictiva, contradiciendo los escritos doctrinales de fundadores como Hobbes y Locke, pero la movilización popular fue ampliando esa concepción y haciendo evolucionar al liberalismo.

No es lo mismo liberalismo que democracia

En este punto, conviene distinguir entre liberalismo (caracterizado por el principio de legalidad y normas que restringen los poderes del ejecutivo) y democracia (caracterizada por el gobierno del pueblo y las elecciones libres). No son exactamente lo mismo; el liberalismo suele estar subsumido dentro de la democracia, y es el liberalismo lo que ha sufrido ataques más duros en los últimos años, ya que incluso regímenes autocráticos pretenden ser democracias. Nihil novum; antes lo hacían añadiendo un apellido (popular, orgánica) a sus sedicentes democracias.

En cuanto a las justificaciones históricas de la doctrina liberal, Fukuyama señala tres principales. Una, pragmática, en tanto que es una forma de regular la violencia. Otra, moral, al proteger la dignidad humana; y una tercera, económica, por promover el crecimiento económico.

Junto a lo anterior, “el principio fundamental consagrado en el liberalismo es el de la tolerancia”, dice Fukuyama con palabras que parecen un eco de otros liberales, como nuestro Gregorio Marañón.

Antes de entrar en el terreno de las amenazas, el autor señala algunos inconvenientes del liberalismo que pueden estar en la base de esas amenazas por parte de los sectores desencantados. Los inconvenientes tienen que ver con llevar la doctrina a extremos, lo que desemboca, por la derecha, en el neoliberalismo y, por la izquierda, en la política identitaria.

Los siguientes capítulos los dedica a analizar esas desviaciones extremas, empezando por el neoliberalismo. Aquí, Fukuyama coincide con lo que parece el actual paradigma dominante: al capitalismo no se le ve alternativa, pero el neoliberalismo puro y duro está en horas bajas. Diríamos que, así como las trincheras no son un buen lugar para el ateismo, las crisis económicas, como las que venimos sufriendo en los últimos años, tampoco lo son para el pensamiento neoliberal. Muy pocos discuten el capitalismo, pero muy pocos también discuten el papel corrector del Estado. Así, Fukuyama se explaya en este aspecto, tras señalar que, por neoliberalismo, se entiende hoy la escuela de pensamiento económico nacida en la Universidad de Chicago o la escuela austriaca, y nombres como los de Milton Friedman, Friedrich Hayek y otros que menospreciaban el papel del Estado, poniendo el acento en los mercados.

A pesar de promover dos décadas de rápido crecimiento económico, el neoliberalismo logró desestabilizar la economía mundial y socavar su propio éxito

Frente a esa idea, el autor sostiene que “los mercados funcionan sólo cuando están regulados de forma estricta por Estados con sistemas legales que funcionan y tienen capacidad de imponer normas relativas a la transparencia, los contratos, la propiedad, etcétera”. Y que, “a pesar de promover dos décadas de rápido crecimiento económico, el neoliberalismo logró desestabilizar la economía mundial y socavar su propio éxito. La desregulación fue útil en muchos sectores de la economía real, pero resultó desastrosa cuando se aplicó en el sector financiero en las décadas de 1980 y 1990”. “Las instituciones financieras se comportan de manera muy diferente a como lo hacen las empresas en la economía real. A diferencia de una compañía fabricante, un gran banco de inversiones es sistemáticamente peligroso”, añade, recordando el desplome de Lehman Brothers en 2008. “Si alguna vez hubo un argumento a favor de la necesidad de una gran institución estatal centralizada, fue en esa ocasión”.

“Cuando se fomentó que la liquidez circulase sin obstáculos a través de las fronteras internacionales bajo la influencia de las ideas neoliberales, se produjeron crisis financieras con una regularidad alarmante”, remacha.

Es decir, la doctrina básica es correcta; el auge de algunos países (fundamentalmente asiáticos) a finales del siglo XX, o la disminución de la pobreza mundial, no habrían sido posibles sin la expansión del comercio, pero las llamadas consecuencias distributivas hicieron que quedara gente fuera de ese progreso, gente –dice Fukuyama con sarcasmo- a la que no le consuela que los ingresos de los propietarios de las empresas que les acaban de despedir vean cómo suben sus acciones y aumentan sus bonificaciones.

“El liberalismo bien entendido es compatible con una amplia gama de protecciones sociales proporcionadas por el Estado”. En otras palabras, la responsabilidad individual que el liberalismo pide a los individuos no es incompatible con la intervención del Estado cuando aquellos se vean sometidos a circunstancias adversas fuera de su control. “Los países escandinavos, con sus amplios estados de bienestar, siguen siendo sociedades liberales… Gran parte de la hostilidad liberal al Estado es simplemente irracional. Los Estados son necesarios para proporcionar bienes públicos que los mercados no proporcionarían por sí mismos”. O políticas sociales para mitigar los efectos nocivos del libre mercado, políticas sociales que, por cierto, también critican los neoliberales, apunta Fukuyama. En todo caso, la acusación de que el liberalismo conduce inevitablemente al neoliberalismo ignora gran parte de la historia reciente.

A lo largo del libro, su autor se muestra como un liberal humano, por usar el término citado por él al principio; algo que solo sorprenderá a quien desconozca la figura del fundador del liberalismo económico, un Adam Smith que publicó también una Teoría de los sentimientos morales. Así, Fukuyama señala el problema de centrarse exclusivamente en los derechos de propiedad; algo que ni es una fórmula mágica para el desarrollo ni el camino a una sociedad justa. O la entronización del bienestar de los consumidores como medida definitiva del bienestar económico. “No hay razón por la cual la eficiencia económica tenga que ser más importante que el resto de los valores sociales”, dice.

Detrás de esas reflexiones está la cuestión filosófica más profunda de si los seres humanos son animales consumidores cuya felicidad se mide por la cantidad que consumen o son animales productores cuya felicidad depende de su capacidad de modelar la naturaleza y ejercitar sus facultades creativas. El neoliberalismo ha optado claramente por la primera respuesta. Pero hay tradiciones que apuntan a la importancia de ambas. En resumen, “las ideas acerca de la centralidad de los derechos de propiedad, el bienestar de los consumidores y el orden espontáneo son mucho más ambiguas en cuanto a sus consecuencias económicas, políticas y morales de lo que sugeriría la doctrina neoliberal.”

 La amenaza de las políticas identitarias

Aparte del neoliberalismo, Fukuyama destaca los riesgos derivados de la absolutización del principio liberal de la autonomía individual (“el encumbramiento de la autorrealización”). Esta fue llevada al extremo no solo por liberales de derechas centrados en el aspecto económico, sino por liberales de izquierdas cuyo enfoque desembocó en la política identitaria moderna. La exaltación del individualismo no solo aparta a la gente de virtudes como la solidaridad, necesarias para sostener una política liberal en general, sino que la pretensión de ser implacablemente neutral en lo que respecta a los valores acaba por cuestionar el valor del propio liberalismo y convirtiéndose en algo que no es liberal. Finalmente, “la libertad de elección se extiende no sólo a la libertad de actuar dentro del marco moral establecido, sino también a la elección del propio marco”.

Con todo, Fukuyama, siempre ponderado, no olvida la utilidad que las políticas identitarias tuvieron en su origen al ser una poderosa herramienta de movilización que pudo contribuir a defender los derechos de las comunidades respectivas. Surgieron como un intento de cumplir la promesa del liberalismo de igualdad universal de derechos. En ese sentido, la política identitaria trata de cumplir la promesa liberal. Pero entre sus debilidades está el hecho de que sus promotores son divulgadores y defensores políticos más que intelectuales serios que aporten argumentos sólidos. Otra es que los Estados liberales ya otorgan categoría legal y, en ocasiones, apoyo económico a una gran variedad de grupos. Además del evidente problema de representación: ¿quién habla en nombre de los afroamericanos, las mujeres y los gays como grupos?

Las teorías críticas ligadas a la política identitaria rechazan la posibilidad del ideal liberal de un discurso racional, conduciendo a un páramo cognitivo en el que nada es verdad

Mayor peligro constituye el hecho de que las teorías críticas ligadas a la política identitaria, en sus versiones más extremas, rechazan la posibilidad del ideal liberal de un discurso racional, conduciendo a un páramo cognitivo en el que nada es verdad y todo es posible. Autores como Lacan, Barthes, Derrida, Foucault o Edward Said han llegado a plantear la imposibilidad de un conocimiento objetivo, no condicionado por la identidad del generador del conocimiento.

Fukuyama sostiene que la política identitaria no es errónea, pero debe retomarse una interpretación liberal de sus objetivos. “El liberalismo, con su premisa de la igualdad humana universal, tiene que ser el marco en el cual los grupos identitarios deberían luchar por sus derechos”.

Entender las causas del desencanto

En resumen, Fukuyama trata en este libro de sentar las bases teóricas del liberalismo clásico, exponiendo algunas de las razones por las cuales ha generado desencanto y oposición, ya que, si se quiere preservar el liberalismo como forma de gobierno, hay que entender las causas de dicho desencanto. Y el liberalismo es hoy más necesario que nunca, dado que las democracias liberales son también más diversas que nunca.

Confirmando la idea pragmática que guía su libro, el autor lo cierra formulando algunos principios generales: “Los liberales clásicos tienen que admitir la necesidad de gobierno y superar la época neoliberal”. Debe “tomarse en serio el federalismo”; en términos europeos, la subsidiariedad. “Proteger la libertad de expresión”. La “primacía de los derechos individuales sobre los de los grupos culturales”. La advertencia de que “la autonomía humana no es ilimitada” y que “una sociedad de individuos encerrados en sí mismos, interesados únicamente en maximizar su consumo personal, no será una sociedad en absoluto”.

La moderación no es un mal principio político en líneas generales. Recuperar un sentido de la moderación es la clave para el resurgimiento y la supervivencia del liberalismo

Y una apostilla: estamos limitados por nuestros cuerpos y la moderación no es un mal principio político en líneas generales. “A veces, la realización surge de la aceptación de límites. Recuperar un sentido de la moderación, tanto individual como colectivo, es, por tanto, la clave para el resurgimiento –de hecho, para la supervivencia- del propio liberalismo”.

Periodista cultural.