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La imposiblidad de publicar nada que no se ajustara a -los cánones del «Realismo socialista», preceptivos en tiempos de Stalin, alejó durante décadas a Pasternak de la poesía y le hizo recalar en el oficio de traductor, más neutro ideológicamente y más agradecido también desde el punto de vista económico. A este periodo de su biografía corresponden varias versiones rusas de obras de Goethe, lo mismo que unas muy conocidas traducciones de algunas tragedias de Shakespeare, popularizadas entre el público sovié­tico merced a las producciones teatrales y a las adaptaciones cinematográ­ ficas que hicieron uso de ellas. Las «Observaciones a las traducciones de Shakespeare» aparecieron de forma abreviada en el almanaque Moscú literaria, de 1956,y nos han parecido un precioso complemento de la entrevista a Valentín García Yebra. El texto de Pasternak conoció una edición íntegra en las Obras del poeta, aparecidas en 1985 en Moscú, en dos volúmenes. La presente traducción se ha hecho a partir del texto editado en el volumen 4 de las Obras en cinco volúmenes (Sobranie sochineni v piatitomaj),editadas en Moscú el año 1991, que el también traductor y profesor Ricardo San Vicente amablemente nos ha facilitado.

EN DIFERENTES momentos he traducido las siguientes obras de Shakespeare: los dramas Hamlet, Romeo y Julieta, Antonio y Cleopatra, Otelo, Enrique IV (primera y segunda parte), Macbeth y El rey Lear.

La necesidad que tienen los teatros y los lectores de traducciones sencillas y fácilmente legibles es grande y nunca desaparecerá. Cada traductor alberga la esperanza de ser él quien dé una respuesta más cumplida a esa necesidad. Yo no he sido una excepción a esa suerte común.

Tampoco constituyen una excepción mis opiniones sobre la naturaleza y los problemas de la traducción literaria. Lo mismo que muchos otros, pienso que una exactitud literal y una correspondencia de la forma no ase­ guran una verdadera verosimilitud. Tanto la proximidad de una repre­ sentación al modelo, como la proxi­ midad de una traducción al original, se obtienen mediante la vivacidad y la naturalidad del lenguaje. Lo mismo que los escritores originales, el traductor debe evitar las palabras que no usa en la vida diaria, y toda afectación literaria que conduzca a una estilización. Como el escritor original, el traductor debe comuni­ car una impresión de vida, no de composición literaria.

 

El ESTILO POÉTICO DE SHAKESPEARE

El estilo de Shakespeare se distingue por tres particularidades. El espíritu de sus dramas es profundamente rea­ lista. Su representación en estilo coloquial resulta natural en aquellos pasajes escritos en prosa, o cuando los fragmentos del diálogo en verso presentan un estrecho vínculo con la acción o el movimiento. En los casos restantes, los torrentes de su verso libre son en alto grado metafó­ ricos, a veces sin necesidad y en per­ juicio de la verosimilitud.

El lenguaje figurativo de Shakes­ peare es desigual. En unas ocasiones alcanza la más alta poesía, que exige una actitud correspondiente; en otras, cae en una manifiesta retórica, que amontona decenas decir­ cunloquios vacíos en lugar de utili­ zar una sola palabra, que el autor ha tenido en la punta de la lengua, pero que en su precipitación no ha sido capaz de percibir. En cualquier caso, el lenguaje metafórico de Shakes­ peare, con sus revelaciones y su retórica, con sus cumbres y sus desfallecimientos, es fiel a la principal esencia de toda verdadera alegoría.

El uso de la metáfora es una conse­cuencia natural del carácter efímero del ser humano y de la enormidad de las tareas que durante largo tiempo se impone. Ante esa disparidad, se ve obligado a contemplar las cosas con una vista de águila y a explicarse mediante destellos momentáneos y fácilmente comprensibles. Eso es precisamente la poesía. El uso de la metá­ fora es la estenografía de una gran per­ sonalidad, la taquigrafía de su espíritu.

La impetuosa vitalidad del pin­ cel de Rembrandt, Miguel Ángel y Tiziano no es fruto de una elección consciente. Debido a la sed insacia­ ble de pintar todo el universo que les desbordaba, no tenían tiempo para pintar de otra manera. El impresio­ nismo ha sido siempre inherente al arte. Es la expresión de la riqueza espiritual del hombre, que se derra­ ma a través de los confines de su irremediable finitud.

Shakespeare combinó los extremos estilísticos más alejados. Los simultaneó de tal manera, que parece como si en él vivieran varios autores. Su prosa es perfecta y acabada. Ha sido escrita por un cómico y un deta­llista genial, que posee el secreto de la concisión y el don de remedar cual­ quier acontecimiento interesante y singular de este mundo.

En perfecta contradicción con esas virtudes se muestra el verso libre de Shakespeare. Su caos inter­ no y externo provocó la irritación de Voltaire y de Tolstói.

Con bastante frecuencia ciertos personajes de Shakespeare pasan por diversos estadios de finalización. Algunos personajes hablan en un principio en escenas escritas en verso, y más tarde, de repente, rompen a hablar en prosa. En tales casos, las escenas en verso comunican la impresión de partes preparatorias, mientras aquéllas escritas en prosa parecen acabadas y definitivas.

El verso era la forma de expre­sión más veloz e inmediata de Sha­ kespeare . El autor recurría a él como al método más rápido para anotar sus pensamientos . Hasta tal punto eso es así, que muchos de sus episodios versificados parecen esbozos en verso para después ser desarrollados en prosa.

La fuerza de la poesía de Shakes­peare reside en ese poderoso carácter de esbozo, que carece de medida y se precipita en la confusión.

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El RITMO DE SHAKESPEARE

El ritmo es el principio fundamental de la poesía de Shakespeare. La medida sugería a Shakespeare parte de sus pensamientos, así como las palabras para expresarlos. El ritmo sienta las bases de los textos shakes­ pearianos, pero no les proporciona una forma definitiva. Las explosio­ nes rítmicas explican algunos caprichos estilísticos de Shakespeare. La fuerza motriz del ritmo ha determi­nado el orden de las preguntas y las respuestas en su diálogo, la rapidez de su alternancia y la extensión o brevedad de las sentencias de los monólogos.

Ese ritmo refleja el envidiable laconismo de la lengua inglesa, que permite englobar en el espacio de una sola línea de verso yám­ bico inglés toda una frase, com­ puesta de dos o más proposiciones opuestas. Se trata del ritmo de una personalidad histórica y libre, que no se fabrica ídolos, gracias a lo cual es sincera y parca en palabras .

 

HAMLET

Donde se aprecia con mayor claridad ese ritmo es en Hamlet. En esa obra sirve a un triple propósito . Es utiliza­ do como un medio para caracterizar a cada uno de los personajes , se mate­rializa en el sonido y soporta en todo momento el talante predominante de la tragedia, y eleva y suaviza algunas escenas toscas del drama.

La caracterización rítmica de Hamlet es viva y relevante. Polonia, o el rey, o Guildenstern y Rosencratz hablan de una manera; Laertes, Ofelia, Horacio y el resto, de otra. La credulidad de la reina se transparen­ta no sólo en sus palabras , sino tam­ bién en su habla cantarina y en su forma de alargar las vocales.

Pero el rasgo más marcado es la peculiaridad rítmica del propio Hamlet . Es ésta tan grande, que en todo momento nos parece concentrada en una figura rítmica, en un motivo rítmico introductorio que semeja repetirse en cualquier apari­ ción del héroe, aunque en realidad no existe. Es como si se volviera sen­ sible el pulso de todo su ser. En ella están presentes la inconsistencia de sus acciones, los grandes pasos de sus andares resueltos y los orgullosos giros de su cabeza. En él se refleja la forma en que se deslizan y vuelan los pensamientos de su monólogo, el modo en que reparte a derecha e izquierda sus altivas y arcásticas res­ puestas a los cortesanos que se mue­ ven en tomo a él, la manera con que dirige la mirada a la lejanía insondable, que una vez acogió la llamada de la sombra de su padre muerto y que podría volver a amparar sus palabras en cualquier momento.

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No es posible expresar en una cita la música general de Hamlet. No se la puede presentar bajo la forma de un ejemplo rítmico aislado. A pesar de ese carácter incorpóreo, su presencia informa de manera tan funesta y sustancial el tejido general del drama, que en consonancia con su tema nos domina el involuntario deseo de calificarla de omnisciente y escandinava. Esa música se compo­ ne de una alternancia regular de solemnidad e inquietud. Condensa en una densidad extrema la atmósfe­ra de la obra y permite que el talante principal emerja en toda su plenitud. No obstante, ¿en qué consiste?

Según el antiguo dictamen de la crítica, Hamlet es una tragedia de la voluntad. Es una apreciación acertada, pero ¿en qué sentido hay que entenderla? En la época de Shakes­ peare, la falta de voluntad era desco­ nocida. Era algo que no interesaba. El semblante de Hamlet, delineado con tanto detalle por Shakespeare, es evi­ dente y no se aviene con la represen­ tación de un carácter nervioso, débil. En opinión de Shakespeare, Hamlet es un príncipe de sangre, que no olvida ni por un momento sus derechos al trono, que ha sido favorecido por la antigua corte y que a causa de sus innatas y grandes dotes es presuntuoso. En el conjunto de los rasgos que le ha conferido el autor no hay lugar para las debilidades; éstas están com­ pletamente ausentes. Por el contrario, al público se le deja que juzgue cuán grande es el sacrificio de Ham­let, si dadas sus perspectivas futuras, renuncia a sus esperanzas en favor del objetivo supremo.

Desde el momento de la aparición del espectro, Hamlet renuncia a sus propios intereses para «cumplir con el mandato que le ha sido encomendado>>. Hamlet no es un drama sobre la falta de carácter, sino sobre el deber y el renunciamiento. Cuando resulta evidente que la aparien­ cia y la realidad no coinciden y un abismo las separa, poco importa que la confirmación de la falsedad de ese mundo venga de una forma sobre­ natural y que un espectro exija ven­ ganza de Hamlet. Mucho más impor­ tante es que, por voluntad del azar, Hamlet se convierta en juez de su propio tiempo y en esclavo del tiempo más remoto. Hamlet es un drama sobre un elevado destino, sobre una hazaña revelada, sobre la confianza en la predestinación.

El esquema rítmico concentra el tono general del drama hasta hacerlo casi tangible. Pero ésa no es su única función. El ritmo favorece una suavi­ zación de la acción en algunos momentos ásperos del drama que, fuera del círculo de su armonía, hubieran sido impensables. Veamos un ejemplo.

En la escena en la que Hamlet envía a Ofelia a un convento, éste está hablando con una muchacha que le ama, a la que pisotea con la falta de piedad de un renegado post­ byroniano y egoísta. Su ironía no está justificada ni siquiera por su propio amor a Ofelia, a la que, en ese momento, agobia de dolor con su comportamiento. Sin embargo, vea­ mos cómo se introduce esa escena despiadada. Está precedida por el famoso <<ser o no ser>>, y las primeras palabras en verso que Hamlet y Ofelia intercambian en el comienzo de esa hiriente escena aún están impreg­ nadas de la fresca música del monólogo que acaba de apagarse. Debido a la amarga belleza y el desorden con que las incertidumbres desenterradas por Hamlet se entremezclan, se comprimen y se detienen, el monólogo se parece al repentino e interrumpido ensayo del órgano que precede al comienzo del réquiem. Se trata de las líneas más estremecedoras y desme­ suradas jamás escritas sobre el temor a lo desconocido en los umbrales de la muerte, con una fuerza de senti­ miento que las eleva hasta las amarguras expresadas en el huerto de Get­semaní.

No resulta sorprendente que ese monólogo se anteponga a la crueldad con que se inicia el desenlace. La antecede como una misa de cuerpo presente a un entierro. Tras él puede producirse cualquier acontecimiento ineluctable. Todo ha sido redimido, limpiado y ennoblecido no sólo por los pensamientos del monólogo, sino también por el calor y la pureza de las lágrimas que vibran en él.

 

ROMEO Y JULIETA

Si tan grande es el papel de la músi­ ca en Hamlet, ¿qué podemos decir de Romeo y ]ulieta? El tema de esta tra­ gedia es el primer amor y su fuerza. ¿Dónde pueden resonar la armonía y el ritmo si no es en una composición semejante? Pero en ese sentido, la obra nos defrauda. El lirismo no es como pensábamos. Shakespeare no escribe duetos y arias: con la sagaci­dad del genio se adentra por un camino completamente diferente. En esta obra la significación de la música es negativa. Encarna en la tragedia la fuerza de la falsedad del mundo y de las vicisitudes de la vida, contraria a los amantes.

Hasta el momento en que cono­ce a Julieta, Romeo alimenta una pasión imaginaria por Rosaline, mencionada de pasada y no mostrada en el escenario ni una sola vez. Esa afectación romántica estaba en el espíritu de las convenciones de la época. Es ella la que arrastra a Romeo por las noches a paseos solitarios, mientras de día restaura sus fuerzas, tras cerrar los postigos al paso del sol. Mientras esa situación se prolonga, en las primeras escenas, las réplicas de Romeo están escritas en artificio­ sos versos rimados. De la manera más cantarina, Romeo pronuncia sin parar grandilocuentes absurdos, con el lenguaje amanerado de los salones de aquel entonces. Pero tan pronto como ve por primera vez a Julieta en el baile, se detiene ante ella como petrificado y su melódica forma de expresarse desaparece por completo.

Dentro del campo de los sentimientos, el amor desempeña el papel de un elemento cósmico que finge ser sometido. El amor es tan sencillo y absoluto, como la conciencia y la muerte, el nitrógeno y el uranio. No es un estado del espíritu, sino un fundamento del mundo. Por eso, como algo esencial y prioritario, el amor es tan signifi­ cativo como la creación artística. No es menos importante que ella, y su testimonio no tiene necesidad de elaboración literaria. El mayor sueño que puede albergar el arte es obedecer a la voz del amor, a su lenguaje siem­ pre novedoso y original. El amor no necesita para nada la armonía. En su alma habitan verdades, no sonidos.

Como sucede en todas las obras de Shakespeare, la mayor parte de la tragedia ha sido escrita en verso libre. En esa forma se explican el héroe y la heroína. Pero en ese verso no se ha reforzado la medida y ésta no sobresa­ le. De ninguna manera se puede hablar de declamación. La forma no cubre con su narcisismo un argumen­ to inagotable y al mismo tiempo modesto. Es un ejemplo de la más ele­ vada poesía, que en sus mejores muestras siempre está impregnada de la sencillez y la frescura de la prosa. El lenguaje de Romeo y Julieta es una muestra de conversación cautelosa y entrecortada, mantenida en secreto y a media voz. Tal debe ser el lenguaje que se emplea por la noche, impreg­ nado del riesgo mortal y de la preocupación. Ese mismo encanto aparece­ rá más tarde en Victoria y en Guerra y paz, y también esa delicada pureza, esa misma imprevisibilidad.

En esta tragedia las pobladas escenas en las calles y en el interior de las casas resultan ensordecedoras y altamente rítmicas. Más allá de las ventanas resuenan las espadas que enfrentan a las familias de los Capuleto y los Montesco, y se derrama la sangre; en las cocinas, las cocineras disputan antes de los interminables banquetes y suenan los cuchillos de los cocineros; bajo ese rumor de peleas y preparativos de cocina, como bajo el atronador compás de una ruidosa orquesta, avanza y se desenvuelve esa tragedia de senti­ mientos sosegados, que en su mayor parte ha sido escrita con el susurro inaudible de los conspiradores.

 

OTELO

Originariamente, en las obras de Shakespeare no había división en actos y escenas. Esa partición se debe a editores posteriores. En ello no hay ningún forzamiento, pues gracias a su organización interna se prestan fácilmente a ello.

Aunque los textos originales de los dramas shakespearianos se impri­mieron seguidos, sin interrupciones, la ausencia de divisiones no impidió su distinción, gracias al rigor de la composición y el desarrollo, algo poco común en los tiempos actuales.

Esas consideraciones son espe­ cialmente aplicables a las partes cen­ trales de los dramas de Shakespeare, que contienen las exposiciones temáticas. Por lo general, ocupan el tercer acto, con algunas porciones del segundo y el cuarto. En las obras de Shakespeare ocupan el lugar de un resorte en el mecanismo de un reloj.

En las partes iniciales y conclusivas de sus dramas, Shakespeare compone libremente detalles de la intriga, y después, con igual ligereza, ata los últimos cabos de todos los hilos. Sus exposiciones y finales han sido extraídos de la vida y pintados del natural en forma de cuadros que se superponen rápidamente, con la mayor libertad del mundo y una sorprendente riqueza imaginativa.

Pero en las partes intermedias de los dramas, cuando el nudo de la intriga está atado y comienza a desen­ redarse, Shakespeare no se permite su habitual libertad, y en su errada seriedad se convierte en un siervo y un hijo de su época.

Sus terceros actos están subordi­ nados al mecanismo de la intriga en un grado desconocido en la drama­ turgia posterior, a la que él mismo dio lecciones de valentía y verdad. En ellas reina una fe demasiado ciega en el poder de la lógica y en la existen­ cia real de abstracciones morales. La representación de los personajes, con una verosímil distribución de luces y sombras, se transforma en imágenes generales de virtudes y vicios. Se produce una artificiosidad en el desenlace de los actos y los acontecimientos, que comienzan a seguir un dudoso esquema de con­ clusiones juiciosas, como silogismos en un razonamiento.

En la época de la infancia de Shakespeare, en las provincias inglesas aún se representaban alegorías mora­ les medievales, que exhalaban el for­ malismo de la caduca escolástica.

Shakespeare pudo ver de niño esas representaciones. La anticuada conciencia de sus elaboraciones constituye una reminiscencia de los tiem­ pos pasados, que cautivaron su imagi­ nación durante su infancia.

En Shakespeare los principios y los finales constituyen cuatro quintas partes de las obras. Fueron ellos los qu hicieron reír o llorar a la gente. Y fueron ellos, precisamente, los que cimentaron la fama de Sha­ kespeare y despertaron comentarios sobre su veracidad a la vida, tan opuesta a la mortal falta de espíritu del pseudo-clasicismo.

Pero no es infrecuente que inter­pretaciones incorrectas contengan observaciones correctas. Con fre­cuencia se escuchan expresiones de júbilo ante la escena de la «Ratonera>> de Hamlet o ante la férrea inevitabilidad con que Shakespeare desarrolla alguna pasión o las consecuencias de un crimen. Esa admiración se basa en premisas erróneas. Lo que debería causar admiración no es la escena de la <<Ratonera>>, sino el hecho de que Shakespeare es inmortal incluso en los pasajes artificiosos. Lo que nos admira es que esa quinta parte de los textos de Shakespeare, que se corres­ ponde con los terceros actos, a veces esquemáticos y petrificados, no dis­ minuye su grandeza. Shakespeare vive no gracias a esos pasajes, sino a pesar de ellos.

Aun considerando la fuerza de la pasión y del genio concentradas en Otelo y su popularidad teatral, todo lo dicho anteriormente es aplicable en alto grado a esta tragedia.

Primero se suceden deslumbran­ tes los muelles de Venecia, la casa de Brabantio y el arsenal. Más tarde sur­ gen la extraordinaria asamblea noc­ turna del Senado y la desenvuelta narración de Otelo sobre las semillas del afecto mutuo que ha ido creciendo gradualmente entre él y Desdémona. A continuación, el cuadro de la tormenta marina junto a las costas de Chipre y la riña de borrachos por la noche en la fortaleza. Más adelante, la famosa escena en la que Desdémo­ na se prepara para ir a la cama y la más famosa aún canción de los «sauces>>, el momento de mayor artificiosidad de la tragedia, antes de los terribles colores del final.

Luego, con algunas vueltas de llave en las partes centrales de la obra, Yago parece dar cuerda, como si se tratara de un reloj, a la creduli­ dad de su víctima, y los celos, con sus estertores y sus estremecimientos, como un mecanismo envejecido, se ponen en marcha ante nosotros con una excesiva sencillez y un grado de detalle que va demasiado lejos. Se dice que tal es la naturaleza de esa pasión y que ello es un tributo a las exigencias de la escena, que demanda una insulsa claridad. Es posible. Pero el daño de ese tributo no sería tan grande si lo hubiese pagado un artista menos consecuente y genial. En nuestros días es otra particularidad la que asume un especial interés.

¿Es acaso casual que el héroe principal de la tragedia sea negro y que todo lo que es querido para él en la vida sea una mujer blanca? ¿Qué significado tiene esa elección de colores? ¿Significa solamente que los derechos a la dignidad humana de cualquier persona son los mismos, independientemente de la sangre? No, los pensamientos de Shakespeare, que se movían en esa dirección, fueron mucho más lejos.

En sus tiempos no había ideas sobre la igualdad de las naciones. Estaba aún plenamente vigente un concepto cristiano más global sobre la identidad de los hombres. Según ese concepto, lo importante no era dónde había nacido una persona, sino la causa a la que servía y los fines a los que había dedicado su vida. Para Shakespeare, el negro Otelo es un hombre de su época y un cristia­ no; ese hecho se ve reforzado porque a su lado se encuentra el blanco lago, un intratable animal prehistórico.

 

ANTONIO Y CLEOPATRA

En Shakespeare hay una serie espe­ cial de tragedias, como Macbeth y El rey Lear, que conforman mundos originales, únicos en su género. Hay comedias que se presentan como un reino de la invención absoluta y la inspiración y constituyen la cuna del futuro romanticismo. Hay cróni­cas históricas de la vida inglesa, ardientes elogios de la patria pro­ nunciados por el más ilustre de sus hijos. Algunos de los acontecimien­ tos que Shakespeare describió en esas crónicas seguían perviviendo en la vida que le rodeaba, y Shakes­ peare no podía afrontarlos con una estricta imparcialidad.

De ese modo, a pesar del realismo interno que impregna la obra de Shakespeare, en vano trataríamos de buscar objetividad en los grupos de obras enumeradas. Esa cualidad sólo es posible encontrarla en los dramas romanos.

Julio César y especialmente Anto­nio y Cleopatra no están escritos por amor al arte, o por el gusto de la poesía. Son frutos del estudio de la des­ nuda realidad cotidiana. Ese estudio, que constituye la mayor pasión para cualquier artista, dio lugar a la «novela fisiológica>> del siglo XIX y confirió su incuestionable encanto a Chéjov, Flaubert y Lev Tolstói.

¿Pero por qué una época tan leja­ na como la antigua Roma inspiró ese realismo? No hay nada sorprendente en ello. Precisamente, su lejanía al motivo permitió a Shakespeare llamar a las cosas por su nombre. Pudo decir todo lo que le vino en gana res­ pecto a la política, la moral o cual­ quier otro tema. Ante él se alzaba un mundo ajeno y lejano, que había agotado su existencia mucho tiempo antes, que había cerrado su ciclo, un mundo inmóvil y ya explicado. ¿Qué deseo podía suscitar? Shakespeare simplemente quería retratarlo.

Antonio y Cleopatra es una novela sobre un juerguista y una seductora. Shakespeare describe su disipación de la vida en tonos de misterio, como corresponde a una verdadera bacanal en el antiguo sentido del término.

Los historiadores escriben que Antonio con sus compañeros borrachos y Cleopatra con sus cortesanos más afectos no esperaban ningún beneficio de su desenfreno, que habían elevado a culto. Anticipán­ dose a su fin, que aún estaba lejano, se llamaron el uno al otro suicidas inmortales y se prometieron morir juntos.

Así termina también la tragedia. En el momento definitivo, la muer­ te se muestra como un dibujante que proporciona a la narración el esque­ ma general del que carecía. Sobre el fondo de las campañas, los incen­ dios, las traiciones y las derrotas militares, en dos momentos separa­ dos nos despedimos de ambos perso­ najes principales. En el cuarto acto el héroe se apuñala; en el quinto, la heroína se quita la vida.

 

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LA PREPARACIÓN DEL ESPECTADOR

Las crónicas inglesas de Shakespeare abundan en alusiones a cuestiones de actualidad de la época. En aquel entonces no había periódicos. Para conocer las noticias era necesario, como señala G. B. Harrison en su Vida de Inglaterra en tiempos de Shakespeare, frecuentar las tabernas y los teatros. El drama hablaba con rodeos. No hay que sorprenderse de que el pueblo llano comprendiera esos guiños. Las alusiones afectaban a circunstancias próximas a cada uno de ellos.

La difícil guerra con España, que en un principio la población acogió con entusiasmo, aunque pronto se sintió fatigada de ella, era el principal acontecimiento político de la época. Durante quince años fue librada en mar y en tierra, junto a las costas de Portugal, en Holanda y en Irlanda.

Las burlas del sarcástico Falstaff sobre una frase guerrera demasiado repetida divertían al pacífico y senci­ llo público, que comprendía perfecta­ mente hacia dónde apuntaban, y en esas escenas en las que Falstaff recluta soldados y luego los libera, tras recibir el consiguiente soborno, el espectador, con una sonrisa aún mayor, reco­ nocía sus propias experiencias.

Bastante más sorprendente es el siguiente ejemplo sobre la compren­ sión del espectador de la época.

Como sucede con todos los escritores isabelinos, las obras de Shakespeare abundan en referencias a la historia, en paralelismos con las literaturas antiguas y en nombres y lugares de la mitología. En la actualidad, para comprender­ los, no sólo se necesita un manual, sino también una educación clási­ ca. Y se nos dice que el público medio londinense de aquel enton­ ces, cuando veía Hamlet o El rey Lear, captaba al vuelo esas referen­ cias clásicas que surgían a cada ins­ tante y las digería con éxito. ¿Cómo creer esas palabras?

Pero, en primer lugar, es absurdo pensar que el arte en general es com­ prendido de manera definitiva algu­ na vez y que para disfrutar de él esa comprensión es necesaria. Lo mismo que la vida, el arte no puede pasar sin una cierta dosis de tinieblas e insu­ ficiencia. Pero no se trata de eso.

La estructura del conocimiento ha cambiado completamente. El latín, que en la actualidad se consi­ dera una marca de educación supe­ rior, entonces era el umbral común de una preparación inferior, lo mismo que el eslavo eclesiástico en la educación de la vieja Rusia. En las llamadas escuelas básicas <<de gramática» de aquel entonces, a una de las cuales acudió Shakespeare, el latín era la lengua de conversación de los escolares, a los cuales, según informa el historiador Trevelyan, se les prohibía utilizar la lengua inglesa incluso en los momentos de recreo. Para los aprendices y dependientes londinenses que sabían leer y escri­bir, Fortuna, Heracles y N íobe eran tan elementales como el encendido de un automóvil o los rudimentos de la electricidad para los adolescentes urbanos actuales.

Shakespeare se encontró con un modelo de vida viejo, secular, más o menos formado antes de él. Ese modelo resultaba comprensible para todos. La época de Shakespeare fue una fiesta en la historia de Inglaterra.

Ya el siguiente reinado volvió a desequilibrar las cosas.

 

LA AUTENTICIDAD DE LA AUTORÍA DE SHAKESPEARE

Shakespeare era un hombre íntegro y en todo momento se mantuvo fiel a sí mismo. Está ligado a las particu­ laridades de su vocabulario. Utili­ zando distintos nombres traslada ·algunos personajes de una obra a otra y repite las mismas canciones bajo una multitud de registros dife­ rentes. Dentro de esas perífrasis, son especialmente evidentes sus repeti­ ciones interiores dentro de los límites de una misma obra.

Hamlet le dice a Horado que él es un hombre de verdad y no una veleta, o un caramillo que pueda tocarse. Al cabo de unas páginas, Hamlet propo­ne a Guildenstern que toque la flauta con el mismo sentido alegórico.

En la tirada que pronuncia el pri­ mer actor sobre la crueldad de la Fortuna, que permitió la muerte de Príamo, los dioses son conminados a castigarla quitándole la rueda, sím­ bolo de su poder, rompiéndola y arrojando sus fragmentos desde las nubes al abismo del Tártaro. Al cabo de unas cuantas páginas, Rosen­ crantz, en su conversación con el rey, compara el poder del monarca con una rueda fija en la cumbre de una altísima montaña, que puede destruir todo en su caída, si sus cimientos se tambalean.

Julieta coge la daga que yace al lado del muerto Romeo y se apuñala con las siguientes palabras: «¡Oh daga bienhechora! ¡Ésta es tu vaina. Enmohécete aquí y dame la muer­ te!». Unas cuantas líneas más adelante, el viejo Capuleto pronuncia las mismas palabras sobre la daga que se ha equivocado de sitio y en lugar de encontrarse en la funda del cinto de Romeo está clavada en el pecho de su hija. Y así sucede continuamente, casa cada paso. ¿Qué significado tienen esas repeticiones?

Traducir a Shakespeare es un tra­bajo que exige dedicación y tiempo. Tras asumir la tarea, es necesario ocuparse de ella cada día, una vez dividida en partes lo suficientemen­ te grandes como para que el trabajo no se prolongue indefinidamente. Ese avance diario en la traducción del texto sitúa al traductor en la misma posición que antaño tuvo el autor. Día tras día renueva los actos una vez ejecutados por su gran modelo. No en la teoría, sino en la práctica, se aproxima a algunos secretos del escritor, y puede sentir­ se iniciado en ellos.

Cuando el traductor repara en las repeticiones a las que hemos hecho mención más arriba, se convence, por su propia experiencia, de la bre­ vedad con que se suceden y, aturdido, se plantea involuntariamente la siguiente cuestión: ¿quién y bajo qué condiciones podía dar muestra de esos fallos de la memoria en el trans­ curso de unas pocas jornadas?

Entonces, con una sensibilidad que no le es dada ni al investigador ni al biógrafo, el traductor llega al con­ vencimiento de que una vez vivió un hombre que se llamaba Shakespeare y que era un genio. Ese hombre, a lo largo de veinte años, escribió treinta y seis obras de cinco actos, sin contar dos poemas y una colección de sone­ tos. De ese modo, oQligado a escribir una media de dos piezas al año, no tenía tiempo para repasarlas y, muy a menudo, olvidando lo que había hecho la víspera y cediendo al apresuramiento, se repetía.

Llegados a ese punto, la sinrazón de la teoría «baconiana>> se vuelve aún más evidente. Comienzas a sen­ tir un asombro aún mayor cuando consideras qué necesidad había en sustituir la sencillez y verosimilitud de la biografía de Shakespeare por un amasijo de secretos inventados, amaños e imaginarias soluciones.

No puedes dejar de preguntarte si es factible que Rutland, Bacon y Southampton enmascaren sus escri­ tos de manera tan desafortunada y después, tras ocultarse con la ayuda de un código o un testaferro de Isabel y de su época, se condujeran de forma tan descuidada ante los ojos de toda la historia posterior. ¿Qué pen­ samiento oculto o astucia puede suponerse en la extrema impruden­ cia en la que cae un hombre induda­ blemente real, que no ha sentido vergüenza de los deslices de su pluma, de ha!!ler bostezado ante el rostro de los siglos a causa del can­ sancio y de haber conocido peor su propio estilo que cualquier estudian­ te actual de una escuela secundaria? En las debilidades expuestas se mani­ fiesta la fuerza de Shakespeare.

Al mismo tiempo surge otra per­plejidad. ¿Por qué precisamente la mediocridad se ocupa con esa pasión de las leyes de un hombre grande? La mediocridad tiene su propia concep­ ción del artista, una concepción ine­ficaz, agradable y falsa. Empieza supo­ niendo que Shakespeare debe ser un genio según su idea, le aplica su propia medida, y Shakespeare no le satisface.

Su vida parece demasiado opaca y corriente para un hombre semejan­ te. No tiene su propia biblioteca y la firma bajo su testamento es demasia­ do desaliñada. Parece sospechoso que una misma persona pueda cono­ cer tan bien como un hombre del pueblo la tierra, las hierbas, los ani­ males y todos los momentos del día y de la noche, y al mismo tiempo se sienta tan a gusto al tratar cuestiones de historia, derecho y diplomacia y conozca tan bien la corte y sus cos­ tumbres. Esas cuestiones siguen sorprendiendo, olvidando que un artista tan grande como Shakespea­ re es, inevitablemente, todo el con­ junto de la humanidad.

 

ENRIQUE IV

Una parte de la biografía de Shakes­ peare nos resulta especialmente clara. Se trata del período de su juventud.

En aquella época Shakespeare acababa de llegar a Londres proce­ dente de Stratford, y no era más que un joven provinciano desconoci­ do. Es probable que durante algún tiempo permaneciera fuera de los límites de la ciudad, el último punto al que llegaban las diligen­ cias. En ese lugar, en tomo a la esta­ ción de postas, debía haberse crea­ do una especie de suburbio. En vista del movimiento incesante de los coches que llegaban y partían, ese arrabal probablemente mostraba la misma agitada vida, tanto diurna como nocturna, de las actuales estaciones, y era probablemente rico en estanques y bosques, huertos, establecimientos que pro­ porcionaban abrigo a los carruajes y diversiones a los pasajeros, jardines campestres y barracas. Es posible que hubiera también teatros. Allí debían acudir desde Londres los despreocupados jóvenes aristócra­ tas para divertirse.

Debía ser un mundo similar a su manera al de Tverskaia-Yamskaia en la década de los cincuenta del pasado siglo, cuando en Zamoskvorechie vivían y trabajaban los mejores con­ tinuadores rusos del provinciano de Stratford: Apolon Grigorich y Ostrovski, rodeados de las nueve musas, ideas elevadas, troikas, mozos de taberna, coros de gitanos y cultos mercaderes aficionados al teatro.

El joven recién llegado era enton­ces un hombre sin ocupación defini­ da, pero con una estrella extraordina­ riamente definida. Shakespeare creía en ella. Sólo esa fe le llevó desde su rincón apartado a la capital. Todavía no sabía qué papel iba a jugar en el futuro, pero su sentido de la vida le sugería que éste sería inaudito y excepcional.

Todas las cosas de las que se ocupó se habían intentado antes: componer versos y obras, actuar en el escenario, servir a crapulosos aris­ tócratas y tratar con todas las fuerzas de abrirse camino. Pero en cuanto ese joven se ocupaba de alguna tarea, sentía una fuerza tan arrolla­ dora dentro de sí, que lo mejor para él era quebrar el orden establecido y hacerlo todo a su manera.

Antes de él el arte se considera­ba algo afectado, artificioso y alejado de la vida. Esa disparidad con la vida era una característica obligada del arte, y a ella se recurría para ocultar bajo ese falso convenciona­ lismo la incapacidad propia para dibujar la vida y la ausencia de fuerza espiritual. Pero Shakespeare tenía un ojo tan extraordinario y una mano tan segura, que para él lo más conveniente era invertir esa situación.

Comprendía cuánto se beneficiaría si desde la distancia general­ mente aceptada se aproximaba a la vida caminando sobre sus propios pies, y no sobre zancos, y enfrentándose a ella con firmeza, la obligaba a bajar los ojos ante la obstinación de su fija mirada.

Había una compañía de actores y escritores, que con sus protectores iba de taberna en taberna burlándo­ se de los desconocidos y, con el riesgo constante de perder la cabeza, rién­ dose de lo divino y de lo humano. El más temerario e imperturbable (todo le salía bien), el más inmoderado y sobrio (el alcohol nunca le doblegaba), capaz de suscitar la más irrepri­mible carcajada y de mostrar la mayor modestia, era ese joven melancólico, que avanzaba veloz­ mente hacia el futuro en sus botas de siete leguas.

Es posible que al círculo de esos jóvenes perteneciera realmente un gordo viejo y glotón como Falstaff. Pero también es posible que sea una encamación, en forma de invención, del recuerdo ulterior de ese periodo.

Era esa una época querida para Shakespeare, no sólo en virtud de las antiguas diversiones. Esos fueron los días en los que nació su realismo. Su realismo vio la luz no en la soledad de un estudio, sino en la desarreglada habitación de una fonda, tan llena de vida como de polvo. El realismo de Shakespeare no consiste en la profundidad de pensamiento de un calavera que ha madurado, ni en la famosa «sabiduría» de la experiencia ulterior. El arte más serio de Shakespeare, grave, trágico y sustancial nació del sentido del éxito y la fuerza de aquellos primeros y alocados tiem­ pos, llenos de extravagante inventi­ va, audacia, espíritu emprendedor y una disparatada capacidad para arriesgar la propia vida.

 

MACBETH

La tragedia Macbeth podría llamarse con pleno derecho Crimen y Castigo. Mientras la traducía no podía dejar de pensar en el paralelismo con Dos­ toievski.

Al preparar el crimen de Banquo, Macbeth dice a los asesinos contratados:

«Dentro de una hora, a lo sumo, os indicaré el lugar donde debéis apostaros y os informaré del momento pre­ ciso de obrar.

Es necesario que quede hecho esta noche y a cierta distancia del palacio …».

Algo más adelante, en la tercera escena del tercer acto, los asesinos se ocultan en medio del parque para tender una emboscada. Los huéspe, des acuden al banquete nocturno en el castillo. Mientras esperan a Ban, quo, que es uno de los invitados, los asesinos conversan:

(SEGUNDO ASESINO)

«¡Él es, sin duda! Los demás de la lista de invitados que se esperan ya están en la corte».

(PRIMER ASESINO)

«Sus caballos dan la vuelta».

(TERCER ASESINO)

«Casi una milla; pero él, siguiendo la costumbre, como los otros, desde aquí marchará a pie hasta la puerta del palacio».

El asesinato es un asunto desesperado, peligroso. Antes de cometerlo es necesario sopesarlo todo minuciosa, mente, considerar todas las posibili, dades. Shakespeare y Dostoievski, que piensan por sus héroes, les obse, quian con un don de previsión e ima, ginación semejante al suyo propio. La capacidad para especificar detalles en el momento oportuno es idéntica en los autores y en sus héroes. Ese doble y elevado realismo de relato de detecti, ves o novela policiaca es cauto y cir, cunspecto como el propio crimen.

Macbeth y Raskólnikov no son canallas de nacimiento, no son cri, minales por naturaleza. Falsas elu, cubraciones mentales, erróneas e inseguras conclusiones les llevan a cometer crímenes.

En un caso, sirven de impulso o punto de partida las predicciones de las brujas, que desatan en el personaje todo un incendio de ambición. En el otro, el héroe ha llevado demasiado lejos una suposición nihilista, según la cual, si no hay Dios todo está per, mitido, lo que significa que incluso la comisión de un crimen no se diferen, cia de un modo esencial de cualquier otra actividad o acto humano.

Macbeth está especialmente protegido de las consecuencias de su acción. ¿Qué puede amenazarle? ¿Un bosque que avanza por el campo?¿Un hombre que no ha nacido de mujer? Esas cosas no existen, no son más que evidentes absurdos. En otras palabras, puede verter sangre ajena sin temor al castigo. Y en realidad, ¿qué ley podre, mos invocar contra él una vez que ungido del poder real sea él mismo y sólo él quien promulgue leyes?

Parece que todo es claro y lógico.

¿Qué puede haber más sencillo y evi, dente? Y los crímenes se cometen uno tras otro, muchos crímenes en el transcurso de un tiempo prolongado, y luego de repente el bosque deja su lugar y se pone en camino, y aparece un vengador que no ha nacido de mujer.

Hablemos ahora de Lady Mac­ beth. La fuerza de voluntad y la sangre fría no son los rasgos fundamentales de su carácter. En mi opinión, domi­ nan en ella peculiaridades femeninas más generales. Lady Macbeth es la imagen de una mujer activa y perse­ verante en el matrimonio, una mujer que es el cómplice y el apoyo de su marido, que no separa los intereses del marido de los suyos propios y que acepta sus ideas al pie de la letra y de manera incondicional. No las discu­te, no las somete a análisis o valora­ ción. Reflexionar, dudar y confeccio­ nar planes es asunto del marido, su principal preocupación. Ella los eje­ cuta, con mayor aplomo y consisten­ cia que él mismo. Lleva sobre sus hombros una carga excesiva y, al no medir bien sus fuerzas, perece; la causa de su fin no son los remordi­ mientos de conciencia, sino el agota­ miento espiritual, la angustia del corazón y la fatiga.

 

EL REY LEAR

El rey Lear es siempre interpretado de forma demasiado ruidosa. Un viejo y testarudo tirano, reuniones en resonantes salas palaciegas, gri­ tos y órdenes, y luego los aullidos de la desesperación y la maldición, mezclándose con el estruendo de los truenos y el rumor del viento. Pero en realidad, en la tragedia sólo retumba la tormenta nocturna, pues los hombres que se refugian en la choza están tan mortalmente asus­ tados que conversan en susurros.

 

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El rey Lear es una tragedia tan tranquila como Romeo y ]ulieta, y por la misma razón. En Romeo y ]ulieta el amor mutuo entre un joven y una muchacha tiene que ser ocul­ tado y es objeto de persecución, mientras en El rey Lear se trata del amor de una hija y en un sentido más amplio del amor por el prójimo, del amor por la verdad.

En El rey Lear, sólo los delin­ cuentes se ocupan fingidamente de los conceptos del deber y del honor. Sólo ellos, hipócritamente, se mues­ tran elocuentes y juiciosos, pero su lógica y su razón actúan corno un farisaico fundamento de sus enga­ ños, sus crueldades y sus asesinatos. Todo lo que es honrado en El rey Lear es tan imperceptiblemente silencioso o se expresa de forma tan inarticulada y contradictoria, que su resultado es la incomprensión. Los héroes positivos de la tragedia son tontos y locos, seres condenados a la perdición y a la derrota.

Una obra con un argumento semejante ha sido escrita con la lengua de los profetas del Antiguo Testamento y ha sido trasladada a los legendarios tiempos de la barbarie precristiana.

 

SOBRE EL PRINCIPIO DE LO TRÁGICO Y LO CÓMICO EN SHAKESPEARE

En Shakespeare no hay comedias ni tragedias en estado puro, sino un género más o menos intermedio, una mezcla de esos dos elementos. Ese género se corresponde más bien con el verdadero rostro de la vida, en la que los miedos y el encantamiento tam­bién están entreverados. Los críticos ingleses de todos los tiempos, desde Samuel Johnson hasta T. S. Elliot, han alabado la capacidad de Shakespeare para fundir esos dos tonos.

En lo trágico y en lo cómico Shakespeare no sólo veía algo elevado y cotidiano, ideal y reaL Los considera­ ba como algo semejante a los mayo­ res y menores en la música. Tras dis­ poner el material del drama en el orden deseado, se servía de la suce­ sión de poesía y prosa y de sus transi­ciones como de armonías musicales.

Sus alternancias constituyen el rasgo fundamental de la dramatur­ gia de Shakespeare, el alma de su teatro, el amplísimo y oculto ritmo de los pensamientos y estados de ánimo, al que nos hemos referido en las consideraciones sobre Hamlet.

Shakespeare recurría a esos contrastes de manera sistemática. Todos sus dramas han sido escritos en forma de una rápida sucesión de escenas, ya burlescas, ya trágicas. Pero en un caso concreto se sirve de este recurso con particular insistencia.

Junto a la fresca tumba de Ofelia, la audiencia se ríe de la facundia filo­sofante de los sepultureros. En el momento en que se dispone al trasla­ do del cadáver de Julieta, uno de los lacayos se burla de los músicos invi­ tados a la boda, mientras éstos nego­ cian con la nodriza, que les despide. El suicido de Cleopatra está precedi­ do por la aparición del necio egipcio con las serpientes y sus absurdas con­ sideraciones sobre la inutilidad de los reptiles. ¡Casi como en Leonid Andréiev o Maeterlinck!

Shakespeare fue el padre y el maestro del realismo. Es bien conoci­ da la importancia que tuvo para Push­ kin, Hugo y otros. Los románticos ale­ manes se interesaron en él.Uno de los Schlegello tradujo, y el otro extrajo de la obra de Shakespeare su teoría sobre la ironía romántica. No sabemos dónde se habría encontrado una forma literaria apropiada para propi­ ciar la excepcional concatenación de ideas de Hegel y Schelling de no haber existido Shakespeare y su pasión aún más desmesurada por unir cualesquiera conceptos en cualquier orden. Shakespeare es el precursor del futuro simbolismo de Goethe en Fausto. Finalmente, por limitamos a lo más importante, Shakespeare es el anunciador del posterior teatro espi­ ritualizado de lbsen y Chéjov.

Precisamente con ese espíritu permite que el trivial elemento de la banalidad relinche e irrumpa en la fúnebre solemnidad de sus finales.

Su irrupción aparta aún a una mayor distancia de nosotros el secreto del fin y de la muerte, ya de por sí lejano e inaccesible. La respe­ tuosa distancia a la que nos mante­ nemos en el umbral de lo elevado y lo terrible aumenta un poco más. Para el pensador y el artista no exis­ ten proposiciones definitivas, todas ellas son penúltimas. Es como si Shakespeare hubiera tenido miedo de que el espectador creyera con demasiada convicción en el ilusorio carácter irrevocable y definitivo del desenlace. Con esos altibajos en el tono, en fin, restablece la sensación de infinito, que había sido perturba­ da. Siguiendo el espíritu de todo arte nuevo, que se opone al fatalismo antiguo, Shakespeare disuelve la transitoriedad y la mortalidad de cada señal particular en la inmortalidad de su significado general.

1946-1956

Traducción de Víctor Gallego, que para los fragmentos de Shakespeare ha utilizado la versión de Luis Astrana Marín.