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Dice un antiguo proverbio oriental que «si cortas tus cadenas te liberas, pero si cortas tus raíces te mueres». La sabiduría de esta sentencia puede ser de utilidad tanto para analizar los términos laicismo y religión, como las realidades subyacentes en el fondo de ojo sociopolítico de tales enunciados: las relaciones Iglesia-Estado en Francia. La dificultad para entender los orígenes históricos del laicismo francés —sin ceder a explicaciones estereotipadas— nos obliga a detenernos en sus precedentes, Iglesias establecidas e Ilustración, cuyas tensiones en el suelo de Francia constituyeron el detonante de la revolución.

IGLESIAS ESTABLECIDAS

El británico Thomas Paine escribía, más de cien años después de las guerras de religión en Europa, que la religión procedió en sus comienzos mediante la exhortación y el ejemplo heroico. Así fue cómo el cristianismo consiguió sus prosélitos y su expansión en Occidente. Pero en la compleja trama de la historia, con el paso de los siglos y la escisión protestante, y a causa de la permanente tentación del poder para instrumentalizar cualquier causa, resulta legítimo preguntarse con Paine: ¿cómo pudo el cristianismo perder su mansedumbre originaria para llegar a ser intolerante? Su respuesta, contextualizada en 1791, mantiene no poca vigencia. Fue posible —dice— por el engendro de la Iglesia con el Estado, cuyo producto denominamos iglesia establecida. Y añadía: quítale esa legalidad establecida y la religión reasume su originaria benignidad. El autor de Rights of man contrastaba América con Europa para ilustrar su pensamiento. Y así sostenía que la Inquisición en España no procedía de la religión profesada, sino del híbrido engendrado entre Iglesia y Estado; y que las hogueras en Smithfield tuvieron la misma causa que la expulsión de los cuáqueros y disidentes hacia América: la Iglesia establecida de Inglaterra. Mientras que América, advertida de la mala experiencia inglesa, prohibió a cualquier religión ser oficial, y así un sacerdote católico y un ministro episcopaliano son igualmente buenos ciudadanos y compatriotas1. Ciertamente, la línea de armisticio sabiamente trazada por los constituyentes americanos en la primera enmienda de la Constitución («establishment clause»), propiciaba la tolerancia entre religiones en la nueva nación del otro lado del Atlántico.

Las experiencias europeas sirvieron para la forja de un nuevo país de emigrantes en América, pero Europa no podía dar marcha atrás a su propia historia. Historia de naciones soberanas con Iglesias cristianas establecidas, o irrescindiblemente vinculadas a las identidades nacionales, o incluso configuradas en poder político como los Estados ponti ficios. Tal era el escenario irrenunciable en Europa coincidente con el esplendor de la Ilustración.

ILUSTRACIÓN

Este fenómeno cultural había sido preconizado por los paradigmas newtoniano y cartesiano, que levantaron las rampas intelectuales del sueño de la razón. Todo el universo de la Ilustración debía contemplarse exclusivamente desde la racionalidad científica. Y este único punto de mira convirtió al hombre ilustrado en un «Ícaro derrotado» frente a la metafísica y la luz de la revelación divina. Y al mismo tiempo aparecía como un «triunfante narciso» enamorado de la belleza de su intelecto, único fundamento del progreso y del nuevo orden sociopolítico. Esta crisis de la conciencia europea (Hazard) produjo algunos avances importantes, al formular la política con autonomía del derecho divino, o al establecer la separación entre derecho y moral (Puffendorf, Beccaria). La Ilustración fue una actitud de revisión universal del conocimiento, mediante la criba científica de cualquier dogmatismo con el sistema empirista de ensayo y error. Por ello, llevada hasta sus últimas consecuencias, exigía la conquista racional de la religión. En efecto, la finalidad del «aufklarung», escribía Kant en 1784, es que el hombre pueda emplear su entendimiento en materia religiosa sin más guía que su propia razón. De ahí que los ilustrados pretendieran un deísmo racional que terminaría para siempre con la intolerancia y la superstición. El célebre grito de Voltaire «écrasez l’infame» apuntaba en esa doble dirección. En cierto sentido, el movimiento cultural ilustrado no fue tanto la ascensión del paganismo, cuanto el encumbramiento de una herejía —es decir— una doctrina contraria al orden sobrenatural cristiano aunque defensora de un Ser trascendente. Un Ser supremo, pero despreocupado de la suerte terrena de los hombres, que filosofan etsi Deus non daretur y rechazan cualquier dogma de conducta moral.

No procede abordar aquí y ahora la cuestión sobre si algunos de los «agujeros negros» de Occidente en el siglo XX fueron secuelas de la ilustración en cuanto «razón establecida». Ni tampoco dictaminar sobre las posibles raíces ilustradas del agujero más oscuro: el nacionalsocialismo y su intento «científico» de exterminar el judaísmo, origen de toda religión revelada. Son cuestiones posilustradas que han sido objeto de amplios análisis por diversos autores, incluido Juan Pablo II2.

Volviendo al siglo XVIII, recientes estudios publicados en Oxford bajo la dirección de Blanning3 sostienen que la Ilustración pudo asimilarse en los países protestantes porque el protestantismo exigía de sus adeptos menos creencias que el catolicismo. Es cierto que la liturgia católica visualizaba continuamente, a través de los sacramentos, la fe del pueblo en ese Deus datus est nobis frente al «leit motive» ilustrado etsi Deus non daretur. Con esta perspectiva parece comprensible que los filósofos protestantes, tan equidistantes de algunos dogmas católicos como sus iglesias establecidas, extendieran sus doctrinas sin desestabilizar el sistema. Sin embargo, y por los motivos señalados, la filosofía de la Ilustración chocaba frontalmente con la Iglesia católica en Francia, que además era la única religión oficial desde la revocación del edicto de Nantes. La quiebra del sistema se presentaba como inevitable.

LA REVOLUCIÓN Y NAPOLEÓN

No es fácil presentar una radiografía exacta de la Revolución francesa, como de ninguna otra vertiginosa convulsión social. El cuadro ilustrado francés pasó —sin solución de continuidad— desde el sueño de la razón hasta la náusea del terror, como el violento giro de un lienzo con un cielo velazqueño en el anverso y las pinturas negras de Goya en el reverso. El itinerario puede describirse desde las posiciones de la monarquía absoluta vinculada a la Iglesia, o desde los privilegios de los estamentos del antiguo régimen, pasando por la economía y la falta de productividad del sistema beneficial eclesiástico. Sin embargo, desde nuestra óptica contemporánea, dominada por los medios de comunicación de masas, cabe también ensayar una interpretación en el campo de la opinión pública, que fue totalmente impregnada por la filosofía ilustrada en su lucha frente a la Iglesia. J. Habermas ha ubicado el nacimiento de la opinión pública en el siglo de las luces. En 1711 el director del diario The Spectator se comparaba con Sócrates. Porque éste hizo bajar la filosofía desde el cielo hasta los hombres, pero yo —decía Addison— la sacaré de claustros y bibliotecas para introducirla en clubes y mesas de té4. A mediados de siglo, en 1751, la Enciclopedia de d’Alembert y Diderot extendía la doctrina de los filósofos por toda Francia, y el Papa pronunciaba el anatema. Durante tres décadas, entre censura y clandestinidad, el pensamiento enciclopédico ganó amplios sectores en todos los estamentos sociales. Prueba de ello fue la declaración de la asamblea general del clero francés en 1780: los filósofos ya no son un partido sino la opinión popular. En 1789 se habían vendido 25.000 copias.

El régimen del Terror, la guillotina, cortó muchas raíces de la Iglesia católica en Francia en miles de fotogramas de sangre, y en decenas de millares de exiliados, clérigos, monjas y religiosos. En su lugar, los revolucionarios implantaron el laicismo en suelo público francés, y como para subrayar su victoria contra la iglesia llegaron a sacralizar el laicismo, dando culto a la diosa razón en Notre Dame. Desde entonces, se aplicaría una política de «tierra calcinada» para cualquier acceso de la religión a los espacios públicos de la nación. Los excesos de los revolucionarios, como la constitución civil del clero y la laicización del calendario, desaparecerían antes o después, pero las conquistas del laicismo permanecerían, incluso bajo el concordato napoleónico.

Napoleón aceptó jugar el papel de restaurador de los altares estableciendo un ministerio de culto que reconocía cuatro servicios públicos religiosos: católico, calvinista, luterano e israelita. Impuso unilateralmente las leyes que los regían, incluidos los setenta y siete artículos orgánicos del culto católico. Si bien cabría pensar que la religión accedía de nuevo a lo público, lo cierto es que Napoleón funcionarizó a los ministros de culto para ejercer mejor su control dictatorial. Y el itinerario laicista se consolidó, sobre todo en el código civil de 1804, imponiendo el matrimonio civil obligatorio cuya vigencia llega hasta nuestros días. En la educación, la voluntad de nacionalizar la escuela y la creación de una corporación laica de profesores para atender la universidad, liceos y facultades, fueron los objetivos del primer cónsul.

LEY DE SEPARACIÓN DE 1905

Un siglo después de la Revolución, durante la III República, se asentará definitivamente el laicismo en Francia mediante una serie de leyes en cascada durante los decenios 1881-19015 destinadas a la prohibición total de la religión en la enseñanza; de la presencia oficial de las tropas en ceremonias religiosas; del crucifijo en las salas de audiencia de la administración de justicia; de las oraciones al comienzo de la actividad parlamentaria, etc. La ley sobre asociaciones de 1901 rehusó el reconocimiento de personalidad jurídica a las congregaciones religiosas, provocando el cierre de innumerables escuelas, así como de nuevos y múltiples exilios de religiosos, a todos los cuales se prohibió impartir enseñanza por ley de 1904. El proceso culminó con la promulgación de la ley de separación de 1905 (9 de diciembre) cuyo centenario se acaba de conmemorar. El gobierno nombró una comisión presidida por Aristides Briand para resolver la cuestión religiosa. Briand quería una ley honesta que «no fuese una pistola apuntando contra la Iglesia», pero las tesis de Clemenceau reivindicando que la Revolución «debe tomarse entera como un bloque» terminaron imponiéndose. Se consagró así el régimen de completa separación que se iniciara con la Revolución, se expropiaron todos los edificios de la Iglesia destinados al culto (art. 12) y se decidió respetar las huellas históricas que la religión había dejado en Francia, como el calendario. Las confesiones religiosas serían en adelante asociaciones de derecho privado.

El hondo anticlericalismo de esta ley duraría unas décadas, pues ya en los años treinta empezaron a suavizarse sus preceptos con aplicaciones prácticas, a través de las operaciones conocidas como «las obras del cardenal», una fórmula jurídica enfitéutica entre los ayuntamientos y las asociaciones cultuales que permitía la construcción de edificios religiosos. Fue posible por acuerdo del cardenal Verdier con el presidente del consejo de Estado Léon Blum, y benefició al culto católico pero también a la construcción con posterioridad de sinagogas para judíos sefarditas. El rostro del laicismo francés se fue transformando con la IV República en 1946, para presentar un semblante casi amable a partir de la V República de 1958. Es importante subrayar que la mencionada transformación se ha realizado, principalmente, a través de la jurisprudencia francesa en su tarea de aplicar las leyes con equidad a los hechos enjuiciados. Porque, en definitiva, la religión puede desaparecer de un sistema político, e incluso debe hacerlo como establece la constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II para la Iglesia católica. Pero nunca podrá desaparecer de la conducta social de los hombres.

En el centenario de la ley de 1905 parece obligado hacer arqueo y balance de su aplicación práctica desde diversos ángulos, como el matrimonio, la educación, las relaciones laborales, etc. En este análisis vamos a enfrentarnos una y otra vez a la gran paradoja del laicismo francés. Todo lo que la ley separa y prohíbe, la influencia de la religión en los ámbitos laicos de la República, la jurisprudencia lo une y ensambla de algún modo, tendiendo una serie de puentes que conectan —constantemente— el Estado laico con el hecho religioso. Veamos algunos ejemplos concretos que fueron, ciertamente, pioneros o paradigmáticos.

MOISÉS Y EL LIBELO DE REPUDIO

Existen toda una serie de sentencias de los tribunales que han llegado a conformar jurisprudencia, en las que los jueces franceses, a pesar del sistema de matrimonio civil obligatorio y de la irrelevancia de la ley religiosa a tal efecto, invocan reiteradamente la ley mosaica y acaban concluyendo a favor de sus preceptos religiosos. Tal es el caso de una sentencia de 1972 de la corte de casación, cuya síntesis de los hechos es la siguiente. Dos judíos franceses, monsieur Gasman y madame Kulbokas, tras celebrar el preceptivo matrimonio civil, se casaron también por la ley mosaica. Transcurridos unos años y habiendo nacido un hijo, solicitaron el divorcio que fue concedido por el tribunal de apelación de París. Durante el proceso civil la custodia del hijo fue asignada a la madre y un régimen de visitas al padre. Además, la esposa reclamaba del juez parisino que obligara a su ex marido a entregarle el libelo de repudio como exige la ley de Moisés para poder celebrar un nuevo matrimonio judío. Ante la negativa del esposo a conceder el libelo, el tribunal sentenció en 1971 que monsieur Gasman incurría en responsabilidad por abuso de derecho, condenándole a indemnizar a su esposa por daños y perjuicios a tenor del art. 1382 del código civil. Lo más significativo, quizá, es que la corte de casación en 1972 dijo textualmente que «el carácter estrictamente religioso de la cuestión —la entrega del libelo mosaico— violaba el orden público establecido por la ley de 1905 en cuanto a la separación Iglesias y Estado»6, pero ratificó la sentencia en todos sus términos. En el mismo sentido se pronunciaría varias veces en la década de los ochenta.

ARMÉLINE Y EL DERECHO CANÓNICO

La invocación del Derecho canónico por la jurisprudencia francesa se enmarca en el art. 240 del código civil que regula la «clause de dureté». El juez civil puede —según esta cláusula— rechazar la demanda de divorcio si las consecuencias materiales o morales para el otro cónyuge —por su edad o estado de salud— o para los hijos, fueran de una dureza excepcional. Hay varias sentencias en este sentido, como por ejemplo una de 1984 del tribunal de Perpiñán que deniega el divorcio al marido, siendo su mujer catequista y miembro de la orden terciaria del Carmelo, por estimar que para ella —habida cuenta de su entorno— sería de una dureza excepcional en el plano moral soportar el divorcio7.

Un caso sorprendente se inició en el tribunal de primera instancia de Chalon-sur-Saône en 1977. En esta ocasión los jueces se habían pronunciado a favor del divorcio a petición del marido, desestimando las pretensiones de su mujer, Arméline, que no podía —según el tribunal— valerse de las disposiciones del Derecho canónico ante la jurisdicción civil. Sin embargo, los argumentos cambiaron en 1978 al llegar el asunto a la corte de apelación de Dijón. Este tribunal, estimando las profundas convicciones religiosas de Arméline, rechazó de plano la demanda de divorcio de su marido, recogiendo en la argumentación de la sentencia la más pura ortodoxia tridentina sobre el matrimonio canónico: «Considerando que la distinción hecha por los jueces de primera instancia entre vínculo civil (disoluble por divorcio) y vínculo canónico (indisoluble) desconoce la realidad de las cosas, toda vez que para un creyente vínculo civil y canónico son una misma y única realidad a la que el rito religioso otorga carácter sagrado»8. La corte de Dijon añadía otras consideraciones para desestimar el divorcio. Tales como la pérdida de reputación moral de Arméline, mujer de 77 años, entre las personas de su generación que comparten sus convicciones y en la pequeña población en la que siempre vivió. A modo de conclusión en lo que respecta al Derecho canónico y la «clause de dureté», es cierto que se trata de sentencias aisladas, pero no por ello dejan de administrar justicia en nombre del Estado laico francés. Además, la corte de casación ha ratificado esta línea jurisprudencial en la década de los noventa.

EDUCACIÓN: LA LEY DEBRÉ DE 1959

Dentro de la enseñanza pública el muro del laicismo mantiene toda la vigencia establecida por la ley de 1905. A tenor del art. 2 de la ley se permite únicamente, para garantizar la libertad de cultos, la existencia de capellanes en liceos y escuelas. En realidad, las capellanías de los centros escolares públicos no son automáticas, pero a instancia de los padres se puede habilitar este servicio, regulado por decreto de 22 de abril de 1960. En cuanto a los problemas planteados por el islam serán abordados en epígrafe aparte.

En el ámbito de la enseñanza privada, todas las prohibiciones anticlericales de la III República fueron derogadas en los albores de la V República. La famosa ley Debré de 1959 no sólo abrió las puertas a la creación de centros privados con ideario propio, sino que sentó las bases de los centros concertados con contrato simple o de asociación. El mismo marco jurídico ha sido actualizado por la ley Guermeur de 1977 y, posteriormente, en 1985.

La jurisprudencia más relevante en este sector gira en torno al ideario de los centros y el consiguiente deber de respeto y reserva, así como la incidencia de una «conducta extraacadémica como posible causa de despido de un trabajador». La sentencia más polémica fue dictada en 1978 por la corte de casación, declarando ajustado a derecho el despido de un profesor, docente en una escuela católica, por el hecho de haberse divorciado y vuelto a casar civilmente9. Hay que advertir aquí que el mismo supuesto de hecho (despido por divorcio y matrimonio civil posterior de un profesor de escuela católica) ha sido declarado abusivo e improcedente por la corte de casación en otras ocasiones. La contravención del ideario, ciertamente, procedía de una conducta extraacadémica perteneciente a la vida personal del sujeto. Sin embargo, la sentencia comentada justificó el despido, no tanto por vulneración del ideario sobre la indisolubilidad del matrimonio canónico cuanto por la existencia de cláusulas específicas en el contrato que —por acuerdo bilateral de las partes— trascendían la legislación laboral. En efecto, las convicciones católicas del docente fueron determinantes para la firma del contrato, incorporándose a la causa del mismo. Por lo que respecta al Tribunal Constitucional, dos sentencias de 1977 y 1985 han establecido que si bien los centros con ideario no pueden imponer a sus empleados un compromiso de apología de una opción religiosa, están en cambio legitimados para exigir de sus trabajadores una obligación de respeto y reserva que implica la abstención de atacar el ideario abierta o solapadamente. La jurisprudencia en el ámbito de la enseñanza privada presenta, como se desprende de las sentencias comentadas, muchas similitudes con la jurisprudencia española en la materia.

EL IRREDUCTIBLE HECHO RELIGIOSO: JACOB BRAMI

Describimos un último caso, verdaderamente desconcertante en un Estado laico, en esta ocasión en el ámbito del Derecho laboral. La sentencia es de 1990, y la doctrina francesa dedicada a estudiarla, se ha referido a ella con una expresión realmente sugerente: «el irreductible hecho religioso». El contexto social se constituye por las denominadas empresas de tendencia, ideológicas o confesionales, manifiestamente declaradas. En estas empresas los contratos laborales pueden exigir, según jurisprudencia de la corte de casación de 1986, que el trabajador contratado desarrolle su trabajo en plena comunión de fe y pensamiento con el empresario. He aquí la síntesis de lo ocurrido. Un judío dueño de un restaurante en París, anuncia y garantiza a sus clientes la alimentación «cacher». En 1987 acude al tribunal rabínico solicitando una persona idónea y experta en los preceptos de la ley judía al respecto, para contratarlo como vigilante ritual. Los rabinos designaron a Jacob Brami y éste fue contratado por el empresario. El 6 de mayo de 1988 Brami es informado del fallecimiento de su hijo de 27 años en Israel. Así las cosas, el padre del joven toma un avión a Tel Aviv el 11 de mayo y regresa el 26 del mismo mes a París. A l reincorporarse a su trabajo, le comunican que ha sido despedido por absentismo injustificado, habida cuenta que la ley francesa concede tres días de ausencia por fallecimiento de un hijo, y no los quince días que se ha tomado Jacob Brami. Éste acude a los tribunales alegando despido abusivo y la corte de apelación de París le da la razón. El tribunal estatal considera que la relación contractual establecida implica adhesión de ambas partes a la ley judía, cuyas prescripciones religiosas en materia de duelo por fallecimiento de un hijo deben ser aplicadas. El empresario que acudió a la ley judía para celebrar el contrato —dice el juez— no puede ahora prevalerse de la ley laboral francesa para reprochar al trabajador una conducta defectuosa10. A modo de conclusión cabe señalar que, si la ley de 1905 prohibía la influencia de la religión en los ámbitos laicos de la República, no deja de ser sorprendente que un tribunal del Estado se remita por completo a una ley religiosa para resolver un conflicto laboral entre sus ciudadanos en 1990. En otras palabras, el sentido moderno del laicismo francés no es el de los revolucionarios, ni el de los decimonónicos. Es más bien un principio de convivencia política construido a partir del pluralismo, y que implica la aceptación dialéctica de la religión.

LA ASIGNATURA PENDIENTE: EL ISLAM

Las relaciones del islam con Francia requieren sin duda un tratamiento específico. Los problemas más conocidos son los concernientes al uso del velo islámico en las escuelas públicas. Es un hecho que tuvo su primer frente jurídico a finales de los años ochenta en el liceo de Creuil, y el Consejo de Estado resolvió de inmediato a instancia del entonces primer ministro, Lionel Jospin. Con reapariciones intermitentes en 1992 (Montfermeil), en 1994 a propósito de dos niñas turcas, o una pandilla de alumnas musulmanas en 1996, las resoluciones del Consejo de Estado aplican una jurisprudencia firme y constante, que consigue restablecer el orden con normalidad: el uso de signos religiosos no está prohibido, salvo que se utilicen de una forma ostentosa, o con intención proselitista, o impidan el correcto funcionamiento del servicio público educativo11. La simbólica lucha por el velo islámico ha contribuido a desvelar ese rostro amable del laicismo francés, que en palabras recientes del primer ministro en la asamblea nacional se mostraba así: el laicismo es una «gramática» que permite un diálogo sereno y tranquilo de las religiones con el Estado en el seno de nuestro país. Y añadía: todas las grandes religiones en Francia se han adaptado a este principio, y el islam que ha llegado más recientemente tiene ahora su oportunidad. Por otra parte, el ordenamiento jurídico continúa rechazando el repudio religioso musulmán en el matrimonio, en cuanto vulnera el principio de igualdad entre los cónyuges en favor de la decisión unilateral del marido. En este sentido, se deniegan incluso los efectos civiles de tales repudios, conseguidos en tribunales marroquíes.

Pero nos engañaríamos si pensáramos que Francia se enfrenta con un grave desafío, debido a la cuestión del velo o del repudio musulmán. En la República francesa la religión no puede y no va a ser nunca un proyecto político. El verdadero desafío de Francia es más global: conseguir la despolitización del islam en su propio territorio, por supuesto, y tal vez en otros. La creación del Consejo francés del culto musulmán se inscribe en esa línea de hacer del islam una religión de Francia, es decir, una religión fuera de las estructuras políticas de poder.

Durante el sitio y liberación de Viena en 1683 (asediada por los turcos), los vieneses, conocidos por la excelencia de su panadería, debieron racionar la harina y elaborar panecillos a los que dieron la forma del emblema de los otomanos: la medialuna, el «croissant». Tal es el origen de esta delicia vienesa que muchos creen típicamente francesa. Pero tal vez podríamos universalizar el error y legitimarlo, si el sistema laicista francés tuviera la virtualidad de prestar este servicio a la causa de Occidente: desconfesionalizar el islam como religión de poder terrenal. En definitiva, y en contraste con otras religiones, continúa proclamando —de una u otra forma— la guerra santa. Y desde luego su decisión de actuar como «religión establecida» y sin libertad para las demás, es hoy una realidad contundente en varios estados de Oriente medio con pretensiones de proyectarse a otras naciones. No obstante, en este contexto, Turquía aparece como una puerta que se abre a un largo camino por recorrer. La moderna Turquía ha adoptado un laicismo oficial inspirado en la ley francesa de 1905 y el islam ha dejado de ser allí religión oficial del Estado. Ankara ha emprendido una «revolución tranquila» para cumplir los criterios de adhesión a la Unión Europea, y esta perspectiva constituye un vector positivo para otros países islámicos del área del Mediterráneo. Sin embargo, no cabe duda de que las relaciones del islam con las demás religiones y la apertura de los estados islámicos al derecho fundamental de libertad religiosa continúa siendo el gran desafío y la asignatura pendiente para el amanecer de un horizonte de paz en la compleja trama de las relaciones internacionales en el siglo XXI.

 

NOTAS

1 T. Paine, Rights of man. Dover publications, Nueva York 1999, p. 46.
2 Juan Pablo II, Memoria e identidad. La Esfera de los libros, Madrid 2005, p. 20, 25.
3 T. C. W. Blanning, The Eighteenth century. Oxford University Press 2000, p. 153.
4 Blanning, op. cit., p. 149.
5 Entre ellas destaca la Ley Ferry de 28 de marzo de 1882, carta magna del laicismo en la escue la primaria de Francia. Sobre ésta ya publicó Nuestro Tiempo en 1954 un interesante artículo del catedrático José Orlandis con el título: «Setenta y cinco años de escuela laica en Francia».
6 Bull. Civ. 1972, n.° 320, p. 264.
7 Jurisprudence, Recueil Dalloz Sirey 1984, p. 520.
8 Dijon, 29 juin 1978, J.C.P. 1980, II 19350 note Lindon.
9 Jurisprudence, Recueil Dalloz Sirey 1978, p. 541
10 Jurisprudence, Recueil Dalloz Sirey 1990, pp. 597-598.
11 Recueil des décisions du Conseil d’Etat, París 1992, pp. 389-390.

Profesor, Universidad Complutense