Tiempo de lectura: 4 min.

Siempre se ha dicho, y por tanto es un tópico, que el piano es el rey de los instrumentos. Afirmación en sí misma discutible si consideramos el lirismo de los instrumentos de cuerda, la voz seductora de los de madera, el color tímbrico de los de metal y la energía de los de percusión.

Sin embargo, es bien cierto que, desde la perspectiva de la polifonía, el piano, de forma natural, es el instrumento polifónico por excelencia. Y si esto es así para el piano en general, ¿qué decir cuando se trata del piano a cuatro manos?

El dúo de piano a cuatro manos, que es una modalidad de la música de cámara, posibilita que el piano alcance su máxima potencialidad polifónica al actuar simultáneamente sobre el teclado dos instrumentistas, con una disponibilidad potencial de veinte dedos, a lo largo de sus siete octavas y media (ochenta y ocho teclas).

En estas circunstancias no es de extrañar que el piano a cuatro manos haya sido elegido el instrumento idóneo para verter en él transcripciones de sinfonías, cuartetos, operas etc.; pero lo verdaderamente significativo e interesante, y es lo que queremos destacar en estas líneas, es que esta modalidad de componer ha sido elegida por grandes músicos a partir del momento mismo de la aparición del piano.

Así, encontramos que Johann Christian Bach, el hijo pequeño de Johann Sebastian Bach, el llamado «Bach inglés», escribió varias sonatas para piano a cuatro manos. La forma de escribir de Johann Christian Bach , considerado el primer concertista conocido de piano, influyó sin duda en Mozart. Fue este último quien escribió una serie de sonatas para piano a cuatro manos, brillantes, complejas y evolucionadas, obras que interpretaba con su hermana, siendo especialmente destacable por su importancia y nivel musical la Sonata en Fa M (K.V. Nr. 497).

Juan Ortiz de Mendívil es pianista. En la actualidad forma dúo de piano a cuatro manos con el eminente pianista y director de coros búlgaro Dimitar Lazarov Kanorov, dúo que ha actuado recientemente en diversos teatros y centros de cultura en Madrid.

También Beethoven, aunque esporádicamente, escribió para piano a cuatro manos; y pienso aquí en la Sonata op. 6 con sus dos tiempos: Allegro molto y Rondo. La compuso en 1796 a la edad de 27 años. Decía en aquel entonces: «Ánimo. Mi genio triunfará. Es preciso que en este mismo año [1796] se revele el hombre todo entero». En el Allegro nos encontramos ya, pese a ser una obra de juventud, con un Beethoven autoafirmativo y turbulento, que fluctúa, en el Rondo, a esa otra faceta de su personalidad, dulce y amable.

También en el romanticismo existe una importante literatura para piano a cuatro manos. Si Schumann adoptó esta modalidad, fue sin duda Schubert quien mostró una verdadera predilección por el piano a cuatro manos, probablemente porque necesitaba de una forma ampliada de sonoridad, más rotunda, más poderosa. Precisamente el catálogo de su obra empieza con una Fantasía en Sol M, que se supone escribió a la edad de trece años. Lo cierto es que Schubert cultivó intensamente esta modalidad compositiva, mereciendo especial atención una obra maestra del género; su famosa, bella y técnicamente compleja Fantasía en Fa m.

No podemos dejar de citar entre los grandes románticos a Johannes Brahms, quien eligió el piano a cuatro manos para dos grandes y significativas obras: Las danzas húngaras (21 danzas distribuidas en dos cuadernos) y los 16 valses de su Op. 39; una obra magnífica en la que los valses, sin dejar de ser valses, adquieren tintes y matices rapsódicos y sinfónicos. Tenía 32 años Brahms cuando compuso estos valses. Poco tienen en común con los de Beethoven o Schubert o Strauss. Valses densos, profundos, complejos, hermosos, compuestos en 1865, un año doloroso por la muerte de su madre. Le escribe a Clara Schumann: «Cuanto más pasa el tiempo más siento la falta de mi añorada madre».

Y refiriéndonos ya al piano a cuatro manos en el pasado siglo XX, tenemos que citar, entre otros, a Gabriel Fauré, Claude Debussy, Maurice Ravel, Erik Satie, Francis Poulenc. La Petite Suite de Claude Debussyes una obra sabia, sensual, imaginativa y deliciosa, escrita a la edad de 27 años, en 1889. Años felices en los que convive con Gaby, «la de los ojos verdes», en el París de la Exposición Universal. Debussy explota inteligentemente todos los resortes del piano a cuatro manos, usando una forma de escribir que obliga a los intérpretes a tocar de una forma compacta, sabiamente entrabada, especialmente atentos a esa «quinta mano» que es el pedal, y que debe ser cuidado hasta el extremo.

Finalmente, una obligada cita a Maurice Ravel. Mi madre la Oca la escribe Ravel a la edad de 33 años en 1908. Glosa musicalmente una serie de cuentos; entre ellos Pulgarcito (de Perrault), Feúcha, reina de las pagodas (de Madame D’Aulnoy), Las conversaciones de la Bella y la Bestia (de Madame Leprince de Beaumont), transcribiendo en la misma partitura y a guisa de encabezamiento, algunos extractos de los cuentos. Por ejemplo, en Las conversaciones de la Bella y La bestia: «No, querida Bestia, no moriréis, viviréis para ser mi esposo».

Maurice Ravel, con su inmensa maestría de instrumentador, realizó posteriormente una versión orquestal de esta obra, pero me atrevería a decir que la versión inicial para piano a cuatro manos tiene, con su depurada y compleja escritura, un encanto y una pureza insuperables, dejando un amplio margen de libertad a la imaginación. En esta obra, el perfeccionismo y sentido lúdico de Ravel, raya en ocasiones en la extravagancia, obligando a los intérpretes a tener que hacer filigranas en el teclado para intentar ser fieles a la escritura del autor, tan celoso de la exactitud.

Resumiendo, diríamos que la modalidad del piano a cuatro manos, con la presencia de dos ejecutantes en el mismo teclado, sitúa a esta particular forma de ejecución pianística en el campo de lo concertante, y requiere una gran capacidad de colaboración y compenetración entre los dos pianistas, que se sirven mutuamente en unos casos y se aúnan y multiplican en otros hasta alcanzar el máximo clímax sonoro.

Añadamos a ello que todo esto implica, en ocasiones, un cierto funambulismo que suele sorprender y divertir al público no habituado, y exige a los pianistas que forman el dúo de piano a cuatro manos una exagerada precisión, ilimitada coordinación y mutua atención, lo que convierte a esta modalidad de música de cámara en una arriesgada aventura. Una temible y maravillosa aventura.