Inmerso en la marea humana — más que nada, marea joven — que invadió Roma los días tristes y hermosos del tránsito de Juan Pablo II, con una multitud conmovida, cuyo aliento acariciaba el frescor de la noche primaveral de la Ciudad Eterna, montaba guardia a pocos metros del lecho donde el primer pontífice del tercer milenio agonizaba, mientras evocaba sin remedio el sentimiento que me invadió durante años, como periodista, formando parte de la tropa informativa que acompañó a Karol Wojtyla por los rincones más alejados de la tierra, durante lustros: cuando este hombre muera se estremecerá el mundo. Y así ha sido.
Al oír la voz trémula del sustituto de la Secretaría de Estado, Leonardo Sandri, que anunciaba la muerte del Papa polaco, la noche del 2 de abril, a muchos de nosotros nos parecía un sueño el haber llegado a un punto final; pensábamos que sólo había concluido una etapa de su vida. Lo dijo, en otras palabras, el cardenal Roger Etchegaray, uno de los purpurados más carismáticos de la curia, que gozó de la mayor confianza del pontífice difunto: el pontificado del papa Wojtyla «comienza ahora».
No me refiero sólo, ni principalmente, al Papa taumaturgo, cuyos prodigios, físicos y/o morales, atribuidos ya en vida, comienzan a aflorar en la revistas de medio mundo —alguno de los cuales experimentó un profesional de la información—, sino a la estela que ha dejado como hombre de fe y como protagonista de la escena internacional, con sus posiciones decididas frente a la guerra y a otros dramas de nuestro tiempo; con sus escritos —sus encíclicas han hecho dar pasos de gigante a la doctrina social de la Iglesia—; y sus gestos proféticos, el más reciente de los cuales fue el solemne mea culpa pronunciado en San Pedro el año jubilar, por los pecados cometidos por gentes de Iglesia en el curso de la historia. Toda una herencia abierta, sin que sea posible hoy determinar lo que de su acción y de su enseñanza quedará fijado para la posteridad.
Para el pueblo llano y creyente, Juan Pablo II seguirá siendo, sin duda, más allá de la grandeza que imprimió a su pontificado, el Papa al alcance de la mano, consumado actor en el más noble y certero sentido de la palabra: el que actúa, con eficacia, ciertamente desde otra dimensión, sobre la vida de los hombres, como intermediario de la salvación física y moral que nos viene de Dios.
Prueba de esta convicción la tuvimos las jornadas de puertas abiertas en la basílica de San Pedro, los días y noches en que un inmenso caudal humano, lento como las aguas de un río helado, afluía hasta el baldaquino de Bernini, a cuyos pies se exponía el cadáver de Karol Wojtyla a la veneración de los fieles. Cinco, diez hasta doce horas de espera para apenas un minuto de adiós. Y prueba también la tenemos a diario, con los miles de peregrinos que se detienen ahora ante su tumba, y musitan una plegaria, incluso una frase de agradecimiento; y con la escenificación de decenas de altarcitos, c o n velas encendidas, flores, fotos, dibujos, frases, dedicatoria infantiles, que poblaron las calles de Roma, los días anteriores y posteriores a su muerte; y, en fin, con el clamor popular — n o totalmente espontáneo— de hacerlo santo «ya». El mundo al que fue, a él volvía.
DESCUBRIENDO AL PAPA «COMUNICADOR»
Los periodistas comenzamos a detectar el calibre de este hombre desde el comienzo de su ministerio pontificio, con el primer saludo al mundo, lanzado desde el balcón de la logia central de la basílica de San Pedro. Con él entró en comunicación directa con el público, al presentarse como un obispo de Roma que no dominaba la lengua italiana y reclamaba que le corrigieran si se equivocaba —de hecho cometió un error lingüístico en su presentación—, rompiendo así con la rigidez del ceremonial.
Hasta entonces, los papas formulaban su primer saludo al mundo con bendiciones, manos alzadas, sonrisas… y ninguna, o muy pocas palabras. Sólo Juan Pablo comenzó a bajar del pedestal, al prescindir de la triple tiara y saludar en lenguaje llano a los fieles. La espontánea sinceridad del Papa polaco, no exenta de buen humor, parecía hacer suyas las palabras del escritor austríaco Robert Musil: «La verdad no es un cristal para llevarlo en el bolsillo sino un mar sin límites en el que debemos zambullirnos».
De sus rasgos biográficos se supo inmediatamente que estábamos ante el primer Papa actor, dominador del espacio y el tiempo dramático; un hombre familiarizado con el contacto directo con el público, desde sus años mozos; con muchos registros en su modo de expresión, en las tonalidades de su habla. Pero si un buen profesional de las tablas se distingue por la verosimilitud que confiere a sus personajes, aunque personalmente esté en la antípoda de la figura representada, en cuanto Karol Wojtyla comenzó a «actuar» como Papa el mundo se percató de tener ante sí a un hombre radicalmente coherente con sus palabras, al punto de hacer carne y sangre propia todo lo que salía de su boca. Ha sido la coherencia entre su vida y su mensaje, llevada hasta el extremo de no querer ocultar el propio sufrimiento, lo que le ha granjeado la admiración más profunda a los ojos de todos, incluso de los que no comparten algunas facetas de su magisterio, por no decir de gentes de culturas alejadas de la mentalidad occidental y cristiana.
Ciertamente, es el papa Pablo VI quien aprende inmediatamente la lección de Juan XXIII, de ser ésta «la época en que los papas deben moverse», y por ello decide romper el hielo informativo y tiende puentes de comunicación regulares con la prensa, durante sus contados viajes apostólicos por el mundo.
Existía, no obstante, hasta entonces, una regla no escrita pero por todos respetada: a los papas no se les formulan preguntas. En las primeras correrías de un obispo de Roma fuera de tierras italianas, el papa Montini viajaba con los periodistas a bordo del avión y pasaba a saludarlos personalmente a cada uno, pero nunca mantuvo conversaciones informativas o conferencias de prensa que pudieran dar pie a titulares más o menos sensacionalistas. Era más bien el pontífice quien hacía preguntas u observaciones a cada informador que saludaba, interesándose incluso por su familia o su estado de salud. Y no por un pudor fuera de época, sino por el deseo de ofrecer a la prensa sólo los momentos más emblemáticos de su magisterio. Lo contrario ocurriría con Juan Pablo II, que admitió todo tipo de preguntas, incluso las más provocadoras, aunque difícilmente recordaba, de un viaje a otro, los nombres de los periodistas que habitualmente le acompañábamos.
EL PAPA WOJTYLA DESCUBRE EL VALOR DE LA IMAGEN
Cuando el arzobispo de Cracovia accede al pontificado, los periodista tenían ya un retrato robot bastante aproximado del nuevo inquilino de los Palacios Apostólicos, y de su condición de excelente comunicador. Karol Wojtyla, por su parte, no era menos consciente de la importancia de los mass media para la transmisión de mensajes de cualquier naturaleza, incluido la religiosa, y del poder de la información en un mundo occidental que ya conocía en gran parte gracia a sus viajes por todo el mundo, como arzobispo de Cracovia, para entrar en conocimiento de la diáspora polaca. Ese contacto por todos los continentes, le permitió aquilatar la enorme diferencia entre el tratamiento que daban a la realidad los medios de prensa de su país, y de los demás países de detrás de «telón de acero», controlados estrechamente por los regímenes comunistas satélites de Moscú, y la libertad de que gozaba la prensa en los países democráticos occidentales.
De este modo, estaban dadas las premisas para una entente cordial, una especie de complicidad mutua, entre el Papa comunicador y los responsables de la comunicación, con una particularidad: el Papa polaco sabía que la batalla informativa se ganaba en el mundo de la imagen, la que se colaba en casi todos los hogares del mundo a través de la pequeña pantalla, y así la palabra cedió en buena parte al gesto, a su presencia física, que poseían una mayor carga de simbolismo. Por eso, el Papa polaco no dejaba escapar la menor ocasión para dejarse fotografiar en uno de sus muchas actitudes: abrazar a un niño o a un minero boliviano, cantar y bailar con los jóvenes, besar a las mujeres, abrazar a los enfermos (inolvidable el encuentro con un enfermo de sida en San Francisco, en 1987), colocarse un sombrero mexicano, acariciar a un pequeño rinoceronte.
Las cámaras captaron también su poder comunicador rodeado de cruces, en la colina del mismo nombre, de Vilna (Lituania, 1993 ) ; o contemplando el mar, con la mirada perdida hacia América, recostado en el muro de una antigua cárcel de la costa senegalesa, en la que los negros esclavizados aguardaban la hora de zarpar hacia un siniestro e incierto destino —un gesto, este último, que calaba en la opinión pública con más fuerza que una declaración conjunta de todas las Iglesias contra la esclavitud—.
Juan Pablo II supo transmitir no sólo estos sentimientos elementales de amor, alegría, cariño, dolor, melancolía. También mostró la riqueza de registros de su personalidad al apostrofar al religioso y ministro del gobierno sandinista, Ernesto Cardenal, a su llegada a Nicaragua; o en su firme reacción a la contestación de los sandinistas en Managua, durante la misa; también en la excomunión lanzada contra la mafia en la ciudad siciliana de Agrigento; en sus numerosas y dramáticas exclamaciones contra la pobreza y la guerra; o en su elocuente mutismo al escuchar la dura requisitoria que le dirigió una responsable del laicado contestatario holandés (1985 ) .
Y qué decir de su penúltima visita a España, en 1993, cuando en presencia del ex presidente del gobierno José María Aznar (entonces jefe de la oposición), que había acudido a la Nunciatura, para cumplimentarle, mientras Aznar le saludaba en tono solemne, en un ambiente relajado, y en presencia de los fotógrafos, y del que suscribe, al Papa, que acababa de regresar de una peregrinación al Rocío, en pleno mes de junio, no se le ocurrió otra cosa que decir: «¡Qué calor, qué calor!», con un candor exento de ingenuidad. Más tarde, el Papa y Aznar se encerrarían en un salón, para tratar de cosas serias.
No es de extrañar, así, que de los 6.000 operadores de la información acreditados durante los luctuosos sucesos de comienzos de abril, en Roma, 3.500 procedieran del mundo de la imagen.
Juan Pablo II supo también aprovechar el enorme impacto mediático de las transmisiones por mundovisión, directas o diferidas, para dar a su palabra un impulso de alcance planetario, y conseguir que sus breves saludos en numerosos idiomas, en sus mensajes Urbi et Orbi, tanto en la Navidad como en la Pascua de Resurrección; o sus intervenciones en las audiencias públicas de los miércoles, así como sus breves alocuciones a la hora del ángelus dominical, desde la ventana de su estudio privado, llegaran a todas las gentes.
HUMANIZACIÓN DEL PONTIFICADO
La inmersión del papa Wojtyla en el mundo de la información era sólo un aspecto del nuevo sentido que quiso dar al hecho de ser el sucesor del apóstol san Pedro. La afirmación, desde el comienzo, de su incuestionable autoridad moral sobre la Iglesia («la autoridad absoluta» — había acentuado al comienzo de su ministerio pontificio— «no es más que el servicio al pueblo de Dios») no impidió su intento de humanizar la función de los papas — un paso que había comenzado a dar Juan XXIII y habrían de continuar Pablo VI y Juan Pablo I—, haciéndolos bajar del olimpo para acercarlos a la gente, aligerando el peso del cargo con la supresión de la triple tiara, o de la silla gestatoria, siguiendo el ejemplo de su predecesor el papa Luciani. Sorprendió incluso a cardenales y obispos, en la misa inaugural de su pontificado, al fundirse en un abrazo con el anciano cardenal primado de Polonia, Stefan Wyszynski; o al bajar la escalinata del atrio de la basílica de San Pedro, empuñando el báculo, para darse el primer baño de multitudes.
Pocos días después afloraría otro de los rasgos más acusados de la personalidad de Karol Wojtyla, aparentemente antagónico con el de actor: su vena mística. Sin dudarlo voló en helicóptero, también por vez primera en un papa, y se desplazó al santuario italiano de Mentorella, regentado por una comunidad de religiosos polacos, para transcurrir allí unas horas de oración y meditación.
La aparición de Juan Pablo II en la escena mundial, y de la información, la de un auténtico huracán, se produjo gracias a su concepto de Iglesia misionera, y a la nueva modalidad de acción del papado requerida para la proyécción a todo mundo del mensaje evangélico, más allá de los muros de Oriente y Occidente, objetivo central de su pontificado, y que le valió diversos títulos acuñados por los medios informativos: Papa trotamundos, supermán de la fe, etc.
Con Pablo VI tuvimos viajes apostólicos cargados de simbolismo y ejemplaridad: Tierra Santa, la pobreza de la India, la atormentada Colombia, el lejano Oriente… Juan Pablo II se propuso visitar todas y cada una de las iglesias locales, como si el mundo fuera una gigantesca diócesis, aunque, como en el caso de Marruecos, los católicos constituyesen una comunidad exigua; así como todas las parroquias de Roma, en su condición de obispo de la sede petrina.
NACE UN GÉNERO PERIODÍSTICO
Esta giras sistemáticas a las iglesias (130 países visitados en 104 viajes fuera de Italia) acabaron por crear una red sistemática de medios de comunicación que reflejarían este eco evangélico, red que también se tejía al hilo de la actualidad mundial, sobre la que el papa Wojtyla siempre tenía reservada alguna opinión. Surgió así un nuevo género informativo sin parangón en el mundo: las ruedas de prensa en el avión pontificio. El Papa acepta todas las preguntas, con el riesgo de tener que improvisar las respuestas más atrevidas; y se pone en manos de los fotógrafos, hasta en momentos tan reservados como al encontrarse en el lecho, recién operado en el Gemelli, tras el atentado, o al escuchar las confidencias de su agresor, el terrorista turco Ali Agca, en su celda de la cárcel romana de Rebibbia. ¡Cuán alejada esta actitud de la de los papas de apenas un siglo atrás, que se limitaban a hablar en latín, o a hacerlo en las reuniones con los cardenales!
A l margen de los viajes, auténtico tormento parados periodistas agencieros, que debíamos.luchar contra el reloj para servir, a tiempo, a nuestros clientes el «jugo» informativo de toda una jornada plagada de discursos, homilías, saludos, etc., el magisterio del Papa polaco se convirtió en una fuente inagotable para la información.
Además de los 3.288 discursos programados en los 250 viajes por Italia, y el resto del mundo, los informadores nos vimos obligados a dar cuenta al mundo de lo más noticiable de sus 14 encíclicas, 15 exhortaciones apostólicas, 11 constituciones apostólicas, 43 cartas apostólicas, así como lo más sustancial de 15 asambleas sinodales, seis consistorios para la creación de 231 cardenales (más uno in pectore), seis reuniones plenarias del colegio cardenalicio sobre asuntos importantes de la Iglesia y otras nueve asambleas interdicasteriales sobre problemas específicos de las iglesias locales (la opción preferencial de los pobres en Brasil, la inculturación en la India, la pederastia en los Estados Unidos, etc.).
Añádanse sus decisiones más proféticas, como la visita a la sinagoga de Roma; los encuentros interreligiosos de ayuno y oración por la paz; las grandes concentraciones de masas (jornadas mundiales de la juventud, de la familia, los congresos eucarísticos internacionales, los jubileos de 1983 y el 2000); y en fin, sus alocuciones públicas, todos los miércoles del año, las breves meditaciones de los domingos, a la hora del Ángelus, así como las numerosas canonizaciones y beatificaciones, algunas de ellas colectivas y vinculadas a episodios trágicos del pasado, como la guerra civil española, la revolución francesa, y las persecuciones en Vietnam y Ghina: sólo por esta desmesura —posible en uno de los pontificados más largos de la historia— el papa Wojtyla se ha ganado justamente el título de «Magno».
Juan Pablo II aprovechaba, a veces, una determinada pregunta para decir en público lo que estaba deseando decir de todos modos, acerca de algún problema, o de alguna persona implicada en problemas. Durante el vuelo Roma-Montevideo, el 31.de marzo de 1987, le preguntaron al Papa su opinión sobre las acusaciones de bancarrota fraudulenta del Viejo Ambrosiano, a propósito de la cual llovían las críticas sobre el arzobispo Marcinkus y la presunta implicación en este caso del lOR (Instituto para las Obras de la Religión, o Banca Vaticana), que el citado prelado dirigía. El papa Wojtyla respondió: «Estamos convencidos de que no se puede atacar a una persona en forma tan brutal».
En la relación de Karol Wojtyla con la prensa se producían a veces situaciones de cierta comicidad. El viaje a Asia y Oceania, efectuado del 18 de noviembre al 1 de diciembre de 1986, fue el más largo y agotador de todos los de su pontificado. Después de trece días de trabajo ininterrumpido, los periodistas estábamos francamente cansados, y deseábamos reposar en lo que quedara de vuelo de retorno, por lo que al regresar de Australia, camino de la última etapa, en las islas Sheychelles, rogamos al portavoz del Papa, Joaquín Navarro Valls, que le dijera que «comprendíamos» que el pontífice estaría agotado por lo que «renunciábamos» a su acostumbrada charla de prensa. Fue inútil: el Papa nos hizo saber que se pasaría por la zona que ocupábamos los periodistas para hacernos el honor de someterse a la habitual batería de preguntas cuando, a nuestro juicio, ya nada quedaba por preguntar. Resultado: las escasas horas en las Sheychelles se convirtieron para nosotros en una nueva fatiga informativa. Eran los buenos tiempos, los del Papa incansable. Con el paso de los años, sobre todo a partir de fracturarse el fémur (1994), sus conferencias de prensa se fueron reduciendo paulatinamente. Aparecía en la zona turística del avión, y sin moverse respondía a un número muy limitado de preguntas.
Juan Pablo II no rehuía someterse a las preguntas más sublimes… o a las más caseras y populares. En 1982 se le preguntó por qué equipo de fútbol pitaría, en el choque Italia-Polonia, a lo que respondió que para él «sería mejor esconderse». Esta sumisión voluntaria a la «tiranía» de los medios informativos visuales, y a su simplificación simbólica, le llevó hasta el extremo de repetir, para fotógrafos y cámaras de televisión que se habían rezagado, la genuflexión y el abrazo de Lech Walesa, porque — dijo — «es necesario hacer ver cómo el señor Walesa me saluda y cómo lo acojo yo» (abril de ,1989). La cosa tenía su intríngulis, porque un vacío informativo visual de este encuentro hubiera podido dar pie a interpretaciones torcidas, del tipo «el Papa acogió con frialdad a su amigo Walesa».
Del valor de los medios informativos para difundir la verdad y, hasta cierto punto, influir en la realidad, se percató Karol Wojtyla — si es que aún le quedaban dudas— durante la primera visita a su patria polaca, en 1979. Juan Pablo II captó enseguida un hecho: los medios de comunicación que le acompañaban rompían el aislamiento geopolítico de Polonia, hacían ver al mundo la realidad social de un país católico controlado por un régimen comunista que, como los otros regímenes del socialismo real, filtraba la información y expulsaba a cualquier periodista occidental díscolo.
Más allá de la difusión de una realidad social o política, para el Papa polaco los mass media son ante todo «instrumentos que pueden convertirse en potentes medios de transmisión del Evangelio» (mensaje para la XIX Jornada mundial de las comunicaciones sociales, mayo 1985).
LA PRENSA, AGENTE DE LA PASTORAL PONTÍFICA
Con Juan Pablo II, los medios informativos pasan de ser un curioso tolerado, a convertirse en agente necesario para la pastoral expansiva del nuevo pontificado: un instrumento básico para el proceso de globalización del mensaje religioso en la era posmoderna, que trata de romper con las dicotomías alimentadas por un mundo secularizado que se esfuerza por separar la religión de la sociedad, la fe personal de su reconocimiento público.
El atentado de que Karol Wojtyla fue víctima el 13 de mayo de 1981 abrió otro filón informativo, esta vez en torno al estado de salud del Papa, que con más o menos insistencia se prolongaría hasta el final de sus días. La cadena de contratiempos y achaques que fueron apareciendo a partir de entonces, en la vida del pontífice polaco, hasta llegar a las últimas horas de su vida hicieron de su historia clínica la más conocida de cualquier otro mortal. Un hecho favorecido por la propia actitud del Papa, que nunca ocultó sus achaques a la opinión pública, como ocurrió al anunciar desde la ventana de su apartamento, que sería operado de un tumor en el colon (12 de julio de 1992). A veces respondía con ironía a las preguntas de los periodistas que le inquirían sobre su estado de salud: «Si quiero saber algo sobre mi salud, sobre todo sobre mis operaciones, debo leer la prensa» (declaraciones durante el vuelo Roma-La Habana, 21 de enero de 1998).
Con esta cadena fortuita de contratiempos en su salud física, narrada minuciosa y puntualmente por la prensa, y que condicionó al Papa itinerante en los dos más firmes pilares de su ser comunicador —su movilidad y su capacidad de palabra— formó Juan Pablo II toda una pedagogía del dolor humano y de su sentido redentor. Si quiso aparecer ante la gente, hasta pocos días antes de su muerte, sin ocultar los gestos de dolor y de rabia por no poder articular palabra, fue, a mi entender, porque quiso asumir hasta el final el sufrimiento humano para demostrar a los creyentes cómo muere una persona cuya fe y esperanza son incapaces de hundir los dolores más brutales.
Es justo decir que el sufrimiento prolongado en la trayectoria vital del papa Wojtyla dio pie a errores de cálculo sobre su final. Muchos periodistas llegamos a considerar una hazaña que el Papa llegara en buena condición física para poder abrir la Puerta Santa, en el Gran Jubileo del año 2000. Pocos tenían la certeza de que llegase a cerrarla. Y lo logró.
Los frutos de la estrategia de Karol Wojtyla con la prensa se vieron recogidos el 4 de junio de ese mismo año. Aquel día se celebraba en la sala Nervi del Aula Pablo VI del Vaticano el jubileo de los periodistas. Los organizadores contaban con una audiencia de unos ochocientos informadores. Se presentaron siete mil, de cincuenta países. Un conmovedor aplauso arropó el titánico e interminable esfuerzo del anciano Papa minusválido, del hombre que había cubierto varias veces, con sus viajes, la distancia de la Tierra a la Luna, para recorrer los cincuenta metros por el pasillo de la sala hasta llegar al trono, y así saludar a los periodistas.
Esta acogida cordial de los informadores tuvo su inesperado eco en un gesto que habría de revelar la peculiar relación del Papa actor con los periodistas, y que se produjo dos años más tarde. Durante la Semana Santa del año 2002, Juan Pablo II confió a un grupo de «sus» periodistas, a profesionales de la palabra, los textos de las estaciones del Vía Crucis, hasta entonces encargados a obispos, sacerdotes, religiosos o a algún renombrado teólogo o escritor.
EL RELATO DE LA MUERTE DEL PAPA
Volvamos al comienzo. El 2 de abril, a las 21,37 se rompía un hechizo de 26 años, cinco meses y 15 días. La fase final de este gran comunicador se abría el lunes, 21 de marzo, en torno a las ocho de la tarde, cuando comienzan a circular por Roma voces según las cuales el Papa había muerto. No era la primera alarma sobre la salud de Juan Pablo II, cuya voz se apagaba progresivamente, al compás de su postración en una silla de ruedas. A l menos desde 1994, cuando una fractura al fémur acabaría por obligarle a llevar bastón (en el que se inspiró para bromear, en público, al estilo de Charlot) fue creciendo la preocupación por la salud del papa Wojtyla. Preocupación que se prolongaría hasta la noche misma de la apertura de la Puerta Santa (24 de diciembre del 1999), en la que se ofrecía al mundo la imagen de un Papa enérgico pero doliente, que fue capaz de culminar un amplio y muy fatigoso programa jubilar.
El 16 de octubre del 2003 se produciría un ulterior agravamiento de las condiciones generales de salud, y los mass media volvieron a especular sobre un final que parecía más cerca…, hasta llegar al 31 de enero del año en curso, a partir de cuya fecha se va cerrando la última página de una larga amistad entre Karol Wojtyla y la opinión pública, galvanizada por los medios informativos de todo el mundo. A partir de ese día, se esfumaba el idilio con el Papa cercano a la prensa, siempre a la mano de cualquier informador. La antigua comunicación se reduce al hilo de lo que se pueda captar del abrir o cerrar dos ventanas: la del Policlínico Gemelli, y la ya habitual de la tercera planta de los Palacios Apostólicos, la cátedra desde la que Juan Pablo II ha ido tejiendo a lo largo de los años una parte sustancial de su magisterio. Se trataba de ver la imagen del Papa, sus gestos, sin importar tanto que consiguiese articular pocas o ninguna palabra, más o menos inteligibles, y de seguir los pasos de un drama que se iba consumando tras los visillos.
La imagen de las palomas blancas que se negaban a escapar de la habitación del Papa, el domingo 3 0 de enero, fue la última que pudimos ver, a través de la ventana, de un Juan Pablo II «normal», de un hombre ya marcado por la enfermedad y el dolor. Se alejaba el huracán, la tempestad amainaba. Cuatro días antes se habían suspendido, sine die, las audiencias públicas de los miércoles.
A partir de los sucesivos internamientos en el Gemelli, el «segundo Vaticano», y de las relativas convalecencias, todas las miradas, y las esperanzas, se concentraban en esas dos ventanas, con la excepción, que tanto dio que hablar, de la toma televisiva del Papa, de espaldas, abrazado a una cruz, en los mismos momentos en que en el Colosseo se celebraba el último Via Crucis de la era wojtyliana.
El Domingo de Ramos, Juan Pablo II se asomó a su ventana, alzó la mano derecha, empuñando un ramo de olivo, y bendijo a los fieles pero sin articular palabra. Se llevó la mano derecha a la frente y siempre con la diestra golpeó el atril, para dar a entender la mortificación que sentía al poder hablar, y bajar a la plaza para abrazar a sus jóvenes, que le aclamaban —desilusionados por no poder oír su voz— al grito de «Juan Pablo, Juan Pablo». No tenía fuerzas ni para sonreír.
Por fin, la presencia fugaz del Papa, el 27 de marzo, Domingo de Resurrección, con la muda bendición «Urbi et Orbi», y la imagen lacerante del grito mudo del 30 de marzo, la última que nos queda de un Papa que quiso mostrar su agonía mientras pudo. Los días sucesivos, miles de jóvenes de todo el mundo, los papaboys, se habían movilizado, atraídos por las noticias de la radio y la televisión, y se arremolinaban en la plaza de San Pedro y aledaños, dirigiendo la mirada hacia la tan familiar ventana, imaginando la escena del otro lado del muro, con las escasas y asépticas noticias que emitían los comunicados oficiales. Por último, la noticia de la muerte, el doblar de las campanas, las luces encendidas del dormitorio de un hombre que había querido morir en su lecho, y no entre las frías paredes de un hospital, la conciencia colectiva de haber quedado huérfanos, y no tener que dar a nadie el pésame. Y entre los periodistas, al menos según mi percepción, la tranquila conciencia de habernos mantenido alejados de toda manipulación, al narrar el trance más difícil en la vida de cualquier hombre, en este caso del párroco de la aldea global, que mientras pudo buscó un púlpito desde el que ejercer su ministerio y practicar aquel carisma que cautivó a tantos jóvenes, y menos jóvenes, de todo el mundo.