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He aquí un libro sobre el mundo clásico que casi merece él mismo el marbete de clásico. Publicado en 1930 por su autora, la helenista germano-norteamericana Edith Hamilton (1867-1963), entre cuyos méritos está el de haber sido pionera de las mujeres universitarias, es una ampliación del que fuera su primer trabajo, The Greek Way. Curiosamente, una anterior edición española mantenía ese título (El camino de los griegos) para esta versión ampliada, que ahora reaparece respetando el título original de 1930: The Great Age of Greek Literature. La ampliación de entonces tenía que ver con la inclusión de autores como Píndaro, Heródoto y Tucídides, inclusión tanto más necesaria para la autora en cuanto que “no es posible percibir realmente la extensión, hondura y esplendor de la vida intelectual ateniense durante la quinta centuria excluyendo la aguda curiosidad y la humanidad cálida de Heródoto, o la profundidad de pensamiento de Tucídides y su sombría magnificencia”.

El esplendor de la cultura griega. Ed. Signifer 2021. 213 páginas. Traductor: Juan José Utrilla. 19 €.

Publicado, pues, en pleno periodo de entreguerras, cuando, sin superar del todo el trauma de la Gran Guerra, el auge de los fascismos auguraba nuevos conflictos, el libro responde de algún modo a esa coyuntura. “Ahora que el mundo se conmueve, frente a la urgencia de lo malo y la amenaza de lo peor”, es imperativo volverse a “las eternas perspectivas”, a “la visión de lo verdadero y lo divino, independiente de la opinión”, escribe la autora, citando a Sócrates. “Las perspectivas eternas permanecen abiertas, claras y serenas, gigantescas y verdaderas al lado de la pequeñez y la falsedad, del odio y la intolerancia”. Y en esa búsqueda encontramos a los griegos y, en concreto, a la ciudad de Atenas. “Pensamos y sentimos de forma diferente merced a las obras que produjo una pequeña ciudad griega durante dos siglos… Jamás ha sido superada su floración artística y filosófica, y muy raramente igualada, y sus características imperan sobre todo el arte y el pensamiento occidentales”, escribe Hamilton, que habla de “plenitud de grandeza” y “candente energía espiritual”, a propósito de esa floración.

“Pensamos y sentimos de forma diferente merced a las obras que produjo una pequeña ciudad griega durante dos siglos… Jamás ha sido superada su floración artística y filosófica”.

Por encima del acuerdo que las interpretaciones y tesis de su autora puedan suscitar entre los especialistas, este es un libro entusiasmado por la cultura griega y que sabe contagiar ese entusiasmo. Desde sus primeras líneas resulta un libro sugerente y estimulante, denso e intenso, ante el que el lector se siente impelido constantemente a subrayar frases del texto. Se refieren los editores en la contraportada a “una forma de escribir deliciosa”, y, desde luego, ese citado entusiasmo, unido al profundo conocimiento de lo tratado (“la pasión que da el conocimiento”, que decía Gil de Biedma), desemboca en un texto de lectura muy grata que es una estupenda puerta de acceso a un mundo que sigue estando vivo y resultando atrayente.

Trabajo también didáctico, dividido en diecisiete capítulos más bien breves que se ocupan, por un lado, de aspectos generales (Oriente y Occidente, la religión de los helenos, el carácter griego…) y, por otro, de los grandes escritores: los tres citados más arriba, los dramaturgos (Esquilo, Sófocles y Eurípides), Aristófanes y Jenofonte; además de tratar de pasada a otros como Homero o la figura del ágrafo Sócrates.

Un mundo nuevo

La autora empieza por constatar que en Atenas nace una nueva civilización distinta a todo lo anterior y que no contó con un modelo precedente. “Los griegos fueron los primeros occidentales; el espíritu occidental, el espíritu moderno, es un descubrimiento griego que ubica históricamente a los griegos en el mundo moderno”. La novedad que encarna Grecia es bien palpable en una alegría de vivir que no se conocía en la Antigüedad. Los griegos, por ejemplo, “fueron los primeros en conceder importancia a los juegos… el testimonio de los juegos es concluyente”. Y si a Egipto lo caracterizan las tumbas, a Grecia la caracteriza el teatro. “Gozar de la vida, descubrir que el mundo es una hermosa posada, señalaba el espíritu griego distinguiéndolo de todo lo anterior. La alegría de la vida resplandece en todo lo que nos queda de Grecia”. Ni siquiera Roma, su presunta heredera, se parece a Grecia. La Roma imperial, dice Hamilton, estuvo siempre inclinada a los modos orientales. “Los griegos transmutaron un mundo lleno de miedo en un mundo lleno de belleza”. Ya en Homero -portavoz de los griegos, molde de Grecia- los hombres son libres y no temen.

“Los griegos fueron los primeros occidentales; el espíritu occidental, el espíritu moderno, es un descubrimiento griego que ubica históricamente a los griegos en el mundo moderno”.

Lo anterior no impide que la literatura griega sea profundamente dolorosa. “Los griegos advertían al mismo tiempo hondamente la amargura de la vida y su dulzura”. Sus dramaturgos, “antes que dramaturgos eran griegos, tan agudamente conscientes de la belleza de la vida que no podían sino proclamarla”. A esa mentalidad contribuía la falta de relevancia del clero en la vida griega; el clero estaba a la retaguardia, ocupado en el templo y el cumplimiento de los ritos, pero sin autoridad fuera de ese ámbito estrictamente religioso.

Junto al vitalismo, “los griegos eran intelectualistas, el trabajo de la mente constituía su pasión”. “No habían venido al mundo para regocijarse en el descanso de su inteligencia. Debían analizar y reflexionar sobre todas las cosas. No podían dejar de definir con precisión el significado de cualquier término general; de esta suerte pudieron crear el lenguaje de la filosofía”. Y era tan importante comprender la belleza como expresarla. “Ninguna estatua griega nos parece extraña en ningún sentido… Nos sentimos inmediatamente amigos… Ninguna arquitectura nos es tan familiar como la griega”. Su literatura, sin embargo, permanece aislada, nadie la ha copiado. “Las letras griegas dependen tan poco del adorno como las estatuas. Escriben llana y expresivamente”. Y eso ya desde Homero, que “refiere una gran historia simple y espléndidamente”. Toda la poesía griega se basa en “la claridad de ideas, el plan y la secuencia lógica”. “La fantasía galopa a riendas cortas en la poesía griega”. “Claridad y simplicidad en la expresión, lemas del pensador, eran también los lemas del poeta griego”, remacha Hamilton.

Entre estos poetas, sobresale de modo destacado Píndaro, “una fuente prodigiosamente elevada”, del que la autora destaca “su plenitud vital, su inagotable espontaneidad”. Aunque “sus pensamientos corrían parejos con lo convencional”, el lugar de Píndaro está entre los inmortales. “Además de la facilidad, la libertad, y el poder que denuncian sus poemas, Píndaro es un artesano consumado”. Su poesía, añade Hamilton, aunque intraducible (y esa imposibilidad es una pérdida irreparable), es la que más se acerca a la música, a la música que se basa en la estructura, las leyes fundamentales de equilibrio y simetría, como La fuga de Bach. “Verter en otro idioma las odas de Píndaro sería como escribir con palabras una sinfonía”.

Píndaro, el poeta más grande después de Homero, es el último intérprete de la aristocracia griega. Sus poemas expresan perfectamente y por última vez la conciencia de sí misma de la antigua aristocracia, la convicción de su propio valor moral y religioso. La perfección física que cantan sus odas evoca misteriosamente la perfección espiritual, y cada poema suyo es un tributo a esa conjunción.

La tragedia apareció porque era menester conocer y explicar; mientras que la comedia trata de la superficie de la vida, el trágico debe buscar su significado.

Cuando analiza a los escritores griegos, Hamilton hace frecuentes comparaciones con autores modernos, casi siempre ingleses (Milton, Shakespeare, Keats…); destaca, por ejemplo la semejanza entre Aristófanes y Gilbert. De Aristófanes dice que toda la vida de Atenas está en su obra. “Todo era pasto para sus burlas. Era la pintura parlante de las locuras y debilidades de su momento… espejo de su época”. “Es tan absolutamente sincero que terminamos por sentir que la indecencia es ni más ni menos que una parte de la vida, con mayores posibilidades humorísticas”. “La distancia entre lo sublime y lo ridículo era fácilmente transitable. La comedia florecía al lado de la tragedia, y cuando una pasó, también pasó la otra”.

Los historiadores

Antes de abordar la cumbre de la literatura griega que constituyen sus tragedias, Hamilton se detiene en los historiadores. Heródoto es “el historiador de la gloriosa lucha por la libertad en que los griegos vencieron a los persas”; aunque la vida de Grecia, como la de cualquier otro país, se fundara sobre la esclavitud, que despertó cierta oposición: de modo indirecto en Platón, más abiertamente en Eurípides y luego en los estoicos. A Heródoto se le ha llamado padre de la historia, pero lo es también de la geografía, la arqueología, la antropología, la sociología y todo aquello que se relaciona con los seres humanos y los lugares en que viven. “Pertenecía al limitadísimo número de los amantes de la humanidad. Simplemente, le agradaba la gente. Le agradaba más que la admiraba, y jamás la idealizó”. Heródoto, en fin,  posee ese sine qua non del escritor: no ser pesado; algo difícil de evitar cuando se escriben libros de viajes. “Escribe con perfecta facilidad, sin amanerarse; siempre es simple, directo, lúcido y fácil de leer”. Según Dionisia de Halicarnaso, fue el primero en demostrar a los griegos que la expresión en prosa podía alcanzar el mismo vigor de la expresión en verso.

Tucídides hizo un tratado de la guerra, sus causas y efectos en su Historia de la guerra del Peloponeso. “Jamás se libró una guerra por causas tan justas como la guerra contra Persia”. A la que “siguió uno de los renacimientos triunfantes más maravillosos del espíritu humano de cualquier edad histórica”. Pero, en la cumbre de su poder, Atenas cambió. La confederación libre se convirtió pronto en el imperio ateniense. La creciente marea del dinero y el poder hizo que Atenas se volviera contra sus amigas, convirtiéndolas en colonias. Y de esa Atenas imperial e invencible desapareció el motivo que aconsejaba obrar bien. Tucídides fue testigo del cambio drástico que hizo de Atenas una ciudad brillante y corrompida, poderosa, imperial y tiránica.

Jenofonte: “Hombre de buena voluntad y buen sentido, amable, honesto, piadoso, inteligente… de la mejor estirpe ateniense…”

El hombre medio de Atenas puede verse a través de los ojos de Jenofonte, lo que no ocurre con Tucídides o Platón. “Hombre de buena voluntad y buen sentido, amable, honesto, piadoso, inteligente… de la mejor estirpe ateniense”, Jenofonte “fue verdaderamente un hombre de su tiempo, cuando los poetas, dramaturgos e historiadores eran simultáneamente soldados, generales y exploradores”. Aunque no era demócrata –prefería Esparta a Atenas- en la famosa retirada que cuenta su Anábasis (“una historia griega en miniatura”, ningún otro escrito proporciona un conocimiento tan claro del individualismo griego) actuó como un ateniense, siendo un jefe democrático, “como convenía a su condición de militar de la democracia más libre que consiguió jamás el mundo”. En estas páginas dedicadas a Jenofonte y a la retirada de los Diez Mil reaparece la entusiasmada admiración de la autora por su objeto de estudio: “Apenas eran una banda de mercenarios, pero de mercenarios griegos; y el promedio de inteligencia era elevado”.

La tragedia, dolor transmutado en exaltación

Y el entusiasmo y la admiración suben cuando se ocupa de los trágicos. De los cuatro grandes dramaturgos de todos los tiempos, tres son griegos, recuerda. “Es en la tragedia donde más claramente se ve la excelencia griega… La tragedia es de factura peculiarmente griega; fueron ellos los primeros en descubrir el género, y lo elevaron hasta su cumbre suprema”. La tragedia es dolor trasmutado en exaltación por alquimia poética. “Dolor modificado, o mejor, cargado de exaltación. Este es el misterio de la tragedia; la expresión del dolor nos causa placer”. La tragedia, dominio de los poetas, apareció porque era menester conocer y explicar; el trágico debe buscar el significado de la vida; su superficie es asunto de la comedia. “La dignidad y la significación de la vida humana constituyen las bases imprescindibles de la tragedia”. “Si los griegos no nos hubiesen dejado tragedias, desconoceríamos la cumbre más alta de su apogeo”.

“El extraño poder de la tragedia, de presentar al sufrimiento y a la muerte de modo que exalten y no depriman se experimenta soberanamente en las obras de Esquilo”, en las siete que han sobrevivido de las noventa que escribió. “Si la actitud peculiar de la tragedia consiste en mostrar la miseria del hombre en su máxima tenebrosidad y la grandeza del hombre en su máximo nivel, Esquilo no es solamente creador del género sino el más verdaderamente trágico de todos los trágicos. Nadie como él ha arrancado sonidos tan puros del disonante estruendo de la vida. No hay en sus obras resignación ni pasiva tolerancia. El espíritu griego enfrentaba la calamidad con grandeza”. “Esquilo –sigue diciendo Hamilton- veía la vida de modo tan dramático que para poder expresarse necesitó inventar el drama” y “definió las líneas fundamentales del teatro ático”. Sófocles y Eurípides fueron mejores técnica y escénicamente, pero no alcanzaron su intensidad dramática. “Fue un gran pensador solitario. Contadas veces ha sido igualada la profundidad y penetración de su pensamiento; y su investigación del enigma del mundo no ha sido aún superada”.

En cuanto a Sófocles, “compendiaba en sí todo lo que entendemos por griego, tanto que todas las definiciones del espíritu y el arte griegos no son en última instancia sino definiciones de su espíritu y de su arte; era la quintaesencia misma de lo griego”. “Lúcido, simple, razonable, directo, la palabra exceso no podía ser pronunciada en su presencia. Nadie poseyó mejor que él el don de la moderación…. Nada demuestra mejor la altura del intelecto ateniense como el éxito de Sófocles”.

Eurípides, el tercer gran trágico, de sorprendente modernidad, “es el más triste de los poetas, el poeta de la pena del mundo”, que siente como ningún otro la ruindad de la vida humana. “Ningún poeta tuvo nunca oídos más sensibles para captar el tono de la silenciosa y triste música de la humanidad”. Sus obras, tan antiguas, “pulsan las dos notas dominantes de nuestro tiempo: simpatía por el dolor ajeno y firme convicción en el valor de cada ser viviente”. “Máximo representante de la eterna mente moderna”, destaca en su obra “su espíritu compasivo para con todos los infortunados y su sentido del valor de la vida humana”.

Hamilton cierra este bloque con una comparación de las versiones de un argumento que trataron los tres, la historia de Electra. La de Esquilo es amable, gentil, arrastrada -contra su propia naturaleza- por el deber. La de Sófocles es una mujer fuerte, llena de amargura, que vive con el único propósito de la venganza; bravía y rebelde, desprovista de dudas y de arrepentimientos. La de Eurípides, que ha sido la más cuidadosamente estudiada, tiene amargura y una ira especial.

Hamilton rechaza también la idea -teórica y prácticamente falsa, dice- de una tragedia griega hecha con arquetipos. Sostiene que sus personajes poseen siempre un carácter definido, ya que nada individualiza tanto como el dolor.

La base de su democracia era la convicción de todas las democracias: que el hombre medio es capaz de emplear el sentido común en el cumplimiento de sus obligaciones

Los griegos, en fin, tenían la pasión de ser libre, de vivir su vida según sus propias normas, no les parecía natural dejarse dirigir. La base de su democracia era la convicción de todas las democracias: que el hombre medio es capaz de emplear el sentido común en el cumplimiento de sus obligaciones. Aquel ideal decayó. La democracia ateniense se convirtió en imperialismo y dejó de ser democracia. Pero “el ideal de la unidad de individuos libres que servían espontáneamente a la vida común pasó a ser una nueva posesión de la humanidad, perpetuamente recordada”.

Periodista cultural.